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El triunfate espectáculo de la vulgaridad

Firmado por. Victor Isolino Doval González

Las vacas de la vulgaridad han invadido el terreno de la elegancia. Pláticas soeces, habituales conductas infantiloides y recurrentes referencias escatológicas son cotidianas, de esto dan cuenta, sobre todo, los medios de comunicación. La mejor defensa es el ataque.


Nadie en sus cabales aspira a lo peor. La experiencia muestra que a pocos, muy pocos, les atrae lo vulgar. Al contrario. En la medida de sus posibilidades, todos se esmeran por alcanzar lo mejor de lo mejor. Ahí están, como ejemplos cercanos, la decoración de las casas, el arreglo personal o el diseño automotriz.

Otro ejemplo, menos ordinario, es el Real Madrid, un equipo de futbol al que no se le tolera negar la nobleza de su nombre. Lo que en la cancha se perdona a otros, al Madrid se le exige. Si los merengues —ganen o pierdan— no juegan con donaire e inteligencia, el calificativo «vulgar» ocupa de inmediato los titulares de la prensa.

Luego del oprobioso 2-0 ante el Racing de Santander en la liga 2002-2003, el diario deportivo Marca lo definió así: «Es un equipo vulgar, sin orden ni concierto». Cinco jornadas después, en el Nou Camp de Barcelona, el Madrid igualó sin goles contra un Barça mediocre. Aunque no perdió, la crónica periodística señaló con dureza: «Sin Zidane, el Madrid es un equipo vulgar».

Para los jugadores es claro. «Aquí juegas para ganar, pero jugando bien», ha dicho más de una vez el central Luis Figo. La pretensión del Real Madrid es mantenerse como el mejor equipo del mundo y eso no se consigue sólo con goles: hay que jugar con elegancia. Dicho con palabras del filósofo francés Alain Finkielkraut: «el valor de una sociedad se mide por su ideal de la excelencia» [1] .

El Madrid es según su ideal. Cuesta trabajo imaginar a Raúl protagonizando una canallada en el campo o a Casillas corriendo descortesías a los defensas contrarios. Hasta el uniforme es prueba de la obligada gallardía madrilista: blanco o negro, impecable siempre. El Madrid es el sueño de muchos futbolistas porque, como dijo Heráclito, «los mejores escogen la gloria perpetua en lugar de cosas perecederas» [2] .

Apogeo de la vulgaridad

A pesar de esa tendencia humana a lo mejor, hoy se percibe un enrarecido auge de la vulgaridad. Al menos eso reflejan los medios de comunicación. Recientemente, Vicente Verdú reclamó sin titubeos: «Prácticamente cualquier asunto que antes protegía el pudor, la religión o la instrucción cívica ha ido sucumbiendo en la escena pública. (…) Más que la neumonía severa y atípica, la desvergüenza, la ordinariez, la vulgaridad, se ha convertido en la epidemia más típica y vistosa a comienzos del siglo XXI. ¿Qué pasa aquí, allí, en casi todas partes? ¿Lo grosero se está haciendo normal?» [3] .

Muchos programas de comedia recurren a la fórmula escatológica y sexual para conseguir la carcajada de la audiencia. Difícilmente encontraremos en la televisión mexicana una serie que apele a otra expresión para hacernos reír.

¿Cómo explicar que un tipo mantenga a grito pelado una conversación íntima a través del celular y en cualquier lugar? ¿Cómo justificar las escenas en las que el rating y la mercadotecnia lo toleran todo?

La preocupación ante la creciente vulgaridad no es un simple escándalo de desocupados o pusilánimes. Lejos de lamentarse por los chistes sobre la anatomía humana o la impudicia de los reality shows, la cuestión es alarmante. La vulgaridad es el arma eficaz de una peligrosa especie de terrorismo y tiene en la mira dos cimientos sociales: la madurez individual y el sentido comunitario.

Signos de infantilismo


Es absurdo condenar a un bebé cuyo llanto ha despertado a sus padres en medio de la madrugada. En efecto, lo propio de la infancia es ignorar límites y comportarse sólo en función del instinto: la conducta sin asomo de inhibición, la indiferencia entre lo privado y lo público, pertenecen a la condición infantil.
«El niño —recuerda Verdú— no puede esperar y reclama a manotazos y llantos lo que desea. Pero, de la misma manera, el adulto más vulgar se impacienta con la cadencia de la lectura, demasiado premiosa a efectos de la comunicación o la gratificación. En lugar de la escritura prefiere el impacto de la imagen, y en torno a ella se desarrolla la cultura de la máxima e inmediata exposición» [4] .

Poco a poco, el niño entiende de procesos; conforme crece aprende a controlar el llamado de sus sensaciones, avisa a su mamá que necesita ir al baño, usa cubiertos, no grita en las noches.

La humanidad también comprendió paulatinamente la obligación de regular sus instintos y se impuso un orden. Estableció límites, promulgó leyes y enalteció el arte. Sin embargo, el clamor animal persiste y nos tira hacia esa condición.

La vulgaridad es signo de una infantilización general, hacer aquello que apetece, en seguida y sin recato, como hace el niño que no entiende de reservas o convenciones, que se cree el amo del mundo y es incapaz de asumir la necesidad de aplazar la recompensa.

La obsesión norteamericana por «lo más», por lo demasiado —demostrada en el incesante deseo de abatir récords, de ir cada vez más alto, lejos o lo que sea—, expresa muy bien esta especie de vuelta a la niñez: «La sutileza es poco americana. En la comida casi todo paladeo potencialmente neto está acompañado por un arsenal de salsas que abarrotan las pupilas y explotan las papilas. Cuanto más se acumulan los destellos, los colores y sabores, más importante parece el plato. Mezclar, sofisticar, agregar es una característica de los fast food. (…) Ser norteamericano es habitar en un entorno magno, abundoso y sensacional» [5] .

Sin olvidar la animadversión europea hacia la cultura norteamericana, debe reconocerse la falta de templanza que priva en Estados Unidos y que desde allí se irradia al mundo. Hace unas semanas, Nueva York celebró a Takeru Kobayashi, el devorador de hot-dogs más rápido del mundo. El joven, de 25 años y 59 kilos de peso, fue honrado por la Gran Manzana luego de tragar «44 perros calientes en 12 minutos (seis menos que su récord mundial), y confirmó la supremacía que ostenta en esa especialidad» [6] .

El regreso de los hoolligans


Al referirse a la política mexicana, el ensayista Carlos Monsivaís advirtió en cierta ocasión que «la vulgaridad no se desprende de vocablo altisonante alguno, sino de la puerilidad del comportamiento, de la infantilización programada. Exhibir la anulación del discurso racional, y ufanarse de ello, es un acto profundamente vulgar» [7] .

Ser vulgar es algo más que una eventual perversión de lo existente, mucho más que jugar con porquerías. «Llegado a un punto, a este punto actual, la vulgaridad tiende a convertirse en un estilo de vida. El estilo de una democracia degradada, el hedor de las relaciones humanas heridas, la cara obscena de la biografía cuando la intimidad se ha comercializado y la prestancia es un lastre para la acción en busca de provecho personal» [8] .

En resumidas cuentas, el egoísmo es un vigoroso nutriente de la vulgaridad. Los demás no importan, la calidez y el respeto en las relaciones son accesorios. «Faltos de una relación habitual, el residente cercano deja de ser el vecino a quien recurrir en busca de compañía o ayuda y se transforma en una posible y extraña amenaza» [9] . ¿Exageración?

Ejemplos sobran: la desproporcionada agresividad entre automovilistas, la frialdad en el trato, el formidable aumento de quejas en los servicios, la dramática pérdida de amistades sólidas. Las graves fisuras sociales responden a la pérdida de respeto por uno mismo.

Recordemos que «los seres humanos somos una especie inviable cuando nos comportamos como animales. Nuestra característica competitiva en la naturaleza es la racionalidad. El odio destruye la razón. La violencia anula los beneficios de la ley. Sin normas estamos perdidos, vivimos en estado de guerra» [10] .

Después de la copa mundial de 1990, los hinchas de la selección inglesa de futbol pasaron a la historia como un hato de bestias. En aras de la libertad, hoy parece que los hoolligans y toda clase de sucedáneos han tomado por asalto la sociedad.

La enfermiza adoración de una democracia mezquina y los resabios juveniles de comunismo y «revolución» complican la defensa de la elegancia social. Exigir una conducta elegante es signo de burguesía y clasismo. Donde lo espontáneo es sinónimo de auténtico y la rudeza, de sinceridad, la elegancia se condena. Es curioso que baste anteponer un «perdón, así soy yo» para legitimar cualquier insulto.

La paradoja de la vulgaridad


A pesar de que, como se dijo, nadie en su sano juicio desea lo peor —«los cerdos se regocijan más en el cieno que en el agua limpia» [11] — es evidente que el ser humano puede ir contra sus ideales más nobles a favor del simple placer sensitivo. Es más cómodo seguir dormido que levantarse para ir a trabajar.

Cabe entonces establecer dos estilos de vida, opuestos según el fin que persiga cada persona: el noble y el vulgar, el esfuerzo caracteriza al primero y la inercia, al segundo. «Unos hombres proyectan su vida hacia lo alto y se afanan por alcanzar esa meta ideal, mientras otros carecen de proyecto, o es este bajo o inauténtico, o se abandonan a la pulsión más fuerte y abdican de su misión. Nobles y vulgares son dos tipos antagónicos de hombre, no dos grupos o clases sociales» [12] .

Increíblemente, «los modelos que escoge nuestra sociedad, y que mira con envidia, son a menudo monstruos de vulgaridad» [13] . Un repaso de la imagen de los protagonistas de la farándula arroja un saldo lamentable, no hay en ellos el menor atisbo de elegancia.

Así, por ejemplo, la conducta que antes estaba reservada a analfabetos y cortesanas, ahora es patrimonio de jóvenes ávidos de la admiración pública y la aceptación social. Finkielkraut salta con asombro ante la paradoja de la vulgaridad: «La élite de nuestro tiempo muestra su vulgaridad sin la menor vergüenza. Lo que me llama la atención es hasta qué punto esta élite reivindica la ausencia de maneras. (...) La indelicadeza en la expresión no es algo exclusivo de los niños de las ciudades. Hoy emana de animadores, de periodistas, de comediantes, de cantantes que son las estrellas de nuestro mundo» [14] .

Elegancia y orden


De la elegancia sólo quedan nostálgicos destellos, la hemos olvidado. Su urgente reivindicación depende de cumplir con la nota más peculiar del ser humano: la razón. No somos vacas para pastar donde las ganas indiquen.

Mientras la elegancia supone orden y control interior, autodominio y límites, la vulgaridad desconoce cualquier frontera y la más mínima indicación de la inteligencia. Aún más. «La elegancia —dice Ricardo Yepes— envuelve todo el ser de la persona en cuanto esta es íntegra, poseedora de su plenitud. Por eso, si ser elegante significa ser íntegramente bello, esto no puede limitarse sólo al aspecto del vestido o al arreglo externo. Por fuerza ha de incluir lo que la persona misma es y lo que de ella se manifiesta.

»Esta es la idea griega, hoy tan perdida, de que las acciones hermosas, elegantes, son aquellas que uno realiza abandonando su propio interés para emprender la búsqueda de lo en sí mismo valioso, aquello que merece la pena por sí mismo, lo que tiene carácter de fin, lo que una vez alcanzado da la felicidad y la perfección» [15] .

Lo íntegro es lo bien hecho, a lo que no le sobra ni le falta nada, lo que está completo y perfecto dentro de sus límites y fines, físicos o morales. Fascinados ante esta idea de perfección, los griegos defendieron siempre el equilibrio que aprendieron del universo, del cosmos —orden, en griego— y dirigieron sus baterías para vencer al caos —desorden— en todos los frentes, incluido el moral.

Ellos entendieron la belleza no sólo en el sentido de apariencia, sino, sobre todo, como integración y equilibrio entre razón y naturaleza. Así, para el pensamiento griego, la belleza de una persona está intrínsecamente relacionada con su integridad moral: el hombre virtuoso es bello.

De aquí que la falta de elegancia lastime la esencia humana: desdeña el propio reconocimiento como ser inteligente y, por ende, el de los demás. Es triste dar la razón a Vicente Verdú cuando afirma que «la vulgaridad se manifiesta a la manera de un chapapote moral» [16] .

No es lugar común recordar aquí la vuelta a las humanidades. La riqueza social que entrañan la historia, la filosofía, la literatura… es impagable. Gracias a ellas, descubrimos lo esencial entre lo pasajero, lo bueno entre lo malo. En expresión de Alejandro Llano, su olvido «conduce a la incomunicación, la incomunicación lleva al aislamiento y este, como advirtió Hannah Arendt, es pretotalitario. La mejor manera de asegurar que nadie piense algo "políticamente incorrecto", es sencillamente que no piense» [17] . Se trata, ni más ni menos, de la mencionada victoria de la vulgaridad.

Contra la sobriedad que incuba lentamente la razón, el resplandor inmediato de lo vulgar siempre tentará al espíritu humano. Por eso, frente a ese vacío fulgurante la protección más sólida es «el gran acervo de ideas, creencias, valoraciones y narraciones sobre la vida del hombre en sociedad» [18] que consignan las humanidades.

Aunque no es una pócima infalible, la herencia humanística es el mejor asidero de la sociedad, el impulso que permite el movimiento de la reflexión personal como antídoto de los embates de la corriente colectiva.

Ricardo Yepes es contundente: «Quien no siente necesidad de ser pudoroso carece de intimidad, y así vive en la superficie y para la superficie, esperando a los demás en la epidermis, sin posibilidad de descender hacia sí mismo. Los frívolos no necesitan del pudor porque no tienen nada que reservarse. Por eso son tan chismosos; hablan mucho, pero no dicen nada. Viven hacia fuera. Están desnudos» [19] .

Al final de cuentas, se trata de un asunto que rebasa los quejumbrosos lamentos de la liga de damas decentes y el vetusto manual de Carreño. La elegancia humana es abundancia interior. La vulgaridad, indigencia.

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NOTAS                                          
[1] Servicio Aceprensa 145/02. Entre comillas. «El conformismo de la vulgaridad». 6 de noviembre de 2002.
[2] Los filósofos presocráticos. Gredos. Madrid, 1992. p. 382.
[3] Vicente Verdú. «Apogeo de la vulgaridad». El País. Madrid, 8 de junio de 2003.
[4] Ibid.
[5] Vicente Verdú. El planeta americano. Anagrama. Barcelona, 1996. p. 96.
[6] Reforma. México, 5 de julio de 2003.
[7] Carlos Monsivaís. La Jornada. México, 23 de abril de 1998.
[8] Vicente Verdú. «Apogeo de la vulgaridad».
[9] Ibid.
[10] Héctor Zagal. «La imbecilidad endémica…» en ISTMO 264. México, 2003. p. 54.
[11] Los filósofos presocráticos. p. 382.
[12] Ignacio Sánchez Cámara. «De la rebelión a la degradación de las masas» en Metapolítica n. 19. México, octubre-diciembre de 2001. p. 92.
[13] Servicio Aceprensa. Op. cit.
[14] Ibid.
[15] Ricardo Yepes. «La elegancia, algo más que buenas maneras» en Nuestro Tiempo 508. Octubre 1996. p. 114.
[16] Vicente Verdú. «Apogeo de la vulgaridad».
[17] Alejandro Llano. «Adolescentes, del ideal social a la apatía cívica» en ISTMO 256. México, 2001. p. 30.
[18] Idem.
[19] Ricardo Yepes. Op. cit.