Imprimir
Gregarismo, Moda y Persona

Autor: Carlos Soria

Ofrecemos a continuación el texto parcial de la conferencia pronunciada por el Prof. SORIA que analiza primordialmente las implicaciones humanísticas de la moda, es decir, su conexión con el modo de entender el hombre, el mundo y la vida.

Me supongo que debe producir alguna extrañeza que un profesor universitario de Derecho de la Información haya elegido esta tarde, como tema de conversación con ustedes, el mundo de la moda. Debo confesar paladinamente que, cuando hace ya algunos meses fui requerido para pronunciar esta conferencia, tuve idéntica extrañeza. Si me decidí a aceptar esta divertida responsabilidad fue por varios motivos; uno tal vez el más importante, por que me lo reclamaba la amistad; otro, por simple curiosidad intelectual, ya que en el campo de la moda, a fuerza de no ser experto ni conocedor, apenas me atrevo a elegir una corbata entonada, Intuía también – por qué no decirlo – que ese mundo encierra un secreto de interés para el Derecho de la Información. Y creo que no me he equivocado. En última instancia, la moda en el vestir de los hombres de todos los tiempos ha sido un modo de hablar a gritos sin ruido de palabras, un decir - fugaz y relativo – el ser de cada uno y el ser de muchos, la presentación simbólica de la luz y las sombras de nuestro espíritu. Es la moda, expresión de la interioridad de los hombres, una voz, un lenguaje, un medio de comunicación, acaso tan humano, que el hombre sea – como decía Carlyle – un ser compuesto de cuerpo, alma y vestido.

Si me estuviera permitido elegir entre los libros que serán publicados cien años después de mi muerte – venía a decir Anatole France -, ¿sabéis cuál elegiría? Elegiría un periódico de modas para ver cómo visten las mujeres un siglo después de mi muerte, y esos trapos me dirían más sobre la humanidad futura que todos los filósofos, novelistas, predicadores o sabios. Yo no sé si Anatole France exageraba, o si en este punto su ironía, el gusto por la controversia, o su escepticismo volteriano, le traicionaron. Tampoco es posible adivinar a qué conclusiones llegaría el Premio Nobel, si en el año 2024 pudiera leer un periódico de modas..... pero  en todo caso la historia de la moda no es sólo y únicamente la historia de la frivolidad. Es historia de los hombres, hecha de huellas, rastros y reflejos que definen. Me propongo, por tanto, recorrer esa historia, para analizar después en alta voz lo que dice la palabra, libre, efímera y mudable, de la moda.

La década de los  setenta

De  puntillas, a grandes trancos rápidos, hemos recorrido juntos esa historia, expresiva y marginal, que es la moda. Y tan breve es la vida, y  tan huidizo el deseo de echar la vista atrás que la senda se acaba. Pero aún la historia de la moda tiene un último parlamento. Y los años transcurridos en la década de los setenta han dicho esto: la moda es joven, para todos atrevida, contestaría, menos formal. Los trajes no se heredan – ni se hereda el traje, ni se hereda su significación -. Frente al valor otorgado a la calidad de los vestidos, lo que importa ahora es que las telas no se arruguen, ocupen poco espacio y sean funcionales. Todo es relativo y sincrético. Belleza, encanto, armonía, fealdad,  extravagancia, caos, se intentan conciliar hasta poner en duda el principio de contradicción: lo feo es lo bello; lo bello es lo feo; hay un encanto extravagante y una armonía caótica. Y así sucesivamente. La fabricación en serie se ha impuesto el lujo de la exclusividad. La moda es, en estos años, más efímera aún, y parece – en opinión de O”Shea – “un carnaval indefinible, que lleva al desconcierto, y a algunas mujeres al psiquiatra”. La década de los setenta ha sacado también a la superficie a los estilistas son piezas clave en el engranaje de los negocios de la moda. Los estilistas estudian el mercado, intentan descubrir el gusto dominante, y lanzan masivamente productos y subproductos del vestir – cinturones, zapatos, perfumes, relojes, amuletos, o artísticos remiendos... – destinados al consumo. Los estilistas son – o así me lo parecen – verdaderos augures.

Con la escasa perspectiva de unos pocos años, la andadura de la moda en esta década parece tener un tono burlón y deportivo, con soplos de renovación limpia y fresca, con el aire enigmático de las encrucijadas de muchos caminos. Se está democratizando el  buen  gusto, se acortan distancias sociales, y el lujo y la ostentación tienen cada vez menos sitio.

Pero algo más también se adivina. La irrupción de los grandes negocios, la filosofía del consumismo, el lucro sin escrúpulos, la indefensión de una sociedad éticamente desarmada, han hecho de la moda – de una parte de la moda – un instrumento poderoso al servicio de una concepción desequilibrada del hombre y la vida.

Luces y sombras

Piensa MacLuhan que la moda, las  canciones, cuadros o diversiones de éxito, irrumpen para llenar el vacío que crean en nuestros sentidos los desplazamientos tecnológicos. “Hoy en día, el mundo occidental está a punto de abandonar los trajes privados para adaptar, en su lugar, un vestido corporativo. El punto de vista individual ha cedido ante el papel tribal. Cada uno está ansioso por hacer su propia cosa en el teatro global. La dimensión privada y la responsabilidad privada se anulan”.

Hay, en efecto, en el hombre la tentación del vacío, al mismo tiempo que un horror vital a esa especie de nada que pide a gritos ser colmada. No es menos cierto tampoco que la libertad y la responsabilidad personal, privilegio y corona del hombre, pueden llegar a verse, por su propia dificultad, como una carga pesada, patrimonio estéril, o lujo excesivo. De todas formas, el vacío del hombre no está en sus sentidos, ni un traje corporativo – que pasa entonces  a ser un verdadero uniforme -, ni el gregarismo que intenta disolver a la persona, dan o devuelven al hombre lo que es suyo, la riqueza de su dignidad. En último extremo, el ansia por hacer cada uno su propio papel, rehusa de plano copias, vestir o recitar – por no  andar contra corriente – el papel de los otros.

Hace un momento comentaba a ustedes que la andadura de la moda en la década de los setenta ha democratizado el buen gusto, aportando soplos de renovación limpia y fresca, intuiciones clarificadoras, que hasta cierto punto suponen una  profundización sobre el hombre. 

Se abre paso la idea de que la distinción – ese algo que emana de la persona, y que se acentúa al ser más o mejor persona – no se puede comprar en una tienda.

Por otro lado, una buena parte de la moda intenta hundir sus raíces en lo que Reich denomina principio de la totalidad del “yo”, que conduce a negar la existencia de una clase de vestido para la oficina, otro para la vida social, otro para los momentos de descanso. Se pretende  destacar así que es una e idéntica la persona que realiza diferentes actividades, y no una serie de máscaras o muñecos que aparecen y desaparecen. El principio tiende sin duda a destacar una línea de coherencia y naturalidad en el hombre, que le pide ser siempre el mismo, en la pobreza o en la riqueza, en la vida profesional o familiar,  en la salud o en la enfermedad. Pero la búsqueda de esa igualdad de ánimo, la lucha contra la hipocresía personal, la estabilidad y quietud del ser, no debe implicar la mutilación de la variedad del ser. Hay en el hombre una riqueza de manifestaciones, una profunda expresividad inagotable, que le aleja de toda identificación con el rictus permanente de un muñeco o de una máscara. Y así de la riqueza interior del ser del hombre, de la abundancia de su intimidad, deben manar espontáneamente sus gestos exteriores. Entenderlo de otro modo, confundir la unidad del hombre con un estereotipo. Lleva a la moda a intentar negar con la ropa la realidad de la jerarquía, el status, la autoridad, la posición social y el sexo.

En este juego de luces y sombras, que vengo exponiéndoles, tengo también la impresión de que la ropa de nuestros días clama por ser definitivamente terrena, sobre la base de que en la tierra está el fin del hombre; sensual, integrada y disuelta en el medio ambiente. Ropa presentada, en muchas ocasiones, como ungüento de liberación, talismán de tela que tiene la virtud de exonerar al hombre, de cadenas o pseudocadenas, sin ocultar – como no puede ocultar un dromedario su joroba – que el cuerpo del hombre es musculoso, delgado, fofo, huesudo, velloso o gordo. Ropa entendida, en buena parte, como un disfraz sin que el parecer del hombre  siga a su verdadero ser, sino sólo a su ser corporal.

Esta disolución entre ser y parecer explica, por ejemplo, que un Decano de una Facultad de Derecho pueda ser confundido, por su ropa, con el baterista del conjunto más progresivo del país; un joven ejecutivo de un banco, con un agitador pro-chino; un chapista, con una dependiente de unos grandes almacenes, una honrada madre de familia, con una esforzada mercenaria del oficio más viejo del mundo; o  una doncella, con una madre en esta de buena esperanza.

Ojos y corazón de pura tierra ocre

Hemos llegado al fin de la senda. La moda y su historia han dicho ya el último parlamento. El escenario vacío, sólo queda el horizonte y el andar de futuro, la historia por hacer. El compromiso de hacerla. Pero aún resuenan, calientes, los ecos finales.

Si es verdad que la moda casi nunca fue neutral, en el último ayer-mañana se ha hecho especialmente beligerante. El desarme ético de la sociedad incita a algunos augures de la moda extender masivamente ese desarme a provocarlo. Por este camino, y en muchas ocasiones, lo efímero, lo pasajero, la moda, lo caprichoso, han asumido el papel de una verdadera catequesis, que intenta vulgarizar e imponer una concepción intrascendente del ser humano con los métodos y el estilo tosco de una dictadura de trapo.

Son los viejos mitos redivivos que quieren convertir al hombre en “un maniquí sin alma” y empujan al individuo a dimitir de sí mismo, “Es el caso, en concreto, ha dicho Cavanna, de todos los portadores de uniforme, sin olvidar que esos últimos son, a menudo, no conformistas y, por lo tanto, extremadamente llamativos (....). Se llegará incluso a calificar del alienado a todo aquel que no quiera o no pueda ser recubierto de este uniforme salvador”. Este es el propósito: fundir al hombre con el suelo hasta el extremo de llenar sus ojos a su corazón de pura tierra ocre. Sólo es posible, en muchas ocasiones, escoger lo que ofrecen los augures. Todo está pasando ya. De  esta forma, los dictadores de trapo – observa Torelló  “logran tiranizar la sociedad entera,  la cual diestramente manipulada, ya no baila al son de la inspiración personal sino de la música contagiosa de los seductores secretos más arrivistas”. Es la dictadura estética de la moda, basada sobre todo, como ha expuesto Margarita Rivere, en la gran coartada de que el cambio formal permite el cambio de posición de los  individuos en la escala social, facilitando aparentemente  el acceso a un supuesto nivel de poder superior y la integración  en el grupo piloto.

La lección de las botas negras

En 1947, James Laver, cronista de modas de la revista Harper”s Bazsaar, supo ver lo que ocurre con las modas, cuando la humanidad atraviesa momentos difíciles o se encuentra en el preludio de una guerra. En esos momentos, la moda se complica, se hace extravagante, se recarga en telas y adornos con gran despliegue de la fantasía. Entre 1900 y 1914, por ejemplo, van a desfilar una sucesión de modas estrafalarias e incómodas, y algo semejante ocurrirá hacia 1932.

Nuestros días, ha comentado algún autor, son parecidos a los de la decadencia de aquella cultura fina, inteligente y organizadora, que fue la greco-romana. Y añade: tiene sentido - naturalmente, dicho sea sin dramatismo – hablar de paganización. Se llama pagano al que de hecho vive como si Dios no existiera, al que hace y rehace dioses a la medida de sus intereses, de sus impulsos, e incluso de sus necesidades. Como en la decadencia romana, es la hora de la multitud de opiniones; hoy se cuentan a millares los escépticos, los epicúreos, los estoicos y algún que otro platónico rezagado.

Sucedió entonces – en los últimos años del siglo IV romano – que fueron dictadas tres leyes de redacción dura, violenta e histérica. Son leyes que prohíben el uso de botas y calzones al estilo bárbaro, la vestimenta proletaria y la moda del cabello melenudo y en desorden – el pelo largo - considerado impropio del  buen tocado romano. Las penas previstas – pérdida de los bienes y exilio perpetuo – dan idea de la gravedad de la reacción imperial ante la introducción de lunas largas cabelleras, el paño burdo de las capas, las pellizas y las botas negras. Lo más significativo será, sin embargo – afirma el profesor Murga - , que “estas leyes vayan sucediéndose unas a otras, repitiendo cansinamente la misma prohibición, indicándonos cuál fue la trágica consecuencia de unas normas tan destempladas, divorciadas absolutamente del contexto al que iban dirigidas. Normas legales redactadas con precipitada urgencia por la cancillería imperial, totalmente incapaces de detener la vertiginosa caída de la sociedad imperial,  constituciones fallidas que no podían  con una prohibición de trajes o modas bárbaras poner el contrapeso de equilibrio en la pérdida progresiva de la romanidad, verdadera causa de  todas las distonías y angustias de  estos años finales”.

Ensuciado, más que sucio

La distonía y angustia del tiempo nuestro no están tampoco en las modas, sino en el hombre. Lo que ocurre, sin embargo, es que algunas modas, la tiranía estética de algunas modas, sus pobretonas normas de obligado cumplimiento – “esto hay que llevarlo porque se lleva”, “no piense, póngase eso que no le gusta: es actual” – reflejan e imponen una imagen sórdida del hombre, ensuciado, más que sucio, sin horizonte ni destino, con la tristeza amarga de una intrascendencia material.

Es  la imagen sórdida que intenta hacer del hombre, primordialmente, una bestia.

Es la sordidez de la “revolución de la locura”, proclamada solemnemente en 1972, que cambia el hombre racional de  Aristóteles por el “hombre irracional”, de los psiquiatras Laing y Cooper. Melvin Maddocks comentó entonces en “Time” con gran sentido del humor: “lo que la revolución de la locura demuestra es que el hombre no puede ni siguiera ser loco sin organizar comités y escribir libros a tal propósito”.

Es la sordidez del socialismo sexual, que pone de moda las obras del Marqués de Sade, como  demostración de las consecuencias de la represión sexual, y desentierra la teoría de las pasiones de Fourier.

Es la sordidez de la moral externa o convencional, cuyos criterios, como ha recordado Thibon, no residen en el ser interior, en la pureza o impureza de los móviles, sino en las consecuencias exteriores de los actos, en el respeto o en la violación de las reglas de un  juego de sociedad. La verdadera moral, por el contrario, se apoya en la primacía de la vida interior  y en la afirmación del bien absoluto. No le basta canalizar el mal, sino que  quiere extinguirlo en la fuente, que es el corazón del hombre creado, caído y redimido. Por encima del bien y del mal relativos, que proceden de la misma fuente contaminada y acarrean consigo idénticas inmundicias, existe una virtud auténtica y sin mancha. Se trata, por tanto, de purificar la fuente y no de construir diques y canales por donde  sigan deslizándose las aguas turbias del río impuro. Parafraseando a Torelló, bien podría decirse que no es posible ser un positivista en el aula, en la clínica, en el trabajo, y creer en el espíritu en la calle, en la familia o en  las modas. Para  evitar esta esquizofrenia inadmisible e insoportable hay que lavar la mente y conocer las premisas ideales y el fundamento último de las cosas y del hombre, para revolucionar – si es necesario – el espíritu, y no  sólo las estructuras de una civilización, embriagada de tecnicismo nihilista.

Es la sordidez, en fin, que se obstina en negar que la belleza del cuerpo tiene por misión esencial mostrar la del alma que lo habita, y olvida que ser y  parecer se encuentran  unidos en una síntesis indisoluble. El vestido no es máscara – dirá Cavanna -, sino manifestación de un ser, que, de otro modo, permanecería escondido.

El día que Lady Belgravia descubrió la naturaleza

Lady Belgravia paseó su pluma viajera por aquel “periódico especial de señoras y señoritas, indispensable en toda casa de familia”, que se llama La Moda Elegante. Desde mi celda- así se llamaba la sección de Lady Belgravia – escribe el 1 de enero de 1912, fechando la carta en el monte Ulía de San Sebastián: (las españolas) “por desgracia, tienen poca afición al campo: suben al monte en verano porque es moda, y se ve gente, y se come bien en el restaurant: en el invierno sólo se ve el campo y el  mar....; un pie tras otro, por la hermosa carretera recién construida, hemos subido a los más alto del monte. Ni un alma aquí. ¡Dio mío!, ¡qué lástima lo que se pierden las gentes!.... Aquí  en lo alto es un olor a pinos y a mar que no lo cambio yo por el más elegante  de los perfumes. Hemos tomado posesión de los salones que la naturaleza nos prepara”.

Lady Belgravia tal vez no pudo imaginar que, andando el tiempo, la naturaleza que las españolas no amaban, se convertiría en una palabra mágica para la moda.

Hay, en efecto, en nuestros días una apelación constante a lo natural, a la naturaleza, a la fusión más plena con su ritmo y sus leyes. Pero este modo de hablar encierra fuertes equívocos. Cuando se afirma que el hombre está enfrentado a la naturaleza – ha dicho Finzi – y debe intentar recuperar su propio puesto en el marco las condiciones ambientales, naturaleza es el conjunto de los seres animados e inanimados que existen en la tierra y en el cosmos, es decir, aquella naturaleza que inspiraba la pluma de Lady Belgravia. Pero naturaleza es también lo que a cada ser individual le da sus características peculiares. Y encontrar su propia naturaleza es, para el hombre, empeñarse constantemente en comprender su propio orden de existencia, centrarse en los deberes propios del hombre, en vez de buscar una identificación con piedras, plantas y animales. Cuando esto se olvida, se aniquila la idea de que  existe una norma externa al hombre. De esta raíz mortificada beberán, entre otros, el positivismo ético, la ética  “democrática”, es decir, el liberalismo, y la moda  que vive a sus expensas ideológicas.

El reino de Dionisos

Toda esta sordidez es, como ha descrito Rafael Gómez, el reino de Dionisos, de genealogía imprecisa, el dios griego de la naturaleza, de las plantas, de lo irracional de la vida humana que nace, que muere, que nace, en un ciclo sin fin. Porque Dionisos resucita y danza, ebrio y lascivo, coronado de mir  Dionisos reina hoy en muchas modas – también en las culturas -, en el ocaso y renacer de  los años 20 y del modernismo; en la droga – néctar comercializado -, en la caída de los tabús sexuales hasta la confusión de los sexos; en el nihilismo que dice: “destruyamos todo, para construir el paraíso sobre la tierra, de nuevo pura, de nuevo limpia; no hay nadie  limpio; no hay nadie fuerte; entonemos un acto de contrición universal donde cada persona – sola o en masa – se fabrique, entre sátiros y silenos, entre ninfas y ménades, su  nueva moral, la de su situación”. “La moda de cada momento la impone con frecuencia el sex-appeal, con Venus, o el vis-appeal, con Marte; Play  Boy publica estudios serios de psicólogos y sociólogos. Un canónigo hace la  apología de la revolución. Quizás, entre mirtos, se ríe  el  dueño de la situación, Dionisos”.

Fuentes podridas, luces oscuras

Pero   Dionisos está muerto, como los dioses de oro o de bronce, de barro cuarteado. Son sólo sombras, formas errantes, fuentes podridas. Luces obscuras. El hombre los llama, cuando, troceado el ser, agostada la vida, hurtada su riqueza, siente el frío y el temblor de la intemperie y no se atreve a mirar a mirar a su adentro.
Es  lo mismo que Fray Luis de León susurraba al  oído de  sus contemporáneos; lo que ha de vestir el cuerpo no ha de ser el pensamiento liviano, sino el buen concierto de la razón; y de la compostura secreta del ánimo ha de nacer el traje exterior, que no se ha de cortar a la medida del  antojo o del uso vituperable y mundano, sino de acuerdo con la  honestidad y la vergüenza.

El traje de peregrino

Voy  a terminar. El subjetivismo, la moral de situación, el socialismo sexual, el naturalismo del color de la tierra, el vacío humano relleno de irracionalidad, tienen, en fin, la pretensión de expropiar la intimidad y el pudor personal o convertirlos – irónicamente – en un patrimonio estéril pequeño burqués, negando en todo caso el valor condicionante que tiene para el hombre lo que el hombre realmente es,. Pero expropiar la intimidad del hombre es degradarlo a la pura animalidad, por que es precisamente la posibilidad de que se dé esta forma superlativa de interioridad – como ha observado Desantes – lo que constituye una diferencia entre el hombre y el animal.

El pudor, en frase de Ortega, induce a tapar el cuerpo porque el cuerpo exhala lo incorporal, expresa lo íntimo: es el alma lo que se quiere cubrir, la auténtica explicación psicológica y moral de pudor – viene a decir Occhiena – no es la vergüenza ni la turbación ante la propia o ajena desnudez, sino la turbación debida al repentino y consciente prevalecer de la animalidad sobre la personalidad propia o ajena, causado por un estímulo objetivamente inoportuno: es un acto reflejo de la dignidad humana.

Tengo para mí que cuando el hombre o la mujer se convierten en actrices de su propia intimidad, mucho más cuando ilícitamente la entregan, la contrapartida y la venganza del ser quebrantado es ésta: la conversión del hombre o de la mujer en un objeto.

Se cubre el cuerpo, se cubre el alma, por que es necesario aprender a estar solos para hacer compañía al hombre. Se cubre el alma, se cubre el cuerpo, porque hay que dejar sitio a esa felicidad  que, en frase de Pieper, tiene un lugar en el centro vivo del espíritu. No se puede olvidar  tampoco que la mujer aquejada y de equilibrio nervioso,  la mujer enferma y anormal, como recordaba Ortega, es víctima trágica de su cuerpo, en proporción mucho mayor que los varones.

Termino. En medio de lo cambiante y efímero, de lo mudable y lo frívolo, el símbolo de la moda, del vestir de hombres y mujeres, bien podría ser un traje de peregrino. Serán ellos, esos hombres y mujeres, en sus cuerpos y en sus almas, los moradores del Cielo.

Istmo N°93