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Pensar la moda

Por: Ana Marta González

El “mundo intelectual” se ha distinguido durante mucho tiempo por su desinterés y hasta desprecio por el tema de la moda. Acaso asumiendo, no sin cierta precipitación, que la moda es un asunto “meramente superficial” –como si lo superficial no pudiera desempeñar un papel importante en la vida humana- se ha dejado seducir por la más discutible idea según la cual el pensamiento sobre lo superficial es necesariamente superficial.

Sin duda, lo que la exaltación contemporánea de la moda refleja —al menos en ciertos círculos posmodernos— es un culto explicito a las apariencias brillantes y seductoras de la sociedad de consumo. Pero detrás de esta exaltación artificiosa y en ocasiones perversa de lo que, con razón o sin ella, se considera perteneciente al ámbito de lo puramente lúdico, persiste la moda como fenómeno social necesitado de una explicación equilibrada, que ayude a precisar su lugar en el contexto general de la vida humana. Para eso es preciso pensar la moda.

Dos aproximaciones críticas al tema de la moda

El frecuente desinterés por la moda entre los intelectuales no carece de precedentes ilustres. Platón y Rousseau podrían valer como representantes ideales de dos críticas a la moda, una de carácter metafísico y otra de carácter político.

En su conocida alegoría de la caverna, Platón retrataba a los prisioneros como hombres encadenados a las apariencias, mientras que el único libre era el que se atrevía a salir de la caverna y mirar las cosas como realmente son. Por contraste, quien permanece en la caverna, encadenado y fascinado por los reflejos de las cosas, nunca acertará a conocerlas en su realidad. El texto sugiere que, esclavizado en su espíritu por las apariencias, se atreverá incluso a matar al que, liberado de ellas, se atreva a sugerirle que la verdadera realidad se encuentra en otra parte.

Ahora bien, en el planteamiento platónico, la moda cae sin duda del lado de las apariencias. En el Hipias Mayor, por ejemplo, Platón se detiene a hablar sobre la relación entre vestido y belleza en términos de fraude. Por otro lado, es claro que la moda, sometida a un cambio constante, constituye la antítesis de las inmutables ideas platónicas, lo único verdaderamente real. De los implicados en el mundo de la moda, en una palabra, cabría decir lo que Platón decía de los sofistas, cuando los calificaba de “traficantes de apariencias”.

Si Platón puede considerarse como el patrón de los intelectuales que desprecian la moda por motivos metafísicos, Rousseau podría considerarse el referente de los intelectuales que desprecian la moda por motivos políticos. Y si la crítica de Platón tiene la virtualidad de atraer a los espíritus religiosos, el camino abierto por Rousseau se reconoce en las críticas a la moda cercanas al marxismo. (El caso de Tomás Moro, que dibuja en su Utopía una sociedad sin moda sería en mi opinión un caso del primer tipo, aunque, tratándose de una obra política, no han faltado interpretaciones que lo asocien al segundo).

Efectivamente, Rousseau elaboró su teoría política en abierta polémica con la sociedad de su tiempo, que a todas luces había olvidado la seriedad y la nobleza de la virtud republicana para entregarse al disfrute de la vida privada. En lugar de interesarse por la cosa pública, los nobles —en un proceso que, según Elizabeth Wilson, arranca a finales de la Edad Media, y según Fernand Braudel en el siglo XVI— se entregaban a la vida cortesana, mientras la burguesía se entregaba a sus negocios. Mirando a su alrededor, Rousseau sólo veía el hundimiento del ideal republicano: la transformación del ciudadano comprometido en el bien de la república, ya en un aristócrata narcisista, ya en un burgués entregado a sus intereses privados, y pendiente de imitar las veleidades indumentarias de la aristocracia. De tal suerte que Jean Jacques concluye: la sociedad corrompe; al menos corrompe la virtud republicana, gracias a la cual uno pone el bien común por delante del interés privado.

Cabe inferir del contexto que por “sociedad” entiende Rousseau algo así como un espacio artificial en el que domina el juego de ver y ser visto, donde los seres humanos se comparan entre sí en un proceso originalmente viciado, en cuyo curso se engendran necesariamente envidias y rivalidades.

Hay algo de turbador en esta secuencia “sociedad-vanidad-rivalidades”, por lo demás tan presente en todo el pensamiento social posterior. Pues aunque no carezca de fundamento (pensemos, si no, en el concepto de “mundo” en el sentido en que lo usa san Juan, como “concupiscencia de la carne, concupiscencia de los ojos y soberbia de la vida’ en suma, el mundo como sinónimo de “lo mundano”), dicha secuencia parece implicar que todo dinamismo social —y consiguientemente la moda— se encuentra viciado de raíz.

Sin embargo, las dimensiones que el fenómeno de la moda ha tomado en las sociedades modernas nos aconsejan por lo menos intentar pensarlo desde otra óptica: una óptica que permita un acercamiento positivo al tema de la moda. Tal cosa es tanto más necesaria cuanto que, como veremos, en la efervescencia contemporánea de la moda están en juego cuestiones esenciales, que se refieren a la definición de la propia identidad. Conviene advertir que a esta cuestión Platón no ofrece respuesta satisfactoria, porque, al situar la realidad más allá de las apariencias, nos deja inermes en un mundo dominado por ellas. En tales circunstancias, su única propuesta sería, sin más, escapar de dicho mundo, tal vez viajar hacia “Utopía”. Pero eso significaría tanto como abandonar la sociedad a esa lógica corrupta entrevista por Rousseau. ¿Es esta realmente la única lógica social?

Sociedad moderna y apariencias

Lo cierto es que el nuestro, más que el de Rousseau, es un mundo superpoblado de apariencias. Delante de nuestros ojos desfilan cotidianamente modelos innumerables y a menudo contradictorios, vacíos de personalidad, imagen pura. En este punto podemos retener parte de las penetrantes reflexiones de filósofo francés sobre la sociedad de su tiempo, por cuanto tales reflexiones, aunque no recojan completamente la esencia de la sociedad humana, sí recogen un rasgo típico de la sociedad moderna, que apreciamos mejor al contrastarlo con la caracterización aristotélica del hombre como “animal político por naturaleza”.

En efecto: para definir al hombre en esos términos, Aristóteles acudía a un rasgo que distingue al hombre de los demás animales, y que permite considerar al primero como “más social” que todos ellos: la palabra. Sólo el hombre dispone no ya de voz —con la que manifestar estados de placer y dolor— sino palabra, con la que hablar “de lo justo y lo injusto, lo útil y lo nocivo”. Para Aristóteles, por tanto, la sociabilidad humana se distingue ante todo por la capacidad verbal, ella misma al servicio de la naturaleza ética del hombre. Por contraste, las observaciones de Rousseau sugieren una idea de sociedad bastante diferente, en la que el protagonismo se ha desplazado de la palabra a la vista.

Palabra y acción, como vio Hannah Arendt, eran la clave del mundo político clásico. En cambio, tal y como ha observado Richard Senté, vista y apariencia prevalecen en el mundo moderno. En estas condiciones, sin embargo, un fenómeno tan central en la sociabilidad humana como la imitación —que, como notó el propio Aristóteles en su Poética ocupa un lugar prioritario en el proceso de aprendizaje—, se carga de contenido bien diverso: imitar las acciones cantadas por los poetas, ciertamente, es distinto de imitar las apariencias más o menos brillantes de modelos impersonales y distantes. Ahora bien, es en este último espacio donde, según parece, tiende a desarrollarse la moda.

En estas últimas reflexiones va indicado que, sin negar su existencia en otras épocas históricas, la moda como tal presenta una especial afinidad con la sociedad moderna. Más aún: en la medida en que la llamada sociedad posmoderna —y que en ciertos aspectos mejor daríamos en llamar con Ballesteros, “tardomoderna”— no ha hecho más que llevar al extremo esta hegemonía de la vista, comprendemos esa especialísima afinidad de moda y posmodernidad, destacada por tantos autores, y asumida por los principales teóricos posmodernos. Como observa Anne Hollander, “la tiranía de la moda nunca ha sido más intensa que en este periodo de pluralismo visual”.

Moda y modernidad

La “moda”, efectivamente, representa una peculiar articulación, basada en las apariencias, de eso que Kant describió una vez como “la insociable sociabilidad humana”, es decir la inclinación que tan pronto nos lleva a asociarnos a nuestros semejantes como a destacamos de ellos. Aunque esa inclinación acompaña al hombre desde siempre, lo que cada cual considere como “semejante” varía dependiendo de si nos movemos en sociedades tradicionales —en las que lazos familiares o de clase son todavía fuertes— o modernas —más atomizadas, en las que las afinidades no están, supuestamente, definidas de antemano—.

Es en este último caso cuando la moda, con su evidente fijación en las apariencias, puede adquirir particular relevancia como principio de asimilación y distinción social. De ahí que, sin descartar su existencia en épocas pasadas, quepa sin embargo subrayar una particular afinidad entre el desarrollo de la moda y el proceso de modernización, iniciado en las sociedades occidentales y que ahora se expande por todo el mundo. La especial afinidad entre moda y modernización puede mostrarse por diferentes vías, algunas de las cuales enumero a continuación.

En primer lugar, observando que la distinción social que asociamos a la moda se vincula al prestigio que “lo nuevo” adquiere en las sociedades modernas, lo cual contrasta llamativamente con el prestigio de lo “antiguo” característico de las sociedades tradicionales. A partir de aquí se podría definir la moda como “una articulación característicamente moderna de la dimensión social, temporal y estética de la vida humana. Su modernidad reside en que, frente al énfasis en lo antiguo y permanente, propias de todo lo clásico y tradicional, la moda pone el acento en lo novedoso y lo efímero”. Así, incluso cuando rescata modos y estilos del pasado lo hace siguiendo un patrón de cambio constante.

El auge de la moda en la sociedad moderna podría, por tanto, tomarse como un signo de la debilitación de la tradición, y de los lazos sociales forjados en ella. Esto plantea interesantes cuestiones, que aquí sólo puedo dejar apuntadas, por ejemplo: ¿hasta qué punto puede la moda cumplir las funciones que atribuimos a la tradición, en particular, la función de señalar un norte que permita preservar la propia identidad? ¿Implica el tránsito a una sociedad moderna, con su aparente sustitución de la tradición por la moda, la pérdida irrevocable de la identidad —como si la identidad dependiera esencialmente de la tradición—? Y, en todo caso, al pedirle a la moda que defina nuestra identidad, ¿no estamos acaso pidiéndole algo que no puede dar?

Otra vía para comprender la modernidad de la moda pasa por advertir que la misma transición del antiguo al nuevo régimen, así como el advenimiento de la sociedad industrial, va acompañado de un vaciamiento progresivo de los significados tradicionalmente asociados al vestido —que, sin identificarse completamente con la moda, constituye sin embargo como su “epicentro”—. Así, mientras que en la sociedad tradicional el vestido servía para indicar estamento, ocupación, pertenencia a una región determinada, etcétera, en la sociedad moderna —y con la excepción de los ámbitos donde impera una lógica puramente funcional— el vestido de por sí ya no indica nada, como no sea posición social y diferencia sexual.

En este progresivo vaciamiento de significado, que deja el significado del vestido a merced de las cambiantes convenciones sociales encontramos precisamente lo definitorio de la moda en cuanto tal: su condición de pura forma vacía de contenido, y que, por eso mismo, obtiene toda su fuerza y prestigio de las convenciones sociales.

Ahora bien: a juicio de Simmel, en unos tiempos en los que la industrialización y la democratización progresiva de las sociedades iban vaciando de contenido las diferencias de clase, la moda, con toda su carga convencional, venía a cumplir una doble función, de asimilación y distinción social, que permitía garantizar una mínima consistencia social. Pues en su opinión no puede haber sociedad a menos que se preserve esa dinámica de asimilación y diferenciación social que Simmel, como Veblen antes que él, todavía pensaba en términos de clase. Según Simmel, en tal proceso desempeñaba un papel determinante el mimetismo.

Aunque el fenómeno del mimetismo merecería un estudio aparte, aquí nos basta con constatar que de entrada imitamos lo que, de un modo más o menos consciente, ambicionamos ser. Supuesto que esta tendencia se encuentra, al menos parcialmente, en la base de la sociabilidad humana, de ello cabría tal vez inferir la importancia de encauzar las ambiciones para evitar la contaminación del proceso social, en la línea denunciada por Rousseau, pues lo que difícilmente podríamos evitar sería la aparición y el desarrollo de la moda como tal.

Ciertamente, el fenómeno del mimetismo, en relación con la moda, se ha manifestado de distintas maneras. En siglos pasados, cuando la moda era una cuestión de clases, la burguesía imitaba a la aristocracia. En el siglo XX, sin embargo, los modelos ya no pertenecen a la aristocracia, y —desde mediados de siglo— la moda ha pasado ostensiblemente de imponerse “de arriba abajo” a difundirse “de abajo arriba” (un ejemplo de lo cual lo tenemos en los cool-hunters que persiguen “lo cool” en los barrios con más estilo de las principales capitales europeas), aunque siga siendo preciso servirse le personajes célebres como altavoces de las tendencias. Pero el mimetismo sigue presente.

Sin embargo, el propio Simmel destacaba que el mimetismo no puede ser completo si hemos de hablar de sociedad en general, y en particular de moda, pues tanto una como otra requieren diferenciación. Así, por ejemplo, aunque imitaba a la aristocracia, la burguesía siempre trataba de evitar sus excesos. Y, la aristocracia siempre introducía una moda diferente cuando la anterior se había filtrado a las clases inferiores. De este modo se preservaba la diferencia social.

También hoy, cuando una moda particular ha llegado a imponerse de una manera más o menos general, los focos que la originaron —ya no clases, sino sectores más o menos marginales de la población, tribus urbanas, etcétera— procuran distinguirse nuevamente lanzando una diferente. Lo esencial en este proceso reside en que, identificándose con una moda, el individuo busca definir sus afinidades sociales, que entre tanto ya no vienen configurados tanto por la noción de “clase” cuanto por la noción de “estilo de vida”.

Precisamente el tránsito de la idea la categoría de “clase” a la categoría de “estilo de vida”, ya destacado por Daniel Bell en su viejo libro Las contradicciones culturales del capitalismo, es de por sí indicativo de un tercer aspecto que revela, una vez más, la modernidad de la moda, a saber: su sintonía con el proceso moderno de individualización y, finalmente, con la aspiración romántica de expresar la propia identidad individual de modo que no quede absorbida en el género. De hecho, ya Simmel advertía claramente cómo, en las condiciones de anonimato y funcionalidad de la gran ciudad moderna, la moda se había convertido en un canal para expresar la subjetividad humana.

Y, obviamente, el proceso de modernización afectó a la moda —en particular a la moda en el vestir— en un cuarto sentido: insertándola en el proceso general de división del trabajo que, favorecido por la disolución de los gremios y la implantación de la economía capitalista, llevó a diversificar el proceso de producción del vestido y profesionalizar cada una de las tareas implicadas en su elaboración.

Así, cuando en 1857 Charles-Frederick Worth abre en París su casa de costura, institucionalizando la figura del diseñador profesional, y rodeándose de la aureola de genio que el siglo XIX reservaba para los artistas, se hace patente que la moda posterior ya no va a generarse en los círculos aristocráticos. La profesionalización de la moda la introduce definitivamente en la era moderna.

Aunque todavía habría que esperar cerca de un siglo para que, con la aparición del pret a porter las posibilidades de marketing ofrecidas por los medios de comunicación de masas, las últimas connotaciones aristocráticas de la moda cedan definitivamente el paso a una moda más “democrática”, la estructura económica fundamental de la moda contemporánea está sentada desde entonces.

Moda e identidad

Es a partir de la década de los sesenta cuando empiezan a dejarse sentir las transformaciones culturales y sociales que van a conducir a la contemporánea y problemática vinculación de moda e identidad. Hasta entonces, las hijas imitaban a las madres; a partir de entonces, las madres imitan a las hijas. Más en general, los adolescentes y los jóvenes se constituyen en el foco principal de la moda. Subculturas marginales también se convierten en generadoras de estilos que pronto conquistan la calle. La alta costura pierde terreno como generadora de tendencias...

Todo parecería indicar que la idea de una única moda hegemónica impuesta desde arriba desaparece a favor de un pluralismo desbordante, imposible —al igual, según Danto, que el arte contemporáneo— de reducir a una única narrativa, y por eso mismo en comprensible sintonía con la posmoderna exaltación de la diferencia. Que esa diferencia sea real es ya otra cuestión: muy a menudo tenemos la impresión de hallarnos ante un .espectáculo que únicamente presenta “variaciones (virtuales) sobre un mismo tema”; un espectáculo que, lejos de promover la aparición de singularidades irrepetibles favorece —como Matrix— la anulación de toda discrepancia real con el sistema. Pero el peor de los equívocos tiene lugar —pienso ahora en Madonna— cuando el espectáculo posmoderno se presenta como una galería le identidades, a libre disposición del consumidor, como si la misma identidad no fuera otra cosa que apariencia, y estuviera en nuestra mano disponer de ella a nuestro antojo.

Efectivamente: lo que se vende en los últimos tiempos bajo el nombre de moda no es simplemente “estilo” sino “identidad”. Sin duda, los departamentos de marketing han advertido la demanda de identidad existente en un mundo fragmentado y, al proponer un nuevo producto —ya sea un coche, un perfume, unas vacaciones o, por supuesto, ropa— procuran asociarlo a un modo de vida y una personalidad más o menos estereotipada pero, en cualquier caso, unitaria y superficialmente atractiva. No hace falta ser Freud o Marx para señalar que, fetichista como ninguna otra, nuestra sociedad ha proyectado las más diversas ilusiones humanas en los productos de consumo. De este modo hemos llegado a vender apariencias como identidad.

El proceso que nos ha conducido a este punto es largo y no está exento de ironía. Discurre desde la aparición de la moda, como estrategia de asimilación y distinción social basada en apariencias puramente convencionales que habría que tomar en serio —esto es la moda moderna, representada por Simmel— hasta su deconstrucción posmoderna.

Más allá de las diferencias existentes entre los diversos planteamientos posmodernos, tolos ellos tienen en común el haber asumido el carácter convencional de la moda, destacado por Simmel, para, a partir de ahí, invertir su actitud frente a ellas. Así, en lugar de considerar —como aquél— que el mantenimiento de aquellas convenciones tiene importancia tanto para la sociedad como para el individuo, las distintas corrientes se pronuncian en sentido diverso: en confrontación directa con las convenciones de la moda, o adoptando una postura forzadamente lúdica frente a ellas.

En general, el pensamiento deconstruccionista respecto de la moda comienza por asumir el progresivo vaciamiento moderno de significado que asociamos al vestido y otras formas sociales, y declarar que la sociedad de consumo ha llevado a término este vaciamiento, de modo que ahora quedaríamos “liberados” de cualquier otro significado antiguamente asociado a los objetos (pudiendo darle ahora cualquier significado arbitrario).

En esta línea, Baudrillard considera que el completo vaciamiento de significado, capaz de constituir a un objeto en puro objeto de moda, tiene lugar cuando tal objeto ha quedado reducido a la condición de puro bien de consumo. Esto sería —el ejemplo es suyo— lo que permite distinguir un anillo de compromiso de un simple anillo. El primero, por retener una connotación simbólica precisa, no podría ser considerado todavía un objeto de moda. El segundo sí podría serlo: es un objeto de moda como es también un puro objeto de consumo, sin significado. A partir de aquí, y operando sobre presupuestos metodológicos estructuralistas, considera el mundo de la cultura como un sistema semiótico, en el que cada producto cultural, una vez reducido a puro bien de consumo, ha quedado asimismo reducido a la mera condición de signo sin significado, cuyo único poder significativo, por tanto, consistiría únicamente en remitir a los restantes signos del sistema.

De acuerdo con este planteamiento —el ejemplo es también de Baudrillard— el significado de la minifalda no habría que buscarlo en nada más que en su oposición a la maxifalda. Es decir, sería sólo por relación al sistema total de signos donde la primera adquiriría su significado. El ejemplo, interesante para ilustrar el modo de proceder de la semiótica, podría valer también para reconocer sus limitaciones.

Aunque esto último sólo resultaría realmente posible haciendo explícitos y criticando los presupuestos metafísicos posmodernos, aquí no podemos ir tan lejos. Nos basta con apuntar que, antes de remitir a otros “objetos culturales” —es decir, a otros “signos” del sistema cultural—, un vestido remite esencialmente al hombre que lo lleva o puede llevarlo: que lo ha elegido o puede elegirlo no sólo ni necesariamente en función de las combinaciones significativas disponibles en un sistema significativo cerrado a priori.

En cualquier caso, sobre una base similar es decir haciendo uso de la semiótica pero siguiendo una inspiración de fondo más obviamente marxista, los llamados “estudios culturales” han hecho de la moda uno de sus temas predilectos.

Continuando los análisis de Barthes, que vinculan connotación de los signos e ideología, suelen interpretar las apariencias convencionales características de la moda como partes integrantes de una estrategia de dominación social, destinada a perpetuar diferencias de clase o discriminaciones de género. En este contexto hablan de “construcción social de la identidad”, término que aplican sobre todo a la espinosa cuestión de la identidad de la mujer, según se refleja en la moda de las épocas pasadas.

Así, examinando la moda del siglo XIX destacarán, por ejemplo, que la llamada por Flügel “gran renuncia masculina” (la desaparición del color y la mayor funcionalidad de los atuendos masculinos, que tuvo lugar en dicho siglo) se compensó por la consideración de la mujer como puro ornamento del hombre, exponente de la posición social de su marido. La moda femenina del XIX —rica en ornamentos y pobre en movilidad— reflejaría la concepción que el hombre tenía de sí mismo como “ser activo”, en contraste con la visión de la mujer como “ser pasivo”. Lo que se sigue del análisis culturalista es que asumiendo la moda de la época como expresiva de su identidad femenina, la mujer asumía más o menos conscientemente la posición que le deparaban las estructuras socioeconómicas.

“Desenmascarando” en estos términos las estructuras de poder que operan tras una institución en apariencia tan trivial como la moda, la aproximación culturalista persigue despojar a las convenciones de la moda de la fuerza y prestigio que poseían en la visión moderna. De este modo deja libre el terreno para la postura típicamente posmoderna: en lugar de tomarse demasiado en serio las apariencias convencionales de la moda, tal y como hacía el moderno, adoptar ante ellas una actitud puramente lúdica, que viene realmente a consagrar la idea de moda cómo máscara, y, en última instancia, lo que Bakhtin llamaría una concepción “carnavalesca” de la vida.

En efecto, una vez desvelado el carácter “perverso” de tales convenciones, una vez que han sido definitivamente reducidas a su estatuto puramente convencional, quedaríamos en libertad para jugar con ellas, combinándolas sin fin. Esto es lo que se refleja, especialmente, en el planteamiento de Lipovetsky. A diferencia de Baudrillard —para quien la moda, aunque estética en sus efectos, tiene un origen económico—, Lipovetsky subraya explícitamente su origen estético. Asimismo, interpreta el fenómeno global de la moda en términos “más positivos” que Baudrillard. Para este último, el hecho de que la moda se haya constituido en un sistema autorreferencial en el que se promueve un cierto tipo de liberación estética podría también reflejar el fracaso del sistema político para promover la autonomía del individuo. Para Lipovetsky, sin embargo, la moda, aunque tampoco exenta de ambigüedades, constituye en general algo así como un catalizador del proceso moderno de individuación y merecería una valoración globalmente positiva.

Pero no hay espacio para nada realmente nuevo en este sistema autorreferencial, ni cabe esperar de él que refleje nada diverso de sí mismo: volviendo al ejemplo de Baudrillard, no habría que interpretar la minifalda como un signo de liberación de la mujer, ni tampoco de lo contrario, sino única y sencillamente en oposición a la maxifalda. Asimismo, la consideración de la moda como un sistema autorreferencial explica que Baudrillard interprete la dimensión estética de la moda en términos de “reciclaje de formas pasadas”. Lipovetsky, por su parte, aunque quiere insistir más en la idea de “novedad estética” como motor de la moda, no da indicios de una novedad diversa de una simple combinatoria de elementos pre-existentes, y, en última instancia, como diría Derrida, “bricolage”.

Y de esa combinatoria, de ese “bricolage” extrae el pensamiento posmoderno su peculiar noción de “belleza”. De acuerdo con esto, no habría más belleza que la que resulta de combinar las apariencias. A partir de aquí, todas las expectativas del individuo posmoderno se cifran en disfrutar de las imágenes seductoras y los sueños prometidos por la moda —sumergiéndose en el espectáculo de realidades virtuales con apariencias cambiantes—.

¿Qué ha ocurrido, entretanto, con la identidad? Persiguiendo liberar al individuo del “corsé” de las convenciones, el discurso posmoderno no consigue dar a esta cuestión una respuesta positiva a menos que consideremos como tal la propuesta de “construir” la propia identidad sirviéndonos de los materiales que la sociedad pone a nuestra disposición.

Queda claro que el discurso posmoderno —y en particular su curiosa retórica de liberación reducida a “bricolaje”— se alimenta de la situación creada por el tránsito del paradigma productivo del capitalismo primitivo al paradigma consumista del capitalismo actual. Dicho tránsito habría llevado emparejado un cambio de acento en la iniciativa de la moda —del productor al consumidor— que explicaría a proliferación anárquica de estilos y tendencias a la que asistimos desde los sesenta, donde ya resulta casi imposible hablar de una mola definida, porque, en su lugar, asistimos a una multiplicación aparente de la oferta y, sobre todo, porque se asume que el individuo —en lo que se refiere al diseño de su tiempo libre— tiene, en cuestión de moda, la última palabra. De acuerdo con el análisis posmoderno, la dinámica individualizante característica del proceso de modernización encontraría su punto final en la figura del consumidor esteticista.

Con todo, conviene notar que, a pesar de que estos planteamientos posmodernos no consiguen dar una respuesta positiva al tema de la identidad, su punto de partida no dejaba de tener interés: si la moda es un asunto puramente convencional, y la identidad no es convencional, la moda no puede dar identidad.

La ironía —en ocasiones cinismo— que recorre la posmodernidad reside en que, al no pronunciarse positivamente acerca de la cuestión de la identidad, y limitarse a revelar la “construcción social de la identidad” favorecida por las modas pasadas y presentes, el discurso posmoderno fácilmente sugiere la disolución de la propia identidad en una multiplicidad de apariencias, cuya única unidad reside en la voluntad o el capricho del individuo.

Civilización moderna y moda posmoderna

Precisamente por esto, la llamada posmodernidad puede, al menos desde cierto punto de vista, ser considerada una ambigua continuación de la modernidad, de la que toma, por cierto, su concepto de sociedad. En efecto: la tesis de Rousseau que vincula sociedad y. corrupción se encuentra en la base de buena parte del pensamiento moderno sobre la sociedad. En esta línea, la vanidad y en general los vicios sociales llegaron a ser considerados por los pensadores modernos como factores de progreso y civilización: Mandeville dice que la economía avanza gracias a la vanidad que impulsa a rivalizar en el gasto; Kant considera que los vicios sociales, aun siendo condenables a nivel individual, atemperan la crudeza de las inclinaciones naturales, de modo que, con perspectiva histórica, pueden ser considerados factores civilizatorios.

De este modo, a pesar de no haber dedicado su atención expresamente al fenómeno de la moda, estos autores modernos adelantaban una tesis en la que todavía se encuadran las reflexiones sobre la moda de un pensador posmoderno como Lipovetsky, que escribe: “cuanta más seducción frívola, más avanzan las luces”. Es la tesis hegeliana de la “astucia de la razón”, ella misma una secularización de la idea cristiana de providencia: lo que a nivel individual puede ser desastroso, a nivel macrohistórico puede ser beneficioso.

Por supuesto, Lipovetsky imprime un giro esteticista a la tesis hegeliana. Por un lado, considera que la moda obedece al capricho, lo lúdico, lo aparentemente irracional. Pero al mismo tiempo sostiene que la moda ha servido al proyecto moderno de liberación progresiva del individuo, —una liberación estética, dicho sea de paso—, que parece afectar únicamente al espacio de “tiempo libre” en el que podemos sustraernos a la lógica funcional que impera en la profesión. Así, escribe: “Era de la eficacia y época de las frivolidades, la dominación racional de la naturaleza y las locuras lúdicas de la moda sólo son antinómicas en apariencia; de hecho se da un estricto paralelismo entre esos dos tipos de lógicas (...) En los dos casos se afirma la soberanía y autonomía humanas, que se ejercen sobre el mundo natural como sobre su decorado estético”.

Otro modo de abordar la moda

Este rápido repaso a algunas aproximaciones actuales al fenómeno de la moda tal vez nos ha permitido advertir un poco de su complejidad y comprender por qué ha adquirido tanta importancia en nuestro mundo. La “insociable sociabilidad humana” es responsable de ese modo peculiar de aglutinar y diferenciar a los individuos que, en los tiempos modernos, adquiere el estatuto de pura forma, esto es, de moda.

Aunque el fenómeno como tal puede y debe ser afrontado desde muchas perspectivas, pienso que, tanto en el terreno especulativo como en el práctico, la cuestión mis acuciante, y que de un modo u otro aglutina a las demás, es la cuestión de moda e identidad. A este propósito todavía querría añadir una palabra.

Si la postura moderna va en la línea de preservar la identidad/libertad del individuo mediante una sumisión completa a las convenciones sociales, la postura posmoderna ha perseguido lo opuesto —afirmar la identidad/libertad del individuo mediante la de-construcción de las convenciones— sólo para llegar irónicamente a disolver la misma identidad en una combinatoria interminable de reflejos y apariencias —y eso, muchas veces, sólo en el ámbito de “tiempo libre” graciosamente cedido por el sistema. (Pues, a todo esto, las convenciones todavía son ley no escrita en determinados ambientes de trabajo).

En este punto tiene interés explorar las posibilidades de una idea intermedia, de origen aristotélico, que ha sido destacada repetidamente por Fernando Inciarte y que reproduzco aquí de un modo más convencional: la sustancia concreta (a diferencia de la esencia) no es algo inmutable, rodeada de cosas (accidentes) que son las que cambian; más bien la sustancia misma es lo que cambia (accidentalmente), y por eso mismo la sustancia, por decirlo así, nos la jugamos en los accidentes. Una consecuencia de lo cual sería lo que el mismo Inciarte escribe en otro lugar: “las circunstancias de la vida son muy importantes, pero lo que en todas ellas está en juego no son ellas mismas, sino la persona a secas”.

Para el tema que nos ocupa podríamos glosar esta idea en el sentido siguiente: la identidad (la sustancia concreta, la identidad biográfica), ciertamente, no es convencional; sin embargo, nos jugamos nuestra identidad en el modo en que asumimos las distintas convenciones sociales —una vez que las hemos reconocido como tales, es decir, una vez que hemos distinguido lo que es convencional de lo que no lo es—.

Así, por ejemplo, la moda no es por definición frívola ni seria. Frívola es, más bien, la persona que deliberadamente confunde lo meramente convencional con lo que no lo es, o tal vez la que le da a la moda más importancia de la que merece. Alguna importancia, sin duda, merece, puesto que la moda es, en las condiciones especificas de la vida moderna, un canal que permite expresar nuestra identidad y posición en el mundo —y esto parece importante, en la medida en que la persona lo es, y la expresión de su identidad es un modo de reforzarla—. Con todo, parecería excesivo reducir la expresión de tal pertenencia al seguimiento más o menos fiel de la moda, especialmente si ésta se presenta —como no es infrecuente en el discurso tardomoderno— como una excusa para la exaltación de una lógica social cerrada sobre sí misma, como una celebración —en ocasiones perversa— de lo mundano: el último paso hacia el cumplimiento del proceso secularizador iniciado en la modernidad.

Sin duda podemos afirmar que una identidad puramente subjetiva, que no se manifiesta exteriormente, o que se manifiesta equívocamente, no existe realmente, pues existir implica exterioridad. Pero esa exterioridad no es “apariencia pura”, ni tampoco la más o menos equívoca manifestación de una supuesta “interioridad” sino, ante todo, nosotros mismos, en cuanto que aparecemos ante los demás y nos manifestamos a ellos, principalmente mediante nuestro modo de actuar y de hablar.

La moda presenta imágenes, puede incluso sugerir la ilusión de una personalidad coherente, y por esta vía seducir al que vive una vida fragmentada; puede, tal vez, servir como un factor superficial de integración social, especialmente para aquellas personas que carecen de una identidad definida —así se entienden los grupos de adolescentes vistiendo de la misma manera—, pero la moda, por sí sola, no puede proporcionar identidad en sentido estricto.

Incluso el adolescente que se viste de una determinada manera para integrarse en el grupo sabe que lo que finalmente importa, en términos de identidad, son los lazos de amistad que pueda entablar con sus compañeros, y los que entable o deje de entablar con sus padres.

Hay edades y situaciones vitales que nos hacen más vulnerables a la lógica dia1éctica de la moda. Pero habitualmente se trata de situaciones de crisis. En situaciones normales, la moda se subordina a la conciencia que tenemos de nuestra propia identidad y de nuestra posición en el mundo. Pero dicha conciencia, a su vez, se forja y se consolida al ritmo que se consolidan los lazos, bien reales, en ningún caso aparentes, que nos unen a los demás. Sólo cuando estos lazos son firmes, cuando crecemos hablando con los demás, y no simplemente mirándolos, aprendemos a distinguir de qué elementos de la moda podemos apropiarnos como expresivos de nuestra identidad y de cuáles no; cuáles pueden ser considerados convencionales, permitiendo por eso cierto juego, y cuáles, en determinadas circunstancias, podrían incluso resultar ofensivos.

Fuente: Revista Nuestro Tiempo