Marco Legal / Matrimonio
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Reflexiones en torno al matrimonio a la luz del derecho natural
III. El mutuo complemento
Javier Hervada

La complementariedad.
20. Varón y mujer tienen por naturaleza unos rasgos diferenciales en cuya virtud son complementarios entre sí; en el matrimonio se da, pues, un mutuo complemento. Esto plantea una serie de cuestiones que vamos a tratar a continuación.
La primera de ellas se refiere al hecho mismo de la complementariedad. No faltan, en efecto, quienes ponen en duda la existencia misma de tal hecho. Claro está que la negación de la complementariedad nunca es absoluta, porque tiene aspectos lo suficientemente evidentes como para que nadie pueda negarla del todo. Mientras el hombre no engendre por partenogénesis, varón y mujer serán complementarios, por lo menos en lo que a la procreación respecta. La negación se refiere a todos los demás aspectos y proviene de la tendencia igualitaria: varón y mujer serían iguales en sus características psicológicas y en sus posibilidades de actuación; sólo la .educación sería el origen de las diferencias que se observan. Respecto del matrimonio y salvo el aspecto estrictamente generativo, no habría complementariedad, sino unión de dos personas iguales en todo (se sobreentiende sin desigualdades provenientes del sexo; podría haberlas como fruto de la educación, o por el temperamento distinto de las personas, como distintos son cada uno de los varones, o cada una de las mujeres en virtud de sus características personales). El amor conyugal, en cuanto se vierte en la mutua ayuda, sería amistad, compañerismo, camaradería, etc., o lo que es igual, se trataría del mismo amor que se da entre dos varones o entre dos mujeres (compañerismo, amistad común). Por ese lado, no habría especificidad del amor conyugal. La especificidad residiría únicamente en el factor generativo, que algunos seguidores de esta corriente desgajan del amor conyugal, como algo no integrante de él (y es lógico que así piensen, si creen que el amor conyugal es la amistad común), y que otros consideran un añadido.
Esta posición representa una reacción contra los excesos de la complementariedad, que se plasman en la idea, no de una distinción entre varón y mujer, sino de una desigualdad de cualidades y de valor, que conduce a la inferioridad de la mujer. No hace falta decir que dicha reacción, en cuanto va contra tales excesos, contiene ese núcleo de verdad que hace verosímiles a tantos errores y extremismos. Pero creo que es exagerada.
Es cierto que la distinción y la complementariedad se han elevado a extremos insostenibles. «Por largos siglos -escribe J. B. Torelló (209)- ha sido interpretada esta complementariedad en términos infelices de superioridad (del hombre) y de inferioridad (de la mujer): el hombre es la forma, la mujer la materia; el hombre es activo, la mujer pasiva; la mujer no es más que un varón malogrado; el hombre es inteligente, fuerte, lógico, voluntarioso, trabajador; la mujer, sentimental débil, caprichosa, emotiva, casera ... El hombre poseería una inteligencia sintética, la mujer detallista; el hombre tendería a la abstracción, la mujer a la concreción; el hombre ambiciona la fama, el prestigio, el poder, y la mujer la paz, la felicidad, la intimidad; el hombre es dominado más por la ira que por el miedo, la mujer más por el miedo que por la ira; el hombre toma decisiones rápidas, la mujer es vacilante y perpleja; el hombre no reconoce sus errores fácilmente, la mujer es turbada a menudo por sentimientos de culpabilidad. La mujer sería el sexo afectivo por excelencia, lo que explicaría su emotividad, sus llantos, su inestabilidad, su fineza, etc. Otro castillo de naipes que se ha venido abajo».
Todo esto es cierto, pero también lo es que la diferencia existe. Se da en el aspecto corpóreo y se da en el aspecto psíquico. La exageración de las diferencias psicológicas y temperamentales no puede llevar a negarlas. Nadie las ha inventado y todos las han observado, porque son un dato de experiencia común. Si tales diferencias de psicología y temperamentales han sido -y son- tan unánimemente admitidas no es porque alguien las haya ingeniado, sino porque todos las conocen. Cualquier casado, cualquier varón que haya tenido ocasión de tener colegas, colaboradores o jefes que son mujeres sabe de sobra que su trabajo puede ser tan bueno como el de un varón con las mismas condiciones de inteligencia y habilidad, pero sabe también que sus reacciones y tantos matices de su forma de ser y de su personalidad son peculiares. Y no sólo peculiares, sino «incomprensibles». ¿Misterio de la feminidad? No, simplemente que lo masculino y lo femenino son cognoscibles por connaturalidad. Faltando esa connaturalidad en personas del otro sexo, es lógico que mutuamente no acaben de comprenderse. Por eso, según los varones, a las mujeres no hay quien las entienda; y, según las mujeres, son los varones a quienes no hay quien los comprenda.
A mi entender, el punto clave para comprender este tema reside en que la distinción entre varón y mujer no pasa de ser un accidente, según el significado filosófico de la palabra. Pero un accidente que atañe a la individuación de la naturaleza humana. Ambos, varón y mujer, poseen de modo pleno y total la naturaleza humana, ninguno de ellos es un ser humano incompleto o «malogrado » o menos pleno; ambos poseen totalmente la naturaleza humana. Sin embargo, el sexo es una forma accidental de individuación del ser humano. El mismo bien, la naturaleza humana completa, tiene dos formas accidentales, dos modos parcialmente distintos por decirlo así, de pasar a la existencia, de estar en cada hombre concreto. En determinados aspectos psíquico-corpóreos -no en el alma espiritual-la naturaleza humana se realiza según el modo masculino o modo femenino. Varón y mujer son iguales -sin superioridad ni inferioridad del uno respecto de la otra-, porque ambos son personas humanas totalmente, con la misma e idéntica dignidad. No sólo eso, sino que, como la distinción se refiere -según se dijo antes- a unos mismos aspectos o factores del ser humano, que se realizan según una forma accidental distinta, lo femenino vale lo mismo que lo masculino; virilidad y feminidad son valores iguales. La mujer tiene la misma dignidad y valor que el varón, no sólo como persona humana, sino como mujer. Pero son distintos y complementarios.
Son complementarios porque virilidad y feminidad no son estructuras y valores absolutos y cerrados en sí mismos. La virilidad dice relación a la feminidad y la feminidad dice relación con la virilidad. Lo cual no significa que tengan necesariamente que unirse y esto por una razón fundamental; varón y mujer son individuaciones completas de la naturaleza humana, lo que conlleva que la plena realización como personas humanas, individualmente consideradas, no exige la unión mutua.

Completar y complementar.
21. Lo que acabamos de decir nos plantea la segunda cuestión de la que quisiera tratar aquí. No faltan efectivamente autores que sitúan la complementariedad en la persona misma del varón y de la mujer. Ambos serían hombres incompletos, que necesitarían completarse mutuamente. Refleja esta mentalidad de manera inequívoca Jacques Leclercq. Para este autor el hombre es, por ser persona, un ser completo en sí: «Il consiste en ceci, que l'homme apparait d'une part comme un etre complet en soi, se suffisant et poursuivant sa fin propre d'une maniere autonome; c'est ce qu'on veut dire quand on le qualifie de personne». Junto a esta afirmación, sin embargo, sostiene que es esencialmente incompleto; veamos sus palabras textuales: «Mais, d'autre part, l'homme est essentiellement incomplet; il ne se suffit pas a lui-meme; il a besoin des autres hommes pour épanouir sa personnalité; en particulier, chacun des sexes ne correspond qu'a une humanité incomplile; l'homme a besoin de la femme et la femme de l'homme; selon la parole de la Genese, il faut a l'homme une «aide semblable a lui», -semblable et différente parce que complementaire. Ni l'homme ni la femme ne possedent, d'une certaine maniere, une humanité complete; l'humanite complete est dans le couple, générateur d'hommes». No es raro que ante esta doble afirmación -ser completo en sí, esencialmente incompleto y humanidad incompletable de mystere de l'homme (210).
Se trata, en el fondo, de una vieja idea, conocida como el mito del andrógino. «Según este mito, el ser humano, en la noche de los tiempos, se partió en dos mitades, las cuales, separadas, dispersas, incompletas, diversas y complementarias, se buscan denodadamente sin cesar. La pulsión amorosa sería, pues, la nostalgia fabulosa del ser andrógino originario, la pasión dolorosa del que es tan sólo media naranja y no encuentra descanso ni plenitud hasta que no halla su otra mitad ... Esta concepción mitológica de hombre y mujer como dos mitades complementarias, cada una con sus cualidades propias y exclusivas, se ha enraizado tan profundamente en nuestra cultura virilocrática como el sistema astronómico de Tolomeo lo estuvo hasta el umbral del Renacimiento» (211).
El error fundamental de esta tesis, como ya se indicó en páginas anteriores, reside en colocar la complementariedad en el ser mismo de los cónyuges, al considerarlos seres incompletos, esto es, en entender que cada cónyuge es complemento del otro en su persona. Según esta idea de la complementariedad en la persona, cada una de ellas -como cada mitad reclama la otra mitad, porque la parte no es perfecta sino en el todo-, sólo se sentiría plenamente realizada en la unión con la otra para formar la unidad. Fuera de la unión serían imperfectas -seres irrealizados-, lo que explicaría la pasión dolorosa de la parte que sólo descansa en el todo, pues sólo en el todo encuentra su plenitud de ser. Al igual que la rama sólo es totalmente rama en el árbol y, desgajada de él, no es más que un despojo.
Ser completo en cuanto a la personalidad (ser persona), pero incompleto en el humanidad sólo puede indicar una cosa: que la naturaleza humana no se individualiza completa en el varón y en la mujer. Y esto es falso y contradictorio. Es contradictorio porque la persona humana es una naturaleza humana singularmente existente, de modo que si la naturaleza no es completa, tampoco lo es la persona. Pero además es falso, porque indicaría -ya lo dijimos antes- un defecto en la individuación de la naturaleza humana. El verdadero individuo humano sería en realidad la pareja -la «humanidad ca mpleta »-, lo cual es a todas luces erróneo (212). La naturaleza humana se individualiza de modo completo según dos modos parcialmente distintos; varón y mujer, repito, poseen totalmente la naturaleza humana.
Este es el error fundamental de quienes colocan la complementariedad en la persona del cónyuge. Es cierto que varón y mujer son complementarios, pero lo son en el orden de los fines, no en el orden de sus personas. El varón o la mujer no son como dos «medias naranjas», o como ramas desgajadas del árbol, que se completan en el orden del ser.
De ahí la necesidad de distinguir entre «completarse» y «complementarse». Varón y mujer se complementan, pero no se completan. Completar y complementar reflejan dos ideas diferentes. Sin embargo, muchas veces el lenguaje común -me refiero claro está al idioma castellano- usa ambos verbos indistintamente. Especialmente en algunas formas del verbo «completar», en concreto el participio de presente, la sustitución de una palabra por otra es un valor convenido. No se dice, por ejemplo, «completante», sino «complementario ». De dos mitades se afirma que son incompletas, pero no que cada una es «completante» de la otra para formar la unidad, sino que se dice que cada una de ellas es «complementaria» de la otra.
Pues bien, aun contando con la dificultad que supone que ambos términos confundan a veces su significado, completar designa más bien la perfección del ser, la formación de una unidad superior. Un coche al que faltan las ruedas, no es un coche completo; las ruedas, al ser colocadas, completan el coche. El portaequipajes del coche, en cambio, es un complemento. En efecto, complementar se refiere más propiamente a perfecciones en el orden de la finalidad, del ser mejor o del vivir mejor. Un habitáculo humano será una casa, cuando reúna unas ciertas características, tenga o no calefacción; la calefacción es un complemento. En cambio, el techo es algo que hace falta para completar la casa; sin él, la casa es incompleta. Por su parte, el techo, las paredes, etc., completan la casa, pero no se completan entre sí; la pared es totalmente pared, con o sin techo. Sin techo lo incompleto es la casa, no la pared. En cambio, techo y paredes son complementarios entre sí en orden a formar una casa. Con otras palabras, cada uno de esos elementos son complementarios entre sí y todos completan la casa. Unos elementos respecto de los otros son complementarios; respecto de la casa, la completan (son «completantes», si se me permite esa palabra).
Supuesto este valor de los términos completar y complementar, el varón y la mujer son entre sí -uno respecto del otro- complementarios respecto del matrimonio y en el orden de los fines a los que tiende el matrimonio; es decir, los cónyuges son complementarios entre sí en orden a formar el matrimonio, en orden a la generación y educación de los hijos, a la mutua ayuda y al hogar. Esto es evidente; la generación del hijo, por ejemplo, es el fruto de la conjunción de los principios femenino y masculino; varón y mujer se complementan para engendrar. Así también, el matrimonio no es completo sino en la unión de ambos, del varón y de la mujer; en orden al matrimonio los dos son complementarios. Varón y mujer completan algo, pero ese algo es el matrimonio, no el otro cónyuge.
En suma, a mí me parece que el error está en situar la complementariedad en la persona del otro, en pensar que cada uno completa la persona del otro. Ambos cónyuges se complementan, sí, pero en orden al matrimonio y a su fines.
Esto no quiere decir, desde luego, que la unión anímica que comporta el amor, la compenetración, no produzca en el otro cónyuge un equilibrio afectivo y un enriquecimiento personal. Desde luego que esto sucede. Pero esto no es de suyo específico del matrimonio, ni típico o peculiar de la complementariedad entre varón y mujer (aunque lo sea la modalidad con que se produce). Es propio también de la amistad, y en general de cualquier amor, cuando la unión de afecto es muy profunda. Esto es lo que ocurre con los hijos respecto de los padres; el amor de éstos les ayuda a equilibrarse afectivamente, y la ausencia de ese amor -o la falta de contacto con los padres, que les produce la impresión de desamor al no sentirse amados- es fuente de desequilibrios afectivos y aun psíquicos. Todo amor bueno y honesto, toda compenetración afectiva es fuente de equilibrio de la afectividad y de enriquecimiento personal si alcanza verdadera profundidad. Lo que también parece cierto es la distinta modalidad de ese equilibrio afectivo, que tiene diversos matices en cada tipo de amor.
Con todo, la opinión comentada se apoya en una idea verdadera. Esta idea concibe la complementariedad entre varón y mujer, ante todo, como una complementariedad natural, esto es, de potencias naturales (fundamentalmente en orden a la generación y educación del hijo). La «otra mitad» del varón es la mujer en cuanto tal -no en sus cualidades singulares- y la de la mujer es el varón, también en cuanto tal. Es, sobre todo, una complementariedad ontológica, de modo que el matrimonio los hace -en la forma antes indicada, esto es, por un vínculo jurídico- una unidad en las naturalezas, según la interpretación que personalmente prefiero.

Complemento en las potencias naturales.
22. Por contraste con la opinión antes comentada, situado el matrimonio desde la perspectiva del amor conyugal y dando a este amor un contenido eminentemente espiritualista, se observa a veces la tendencia a colocar en primer plano la compenetración de espíritus, de tal modo que el mutuo complemento matrimonial sería, sobre todo, la comunión anímica. Este modo de entender el mutuo complemento me parece un tanto desenfocado, porque con harta frecuencia se olvida que el amor conyugal no es tal, si no abarca el entero ser del cónyuge -cuerpo y espíritu- y si no se ordena a la virilidad y la feminidad (que son cuerpo y espíritu, ni sólo cuerpo ni sólo espíritu). El amor conyugal no es sólo relación de espíritus entre sí, es relación de cuerpos y espíritus; más exactamente es relación de la persona-varón con la persona-mujer, con una unidad, no de personalidades, sino en las naturalezas (unión de índole jurídica, con fundamento ontológico como se dijo). Las personalidades de los cónyuges se unen por el amor, pero donde los cónyuges forman una unidad -en el sentido indicado- es en las naturalezas. Por eso el amor conyugal no ve al cónyuge como objeto, como cosa (eso sería despersonalizan te, o sea amor fornicario), pero tiene siempre una dimensión en la que el otro cónyuge no es visto sólo como espíritu personal, sino como naturaleza; en otras palabras, el otro cónyuge no aparece sólo como un yo personal –el amor conyugal no es sólo comunicación con el tú del amado, aunque por supuesto también lo es, y éste debe ser su rasgo principal-, sino como amor a la naturaleza modalizada según el sexo opuesto. Por eso, el amor conyugal no es cosifican te, pero es inherente a él que el otro cónyuge sea contemplado y amado, no sólo a través de su constitutivo y rasgos personales, sino también en la objetividad de ser una naturaleza humana sexuada. En el amor conyugal, por su propia constitución, hay amor de dos yo personales, pero también amor de dos naturalezas complementarias y orientadas la una hacia la otra. No hay cosificación, pero sí un factor de objetivación. Esto supuesto, me parece oportuno hacer dos precisiones.
a) La primera se refiere al mutuo complemento matrimonial. He dicho que virilidad y feminidad son estructuras complementarias. La unión entre ambas tiene, pues, el sentido de un complemento mutuo. Este complemento se refiere, como es lógico, a todos los aspectos que constituyen la virilidad y la feminidad, lo mismo en lo que respecta a la generación de los hijos como al mutuo servicio. Más exactamente, el complemento se produce en todo cuanto varón y mujer son distintos (factores corpóreos y psíquicos).
Pero a veces se llama mutuo complemento a un concepto vago y confuso –también denominado comunión vital, integración personal o moral, complemento de la personalidad, etc.- que vendría determinado por la compenetración vital entre ambos cónyuges, y sería la unanimitas, esto es, la comunión de espíritus. Siendo así el mutuo complemento, habría una cierta selectividad, pues no todos los cónyuges serían capaces de alcanzarlo entre sí.
Ante todo debe tenerse en cuenta que la unio animorum es, en todo caso, sólo un elemento del matrimonio y del mutuo complemento; lógicamente habría que tener en cuenta además la unio corporum. También en el cuerpo los caracteres masculinos y femeninos son complementarios. Por lo tanto, no hay razón para restringir el mutuo complemento a la sola unio animorum.
De no menor importancia es advertir que esa comunión vital total, compenetración mutua o unanimitas sobrepasa la específica conyugalidad de la unión varón-mujer; es una compenetración de ánimos que, aunque acompaña al matrimonio (si muchas o pocas veces es cuestión estadística), no es un elemento matrimonial específicamente tal. Pertenece al género común de la amicitia, de la unanimitas que se da entre personas unidas por el amor común de amistad. Y nace, no de la distinción, sino de la coincidencia. Ahora bien, los caracteres psíquicos y caracteriológicos modalizados por la feminidad o por la virilidad, son distintos y precisamente son complementarios por ser distintos. Suponen una diferenciación, no una coincidencia (213). El complemento específicamente conyugal es el que resulta de la unión de lo distinto, del amor al polo opuesto, no de la coincidencia de gustos, cultura, educación, aficiones, caracteres, etc. Es más, la diferencia entre dichas características femeninas y masculinas implica una complementariedad, pero no necesariamente una compenetración; al ser distintos se complementan, pero rara vez -por no decir nunca- se compenetran. Pertenece a la normalidad que el varón no comprenda bien las reacciones femeninas y que la mujer no comprenda bien las masculinas. Y es lógico, pues la comprensión que es capaz de llevar a la compenetración proviene del conocimiento llamado «por connaturalidad», que obviamente no se da en el varón respecto de lo femenino y viceversa.
A esto hay que añadir que el matrimonio no es la unión de dos personas consideradas sólo en su constitutivo último (plano de igualdad); a quien une el matrimonio es al varón y a la mujer, es decir, dos personas distintas, unidas en su complementariedad, unidas en su virilidad y feminidad. La unión que realiza el matrimonio a través de su constitutivo formal, que es el vínculo, no alcanza a la totalidad de la persona (no hay participación y solidaridad en todos los aspectos o dimensiones de la persona), sino sólo a la virilidad y a la feminidad, que es a través de lo cual se unen los esposos. El amor conyugal y el matrimonio tienen las notas de plenitud y totalidad en el sentido que hemos indicado. Pero no como si representasen la unión de las dos personas en todas sus dimensiones y en toda su profundidad.
Por otro lado, no existen diversos tipos de feminidad o virilidad. La virilidad o la feminidad, por ser modalidades de la naturaleza, son constantes y únicas, como única y constante es la naturaleza humana. Las diferencias que existen en los distintos varones o mujeres no se deben a estas estructuras radicales, sino a la singularidad de la persona. Por ser una dimensión natural y constante, la complementariedad entre feminidad y virilidad es común a todos los varones y a todas las mujeres e igual en todos ellos y no se asienta en la singularidad de las personas. La capacidad de complemento es un dato de naturaleza (una capacidad dada) igual y constante en todo varón y en toda mujer. En lo que el matrimonio es unidad en las naturalezas, la complementariedad entre factores psíquicos y caracteriológicos masculinos y femeninos es una realidad dada y el mutuo complemento es una capacidad que viene por naturaleza, común, no singular.
En cuanto a la unión por el amor, hay que decir lo mismo. El amor conyugal es el amor del varón a la mujer y de la mujer al varón en cuanto tales, esto es, en su virilidad y en su feminidad (amor a la feminidad y amor a la virilidad). Incluso cuando el amor conyugal alcanza el grado más alto y más espiritual y altruista (el agapé conyugal), que se dirige más directamente al tú del amado, es siempre amor al otro como varón y como mujer; es decir, a la persona en cuanto se realiza como varón o como mujer. Si no es así, lo que ha alcanzado el grado de agapé no es el amor conyugal, sino la amistad (la amistad común) entre los cónyuges, y la amistad común (o el compañerismo, como se llama a uno de sus grados inferiores) no es el amor en el que se asienta el matrimonio. Por ser el amor conyugal un amor al otro en cuanto varón o en cuanto mujer, y siendo la virilidad y la feminidad valores constantes -con la misma razón intrínseca de amabilidad-, las particularidades de la persona sólo intervienen como factor determinativo, es decir, como desencadenante del amor y como factor de concreción en la persona singular y concreta. Ahí nace la confusión entre la indeterminación de la tendencia al otro sexo, como supuesto de la libertad, y el instinto poligámico. El hombre no tiene un instinto poligámico. Lo que tiene es, como supuesto de su libertad responsable, una atracción indeterminada (214).
La unión de dos personalidades por el amor tiene -según se deduce de lo dicho- también como supuesto lo constante: la virilidad (que es el bien que atrae a la mujer) y la feminidad (el bien que atrae al varón). Las particularidades de la persona ---en lo que es distinta a los demás- actúan simplemente como factor desencadenante y determinativo. Se refieren a la elección, que es propia de la dilectio.
La coincidencia de carácter y de actitudes, de aficiones, de pensamiento, etc., son valores importantes para la convivencia -que es consecuencia normal del matrimonio, pero no el matrimonio- y en tal sentido son importantes para la elección del cónyuge. Mas son irrelevantes para la existencia del matrimonio y su nota de perpetuidad, porque no integran el mutuo complemento entre virilidad y feminidad, que es lo propio y específico del matrimonio.
Dos son los motivos que hacen comprender mejor la racionalidad de este hecho. Primeramente, la libertad del hombre, cuyo supuesto es la indeterminación. Precisamente esta máxima complementariedad es supuesto de una máxima libertad. Al no existir una predeterminación ni un condicionamiento natural hacia determinadas personas del otro sexo, la elección se puede apoyar en un máximo de posibilidades. Cualquier condicionamiento ya no es natural, sino histórico (y la historia la hace la humanidad). La naturaleza garantiza así la máxima posibilidad de éxito, al establecer el máximo de elección.
El segundo motivo reside en ser amor la atracción entre ambos sexos. El amor personal es entrega y aceptación libre -de ahí que sea responsabilidad-, no obedece a un nexo causal necesario (la atracción que a eso obedeciese no sería amor personal, sino una fuerza física, sensitiva o instintiva, un condicionamiento, o amor naturalis, etc.). Por ello admite un supuesto (razón de bien del objeto de amor) , pero no una determinación. La máxima complementariedad, siendo máxima la indeterminación, es precisamente la condición que garantiza que la entrega y la aceptación son siempre amor (decisión libre) -sea del grado que sea, sea amor espontáneo o amor reflexivo-, y no instinto o predeterminación natural.
b) La segunda precisión a la que aludía se refiere a las cualidades de la persona y de modo particular a las virtudes morales. No se puede negar que las cualidades de la persona y sobre todo las virtudes morales que posea pueden influir -y mucho- en el éxito de la vida conyugal. Pero tampoco esas cualidades son integrantes del matrimonio ni influyen -ni poco ni mucho- en la capacidad de complementariedad propia y específica del varón y de la mujer (la específicamente contenida en el vínculo conyugal).
La razón es sencilla. Por ser la feminidad y la virilidad modalidades de individuación de la naturaleza humana, se refieren a las potencias, no a las virtudes de la persona. El sexo es modalidad de potencias complementarias y, en este sentido, es anterior y distinto a la virtud moral. Los caracteres sexuales distintos y complementarios son estructuras y potencias, ninguno de ellos es virtud. Luego no hay mutuo complemento matrimonial en las virtudes morales (otra cosa es la amistad común que se puede originar entre los cónyuges), ni estas admiten diferenciación o modalidad sexual.
Se explica fácilmente que así sea: el matrimonio es propio de todo hombre, independientemente de las virtudes morales que posea. Si así no fuese, si el matrimonio uniese en razón de unas virtudes morales, sólo podrían casarse quienes las poseyesen, o sólo quienes tuvieran unas virtudes similares podrían contraer matrimonio entre sí. Y esto no es cierto, ni siquiera lo es en relación al éxito de la vida matrimonial, pues cabe una vida matrimonial de unión sin ese equilibrio de virtudes (este equilibrio es poco frecuente) e incluso faltando en los cónyuges virtudes importantes. Sólo influyen decisivamente aquellas virtudes que son el supuesto para el recto desenvolvimiento de la vida matrimonial y únicamente en cuanto lo son: la justicia y la castidad. Y ambas quedan integradas, tanto en el amor conyugal, como en la configuración y delimitación de los derechos y deberes conyugales.
Hasta qué punto las virtudes morales son importantes para la unan imitas o compenetración personal de los cónyuges en su dimensión extramatrimonial o paramatrimonial, pero no en el mutuo complemento específicamente conyugal, lo muestra el hecho de que esa compenetración personal se basa a veces en una coincidencia en el vicio, de modo que la reforma de uno de los cónyuges puede provocar la ruptura de la compenetración antes existente (215). Por otra parte y como ya decía, el desequilibrio de virtudes entre los cónyuges no es de por sí óbice para el éxito de la vida matrimonial, pues son muchos los casos en los que se da ese desequilibrio sin que entre los cónyuges se produzca la disensión que lleva a la separación.
Similares observaciones deben hacerse respecto de otros aspectos de los cónyuges, tales como la belleza corporal (la proporción en la constitución del cuerpo), que no es una cualidad sino un trascendental (216). Como trascendental que es, la belleza corporal es ipsum corpus en cuanto produce complacencia por su armónica y proporcionada constitución. Pero no es ninguna modalidad que afecte a las potencias en que consiste el sexo (características sexuales), ni afecta a la capacidad de complementación entre virilidad y feminidad. Igual que las virtudes y otras cualidades, obra como factor determinativo y desencadenante del amor. Y en lo que se refiere a la atracción corporal actúa como uno de los factores más fuertes, precisamente por ser un trascendental y no una qualitas.

Límites de la complementariedad.
23. Resumiendo lo que acabo de decir, hay que afirmar que la complementariedad -y en consecuencia el mutuo complemento-- se refiere a las potencias naturales modalizadas por la distinción sexual. Y son esas potencias naturales complementarias las que quedan unidas por el vínculo conyugal y sólo ellas. Todo cuanto sobrepase de esto, no pertenece a la esencia del matrimonio.
Una consecuencia de lo que hemos visto, a la que ya se ha hecho referencia, es la inadmisibilidad de aquellas opiniones que hablan del matrimonio como una unión de todas las cualidades de la personalidad o de todas las facetas de la vida. Tal es el caso de Ahrens, y advierto de paso que si en lugar de citar autores modernos me he dedicado en este trabajo a citar los antiguos y casi olvidados es para poner de relieve lo que se esconde detrás de tantas «doctrinas novedosas y actuales»: que son muchas veces una repetición de viejas y sobrepasadas ideas. Veamos textualmente las palabras de Ahrens: «La familia se funda sobre el matrimonio; el hombre y la mujer, constituyendo las dos mitades de una unidad superior y presentando en su organización diferente la más profunda afinidad, experimentan naturalmente el deseo de una unión íntima para completarse recíprocamente y formar por medio del matrimonio una personalidad perfecta, origen y condición de la propagación de la especie. Son las cualidades opuestas caracterizando la constitución física y espiritual del hombre y de la mujer las que hacen nacer el amor, siempre acompañado de un sentimiento de vacío, de una falta o de un hueco que la unión sola puede llenar. El matrimonio es, pues, la unión completa en la que todas las fases de la naturaleza humana están comprendidas en unidad. Del mismo modo que el ser humano es la unión de un espíritu y de un cuerpo, que se penetran recíprocamente, así también el amor en el matrimonio es la unión más alta de dos individualidades distintas. El amor no se dirige sobre algún objeto parcial; lo hace a la vez al espíritu y al cuerpo: abraza, en su plenitud, todas las cualidades de la personalidad humana realizadas en la vida [ ... ]. El matrimonio es así la unión íntima de vida, cuyo fin reside en el lazo íntimo por el que están unidas dos personalidades. El amor matrimonial es la afección fundamental y armónica por la que una persona se une por completo a otra. Los otros sentimientos no son más que rayos esparcidos de esta afección integral en la que una personalidad se ensancha en todas sus calidades y aspira a una unión siempre más profunda y más completa. Es este amor pleno y armónico del que el amor sensual no es más que una manifestación parcial y temporal. El verdadero amor resume por lo tanto todos los aspectos de la naturaleza humana, y se alimenta de todos los progresos realizados en la vida [ ... ]. El lazo personal y el goce de este lazo es el fin pleno e íntegro del matrimonio. Todos los fines particulares que se asignan a esta institución no se refieren más que a fases aisladas. Así es como el matrimonio, considerado bajo su faz divina, es la unión a que Dios ha comunicado un poder creador; es el santuario de la procreación, el hogar íntimo donde se cultiva todo lo que es divino y humano. Examinado del lado de la naturaleza, el matrimonio aparece como un designio de Dios, para armonizar en el mundo físico el dualismo engendrado por la oposición de los sexos. En sus relaciones con la vida espiritual, el matrimonio perfecciona en cada sexo las facultades del espíritu que se hallan menos desenvueltas. El pensamiento que predomina en el hombre se completa por el sentimiento, que predomina en la mujer; el hombre encuentra en el hogar doméstico el reposo y el contento del corazón, de donde saca una nueva fuerza para la actividad; la mujer es sostenida por una voluntad más independiente y conocimientos superiores; los dos presentan en su unión la vida armónica del espíritu. Todos los fines particulares, comprendidos en el destino del hombre, se hallan reunidos en el matrimonio. El matrimonio es por de pronto una unión para la elevación religiosa del hombre y de la mujer, una fuente interna para el desarrollo del conocimiento y del sentimiento de Dios, que, en el seno de la familia, deben hallar una cultura libre, sobre la que las autoridades exteriores no tienen poder. El matrimonio es además una unión para la educación progresiva de los sexos, para su instrucción común en las ciencias y las artes, cuya cultura forma un lazo nuevo, haciendo las relaciones espirituales entre los esposos más íntimas y más múltiples. El matrimonio es bajo un punto de vista más secundario una sociedad económica de producción, de distribución y de consumo, mientras los bienes materiales de la vida deben ser obtenidos por esfuerzos comunes, conservados y prudentemente utilizados en la familia. El matrimonio es también una unión para el perfeccionamiento moral de los hombres, para el cumplimiento de los deberes más variados [ ... ]. Pero todas estas fases y todos estos fines particulares del matrimonio están reunidos en la unidad y la totalidad del lazo personal, como fin matrimonial único y completo. No debe, pues, considerarse al matrimonio bajo ningún punto de vista aislado, que haga desconocer su dignidad y su carácter tan completamente humano. El matrimonio no es por tanto puramente una sociedad para la procreación de hijos; todavía menos una simple reunión sensual, ni una sociedad de bienes gananciales, ni un contrato civil; él representa, por el contrario, la unidad del ser humano en la totalidad de sus fines. Puede, pues, definirse: la unión formada entre dos personas de sexo diferente con el propósito de una comunidad perfecta de toda su vida moral, espiritual y física, y de todas las relaciones que son su consecuencia» (217).
Bello discurso, tan bello como científicamente confuso y errado, sin precisión ni método jurídico, en donde se entremezclan verdades, exageraciones y un notable desconocimiento de nociones elementales como las de fin. Lo curioso del caso es que, precisamente al término de estas palabras, es donde el autor krausista se permite atacar a los canonistas como antes se ha indicado. Más le valiera haberlos estudiado a fondo y haber aprendido de ellos el rigor jurídico con que a lo largo de la historia han sabido elaborar el Derecho natural que rige el matrimonio.
Las exageraciones se producen cuando no se distingue aquello que es específicamente matrimonial (esto es, aquello que se contiene en el vínculo conyugal) de aquello a lo que los cónyuges pueden llegar mediante la amistad, la mutua colaboración, etc., sobrepasando lo específicamente conyugal. El mutuo complemento propiamente matrimonial es aquel que se produce en la unión de las potencias naturales sexuadas, mutuamente complementarias; y es un complemento en orden a los fines del matrimonio: la mutua ayuda en el núcleo de vida privada que tradicionalmente se ha llamado la «comunidad de vida» (218) y la generación y educación de los hijos. Todo lo demás -elevación religiosa, unidad de producción (agrícola y artesana), ayuda profesional, etc.- pueden darse en el matrimonio, pero nace de formas históricas de la vida social y económica, o es producto de la amistad común que entre ambos reine. En todo caso, no se integra en el vínculo conyugal, ni es contenido de los derechos y deberes conyugales.

El mutuo complemento y los fines del matrimonio.
24. Es bien sabido, aunque ahora empiece a decaer esta opinión, que desde principios de siglo una serie de autores hablaron del mutuo complemento como fin del matrimonio y aún como fin primario; también en otras ocasiones me he referido a esta cuestión (219). El mutuo complemento, al igual que el amor conyugal, no es fin de matrimonio. Sencillamente no le es aplicable la categoría filosófica de fin.
En primer lugar, la complementariedad como tal no es efecto del matrimonio, sino su supuesto previo. Varón y mujer no se hacen complementarios por el matrimonio, sino que lo son por naturaleza yeso es precisamente lo que origina la tendencia natural a unirse. Se unen porque son complementarios por naturaleza. En segundo término, entendido dinámicamente, esto es, como interrelación de actividades complementarias, el mutuo complemento no es fin del matrimonio, sino vida matrimonial, esto es, el matrimonio en su dinamismo. En este sentido, el mutuo complemento es una dimensión y una característica de la vida matrimonial -o sea el matrimonio dinámicamente contemplado- en su consideración total: la complementariedad varón-mujer en cuanto es servicio mutuo en orden a los tres fines del matrimonio. En consecuencia, no es correcto colocar el mutuo complemento entre los fines del matrimonio (hay que colocarlo en la tendencia o actividad en orden a los fines); no es una finalidad o razón de bien adecuadamente distinta a los tres fines del matrimonio tradicionalmente señalados, pues aunque expresa algo que no comprenden las denominaciones de los fines del matrimonio, los incluye a todos, ya que indica el rasgo específico de la actividad tendente a ellos; esto es, que en la tendencia a obtener los fines del matrimonio, varón y mujer aportan actividades, valores y bienes complementarios.

 

Notas
209. Psicología abierta (Madrid 1972), págs. 213 ss.
210. Lecons de droit naturel, III, cit., pág. 17.
211. J. B. Torelló, ob. cit., -pág. 213.
212. Esta argumentación, a mi entender decisiva en el plano filosófico, se refuerza, para la Teología católica, con otro argumento todavía más poderoso. Si fuese cierto que varón y mujer son humanidades incompletas, Cristo no hubiese sido perfectus hamo, pues fue varón, lo cual es insostenible.
213. El amor entre varón y mujer se funda en la semejanza como ya hemos dicho y como se ve claramente en la narración del Génesis. Pero esta semejanza no es la coincidencia de gustos, caracteres, etc., sino, en un aspecto básico, la común naturaleza humana. La otra semejanza que se da en lo que no es igual sino distinto en el varón y en la mujer, es otro tipo de semejanza, aquella que proviene de la proporcionalidad o complementariedad. Pertenece a aquel otro tipo de semejanza que se da entre potencia y acto, el complemento y lo complementado, etc. Por fundarse lo específico del amor conyugal en la complementariedad, se funda en lo distinto, que es semejante por complementario. En suma, la semejanza entre varón y mujer es doble: en parte es por connaturalidad (ambos son personas humanas) y en parte es por proporcionalidad o complementariedad, que es otro aspecto de la connaturalidad. Sobre las distintas formas de semejanza, en la que se funda el amor, vide S. Tomás, I-lI, q. 27, a. 3. Es de advertir, que por fundarse en lo complementario, el amor conyugal tiene una dimensión de amor concupiscentiae. S. Tomás, loco cit.
214. Esta estructura del amor conyugal y de la feminidad y de la virilidad ponen de relieve que el amor conyugal es siempre dilectio, porque presupone necesariamente una elección. La singularidad de la persona -sus virtudes, su belleza, sus cualidades, sus gustos, etc.- sen factores de elección que, por no ser propiamente constitutivos de la virilidad y de la feminidad, operan a través del juicio de razón· como factores determinativos de lo que en sí es igual en todos. Sin estos factores, la elección no sería un acto amoroso (de amor), sino de mera circunstancia. Precisamente por ser elección, es una decisión comprometedora.
215. Véase, por ejemplo, este pasaje de San Justino: «Vivía una mujer con su marido, hombre disoluto, entregado también ella, antes de ser cristiana, a la vida licenciosa. Mas apenas conoció las enseñanzas de Cristo, no sólo se tornó ella casta, sino que trataba de persuadir igualmente a su marido a guardar la castidad, refiriéndole las mismas enseñanzas y anunciándole el castigo del fuego eterno, aparejado para los que no viven castamente y conforme a recta razón. Pero él, obstinado en las mismas disoluciones, se enajenó con su conducta el ánimo de su mujer [ ... ]. Después de esto, para no hacerse cómplice de tales iniquidades e impiedades [ ... ] presentó el que se llama entre vosotros libelo de repudio y se separó». S. Justino, II Apología, n . 2 (Padres Apologistas Griegos, Escritos sobre la verdad de los cristianos, Madrid, 1971, págs. 146 s. ).
216. Vide L. Gredt, Elementa philosophiae aristotelico-thomisticae, nn. 642-644, n , 10.' ed. (Friburgi Brisg-Barcinone 1953), págs. 29 ss.
217. Ob. cit., págs. 488 ss.
218. Sobre la comunidad de vida puede verse: A. Bernárdez Causas canónicas de separación conyugal (Madrid 1961); A. De La Hera, Relevancia jurídico-canónica de la cohabitación conyugal (Pamplona 1966); R. Le Picard, La communauté de la vie conjugale, obligation des époux (Paris 1930); J. Hervada-P. Lombardía, ob. cit., págs. 241 ss.
219. Los fines del matrimonio. Su relevancia en la estructura jurídica matrimonial (Pamplona 1960); La impotencia .. . , cit., págs. 49 ss.

Persona y Derecho I/02


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