Marco Legal / Matrimonio
Imprimir

Reflexiones en torno al matrimonio a la luz del derecho natural
Javier Hervada

El matrimonio según la Escuela racionalista del Derecho Natural.
5. No es a los canonistas (pese a cuanto antes se ha indicado), sino a la Escuela racionalista del Derecho Natural a quien se debe haber reducido la concepción clásica del matrimonio (unión de cuerpos y almas, íntima comunidad de vida, aunque también esencialmente unión ordenada a la prole) a la idea de sociedad en sentido estricto, empobreciéndola en notable medida.
Ya en el primer autor, Grocio, el matrimonio -«consociatio maxime naturalis» (88)- se entiende como «cohabitatio maris cum femina, quae feminam constituat quasi sub oculis et custodia maris» (89). Esta desvaída concepción, que deja fuera aspectos esenciales del matrimonio, tendrá en Grocio una consecuencia: la aceptación como «matrimonio natural» de aquellas formas extramatrimoniales a los que tan genérica definición puede aplicarse sin excesivo esfuerzo: contubernio, concubinato, etc. (90). Otra consecuencia será que la unidad se concebirá como un ideal a imitar -sin que la poligamia sea por Derecho natural ilícita en todos los casos- (91), así como la admisión del divorcio (92). La unidad y la indisolubilidad absoluta serán propiedades puestas por la ley de Cristo, aunque por lo que atañe a la indisolubilidad del matrimonio cristiano su pensamiento es algo distinto en su obra De lure Belli ac Pacis y en sus Annotationes in Libros Evangeliorum (93). De la definición que Gracia da del matrimonio baste decir que sus mismos comentadores la criticaron duramente, calificándola desde insuficiente hasta ridícula.
En Pufendorf la calificación del matrimonio como sociedad aparece con toda claridad. Tres son las sociedades menores de las que se compone la civitas: la societas maritalis, la societas paterna y la societas herilis (94). Sociedad simple, el matrimonio es el fundamento de la vida social (socialis vitae fundamentum) (95).
No faltaron entre los comentadores de Gracia y Pufendorf quienes siguieron la definición justinianea, mientras otros optaron por un camino distinto (96). En todo caso, si bien la influencia de los canonistas en estos autores es notable (97), bien directamente, bien a través de los teólogos y particularmente de la Escuela Española del Derecho Natural -influencia que fue especialmente intensa en Gracia (98)- las diferencias no lo fueron menos. De las dos corrientes apuntadas nos interesa especialmente la segunda, por ser la que maneja más ampliamente el concepto de sociedad y la que, en definitiva, dejaría una huella más profunda en este punto concreto. Advirtamos ya de entrada que, salvo algún autor aislado que recoge la distinción entre matrimonio in fieri y matrimonio in facto esse (99), los demás definen directamente el matrimonio propiamente dicho, el in facto esse (l00). La simplificación y la desvalorización del matrimonio -hagámoslo también notar- es bien patente, pese a que las palabras recuerden, más o menos, la doctrina anterior; y así Lehmann asegura que el matrimonio es el estatuto para procrear hijos según un orden decente y medios adecuados (101). A eso se reduce el matrimonio, a un estatuto de decencia.
No siendo nuestra finalidad estudiar la historia ni exponer la doctrina de estos autores, para nuestro objeto bastará seguir paso a paso el pensamiento de uno de ellos -«le plus lucide et le plus rigoureux de tous les Commentateurs du XVIIle siecle», al decir de Dufour (102)-, J. G. Heineccio, desarrollado en sus Elementos de Derecho Natural y de Gentes. Pero antes interesa resaltar un punto que aflorará casi inmediatamente. Heineccio está de lleno dentro del voluntarismo social, es decir, de aquella corriente para la cual el estado social del hombre y toda sociedad dimana de una convención; punto importante para el pensamiento heineciano, pero irrelevante para nuestro objeto, puesto que otros autores (p. e. los que siguen la concepción clásica del Derecho natural), como veremos, hablan de sociedades necesarias, esto es, no nacidas de un contrato o convención social; y a nosotros lo que nos interesa es lo común a todos los autores que reducen el matrimonio a una sociedad en sentido estricto, sea cual fuere su fondo ideológico.
«Entendemos por sociedad –escribe nuestro autor- el consentimiento de dos o más personas para el mismo fin, y los mismos medios que son necesarios para conseguirle. Tanto, pues, dura la sociedad, cuanto dura aquel consentimiento: luego que consigue su fin cada uno de los que consintieron en él y en los medios, se tiene por disuelta aquella sociedad, y empieza cada uno a tener sus cosas para sí solo (103). Y por esto el estado en que viven los hombres mientras dura la sociedad, se llama social». Con estas palabras queda claramente delimitado el concepto de sociedad: unión para unos fines, con los medios correspondientes. Del fin toman las sociedades en especie: «y siendo así que toda sociedad tiende a un fin determinado, y los fines son en extremo diversos, se sigue que también pueden ser muy diversos los géneros que haya de sociedades [...]: que todas las sociedades se distinguen por sus fines, y que debiéndose juzgar de los medios por el fin, se deben regular los derechos y oficios de los socios por el fin mismo de la sociedad». Y añade en nota a pie de página: «Así pues, cuantos son los fines, tantas deben ser las sociedades, y cuantas las sociedades, tantos deben ser los fines». Habla, después, de las sociedades espontáneas y forzadas o coactas, de las que nacen de un consentimiento expreso, tácito o presunto y de las simples y compuestas. Por nuestra parte cerramos esta exposición con la noción que da de la sociedad como persona moral: «Por lo demás, de cualquier clase que sea la sociedad, se ve claramente por su misma definición, que todas ellas deben proponerse conseguir un fin, y poner los medios para ello, y como no pueden consentir en el mismo fin y en los mismos medios, sino los que quieren una misma cosa, y no pueden quererla sino los que conocen que el fin es bueno, y que los medios son acomodados al fin, se sigue que se debe concebir una sola voluntad, y un solo conocimiento en las sociedades singulares: y que de consiguiente cada una de ellas constituye como una sola persona, que llamamos moral, para diferenciarla de los supuestos físicos» (104).
Es en el capítulo siguiente donde Heineccio aplica este conjunto de ideas al matrimonio. «Dios quiere -comienza diciendo- que se propague el género humano, y que el número de los que mueren cada día, se reemplace con una nueva prole; de otra manera no se conseguiría uno de los fines que Dios se propuso al criar al hombre. Y así los que tienen presente aquel fin, se proponen un fin bueno, y al mismo tiempo están obligados a poner los medios con que se puede conseguir: y no pudiendo conseguirse, si el varón y la hembra no consienten en juntarse, se sigue: 1. que el matrimonio es una sociedad (105), 2. como que tiende a un fin bueno y grato a Dios, es lícita y honesta; y que, 3. como consta de poquísimas personas de diverso sexo, se debe llamar simplicísima» (106). Después de afirmar que «el verdadero fin del matrimonio es la procreación y conveniente educación de la prole», concluye: «Así, pues, el matrimonio es una sociedad simple, compuesta de personas de sexo diferente, formada para procrear y educar la prole».
De esta definición, fundada en la noción de sociedad, irá sacando Heineccio una serie de conclusiones, según el método típico de la Escuela racionalista. Algunas indudablemente acertadas, otras francamente equivocadas. Pero fijémonos en algunas de ellas. Primeramente, la enemiga hacia el matrimonio de los ancianos: «Por lo cual es fácil de conocer lo que se debe pensar acerca del matrimonio de los viejos. Pues así como por la indisolubilidad de esta sociedad, de la cual tendremos ocasión de hablar poco después, no deben ser separados los cónyuges que han envejecido en aquel estado; y debiendo tolerarse el matrimonio de un hombre de edad avanzada, pero robusto todavía, con una mujer joven, pudiendo esperarse que pueden obtener el fin del matrimonio; así también ningún hombre de juicio aprobará las bodas de un anciano con una anciana, o de un jovencillo con una vieja estéril y decrépita, cuya pareja tan desproporcionada no puede consentir sin una torpísima impudicia en el fin y en los medios del matrimonio» (107).
En segundo lugar -vamos siguiendo el orden con que Heineccio trata de las cuestiones- se refiere a uno de los problemas más difíciles que el Derecho natural presenta en relación al matrimonio: el de la esterilidad e impotencia. De acuerdo con el principio rector del proceso deductivo que sigue Heineccio -el fin de la sociedad como regla o medida de ésta, de la conducta de los socios y de su capacidad para formarla-, no distingue entre impotencia y esterilidad a efectos de la solución adoptada, aunque explícitamente nombre a ambas: «Luego mucho menos se puede permitir el matrimonio a los que la misma naturaleza o malicia de los hombres, ha privado de la potencia de procrear; y por consecuencia son muy impúdicas las bodas de los eunucos y espadones, aunque no deje de haber algunos ejemplares, a no ser que sea oculta e incierta la impotencia del varón, o la esterilidad de la mujer, y haya alguna esperanza de poderse curar, con la cual se contente el otro cónyuge» (108).
A continuación y después de referirse a la licitud del celibato, habla de los medios para el fin. En esta ocasión su razonamiento conduce a soluciones comunes con la doctrina iusnaturalista clásica: «Siendo ciertísimo que los medios se establecen por causa del fin, y de consiguiente el concúbito por causa de la procreación y educación de los hijos; y debiendo omitirse todo lo que se opone a este fin, es indudable que pecan gravemente, los que para satisfacer su liviandad, abusan de aquel medio que Dios destinó para un fin determinado; y que así repugnan enteramente a la recta razón la Venus nefanda, que más vale ignorar; todos los adulterios y estupros; todos los amores furtivos, que además siempre van unidos con una gran ofensa de otros; finalmente todas las poluciones, siempre feas y asquerosas, lo mismo que la prostitución, y la tercería; y que por lo tanto no hay otro medio legítimo para propagar y reemplazar la especie humana, sino la sociedad conyugal, que acabamos de describir».
En relación a la poliandria y a la poliginia -aparte de la consabida referencia a los turcos, según costumbre de la Escuela- así como a la promiscuidad, también sus ideas se mueven en un contexto parecido al de la doctrina clásica, que perdurará hasta nuestros días. La poliandria -lo mismo que la promiscuidad- es contraria absolutamente al Derecho natural; también lo es, pero de modo menos absoluto, la poliginia, ya que, si bien respeta la generación de los hijos y la certidumbre de la paternidad, se opone a la conveniente educación de los hijos y es fuente de discordias entre los cónyuges.
Tampoco ofrece novedades la descripción de los deberes de los cónyuges. Los deduce de la naturaleza misma de la unión y del consentimiento o unanimidad que está en la base del matrimonio como sociedad, por un lado, y por otro lado, del fin del matrimonio: «Por lo que toca a los oficios [deberes] de uno y otro cónyuge, todos ellos son fijos y conocidos. Porque como la naturaleza de esta sociedad requiere unanimidad, y ésta no se puede esperar si no hay amor y concordia, se sigue que los cónyuges deben amarse mutuamente, y no sólo administrar y cuidar de mutuo acuerdo sus bienes y su casa, sino también ayudarse uno a otro cuanto puedan, tener en común sus fortunas, y en especial auxiliarse mutuamente con obras y consejos en la educación de los hijos. Estos son los oficios comunes a uno y otro cónyuge, que dimanan naturalmente del consentimiento o unanimidad, y de la naturaleza misma de la unión. En cuanto al fin del matrimonio, de él inferimos, que los cónyuges deben cohabitar, que deben concederse mutuamente y a sí solos el uso del cuerpo, y de consiguiente abstenerse de amores adulatorios, y otros furtivos e impuros; amar igualmente a los hijos, no impedir el uno o hacer inútil e infructuoso el cuidado que quiera poner el otro en educarlos como se debe» (109).
El punto clave, penúltimo de los que trata Heineccio y último al que nos referiremos, es el del divorcio. Igual que en lo que atañe a la esterilidad, puede verse cómo la rigurosa aplicación del concepto de sociedad conduce a una conclusión errónea: «finalmente, debiendo omitirse todo lo que impida el fin del matrimonio; y exigiendo la educación de los hijos, la cual es el fin del matrimonio tanto como la procreación, que los cónyuges vivan perpetuamente juntos en sociedad; fácilmente se ve que es contra el matrimonio la facultad de divorciarse, según reinaba antiguamente en la mayor parte de las naciones. Pero como las costumbres intolerables de uno de los cónyuges impiden que se consiga este fin, todavía más que la separación [el divorcio]; y no se puede culpar a un socio a quien tocó en suerte otro tan perjudicial, el que se separe de él; nos parece que no es ilícita la separación, siempre que uno de los cónyuges se porte de tal manera, que no pueda obtenerse el fin del matrimonio» (110). El último párrafo (matrimonios secretos y morganáticos) carece de interés para nuestro objeto (111).

El concepto estricto de sociedad.
6. Siguiendo con nuestro intento de mostrar el concepto de sociedad en sentido estricto y las consecuencias a que conduce su aplicación al matrimonio de modo unívoco, vamos a dar ahora un salto de dos siglos para ver cómo, de un modo todavía más elaborado, aparece el concepto de sociedad y cuáles son sus rasgos. Escogeremos esta vez -y de intento- un autor de ideología muy dispar a Heineccio: el Cardo Ottaviani. Si elegimos un tratadista del llamado Ius Publicum Ecclesiasticum -convencido sostenedor del Derecho natural según su concepción clásica- es por dos motivos: en primer lugar, porque los iuspublicistas eclesiásticos son los que, por necesidades de su ciencia, más han utilizado el concepto de sociedad que hemos llamado filosófico-jurídico y que es el que nos interesa; en segundo término, porque, siendo tan opuesto y contrastante el fondo ideológico con el autor antes elegido, pondrá mejor de relieve las coincidencias y el hecho de que las conclusiones que se derivan de aplicar el citado concepto al matrimonio obedecen a ese concepto mucho más que a trasfondos ideológicos discutibles o heterodoxos. Advierto finalmente que el salto de dos siglos quedará paliado al citar en nota algunos autores del S. XIX, de distintas tendencias.
La sociedad en sentido estricto nos aparece como la unión de dos o más personas en razón de la obtención de unos fines. Este concepto lo expresa Ottaviani en los siguientes términos: «Societas definiri solet: Plurium hominum moralis et constans unio ad eundem finem communibus mediis consequendum. Quae definitio omnia et sola elementa continet quibus omnis societas constituitur, ideoque quam maxime generica est, seu ómnibus societatum speciebus continet» (112). Cuatro son los elementos de que consta una sociedad: los miembros («quibus corpus sociale coalescit»), el vínculo de unión («idest complexus ligaminum quibus compago corporis istius constat et ad unitatem organicam pluratio membrorum redigitur»), el fin («qui est velut animus istius moralis organismi») (113) y los medios («id est omnia quae necessaria sunt ut corpus sociale, velut viribus organicis praeditum, conservari et operari possit pro finis consecutione») (114).
El elemento más característico, en cuanto a la formalidad societaria de una unión entre hombres, es, sin duda, el fin. Aparece ya en el vínculo como un factor especificante: «Hominum pluralitas ut possit esse elementum constitutivum alicuius societatis, vinculis talibus debet colligari, ut singuli socii vere membra unius corporis dici possint, quorum actus sociales, quemadmodum unius organismi vires, arcte inter se connectantur conspirationem in aliquid producendo. Igitur non quaelibet unio vinculis constat aptis ad socialem colligationem inducendam [ ... ]. Vincula autem apta ea sunt quae proportionantur naturae rationali hominum. Iamvero duae sunt facultates essentiales naturae rationalis: intellectus scilicet et voluntas. Vincula igitur quae moraliter ligant has facultates, idonea sunt, ita ad unitatem reducen di pluralitatem hominum ut- ipsorum stabilis conspiratio ad aliquid, talis habeatur, quae socialis unionis elementum constituat [ ... ]. Porro talia vincula per se iam sufficienter haberentur in cognitione alicuius finis quem omnes communem habent, et in communi et efficaci voluntate illum commúniter prosequendi » (115). El fin «est igitur, in ordine ad societatis constitutionem, prima ratio cohaesionis socialís. Quaelíbet hominum unio, ubi praeter finem communem uti talem apprehensum et volitum fiat, mere materialis est: ubi vero fit propter communem tendentiam in terminum aliquem in quem omnes simul et communiter adspirant, vere socialís unionis efficax principium esse potest» (116).
La importancia del fin es tal que es, desde el punto de vista jurídico, el principal elemento de la sociedad, pues es su primer principio y su factor especificante: «Si comparentur quatuor elementa constitutiva societatis, statim apparet finem ceteris elementis omnino praestare sub adspectu iuridico. Finis enim nedum est primum principium seu causa socialis unionis -propter finem enim determinans hominem ut eam ingrediantur vel in ea maneant- sed etiam ita ei speciem dat, ut ex fine determinetur tum natura, tum status iuridicus societatis atque media. Rinc merito ex fine multa deducuntur de iuribus, de gradu et praestantia cuiuslibet societatis tum in se consideratae tum respectu alíarum: quae omnia enunciari solent notissimo effato: Societates sunt ut fines» (117). También los medios se miden por el fin: «Debent autem media esse commensurata fini» (118).
Dentro de este género de unión que es la sociedad aparece la sociedad jurídica, que «est ea societas quae constat membris erga eam obligatis iuridice, seu vinculo iuris», esto es: «Hominum moralis et constans unio ad eundem finem, communibus mediis consequendum, iuris vinculo colligatorum» (119). Un último dato: en las sociedades –entendidas en el sentido indicado- pueden darse relaciones amistosas o en general un consortium spirituum: «sed de eo non potest, haberi sermo sub adspectu iuridico». Por eso se llama sociedad amical -societas amicalis-, a aquella «quae membris constat in unum collectis ob finem quemdam honestum "absque ulla obligatione iuridica» (120), o sea a la que no es jurídica. Noción muy diferente de la societas amicalis que expresa el primer sentido de societas antes aludido.
Dos rasgos tiene, como puede verse, el concepto de sociedad que acabamos de exponer. En primer lugar, la unión entre las personas se realiza -en lo que es unión societaria- en razón de la finalidad común; la unión está determinada por la obra común, por la aportación a la finalidad, no por una comunicación interpersonal afectiva. La unión societaria como tal es unión de actividades, de deberes, de derechos, de intereses, de finalidades; no es calificable de amicitia amor o dilectio, aunque a veces pueda existir amistad entre los asociados. En segundo lugar, su razón de ser y de existencia y su elemento especificante son los fines.

Consecuencias de la aplicación al matrimonio del concepto estricto de sociedad.
7. Como ya he indicado antes, el término societas se ha aplicado al matrimonio en aquel sentido amplio y lato al que se ha hecho referencia al principio desde épocas tempranas. Lo encontramos en textos de la Edad Antigua -por lo menos en sus postrimerías: San Agustín, San León Magno, por ejemplo- y es habitual en la Edad Media. Con todo, siempre se tiende, especialmente en el Medioevo, a un acercamiento al concepto estricto de sociedad, pues se usa para manifestar la relación del matrimonio con sus fines: unio propter finem, y de modo especial unión para la generación y educación de los hijos.
El uso del término sociedad en sentido estricto aparece fundamentalmente con la Escuela racionalista del Derecho Natural, uso que dejará su impronta en la ciencia del Derecho Natural de las épocas posteriores, hasta que se produce el ya indicado distanciamiento y la preferencia por el concepto de comunidad.
En general, la definición que prevalecerá será la de sociedad (o unión, sinónimo de sociedad, pues la sociedad se define como unión) para la generación y educación de los hijos. Así lo hacen, entre otros, Ticio, Hochstetter, Kemmerich, Otto, etc., entre los comentadores de Grocio; posteriormente Thomasius, y sus discípulos Beyer, Fleischer Ludovico y J. G. Wolf; asimismo Christian Wolff, Kochler, Darges, Nettelbladt, Schierschmidt, Achenwall, Von Martini, etc. (121). En el s. XIX, las corrientes positivistas, socialistas (socialismo utópico) y marxistas –con los conocidos precedentes- rompen con tal concepción -al atacar el carácter natural del matrimonio o su índole de sociedad estable (amor libre) y su ordenación a los hijos en cuanto factor esencial por naturaleza-, pero no faltan autores que siguen con la misma definición (122), sin aludir aquí a las concepciones de filósofos -anteriores y posteriores: Spinoza, Hobbes, Rousseau, Spencer, Kant, Fichte, Shelling, Hegel, etc.- o a las de otros científicos (v. gr. juristas como los de la Escuela Histórica) sobre el matrimonio, cosa que nos llevaría demasiado lejos.
Dentro de la concepción clásica del iusnaturalismo, los tratadistas del s. XIX suelen seguir la mencionada definición. Valgan como ejemplo, Meyer y Cathrein (123). Otros autores, dan la misma definición, pero añadiendo el fin de la mutua ayuda, bien con este nombre, bien bajo la fórmula de «comunidad de vida»; tal es el caso de Mendive, el Marqués de Vadillo, Rodríguez de Cepeda y Mendizábal (124) entre los españoles. Como ya hemos visto antes para el siglo XVIII, también en el XIX hay iusnaturalistas, de ideologías muy distintas, que dan una definición inspirada en la justinianea, como es el caso de Ahrens (125), o simplemente la reproducen como hace Ortí y Lara (126).
Yendo ya al meollo de la cuestión planteada, es preciso decir de entrada que la calificación del matrimonio como societas –en el sentido estricto indicado- tiene, por lo que atañe a la doctrina clásica del Derecho natural, una razón muy profunda y no puede calificarse de opinión poco fundada, o más o menos improvisada. No debemos olvidar que el matrimonio es radicalmente ius naturale, y la lex naturalis es entendida –como veíamos en Santo Tomás (127)- como la inclinatio naturalis ad debitum actum et finem, siendo claro que esta inclinatio no es un instinto ciego o una fuerza fatal, sino una inclinación racional. Esto supuesto, y siendo la inclinatio naturalis al matrimonio tendencia a la unión con otra persona, se impone la conclusión de que el matrimonio es la unión de dos personas que, movidas por el conocimiento y la voluntad (que eso es la personalización de la inclinación natural, es más, es ella misma genuinamente tal en cuanto es inclinatio rationalis, o sea verdaderamente personal) de y hacia el fin, se unen para su consecución según el ordo naturae. Yeso es una societas. El concepto de societas nace de una noción hondamente personal del matrimonio, de un aprecio grande hacia la dignidad y naturaleza de la criatura racional humana; procede de un lúcido conocimiento de la naturaleza racional del hombre (128).
Más aún, el matrimonio es esencialmente (no sólo comporta, sino que es) unión para los fines que le son propios y en este sentido es sociedad. Sin embargo, es preciso aplicar aquí la analogía, esto es, le conviene el concepto de sociedad en sentido estricto, pero, tal como está elaborado por la doctrina ese concepto, en parte difiere de él, o lo que es lo mismo, el matrimonio tiene rasgos diferenciales que lo hacen ser una sociedad sui generis, análoga, pero no igual al resto de las sociedades. Entendámonos bien, no se trata sólo de que tiene diferencias con las demás sociedades -lo cual es evidente- sino que es diferente en el mismo concepto de sociedad, que le es adecuado, pero analógicamente. Aplicar al matrimonio dicho concepto de sociedad de modo unívoco tiene dos consecuencias; en primer lugar, un cierto vaciamiento de su profunda riqueza humana, y en segundo término, conducir a conclusiones inexactas. Es este segundo punto al que nos referiremos más ampliamente por ser el que más claramente se deduce de lo visto hasta ahora y el de mayor interés científico. Con todo digamos unas palabras sobre el primero.
Ya hemos visto que, en la doctrina canónica, a medida que la unio animorum y la unio corporum fueron objeto de conceptualización jurídica, desaparecieron de la esencia del matrimonio (en su conceptualización jurídica). De este modo, jurídicamente hablando, sólo quedaba, como sustento de la definición, aquel aspecto, radical y muy verdadero, que es la unión para unos fines cuya esencia es el vínculo jurídico. Como por otra parte es también verdad que los fines matrimoniales son rationes cohaesionis socialis, a la vez que la procreación y educación de los hijos es el fin primario y por consiguiente la prima ratio cohaesionis socia lis y su elemento especificante (129), la conclusión resultante es que el matrimonio es una sociedad. Lo cual es verdad, pero no es toda la verdad del matrimonio (es una realidad más rica sin dejar de ser esencialmente unio propter fines, sin dejar de ser sociedad), y de ahí la necesidad de una noción analógica de sociedad, que explique toda la hondura del matrimonio.
Mayor es todavía la desvalorización del matrimonio en la Escuela racionalista, como hemos visto. Es cierto que la referencia al amor entre los esposos es frecuente en sus escritos e incluso lo es que hablen del deber de amarse que tienen los esposos; pero esto no debe llevar a engaño, pues ni en la definición se contiene la unio amoris, ni esa referencia pasa de ser una falta de pureza metódica (la tendencia moralizante de la que antes hemos hablado, que los canonistas han reservado con mayor depuración metódica a los moralistas), puesto que el deber de amarse -tal como ellos lo configuran- es una expresión jurídicamente inexacta (130). Sólo un autor de esa Escuela hace referencia expresa a la unio animorum y a la unio corporum en la definición del matrimonio; es Rechenberg: «Matrimonium, quod est pactum maris cum foemina de mutua conjunctione corporum et animorum, ad procreationem sobolis, restringuendos naturales instinctus et mutuum adiutorium» (131).
Lo que acabo de decir no significa negar o disminuir la verdad contenida en las ideas expuestas. Son verdad, pero no constituyen -insisto- toda la verdad del matrimonio y esto es lo que intento señalar: su insuficiencia dentro de la verdad. Desde el momento en que el matrimonio es verdadera sociedad (por eso hablamos de analogía, no de metáfora) , los fines son rationes cohaesionis sociales y el fin primario es la prima ratio de entre ellas, la primera y más esencial (esencialísima según Santo Tomás, hablando del bonum prolis). Pero el matrimonio no se reduce exclusivamente a esto.
De modo especial la necesidad de la analogía (no metafórica ni de atribución, sino de proporcionalidad) en la aplicación del concepto de sociedad al matrimonio puede verse por las consecuencias que trae consigo un riguroso e irreprochable razonamiento como el que hemos visto en Heineccio. Si reducimos la definición del matrimonio a la unión o sociedad para la generación y educación de los hijos (sin hacer entrar los demás fines), la consecuencia lógica es que la esterilidad sería causa de nulidad; de disolución según Heineccio (132). La conclusión es falsa, pero el razonamiento no es sofístico; en otras palabras es formalmente verdadero (no hay contravención de las leyes de la lógica), aunque sea materialmente falso (falla una premisa, esto es, la idea del matrimonio al reducir su esencia a la unión para engendrar, según la noción unívoca de sociedad). Quizás alguien piense que la conclusión de Heineccio (a la que llegan otros muchos autores de la Escuela racionalista) sea debida más bien a su prejuicio, esto es, a una idea preconcebida. Evidentemente, admitir la conclusión supone que previamente se admite el divorcio, pero eso no significa que el razonamiento sea formalmente falso, sino que lo es materialmente; por eso admitir la falsedad de la conclusión -tratándose de un raciocinio formalmente verdadero-, ha de llevar a admitir que una de las premisas (la indicada) no contiene toda verdad del matrimonio. Y para que no se crea que esto es una mera impresión mía, nada mejor que el testimonio de uno de los autores más relevantes de la Antigüedad, que a su excepcional ingenio une el haber sido uno de los Santos Padres que más escribió sobre el matrimonio y el que mejor y más extensamente habló de su ordenación a los hijos y de la indisolubilidad, San Agustín: «Lo que aquí afirmamos, presupuesta la natural condición presente del nacer y del morir, que a todos nos es obvia y en la que hemos sido creados, es que en la unión conyugal del hombre y la mujer se asienta y radica un bien, y que esta alianza conyugal de tal manera la encomienda la divina Escritura, que a la mujer repudiada por su marido no le es lícito contraer nuevas nupcias con otro, mientras aquel viva; ni al abandonado por su mujer le es permitido casarse con otra, a no ser que hubiese muerto la que lo dejó. Lo que se trata de investigar, pues, es por qué razón el bien del matrimonio, que el Señor mismo ratificó en su Evangelio, no sólo porque prohibió repudiar a la esposa, a no ser por causa de fornicación, sino también porque El mismo consintió ser invitado a unas bodas, se le llama propia y justamente un bien. La razón de ello paréceme a mí que no radica en la sola procreación de los hijos, sino también en la sociedad natural por uno y otro sexo constituída. Porque de lo contrario, no cabría hablar de matrimonio entre personas de edad provecta, y menos aún si hubieran perdido a sus hijos o no hubieran llegado a engendrarlos. Y, sin embargo, en el verdadero y óptimo matrimonio, a pesar de los años y aunque se marchiten la lozanía y el ardor de la edad florida, entre el varón y la mujer impera siempre el orden de la caridad y del afecto que vincula entrañablemente al marido y a la esposa, los cuales cuanto más perfectos fueren, comienzan a abstenerse del comercio carnal; no porque más tarde hayan de verse forzados a no querer lo que ya no podrían realizar, sino porque les sirve de mérito y loanza haber renunciado a tiempo a aquello que más tarde habría de ser forzoso renunciar» (133). De modo muy parecido se ha expresado el Magisterio de la Iglesia en el II Concilio Vaticano: «Pero el matrimonio no ha sido instituído solamente para la procreación, sino que la propia naturaleza del vínculo indisoluble entre las personas y el bien de la prole requieren que también el amor mutuo de los esposos mismos se manifieste, progrese y vaya madurando ordenadamente. Por esto, aunque la descendencia, tan deseada muchas veces, falte, sigue en pie el matrimonio como comunidad y comunión de toda la vida, y conserva su valor e indisolubilidad» (134).
Esto supuesto, cabría pensar que la dificultad quedaría obviada, aplicando el concepto estricto de sociedad, pero incluyendo los demás fines, especialmente la mutua ayuda, como hemos visto en varios autores. Sin embargo, la cuestión no se resuelve satisfactoriamente.

 

Si al matrimonio se aplica unívocamente el concepto estricto de sociedad, una conclusión se deriva de modo inmediato: la sociedad conyugal se asienta en la obtención efectiva de los fines, de modo que si estos no se alcanzan se torna inútil-carece de razón de ser-, y por tanto su permanencia se hace problemática o por lo menos enigmática (135). Al respecto conviene hacer una precisión para comprender el exacto sentido de esta conclusión. Que el fin sea elemento esencial de una sociedad (el fundamental y más esencial), no quiere decir que lo esencial sea la obtención efectiva de los fines; como precisara Cathrein, el fin -en cuanto forma de la sociedad (la materia son las personas), según la conocida terminología aristotélico-tomista- no es la obtención efectiva del fin, sino la ordenación a él: «Neppure il fine stesso e parte costitutiva, intrinseca, della societa, benslla tendenza al medesimo. Questo e supposto da quella e ne determina la natura e la direzione, come l' oggetto la vista e l'uditoo La societa, infatti, nella sua essenza e l'unione di piu individui che tendono a un fine determinato, e dipende perciü totalmente da questo» (136). La precisión es importante para entender la conclusión, porque no quiere decir que las sociedades se disuelvan automáticamente si los fines no se logran, sino que -careciendo de razón de ser- se hacen disolubles y de hecho se disuelven al tornarse inútiles, como muestra la experiencia. La precisión es, además, de importancia clave en el matrimonio, porque la doctrina desde siempre ha señalado -con distinta terminología: bonum prolis in suis principiis, intention prolis, spes prolis, ordinatio ad prolem- que lo esencial en el matrimonio no es la obtención efectiva de los hijos, sino la ordenación a ellos.
Pues bien, la referida conclusión (la sociedad conyugal se asienta en la obtención efectiva de los fines) no es válida para el matrimonio, ni en lo que se refiere a la generación de los hijos, ni en lo que atañe a los restantes fines. Como ya escribí en otro lugar (137), un principio fundamental respecto a la obtención efectiva de los fines consiste en que si bien la ordenación a los bienes que constituyen la finalidad del matrimonio es esencial a él, no lo es su obtención efectiva. Si por circunstancias ajenas a los factores constituyentes del matrimonio no se consigue de hecho su finalidad, no por eso se corrompe la razón de ser y de bondad del matrimonio.
Esto es así, porque su razón de ser y de existencia no descansa en la sola obtención efectiva de los fines. Aunque en el matrimonio es esencial su ordenación a los fines, la no obtención efectiva de éstos no corrompe su razón de ser y de permanencia: sublato fine (su obtención efectiva, no la ordenación a él) non perit ratio determinans homines ut matrimonium contractent vel in eo permaneant.
El matrimonio es una unión en la que el fin, la obra común (los hijos, el hogar, la mutua ayuda) pueden faltar de hecho (no como ordenación), en la que los fines pueden no obtenerse efectivamente, sin que la unión deje de existir ni pierda su razón de ser. Es una unión que por sí y para los unidos puede tener razón de ser y de bondad sin que sea posible, por determinadas circunstancias, la obtención efectiva de los fines y sin que al mismo tiempo se reduzca a un simple medio o a una realidad sólo latente.
Con toda claridad manifestó San Agustín -respecto de los hijos- esta característica del matrimonio, aludiendo a ciertas conductas de los paganos: «tan grande es el valor de aquel vínculo social, que, aunque se amida por causa de la procreación (alude a la intención que deben tener los contrayentes), ni siquiera por esta causa se disuelve. Podría (de hecho) un hombre despedir a su esposa estéril y unirse a otra de la cual tenga hijos, pero no le es lícito ... Permanece el vínculo de las nupcias, aunque la prole, por cuya causa se contrajo, no venga por manifiesta esterilidad; de manera que no es lícito que los cónyuges que ya saben que no tendrán hijos se separen y se casen con otros movidos por el deseo de tener hijos. Si esto hicieren, cometen adulterio con quienes se unieron; pues permanecen siendo cónyuges» (138).
Para entender el verdadero significado de esta regla es preciso tener en cuenta que la no obtención efectiva no puede deberse a una falta o defecto en la ordinatio. En efecto, la ordenación no es nada distinto del matrimonio, de aquellos elementos que lo componen; es su disposición, su sentido o proportio. En consecuencia, un defecto en la ordinatio sólo es posible por defecto o falta de un elemento o factor del matrimonio, que, si afecta a su esencia, impide que se constituya. Por lo mismo, la imposibilidad de obtener los fines ha de deberse a circunstancias ajenas a los factores constitutivos del matrimonio. Y así la esterilidad no impide el matrimonio, porque no afecta a la ordinatio ad prolem que es propia de los factores de la vida conyugal en sentido estricto; en cambio, la impotencia es causa de nulidad porque atañe a la capacidad para el uso del matrimonio (a su ordinatio ad prolem).
A este respecto es necesario precisar un punto. El matrimonio contiene en sí todo cuanto es suficiente para la mutua ayuda y el remedio de la concupiscencia. En cambio, no ocurre lo mismo con la procreación de los hijos; ésta depende no sólo de la vida matrimonial, sino de factores que escapan a ella. En tal sentido, la regla indicada tiene este otro aspecto complementario, en lo que atañe a la procreación. Mientras el matrimonio contiene toda la potencialidad necesaria para la mutua ayuda y el remedium, sólo contiene la potencialidad para una parte del proceso generativo (el acto conyugal); el resto de dicho proceso está en los cónyuges, pero no entra en los elementos constitutivos del vínculo matrimonial y de la vida matrimonial en sentido propio.

El matrimonio es sociedad, pero en sentido analógico.
8. Nos encontramos, pues, con un hecho diferencial que toca a la misma esencia del matrimonio, pues sólo si a esta esencia atañe, puede tener explicación. Si, por una parte, al matrimonio le conviene la noción de sociedad en sentido estricto (unión para unos fines, con una ordenación esencial hacia ellos), por otra parte, se separa de él en algún aspecto esencial. La conclusión es obvia: el matrimonio es sociedad, pero en sentido analógico. Lo que, entre otras cosas, pone de relieve que el método de analizar el concepto de sociedad y de ir aplicando todas sus características al matrimonio –como fue el caso de la Escuela racionalista- sólo puede conducir al fracaso. Conclusión ésta que tiene hoy mayor actualidad de la que parece. Porque si es cierto que la tal Escuela está desprestigiada, muchos de sus argumentos pro divorcio, la unión múltiple (formas más o menos modernas de la poligamia), etc., resucitan hoy como argumentos «modernos», que sólo son calificados de tales por la ignorancia de la historia -y de los supuestos teóricos en los que se fundan- que es propia de tantos de sus propugnadores.
¿Dónde puede residir la analogía? A mi entender reside en el siguiente hecho. Las sociedades unen en las actividades y en los fines. Las personas se unen, se vinculan, pero lo que queda vinculado es su actividad hacia el fin; esta actividad es, si se me permite la expresión, el punto de conexión, aquello en lo que se apoya el vínculo, aquello en lo que quedan unidos. El matrimonio también une y vincula en la actividad, en la vida matrimonial (a través de los derechos y deberes conyugales). Pero, precisamente en razón de sus fines -y particularmente por virtud de la generación, que consiste en la transmisión de la naturaleza humana, dando origen a un nuevo ser- la unión en la actividad es consecuencial a una unión más profunda. El matrimonio vincula las personas mismas de los cónyuges, en una unidad más radical y básica que la sola actividad; une a los cónyuges en esa profunda unión de sus dos personas -lo que los clásicos llamaron unio animorum y unio corporum- que consiste -en mi opinión- en una unidad en las naturalezas (139). Unidad en las naturalezas y unión para los fines no son dos uniones distintas; es la propia peculiaridad de los fines (yen concreto la generación) lo que origina que los cónyuges se unan no sólo en la actividad, sino más profundamente en sus personas, mediante la unidad en las naturalezas. Lo que significa que tal unidad está esencialmente ordenada a los fines y primariamente (por ser su verdadero origen) a la generación de los hijos. La unio propter finem entre marido y mujer se realiza en la unidad en las naturalezas, incomprensible por tanto sin su sentido finalístico o teleológico.

El matrimonio como «unidad en las naturalezas».
9. Pero expliquemos -aunque sea repetir lo que ya he dicho en otras ocasiones- en qué consiste esta unidad en las naturalezas.
La dualidad varón-mujer comporta que uno y otra, siendo plenamente hombres -personas humanas- no poseen del mismo modo determinados aspectos accidentales de la naturaleza humana. A una de esas estructuras accidentales la llamamos virilidad (características peculiares del varón) y a la otra feminidad (características peculiares de la mujer).
Ambas estructuras son complementarias, esto es, una es complemento de la otra en el orden de las necesidades y funciones de la especie, en la esfera de la comunidad humana (y primariamente, en orden a la función generativa). Aunque este carácter complementario se extiende a numerosos aspectos de la sociedad civil, existe una específica complementariedad en el orden de unos fines peculiares (la generación y educación de los hijos, la mutua ayuda), que comporta la formación de la célula o unidad básica de la comunidad humana (la familia); en este plano específico y peculiar la complementariedad se manifiesta en una mutua atracción entre el varón y la mujer, como tendencia o llamada a la integración de la dualidad en la unidad.
Para captar el sentido de la distinción de sexos es preciso tener en cuenta diversos puntos:
1. La distinción de sexo no afecta a lo esencial o constitutivo primario del hombre; atañe simplemente a un aspecto secundario, es un accidente. La distinción no afecta, pues, a la esencia ni tampoco a la totalidad del ser del hombre. Existe un plano de la persona no afectado por la distinción; un plano de igualdad en el que la naturaleza humana existe de modo único e igual en el varón y en la mujer.
2. La distinción varón-mujer no da a cada sexo una participación exclusiva y excluyente en los aspectos de la naturaleza humana diferenciados, que faltarían totalmente en el otro sexo; es el mismo aspecto de la naturaleza humana el que adopta una modalidad accidental distinta. Esto es cierto incluso en el plano físico y orgánico, en el cual la distinción obedece -según autorizadas opiniones en el campo de la Biología- a un diverso desarrollo de un principio orgánico que, en su raíz (en el embrión humano), es único; por eso es posible establecer un perfecto paralelismo entre los caracteres sexuales primarios y secundarios del varón y de la mujer; los caracteres sexuales distintos son el mismo principio desarrollado según un modo diferente (140). No parece, en consecuencia, correcto afirmar que el varón y la mujer tienen respectivamente una naturaleza humana incompleta y que, por tanto, necesitan completarse mutuamente. No existe necesidad de completarse en la unión con el otro sexo para desarrollarse plenamente como persona individualmente considerada, como individuo humano. La virilidad y la feminidad representan dos formas accidentales de individuación completa de la naturaleza humana. El mismo bien se participa en el varón y en la mujer, de modo distinto, pero completo.
3. El plano de la distinción no afecta exclusivamente a la función generativa, aunque la generación sea lo que en última instancia de razón de su existencia. Atañe también a la estructura accidental de la personalidad psicológica (temperamento, mentalidad, etc.), que se manifiesta teñida modalmente (y sólo modalmente) de feminidad o de virilidad. Lo cual significa que el sexo no se limita sólo al ámbito orgánico del cuerpo, sino que es una estructura accidental de la persona, que se manifiesta hondamente en toda la vida humana (en la medida, claro está, en que la persona queda modalizada, sin destruir aquellos aspectos radicales no afectados por la distinción). Es decir, el varón y la mujer no se desarrollan como tales exclusivamente en el matrimonio, de forma que fuera de él se desarrollarían exclusivamente como hombres, como personas humanas en lo que son iguales. En lo que el sexo tiene de estructura accidental de la personalidad, afecta al modo de actuar del individuo humano, que se manifiesta (siempre en una dimensión accidental) como varón y como mujer en aspectos muy amplios y profundos de su vida. Y en la medida en que todo individuo humano es completo, la personalidad también es capaz de desarrollarse como masculina y como femenina sin necesidad del matrimonio.
4. Si hay funciones individuales y sociales en las que la distinción varón-mujer es irrelevante y si esta dualidad no afecta al individuo humano como tal, que es completo en sí, ¿cómo se explica esta distinción y por qué existe una profunda tendencia de la naturaleza humana a la unión de varón y mujer? Obviamente en función de los hijos, pero su impacto en la vida social es más amplio. Para explicar la distinción de sexos y su complementariedad es preciso tener en cuenta que la naturaleza humana no se agota en los individuos aislados, sino que se expande en la unidad que forman todos ellos. La comunidad humana no es sólo el resultado del hecho de una pluralidad de hombres dentro de un espacio limitado, sino el efecto de una real comunidad de naturaleza que el principio de individuación no rompe. La naturaleza abre y ordena a los hombres entre sí, y permite una real comunicación y unidad. Consecuencia de este hecho es que el bien completo, que la especie humana contiene potencialmente como posible perfección y desarrollo suyo, no se encuentra en todos y cada uno de los hombres con igual intensidad ni del mismo modo, pues junto a aquel bien necesario para que la persona humana se perfeccione como tal (aquel que le compete como individuo), existen bienes y potencialidades cuya consecución y desarrollo respectivos son fruto más bien de la comunidad humana. Este bien, atribuible en cierta medida al unum del conjunto social, es participado con distinta intensidad por los individuos humanos y pasa a constituir un posible desarrollo de la persona en la comunidad. En este orden de las necesidades y funciones de la especie, en esta esfera de la comunidad humana, es donde aparece el carácter complementario de los sexos.
De modo primario la complementariedad se refiere a los hijos y al matrimonio; pero este carácter complementario no se ciñe exclusivamente al matrimonio, ni a la generación. Son muchos los aspectos de la vida humana en los que el modo masculino o el modo femenino de actuar tienen importancia y en los que es posible encontrar la validez del complemento de un sexo respecto del otro. Aún siendo la propagación de la especie humana el fundamento último de la distinción varón-mujer, el hecho cierto es que ha sido de tal manera configurada esa distinción, que supera los límites estrictos del complemento propio del matrimonio. Y aunque es verdad que respecto del matrimonio se dan funciones propias y exclusivas del varón y de la mujer, y aunque también lo es que hay otras funciones en las que la distinción es irrelevante, son muchísimas las que el modo masculino y el modo femenino de realizarlas provoca una diversificación de actividades que, en el conjunto de la sociedad, da lugar a un complemento.
5. La dualidad varón-mujer adquiere, según lo dicho, su carácter complementario en el orden de la especie, o si se prefiere en el orden de la común unidad (comunidad) radical de todos los hombres como especie. Este complemento no está, pues, en el orden del remedio a una carencia, no tiende a remediar una carencia del individuo humano, considerado como persona. Por el contrario, está en el orden del enriquecimiento que comporta a la persona su apertura al otro; esto es, en el orden de la salida de sí mismo para entregarse al otro (a los hijos y al otro cónyuge). Es un aspecto, radical y primario, de la socialidad humana.
Siendo la virilidad y la feminidad dos estructuras accidentales de la naturaleza humana, y siendo complementarias en el orden de determinados fines de la especie (principalmente la generación y educación de los hijos), existe en el varón y en la mujer una mutua inclinación a unirse en una unidad primaria y básica, como tendencia o llamada a la integración de la dualidad en la unidad. Por eso la atracción mutua es una tendencia natural, una fuerza unitiva inherente a la propia naturaleza humana. Esta unidad es el matrimonio. Varón y mujer tienden, por naturaleza, a integrarse en esa unidad, en cuanto la virilidad y la feminidad les hace complementarios y están, también por naturaleza (aunque accidentalmente, pues ya hemos dicho que el sexo es un accidente), ordenados a la mutua unión. Dos naturalezas, complementarias en virtud del sexo, se unen entre sí en una unidad, aquella unidad a la que están llamadas por su recíproca complementariedad.
¿En qué consiste esta unidad en las naturalezas? Consiste en un vínculo jurídico de participación y comunicación en la virilidad y la feminidad, en cuya virtud las dos naturalezas quedan relacionadas en su dimensión complementaria y, por lo tanto, también en el orden de los fines. Se trata de una unidad social y jurídica, filosóficamente calificable de relatio predicamentalis, y desde el punto de vista jurídico conceptuable como relación jurídica de la que derivan un conjunto de derechos y deberes. Esta relación jurídica es una relación de participación en cuya virtud varón y mujer se hacen coposesores mutuos -partícipes- en la naturaleza y solidarios en los fines. Es, pues, unidad social y jurídica, es una communio.
Esta unidad, aunque tiene un fundamento ontológico, no es, como resulta evidente, ontológica, en el sentido de que no hay fusión de seres o de naturalezas; sería un craso error pensar que varón y mujer forman una sola naturaleza individualizada. Varón y mujer, como es obvio, siguen siendo dos personas humanas y, bajo otro punto de vista, dos naturalezas individualizadas; se trata de una unidad de índole jurídica –producida por un vínculo jurídico-, en cuya virtud las dos naturalezas, permaneciendo individualmente distintas, quedan unidas por una relación de comunicación y participación que las constituye en una unidad. Ahora bien, tampoco se trata de una unidad meramente jurídica, si por tal se entendiese que es pura creación del Derecho aunque se trate del Derecho natural; si bien el vínculo de unión es jurídico, en la ontología de la persona existe un fundamento, esto es, la complementariedad entre virilidad y feminidad, la ordenación de la mujer hacia el varón y viceversa, de manera que las características, la fuerza y los fines de la unión dimanan de las exigencias inherentes a ese fundamento ontológico. El vínculo jurídico une lo que por fundamento real está ordenado a unirse (no a fundirse). Es, pues, la unidad en las naturalezas, una unidad jurídica con fundamento ontológico. Y si por el vínculo jurídico los cónyuges se unen en la naturaleza, los yo personales se unen por el amor, dando así lugar a la doble unión, en la naturaleza y en el amor, que es propia del matrimonio.
En suma, el matrimonio puede describirse como la comunidad que forman varón y mujer, cuya estructura básica estriba es una unidad en las naturalezas; dos naturalezas individualizadas y complementarias en lo accidental se integran entre sí (primariamente en orden a la prole), comunicándose ambas en lo que tienen de distintas, mediante una relación jurídica que las vincula y en cuya virtud cada cónyuge es copartícipe del otro en la virilidad y en la feminidad. Asimismo en el matrimonio se da una unión de las dos personas (los yo personales) por el amor mutuo, que es la fuerza unitiva por la cual los seres personales se unen entre sí del modo más íntimo y profundo.
Concebido el matrimonio de este modo, se explica por qué, siendo esencial la ordinatio ad fines, la no obtención efectiva de éstos -siempre, claro está, que se deba a circunstancias o defectos ajenos al matrimonio mismo- no hace decaer su razón de bondad. Sencillamente porque la más radical razón de bondad en el matrimonio es el varón para la mujer y la mujer para el varón. El bien radicalmente recibido es el otro cónyuge (141). Ese bien es una persona, que contiene como potencialidad un servicio mutuo y la generación (bonum prolis). En este sentido, las finalidades son razones de bien de cada cónyuge respecto del otro.
Los fines del matrimonio están en la persona del cónyuge como potencia. Pero la obtención efectiva de ellos no pertenece a la esencia del matrimonio (su perfección primera), sino a su perfección segunda (142). Siendo el matrimonio una unión de las personas que forman una unidad en las naturalezas, y siendo la persona misma la que es origen del hijo y la que es ayuda, la unión para los fines ha de hacerse en el matrimonio según la persona misma puede ser fin para otros. El hombre, por ser persona, es en alguna medida -en sentido relativo- fin en sí mismo (143). Y del mismo modo que es fin en sí mismo de modo relativo, es también medio para otros sólo en sentido relativo. Con gran claridad expone esta idea Sheed: «Dios hizo todas las cosas para que le sirvieran, y para que le sirvieran precisamente siendo totalmente lo que son. Pero dentro de ese orden total de todas las cosas respecto de Dios existe una división: pues, subordinados a Dios, los seres espirituales son un fin en sí mismos, la materia no. La sierra ha sido creada para el hombre, mientras que el hombre ... ha sido creado solamente para Dios; pueden servirse unos a otros, pero su servicio no es el de unos medios ordenados a un fin, sino el servicio recíproco que se prestan los hijos de un mismo padre» (144). ¿Qué quiere decir esto? Que el hombre nunca es totalmente medio, que nunca su razón de existencia y de ser es totalmente otro ser creado. Esto se ve con claridad en la generación. El ser humano es principio del hijo y en tanto esto proviene de un principio de finalidad -es potencialmente padre, porque le ha sido dado como medio de propagación de la especie humana- cada ser humano es potencialmente medio para el hijo. Pero ningún hombre tiene como única y total razón de ser y de existencia el ser padre. Ningún hombre ha sido creado sólo para ser padre, ni su única y absoluta razón de bondad es la paternidad. Lo mismo cabe decir de la actividad social, del trabajo, etc.
Virilidad y feminidad tienen como rasgos esenciales suyos la potencial paternidad o maternidad y la tensión al mutuo servicio o ayuda mutua. Generación y ayuda mutua aparecen, pues, como finalidades del matrimonio. Y como fines esenciales en el sentido de que en el matrimonio existe una esencial ordinatio a ellos. Pero no se exige la obtención efectiva de ellos. Lo impide la condición de persona (que no es nunca totalmente medio) en la que los cónyuges se unen a través de la una caro. Aunque el matrimonio es «imio propter fines», lo es uniéndose los cónyuges en sus naturalezas, esto es, siendo una profunda unión de dos personas. Por lo tanto, esta «unio propter fines» queda configurada de la manera como la persona puede ser fin.
En tanto la condición de persona es apertura al otro y llamada al servicio -lo que es obvio en el matrimonio-, el cónyuge se compromete a los fines del matrimonio, y, por tanto, al mutuo servicio y a su realización como posible padre o madre. A ello está llamado y a ello se compromete. Pero en la medida en que tal servicio y tal paternidad (o maternidad) están en su concreta naturaleza y en su circunstancia histórica (siempre supuestas las condiciones de validez del matrimonio, entre ellas la capacidad para el acto conyugal). El fecundo como fecundo y el estéril como estéril; el sano como sano y el enfermo como enfermo; el fuerte como fuerte, y el débil como débil. Y siempre teniendo en cuenta que ni la fecundidad ni la esterilidad, ni la salud ni la enfermedad, ni la fortaleza ni la debilidad, ni la riqueza ni la pobreza, etc., son condiciones inamovibles.

El matrimonio como comunidad.
10. Pasemos ahora, aunque más brevemente, a la noción de comunidad. Ya he dicho antes, que este término tiene un significado menos preciso que el de sociedad que acabamos de analizar; de ahí que sea más difícil tratar de él e intentar fijarlo. Radbruch, hablando del matrimonio como comunidad, distinguía dos direcciones: una, la supraindividualista, según la cual el matrimonio se considera como «la comunidad para la procreación»; otra, la individualista que lo caracteriza como «comunidad de amor» (145).
De admitir esta distinción, dentro de la primera podrían incluirse aquellos tratadistas del Derecho Natural que, entendiendo el matrimonio como comunidad, lo definen como comunidad o unión en orden a los hijos. En este sentido Messner escribe: «El matrimonio es la comunidad sexual y de vida, legal y duradera, de hombre y mujer», a la que le asigna un fin social natural: «la crianza de los hijos» (146). Es el mismo autor quien afirma que «los fines son también determinantes de forma esencial para las comunidades y, en especial, los fines existenciales son determinantes para la elección que hacen sus miembros» (147). Como puede verse, esta noción de comunidad coincide con la noción analógica de sociedad; por eso, a la vez que hemos afirmado en las páginas anteriores que el matrimonio es sociedad en sentido analógico (con analogía de proporcionalidad), le hemos calificado también de comunidad.
La concepción individualista, la que caracteriza el matrimonio como comunidad de amor es, en la mente de Radbruch,la concepción liberal, que entiende el matrimonio como un mero contrato disoluble por extinción del amor, y las doctrinas propugnadoras del «amor libre» (socialistas utópicos, anarquistas y marxistas, aunque él sólo cite expresamente a Engels), que niegan que la unión entre varón y mujer (estable o no) pueda estar informada por una estructura jurídica.
Sin embargo, en la actualidad -pese al auge que ha tomado la última corriente señalada (la negación de una estructura jurídica en la unión entre varón y mujer) en ambientes marxistas y no marxistas-la distinción de Radbruch ha perdido bastante interés, pues incluso en documentos oficiales de la Iglesia se habla del matrimonio como «comunidad de amor», sin negar la ordenación a los hijos, ni la existencia del vínculo uno e indisoluble (148).
Dejando de lado la que Radbruch llamó concepción individualista, digamos unas palabras sobre la otra corriente, lo mismo si habla del matrimonio como «comunidad sexual y de vida con el fin social de la crianza de los hijos», que si -siguiendo literalmente al Vaticano II- lo denomina «comunidad de vida y amor».
En ambos casos, me parece que las expresiones usadas no definen esencialmente el matrimonio, esto es, no manifiestan su constitutivo formal; son más bien descripciones. Quizás un ejemplo aclarará lo que acabo de decir. Si se afirma que Dios es Amor, sin duda se dice una verdad, e incluso se puede tomar esta afirmación como una cierta definición descriptiva; lo mismo ocurre si se dice que Dios es el Creador de todas las cosas e incluso el Ser Infinito. Pero ninguna de estas afirmaciones pueden ser aceptables en Teodicea como definiciones esenciales de Dios; el amor, el poder creador, la infinitud son atributos divinos. La definición de su constitutivo formal, de donde dimanan esos atributos, es «el Ser subsistente por sí mismo» (149).
Parecidamente, la comunidad de vida y la comunidad de amor -o simplemente comunidad de vida y amor- dimanan del constitutivo formal del matrimonio, de su esencia, pero no definen ni son la esencia del matrimonio; no son su constitutivo formal. Indudablemente el matrimonio es una communitas vitae et amoris, pero no sólo es vida ni sólo es amor, aunque el amor conyugal sea el motor -es la potencia movente por ser tendencia unitiva- y la raíz del matrimonio y de todo aquello a cuyo través el matrimonio se manifiesta y se expresa.
Relación interpersonal es, en el matrimonio, antes unión de personas, comunidad o unión en las naturalezas, que de vida, aunque también de vida lo sea. Tampoco es únicamente comunidad de amor, en el sentido de una relación que comporte sólo un diálogo amoroso -por profundo que sea- o una comunidad de afectos. La relación interpersonal que se da en la conyugalidad es más que eso -no digo más digno o más sublime-, puesto que implica un sustrato de unidad -a través de una participación y de una comunidad, de índole jurídica- en la ontología de la persona. Sustrato de unidad, que los antiguos desglosaron en la bipolaridad unio animorum y unio corporum y que antes he descrito como unidad en las naturalezas.
La comunidad de vida y amor, la divini et humani iuris communicatio, el consortium omnis vitae, etc., están contenidas (continens) en la unidad en las naturalezas (coniunctio maris et foeminae), de ella surgen como manifestaciones propias y como atributos suyos, pero no son su esencia ni, por tanto, el constitutivo formal del matrimonio (150). La conclusión que de todo esto se deduce es que, aun con sus defectos, la definición de Pedro Lombardo sigue siendo la más acertada hasta ahora.

Notas
88. De Jure Belli ac Pacis libri tres (Parisiis 1625), n, V, § 8, lo
89. Ob. cit., Il, V, § 8, 2: «Coniugium igitur naturaliter esse existimamus talem cohabitationem maris cum femina; qúae -feminam constituat quasi sub oculis et custodia maris».
90. Ob. cit., n, V, § 15, 1-2. Cfr. A. Dufour, ob. cit., pág. 224. Este autor, citando a Wieacker, pone de relieve que Grocio hace referencia a la definición de Modestino, en su obra inleiding tot de Hollandsche Rechts-Geleerdheid (ed. R. W. Lee, Oxford 1926): «El matrimonio es una unión de un hombre y una mujer para la vida común que implica de suyo un legítimo uso recíproco del cuerpo».
91. Ob. cit. I1, V, § 9, 3.
92. Ob. cit., I1, V, § 11.
93. Cfr. A. Dufour, ob. cit., págs. 228 y 246.
94. De Jure Naturae et Gentium, cit., VI, 1, § 1.
95. Ob. cit., VI, 1, § VII.
96. Pueden verse estas dos corrientes en A. Dufour, ob. cit., págs. 255 s ., y 257 ss.
97. Cfr. A. Dufour, ob. cit., págs. 256 y 257 s.
98. Vide E. Galán y Gutiérrez, Jus Naturae (Madrid 1954), pág. 242; G. Ambrossetti, J presuppositi teologici e speculativi delle concezione giuridiche di Grozio (Bologna 1955); G. Fasso, Ugo Grozio tra Medioevo ed Etd Hodierna, en «Rivista di Filosofia», XLI (1950), págs. 174 ss.
99. G. G. Titius, Samuelis de Pufendorfii de Officio hominis et civis oum observationibus (Leipzig 1715), obs. 497. Al pacto conyugal le llama «contractus»; al matrimonio «sociedad de un hombre y una mujer para los fines mencionados».
100. Cfr. A. Dufour, ob. cit., pág. 258.
101. Samuelis Pufendorfii de Officio hominis et oivis libri duo seleotis aliorum, maximi vera propriis adnotationibus ... illustrati (Jena 1721).
102. Ob. cit., pág. 258.
103. En este punto, el autor hace, en nota a pie de página, una aclaración de interés: «Lo que no quisiéramos que se entendiese, como si se anulase por el disenso de uno solo el estado y pacto, por el cual se formó la sociedad! lo que ya hemos refutado más arriba; sino que deben considerar los demás, como que ya no es socio, al que no conspira con ellos ni al mismo fin ni a los mismos medios, y que ha manifestado ésta su intención con señales claras. De aquí es, que en fuerza del pacto les queda a los demás el derecho de obligar a los otros a cumplir sus promesas, y guardar las leyes de la convención, y si esto no se puede conseguir, a resarcir el daño y pagar la diferencia: pero no puede llamarse ya socio aquél a quien no compete la definición de tal, desde que tan injustamente rompió el vínculo que liga a los socios».
104. Ob. cit., págs. 209-213. Es bien sabido que en estos autores y en otros posteriores, la expresión «persona moral» no corresponde exactamente al concepto técnico-jurídico.
105. En este punto hay en el texto una expresa referencia al § 13, que es donde define la sociedad.
106. Lo mismo que respecto del D. 1, en los otros dos Heineccio hace una expresa llamada a lo dicho antes de la sociedad en general. Es, pues, patente, la rigura aplicación al matrimonio de lo dicho respecto de la sociedad en general.
107. Ejemplo típico del modo de razonar de la Escuela racionalista del Derecho Natural. De una definición se pasa lógicamente, según una lógica estricta -la propia de la razón especulativa, no según el razonamiento propio de la razón práctica, que es la usada por la doctrina clásica al tratar del Derecho y, en general, de las ciencias prácticas de la conducta moral del hombre-, a una conclusión clara. Pero tan clara como, de suyo, excesivamente simplista. Se mezclan indiscriminadamente supuestos muy distintos: a) la validez del matrimonio de los ancianos; y b) la conveniencia social y la licitud moral (por los peligros y problemas que entraña) del casamiento entre personas de edad muy dispar. El segundo supuesto no es un problema de validez; el primero tampoco lo es en la práctica, aunque su justificación plantea cuestiones nada fáciles de resolver. Este punto -validez del matrimonio de los ancianos- ha sido objeto de distintas opiniones desde la Edad Media hasta nuestros días; un resumen de la doctrina anterior y uno de los intentos de solución más recientes, puede verse en G. Leclerc, Mariage des vieillards et «probati auctores », en «Salesianum», XXVIII (1966), págs. 672 ss. y XXIX (1967), págs. 463 ss. Brevemente he dado mi opinión sobre este asunto en J. Hervada - P. Lombardía, Derecho matrimonial, cit., págs. 367 s. Por lo demás, Heineccio no distingue ni aclara si habla de validez o de mera decencia, aunque su lenguaje -tolerar, aprobar, impudicia- parece referirse a la licitud y conveniencia de tales nupcias; pero, en este caso, la referencia a la indisolubilidad es, por lo menos, desproporcionada. Menos aclara todavía su pensamiento la nota a pie de página; las citas de Quintiliano y Pufendorf parecen inclinarse por considerar esos matrimonios como aparentes u «honorarios» (como dice Pufendorf, «con su gracia acostumbrada» según el parecer de Heineccio). No sé si el lector encontrará o no graciosa la salida de Pufendorf, pero lo que sí es claro es la falta de precisión científica de estos autores. También la doctrina anterior tuvo que enfrentarse con casos de matrimonios inválidos a los que, sin embargo, se permitía permanecer unidos y conservar el status social correspondiente. Pero en lugar de frases graciosas crearon una terminología científica: la cohabitatio uti frater et soror.
108. Ante estas palabras de Heineccio no es posible dejar de reconocer, no ya el simplismo del razonamiento -por lo demás impecable lógicamente partiendO de sus principios-, sino la falta de calidad y de rigor científicos del autor en este punto, como en tantos otros referentes al matrimonio. No es éste un defecto aislado de Heineccio -el más lúcido y riguroso de los comentaristas del s. XVIII-, sino un defecto común a toda la Escuela racionalista del Derecho Natural. No es extraño, pues, el descrédito de la Escuela. No hay por qué negar los méritos de Grocio, Pufendorf y sus seguidores, especialmente el de haber dado autonomía científica a la ciencia del Derecho Natural, sus aportaciones · al desarrollo del Derecho Internacional e incluso la influencia de sus ideas en las legislaciones matrimoniales. Pero ninguno de ellos puede librarse de su escasa altura científica en tantos temas tratados, especialmente el matrimonio. Se esté o no se esté de acuerdo con la tradición iusnaturalista anterior, fue ésta muy superior científicamente. En concreto, en el tema de la impotencia y esterilidad, Heineccio no distingue claramente entre incapacidad del sujeto y mera ilicitud, hace alusión indiscriminada a los eunucos y espadones, a la impotencia del varón y a la esterilidad de la mujer, no explica qué quiere decir que exista «alguna esperanza de poderse curar» (¿por medios ordinarios. extraordinarios, etc.?, según distingue la doctrina canónica) y une la impotencia oculta con la incierta · o dudosa. Este último punto -la impotencia oculta y la dudosa- tiene antecedentes conocidos (v. gr. la-opinión de Pedro Lombardo y de Santo Tomás sobre la oculta) y son tipos perfectamente separables y con efectos distintos. La doctrina anterior -de la que los autores de la Escuela racionalista hicieron tabla rasa sin razón- formó sobre este tema un cuerpo de enseñanzas que -se acepten o no- constituía un modelo de construcción científica, siglos de doctrina (e incluso jurisprudencia) canónica en la que brillan nombres de la altura de Enrique de Segusio (el Cardo Hostiense), el Abad Panormitano, Juan Andrés, Juan de Imola, Diego de Covarrubias, etc., fueron echados por la borda sin contemplaciones. El resultado no podía ser otro que la ramplonería científica de los autores de la Escuela racionalista al enfrentarse con temas tan arduos. Por los demás Heineccio muestra ignorancia crasa en el tema de los eunucos y espadones cuando escribe en nota: «Con todo, lo que aun es más de admirar, hasta entre los mismos cristianos se disputa si pueden casarse lícitarmente los eunucos, pues acerca de esta extraña cuestión hay un cuaderno de Jerónimo Delfin, de eunuchi coniugio, que llama graciosamente su autor die Capannen-heyrath, impreso en Jena el año de 1737. Pero esto se debe mirar como uno de los fenómenos del siglo... ». Si todo lo que conocía Heineccio acerca de las disputas en torno a la capacidad matrimonial de los eunucos y espadones es el citado cuaderno, hay que reconocer que más le valiera haber silenciado su «erudición». Tan «extraña cuestión» no hacía falta referirla a egipcios y turcos (el matrimonio de los turcos sale con relativa frecuencia en los tratados de la Escuela racionalista) como hace Heineccio, entre otras razones porque se planteó en la Europa medieval con cierta frecuencia y aún en España debió constituir un problema social de alguna relevancia en el s. XVI, cuando el propio Nuncio en este país dirigió sobre tal cuestión una consulta al Papa Sixto V. y la literatura científica sobre el tema es abundante, habiéndose ocupado de él canonistas y teólogos de mucho relieve, entre ellos Medina, Palacios, Veracruz, Martín de Azpilcueta, etc., además de los autores de épocas anteriores. La cuestión, consultada al Papa como hemos dicho, fue resuelta por la Epístola Cum frequenter de Sixto V, fechada el 27 de junio de 1587 (cfr. Gasparri - Seredi, Codicis Iuris Canonici Fontes, 1, Romae 1947, n. 161), con remisión expresa al Derecho natural y a la tradición canónica. Pese a ello, todavía en el s. XVII siguieron las discusiones, especialmente en España. Vide, E. Castañeda, Una sentencia española en el siglo XVII, en «Revista Española de Derecho Canónico», XII (1957), págs. 283 ss. Sobre la doctrina anterior al s. XVIII acerca de la impotencia y la esterilidad, pueden verse, entre otros, P. A. D'Avack, Cause di nullita e di. divorzio nel diritto matrimoniale canonico, 2." ed. (Firenze 1952); J. Hervada, La impotencia del varón en el Derecho matrimonial canónico (Pamplona 1959); y la obra de Esmein citada en la nota 38. Con razón afirma Galán y Gutiérrez que «el derecho natural racionalista significa una trasmutación in peius, un decaimiento o degeneración del derecho natural de la Escolástica» (ob. y loco cits. ).
109. También en este punto quisiera hacer un breve comentario. La enumeración de Heineccio, si bien irreprochable en cuanto al fondo, tiene dos defectos fundamentales, a mi parecer: a) no distinguir entre deberes meramente morales (v. gr. deber de amarse -cfr. nota 130-) de los deberes propiamente jurídicos (de estricto Derecho, aunque natural por supuesto); b) la enumeración carece de terminología jurídica, ya acuñada por la doctrina clásica anterior: ius in corpus, derecho a la comunidad de mesa, lecho y habitación (o derecho a la comunidad de vida), deber de recibir y educar a los hijos, etc., sea dicho, en disculpa de nuestro autor, que esta falta de conceptualización jurídica del Derecho natural ha sido un defecto bastante común entre los iusnaturalistas, a veces más inclinados a descripciones moralizantes, que a exposiciones rigurosamente científicas.
110. Más explícito todavía es en sus Praelectiones Academicae in Hugonis Grotii de Jure Belli ac Pacis libros III (Génova 1748), ad n, V, § 9, n. 2. No he podido consultar directamente esta obra; Dufour (ob. cit., pág. 300) transcribe traducido el párrafo de referencia: «Puisque le mariage est l'union d'un homme et d'une femme conclue pour la procréation et l'éducation d'une progéniture, il s'ensuit: 1.°) que ce qui a été conclu d'un mutuel consentement peut de sa nature étre dissous par un mutuel dissentiment; 2.°) que l'inaptitude d'un des conjoints a la procréation et a l'éducation ou certains défauts de caractere qui rendent impossible la vie cómmune son des causes suffisants pour permetre la dissolution du mariage». El punto primero tiene menos interés para nuestro objeto, pues ya advertíamos que Heineccio parte del voluntarismo social, que otros autores rechazan. El segundo nos muestra una vez más la conclusión a la que lógicamente se llega aplicando unívocamente al matrimonio la noción de sociedad en sentido estricto. Pero a la vez nos señala de nuevo el escasísimo conocimiento del autor sobre la materia matrimonial. Aun admitiendo que, no sólo la impotencia, sino también la esterilidad fuese impedimento para el matrimonio, no se tratarla de una causa de disolución o divorcio, sino de una incapacidad o causa de nulidad. Conceptuarla como causa de disolución nos vuelve a los tiempos de la primera Escolástica y de Graciano, cuando -no habiéndose distinguido entre la disolución y nulidad-, los autores hablaban de la impotencia como causa de disolución; lo cual es retroceder demasiado en cuanto a la construcción científica se refiere. Aplicando rigurosamente el concepto de sociedad, el defecto antecedente que hace imposible el fin, no es causa de disolución del pacto de sociedad, sino incapacidad que lo hace nulo.
111. Elementos... , cit., págs. 215-230.
112. A. Ottaviani, lnstitutiones lurjs Publici Ecclesiastici, I, 4.' ed. adiuvante l. Damizia (Typis Polyglottis Vaticanis 1958), pág. 29; «Junctio moralis et constans plurium in commune aliquem finem hone stum suis actibus conspirantium». TH. Meyer, Institutiones Iuris Naturalis, 1 (Friburgi Brisg. 1885), págs. 296; «La sociedad es la unión de cierto número de personas que se obligan libremente a proseguir, por medio de prestaciones combinadas, un fin común, fundado en la naturaleza humana». E. Ahrens, Curso de Derecho Natural, cit., pág. 476; «Entiéndase por sociedad en general una cierta agrupación de seres racionales que se hallan unidos con el amor a un mismo fin y los medios necesarios para conseguirlo». J. Mendlve, Elementos de Derecho Natural, cit., pág. 135; «In senso stretto, s'intende per societa: ogni unione stabile di piil individui, che con i propri atti devono tendere a un fine comune». V. Cathrein, Filosofia Morale, cit., pág. 413; «Debe entenderse por sociedad la unión moral de seres racionales que persiguen un bien común y ponen para lograrlo, en común también, medios propios y adecuados». Marqués De Vadillo, Lecciones de Derecho Natural, cit., pág. 280; «Llámase sociedad en general a la unión constante y moral de seres racionales que cooperan a la consecución de un fin honesto común». R. Rodríguez De Cepeda, Elementos de Derecho Natural, cit., pág. 325.
113. «I requisiti essenziali della societa, quale fu definita da noi, sono: a) pluralitd di persone; b) fine comune; c) associazione o unione ordinata delle attivita di tali individui per un fine identico». V. Cathrein, ob. cit., pág. 414.
114. A. Ottaviani, ob. cit., págs. 29 s. «!taque conspirationem ad finem communem, qua talem cognitum et intentum, unio quoque est conspiratio circa media ad finem consequatur necesse esto Nisi enim ad conspirationem animorum internam et idealem haec externa et realis accederet, illa neque in se vera ac sincera, neque proprie socialis dicenda esset». TH. Meyer, ob. cit., pág. 297; « ... una sociedad no está definitivamente constituida hasta después del consentimiento general de todos los miembros a propósito de los medios de acción ... ». E . Ahrens, ob. cit., págs. 481 s.; «Unión moral y constante, por cuanto los seres que forman la sociedad son racionales, y por lo tanto, dotados de un fin moral.. y lo que les une es el vínculo engendrado por el deseo de un mismo fin, y el empleo de los medios comunes adecuados a su consecución... ». R. Rodríguez De Cepeda, ob. cit., pág. 326.
115. A. Ottaviani, ob. cit., págs. 31 s. «Est coniunctio moralis non mere externa aut physica. Dicitur autem moralis coniunctio, quae vinculis moralibus seu spiritualibus, nimirum intelligentiae et voluntatis, nectitur ... Porro ejusdem socialis unionis essentiale principium esse intelligitur ipse finis communis communiter cognitus et in ten tus, utpote a quo tamquam suo formali objecto illa intrinsece dependet». TH. Meyer, ob. cit., págs. 296 s.; «Toda sociedad adquiere el derecho de su existencia del fin que se propone... Una sociedad que prosigue un fin racional de la vida no existe, pues, por concesión del Estado, sino por derecho natural, porque se funda en la actividad de dos facultades humanas, la razón y la libertad ... ». E. Ahrens, ob. cit., pág. 477: «En toda sociedad debe considerarse: unidad de fin, armonía de inteligencias, concordia de voluntades y coordinación de medios». J. M. Ortí Y Lara, Curso abreviado ... , cit., pág. 191.
116. A. Ottaviani, ob. cit .. pág. 33. «Quippe in fine seu bono communi necessaria conditio omnis unionis moralis ejusque proprium objectivum vinculum consistit. Quemadmodum enim in communi objecto cognito intelligentiae, ita et in comuni intento bono voluntates inter se uniuntur; ideoque bonum commune qua tale communiter cognitum et intentum propria et essentialis ratio est unionis moralis, qua entia rationalia socialiter conjungantur». TH. Meyer, ob. cit., págs. 296 s.; «La sociedad es una persona moral por el fin que la anima y que forma el lazo entre todos los miembros... ». E. Ahrens, ob. cit., pág. 483; «Dunque, l'unione dev'essere intrinseca, cioe consistere in vincoli morali. Come attuare ció? Prima di tutto con l'unita del fine». V. Cathrein, ob. cit., pág. 413; «Por último, el principio esencial de esta unión social claramente se desprende que es el mismo fin común, conocido y querido por todos, y del cual depende intrínsecamente aquella como de su objeto formal». R. Rodríguez De Cepeda, ob. cit., pág. 326.
117. A. Ottaviani, ob. cit., pág. 37. «Unde consequitur, omnem societatem per suum finem specificari, i. e. specificam proprietatem cujuscunque societatis a suo fine tamquam objectivo principio socialis unionis specifice proprio derivari». TH. Meyer, ob. cit., págs. 297 s.; «Como el carácter definitivo de una sociedad reside en el fin que se propone, hay tantas especies de sociedades cuantos son los fines particulares de la vida humana». E. Ahrens, ob. cit., pág. 477; «La societa, infatil, nella sua essenza e l'unione di phi. Individui che ten dono a un fine determinato e dipende percib totalmente da questo. Di qui il principio generale: societas specificatur a fine». V. Cathrein, ob. cit., pág. 414; «¿De dónde se toma principalmente la distinción entre las varias especies de sociedad? Del fin a que la misma sociedad se ordena. Porque como la sociedad sea la congregación de los hombres que se adunan para conseguir un mismo fin (ad aliquid unum perficiendum), según que sean diversos los bienes a cuya consecución se ordena la sociedad, así se han de distinguir las sociedades...». J. M. Ortí Y Lara, ob. cit., pág. 195; «De donde se sigue que toda sociedad se especifica por su fin, esto es, que la naturaleza de cada sociedad se deriva de su fin específicamente propio, como objetivo principio de unión social». R. Rodríguez De Cepeda, ob. cit., pág. 426.
118. A. Ottaviani, ob. cit., pág. 35.
119. A. Ottaviani, ob. cit., pág. 39.
120. A. Ottaviani, ob. cit., págs. 30 y 39.
121. Cfr. A. Dufour, ob. cit., págs. 257 ss., 314 ss., 346 ss., 383 ss. y 406 ss.
122. P. e., el ya citado W. Bélime, ob. cit., pág. 71.
123. «Stabilis conjunctio duarum personarum sexus diversi ad prolem generandam riteque educandam legitime inita». Th. Meyer, ob. cit., pág. 331: «La convivenza legittima e stabile di un uomo e di una donna per la procreazione ed educazione dei figli». V. Cathrein, ob. cit., pág. 420.
124. «El matrimonio es la unión del marido y de la mujer para la procreación y educación de la prole y para el auxilio mutuo en los usos comunes de la vida». J. Mendlve, ob. cit., pág. 143; « ... la unión completa e indisoluble de un varón y una mujer, para el mutuo auxilio y la procreación y educación de la prole». Marqués De Vadillo, ob. cit., pág. 318; « ... es la unión indisoluble de un solo hombre con una sola mujer para la procreación, educación de la prole y mutuo auxilio de ambos». R. Rodríguez De Cepeda, ob. cit., págs. 340 s.; «La unión perpetua del hombre y la mujer, que tiene por objeto la comunidad completa de vida y la procreación y educación de los hijos, realizada por mutuo consentimiento». L. Mendizábal, ob. cit., pág. 287.
125. «La unión formada entre dos personas de sexo diferente con el propósito de una comunidad perfecta de toda su vida moral, espiritual y física, y de todas las relaciones que son su consecuencia». Ob. cit., pág. 491.
126. Ob. cit., pág. 199.
127. Cfr. nota 11. Para el concepto de ley natural vide, entre otros, A. De Asís, Manual de Derecho Natural, I (Granada 1963), págs. 451 s.; M. Sancho Izquierdo, Leccciones de Derecho Natural (Pamplona 1966), págs. 108 s.; así como las obras de J. Corts, F. Puy, E. Luño Peña, A. Fernández Galiano, etc., citadas.
128. El concepto mismo de sociedad, común entre los autores, que hemos expuesto con palabras de Ottaviani, pone de manifiesto ese rasgo personalista a través del factor finalista o rationalis conspiratio in finem. Dicho autor lo expresa sin género de dudas: «Non enim unionem quorumlibet entium, instinctu vel naturae vi coeuntium, societatem solemus vocare, sed illorum utique congregatio nomen illud sibi vindicat, quae membris constat coeuntibus propter finem, seu propter tendentiam erga terminum quemdam communem intellectu cognitum et voluntate appetitum». Y añade en nota: «Solent a naturalistis dari nomen societatis instinctivo concurso brutorum, sed improprie [ ... ]. Stultam autem confusionem quidam naturalista e induxerunt inter brutorum instinctivum concursum et hominum rationalem conspirationem in finem, societatem pariter vocando utramque unionem» (ob. cit., págs. 30 s.). Cfr. notas 115 y 116. En este contexto de ideas, calificar al matrimonio de societas es afirmar que no es una unión puramente instintiva y que la vida matrimonial no es el fruto de fuerzas biológicas o de necesidades físicas. Por el contrario es unión nacida en la personalidad libre -racionalidad, voluntariedad- que ama y tiende según una inclinatio rationalis -amor- al fin conocido (inteligencia) y amado (voluntad).
129. Cfr. Sentencia de la S. R. R. de 22-1-1944 c. Wynen, nn. 9 ss. (S. R. R. dec. seu sent., XXXVI, 1954, págs. 60 ss.).
130. Distinto es el caso de algunos autores modernos que hablan del «derecho al amor conyugal», puesto que tal derecho es convertido en deberes verdaderamente jurídicos como el deber de fidelidad. Cfr. Por ejemplo, F. Puy, ob. cit., págs. 430 s.
131. Institutiones Jurisprudentiae naturalis (Leipzig 1714), IlI, Il, § 2. También, dentro de las corrientes iusnaturalistas distintas de la clásica, algún autor hace expresa referencia a esa doble unión, p. e. Ahrens, ob. cit., pág. 488.
132. Algún autor lleva la conclusión demasiado lejos. Tal es el caso de Thomasio, para quien una vez obtenido el fin social por la generación de un solo hijo, los cónyuges pueden divorciarse (Institutiones Jurisprudentiae Divinae, reprod. Aalen 1963, !II, n, §§ 118 y 119). En este caso, sin embargo, es preciso tener presente la idea excesivamente funcional que del matrimonio tiene Thomasio (cfr. A. Dufour, ob. cit., pág. 333).
133. De bono coniugali, c. 3.
134. Consto Gaudium et spes, n. 50.
135. Las palabras de Ottaviani, referidas a toda sociedad -cfr. nota 112- no dejan lugar a dudas: «...propter finem enim initur societas, quo sublato perit ratio determinans hominem ut eam ingrediantur vel in ea maneant...».
136. Ob. cit., pág. 414.
137. J. Hervada-P. Lombardia, Derecho matrimonial, cit., págs. 48 ss.
138. De bono coniugali, cap. VII.
139. He desarrollado esta idea, interpretación de la expresión una caro usada por la Biblia, en Cuestiones varias sobre el matrimonio, cit., págs. 25 ss. y más resumidamente en J. Hervada-P. Lombardía, Derecho matrimonial, cit., págs. 23 ss.
140. Cfr. J. Hervada, Sobre el hermafroditismo y la capacidad para el matrimonio, en «Revista Española de Derecho Canónico», XIII (1958), págs. 105 ss.
141. He expuesto con más detenimiento esta idea, en relación a los llamados «bienes del matrimonio», en J . Hervada-P. Lombardía, Derecho matrimonial, cit., págs. 87 ss. Hice notar entonces que el Génesis, al narrar la institución del matrimonio, comienza diciendo: «Dijo Dios, el Señor: No es bueno que el hombre esté solo; hagámosle una ayuda semejante a él» (Gen 2, 18). Si no es bueno que el hombre esté solo, es que es bueno que esté acompañado. Y la compañera que se le dio al varón fue una mujer. El bien que recibe Adán para que no esté solo fue Eva; el varón recibe la mujer, creada para éL Con esto el Génesis enseña que virilidad y feminidad son estructuras complementarias; que ser varón dice relación a la mujer y ser mujer dice relación a ser varón. No que se sea varón sólo en relación a la mujer y viceversa, sino que esta relación existe y que por ella hay una tendencia a la unión. Al propio tiempo, el Génesis muestra inequívocamente que esta unión dice relación a unos fines. La mujer es ayuda y es Eva (nombre que quiere decir madre de los vivientes), a la vez que «echoles Dios su bendición y dijo: Creced y multiplicaos, y henchid la tierra, y enseñorearos de ella» (Gen 1, 28). Ayuda, procreación y educación de los hijos, es decir, la finalidad del matrimonio. Hay, además, un matiz que es de interés resaltar. «Hagámosle una ayuda», es decir, la mujer es la ayuda que Dios crea para el varón, como la mujer es madre. Es decir, las finalidades son aspectos de bien de la mujer para el varón y viceversa; son dimensiones activas de la persona misma. La ayuda del varón es la mujer considerada en sí misma y en su actividad (y viceversa). También la procreación es, en cuanto potencialidad y en cuanto función, potencia y función del varón y la mujer (del cuerpo y en el cuerpo).
142. En tal sentido se expresa Santo Tomás respecto a las relaciones conyugales, lo cual es aplicable a toda la actividad del matrimonio, que es su tendencia efectiva a los fines: «Respondeo dicendum quod dúplex est integritas; una quae attenditur secundum perfectionem primam, quae consistit in ipso esse rei; alia quae attenditur secundum perfectionem secundam, qua e consistit in operatione. Quia ergo carnalis commixtio est quaedam operatio sive usus matrimonii, per quod facultas ad hoc datur; ideo erit carnalis commixtio de secunda perfectione matrimonii, et non de prima». Suppl., q. 42, a. 4.
143. Cfr. J. Scheeben, Los misterios del cristianismo, cit., pág. 78.
144. Teología y sensátez, ed. castellana (Barcelona 1972), pág. 150.
145. Filosofía del Derecho, cit., pág. 201.
146. Etica social, política y económica a la luz del Derecho Natural, cit., págs. 593 s .
147. Ob. cit., pág. 163.
148. Cfr. II Concilio Vaticano, consto Gaudium et spes, nn. 48 a 50.
149. Cfr. por ejemplo, J. García López, Nuestra sabiduría racional de Dios (Madrid 1950).
150. En este sentido, una de las definiciones que más se acercan -sin ser completa- a lo que es el matrimonio, la he encontrado en un autor de fines del siglo pasado y principio de éste, hoy olvidado: «la unión perpetua del varón y la mujer, para la procreación de hijos, que lleva consigo el amor mutuo y la comunicación perfecta de vida». F. Dalmau, Etica, cit., pág. 292.

Persona y Derecho I/02


.