Testimonio / Matrimonio
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Una canción que sigue sonando

José y Lupe confiesan que las pocas discusiones que han mantenido
estuvieron motivadas casi siempre por “tonterías”.
En todos los casos se reconciliaron con rapidez.

Leire Escalada
Nuestro Tiempo, N° 666, enero-febrero 2011

No recuerda si sonaba un tango o un bolero, pero sí que acudió con determinación. “Era muy guapa así que fui a por ella”, cuenta José sonriente. Como la mayoría de los jóvenes de Milagro, una localidad de la ribera navarra, José y Guadalupe iban los domingos por la tarde al baile, que se celebraba en un edificio de una de las calles principales. Allí, un grupo de músicos tocaba canciones para bailar en pareja. “Me acerqué a ella, ella se acercó a mí, y ya está”, resuelve José mientras Guadalupe ríe. Se conocían desde la infancia porque eran vecinos. Y comenzaron a bailar. Aquel día se inició “el cortejo”. “Te acercabas a ella y hablabas de todo. No es como ahora, que se ven, se dan cuatro besos y adiós”, revela el hombre. Desde ese entonces, José Álvarez Amézqueta, de 84 años, y Guadalupe Arbizu Ruiz, a la que todos llaman Lupe, de 81, están juntos. Durante el noviazgo, solían acudir al baile o al cine, a veces acompañados de parejas de amigos. Dos años después, con 22 y 25 años, se casaron. José no pudo pedir la mano de su novia, como era tradición, porque los padres de ella habían fallecido. Pero tanto Máximo, hermano de Lupe, como los padres de José estaban contentos con el compromiso.

La boda se celebró en Milagro, en la iglesia de Nuestra Señora de los Abades, el 4 de octubre de 1951. Era jueves. El matrimonio recuerda la fecha con alegría. “Nos casamos a las doce. Hizo un día estupendo”, relata Lupe mientras repasa algunas fotografías en blanco y negro de aquella jornada que aún brilla en su memoria con una intensidad especial. En una de las imágenes aparece el matrimonio recién estrenado junto a su familia, frente a una sencilla casa de adobe construida en el monte. Aquel fue el escenario de la celebración. “Mi tía se encargó de la comida. Teníamos conejos guisados, pollos... Me parece que también cordero. Y se hacían paellas”. A la cita acudieron entre treinta y cuarenta invitados. Entre ellos, Fermina y Américo, dos primos de Buenos Aires que viajaron para ser los padrinos del enlace.  Todos iban muy elegantes. “Me casé con un ‘trajecico’ negro que me hizo una prima”, cuenta Lupe. A José también le confeccionaron un traje a medida del mismo color. Lupe todavía lleva puesta la alianza de oro, que no se quita nunca. Sin embargo, José solo llevó el anillo durante la ceremonia porque, como otras parejas de la época, no pudieron comprarlo, y lució uno de prestado. “Podía haberle regalado uno para su santo o para las Bodas de Oro, pero no ha querido”, explica Lupe. Su esposo asegura que no le gusta. “¿Qué hace un anillo en del campo?”, se pregunta. Después viajaron en tren para disfrutar de la luna de miel que, como muchos matrimonios, pasaron en casa de familiares que vivían en otras ciudades. Visitaron Pamplona y San Sebastián. “Fuimos al monte Igueldo un día de sol. Íbamos por el paseo y, de repente, empezó a llover. ¡Qué chaparrón!”, cuenta José.

A los dos meses y medio de casados, Lupe se quedó embarazada. “Lo primero que queríamos era tener hijos”, recuerda. Nueve meses después nació Ana Mari, la primera de sus dos hijas. “Como nació el día de San Blas, en fiestas de verano, la tía Pilar me decía que le llamase Blasa, y yo le decía ‘Ni loca, tía’”. Después vino Begoña, su segunda hija. El matrimonio recuerda los nacimientos como un regalo, uno de los momentos más felices de su vida en común. Pero, como en toda relación, siempre hay altibajos. “Unas veces riñendo…”, empieza Lupe la frase... “Y otras riéndote”, la termina su esposo. Cuentan que sus discusiones están motivadas “por tonterías” y que, aunque han pasado algunos días “de morros” siempre se han reconciliado. “Puedes estar a malas por unas cosas o por otras y hay que aguantar. No hacerlo es muy fácil”, asegura José. Para ellos, la clave es respetarse y compartir. “El egoísmo es lo que mata y deshace la familia”, continúa. El matrimonio superó momentos difíciles, como el fallecimiento del hermano de Lupe, con tan solo 25 años. Siempre se han apoyado. José trabajaba como albañil y camarero, por lo que pasaba muchas horas fuera de casa. “No había por qué reñir porque yo iba a trabajar para el consumo de casa”, explica el hombre. “Y yo soy muy casera”, añade su mujer.

Cuando celebraron las Bodas de Plata, la pareja recibió un regalo muy especial: Lupe acababa de preparar una tarta y tuvo que dejarla para acompañar a su hija Ana Mari al hospital. Ese día nació Elena, su primera nieta. Hoy tienen cinco (Elena, Álvaro, Vanessa, Carla y Diego) y tres bisnietos (Marcos, Ander y Adrián). Además, este año nacerá su cuarto bisnieto. Confiesan que, conforme la familia va creciendo, “te vas dando cuenta de lo que es la familia. Lo principal es llevarse bien”. Ellos disfrutan mucho de sus nietos y bisnietos, a los que adoran. Lupe recuerda que cuando cuidada a Álvaro y lo llevaba de nuevo con sus padres, el niño lloraba porque quería seguir un rato más con su abuela. “Cuando se iba acercando a su casa, ya estaba llorando. Y mientras me iba, aún le escuchaba”.

Recuerdan con gratitud algunos festejos familiares, como las Navidades o las Bodas de Oro. “Fuimos a misa el domingo, comimos en un restaurante y nos regalaron esta televisión y esta gargantilla”, detalla Lupe, a la vez que muestra los presentes en la cocina de su casa. Celebraron los cincuenta años de matrimonio junto a otras 73 parejas navarras que también los cumplían en una fiesta promovida por Caja Rural, y en otra comida organizada por Caja Navarra. Lupe y José custodian con mimo esos momentos recogidos en fotografías que guardan en sobres y álbumes. En una imagen enmarcada se les ve en la celebración del Día del Abuelo, durante las fiestas de Milagro, con unos pañuelicos rojos anudados al cuello que llevan sus iniciales bordadas. Se los entregó el Ayuntamiento para homenajearles por ser el matrimonio con más edad de la localidad. “Nos hizo ilusión”, comenta Lupe. El próximo octubre celebrarán sus Bodas de Diamante. “Lo principal es llegar”, reconoce José, y que la música de ese baile que comenzó hace más de sesenta años siga sonando.

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"No merece la pena pelearse"

Manuel e Isabel Lucía se casaron el 14 de mayo de 1945. Desde hace tres años
viven en la Casa de Misericordia, una residencia de ancianos de Pamplona.
Tienen cuatro hijos, nueve nietos y tres bisnietos.

Carmen Gómez Íñigo
Nuestro Tiempo, N° 666, enero-febrero 2011

Manuel e Isabel se conocen desde niños, ya que eran casi vecinos en Bezmar, un pueblo de la provincia de Jaén. Pero su relación adquirió un carácter especial cuando ella apenas había cumplido trece años y él, catorce. Ambos tenían sus respectivos grupos de amigos, aunque eso no impidió que Manuel se acercara un día a Isabel para preguntarle si quería ser su novia. “Ya me lo pensaré”, fue la contestación de ella. Solo era una niña, pero cuando dos días más tarde le respondió que sí, sabía que era para siempre. “Aún recuerdo cuando mis amigas querían robarme el novio. A mí no me molestaba, porque él estaba conmigo”, explica Isabel riéndose. Siempre han tenido muy claro su amor.

Se casaron el 14 de mayo de 1945, una semana después de la capitulación de Alemania en la Segunda Guerra Mundial. “Fue una boda sencilla, solo estuvo presente la familia”, recuerda Isabel. A pesar de que el traje también fuera sencillo, Manuel tiene una cosa muy clara: “En la boda ella estaba tan guapa como ahora”. Él estaba tranquilo, pero Isabel sí se puso nerviosa: “Pero no eran de esos nervios que pasa la gente con su enamorado, porque nosotros estábamos acostumbrados a estar juntos desde siempre”, aclara.

Llegaron a Pamplona hace cincuenta años, antes del nacimiento de su cuarta hija, María Isabel. Manuel fue a buscar una casa y cuando la consiguió, se trasladó el resto de la familia. Criaron a sus cuatro hijos en la capital navarra, donde viven todos actualmente, también sus nueve nietos y sus tres bisnietos, a los que quieren con locura. Los dos residen ahora en una residencia: “Llevamos tres años en la Casa de Misericordia, pero aunque estemos internos, estamos tranquilos porque tenemos a los hijos cerca y sabemos que están bien”, explica Isabel. Están muy orgullosos de ellos porque todos tienen su vida hecha y son felices con sus respectivos esposos. En la pared de la habitación están las fotos de boda de cada uno de ellos.

A sus 86 y 87 años, siguen queriéndose igual que antes “o más”, según Manuel. Isabel matiza que ella se conforma con que sea tanto como antes. “No podemos vivir el uno sin el otro”, dice ella. Y es verdad: duermen en camas separadas porque así están dispuestas en La Misericordia, pero pasan toda la noche cogidos de la mano, y de día, cuando están sentados, tampoco las separan.

Niegan haberse enfadado: “Cuando teníamos alguna discusión o queja terminábamos dándonos besos y abrazos para olvidarlo. No merece la pena pelearse”, explica Isabel.

Manuel se rompió la cadera y gracias al apoyo de su mujer y a su amor, consiguió volver a andar, aunque tenga que ayudarse de un andador. Cuando estuvo unos meses ingresado en la enfermería del centro, Isabel subía por la mañana y por la tarde a visitarle: “Siempre a su lado”, dice ella. Ahora que ha vuelto a su habitación, Isabel le lleva en silla de ruedas. Aunque tenga artrosis y le duela la mano de arrastrar la silla, salen a pasear con el buen tiempo por los jardines de la residencia.

Recuerdan con alegría la celebración de su cincuenta aniversario, aunque han pasado ya quince años. Fue una ceremonia en la parroquia de Cristo Rey, a la que asistió toda la familia. “Nos regalaron este marco para la foto”, dice Isabel acariciando la cara de su marido bajo el cristal del retrato. Después de las Bodas de Oro, los dos esperaban con ilusión llegar a las de Diamante, y lo han conseguido de largo.

Viven el amor como algo muy grande y bonito que les ha dado el Señor. “Es una lástima esto del divorcio porque no miran a los hijos”, comenta acerca del problema de los matrimonios actuales. Según ella, van a ver si “la pilla” y no miden los sentimientos.

Un hermano de Isabel era músico y les avisaba cuando había baile en la plaza del pueblo. Ellos bailaban mucho, sobre todo sevillanas, y también solían cantar, pero ahora nada les impide seguir haciéndolo. Como Manuel no se puede mover mucho, Isabel baila y a veces le mueve un poco. Todavía cantan y se acuerdan de la letra de las canciones de su época. “Él se pone alegre, así que le canto”, cuenta ella.

“No pedimos nada más porque el Señor está con nosotros y estamos vivos”, dice Isabel mientras Manuel sonríe. Después de haber estado tantos años juntos, les gustaría cerrar los ojos al mismo tiempo.


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