Argumentos de fondo / Matrimonio
Imprimir

El amor conyugal entre la vida y la muerte. La cuestión de las tres grandes estancias de la unión II
Pedro-Juan Viladrich

Los tres niveles de la comunicación conyugal
Esta plenitud biográfica de la exclusividad trae importantísimos bienes a los amadores y a su unión. La más importante, desde el punto de vista estructural y dinámico de una teoría y de una praxis de la comunicación conyugal, es que el aunarse y la misma unión adquieren la triple dimensión del tiempo biográfico humano y la articulación entre esas tres dimensiones de la relación comunicativa, a saber, el nivel del acto, el nivel del hábito y el nivel más profundo donde la intención voluntaria se propone y sustenta la edificación perseverante de la identidad biográfica.

Esta triple consideración nos permite objetivar los medios de comunicación aptos y oportunos a cada nivel, evaluar el estado de los niveles de comunicación de una historia concreta, el nivel donde se manifiestan los conflictos, el nivel donde se originan, el uso adecuado o inadecuado de los medios específicos, y las interferencias positivas y negativas entre los tres planos de la comunicación.
En efecto, la unión abarca el acto comunicativo de presente —en realidad, muchos cada día, miles a lo largo de la vida— lo que supone asentar un plano de comunicación actual como espacio objetivable de encuentro, que presenta elementos de información, elaboración y transmisión del mensaje en la fugaz coordenada espacio-temporal del aquí y del ahora. El tono de la voz, la claridad del mensaje, sus canales, los ruidos e interferencias, el lugar y el momento oportuno, el gesto y la postura corporal concreta, por ejemplo, son factores muy importantes de la comunicación actual. Pero la unión conyugal y su comunicación no se limita a la estructura y dinámica de la actualidad presente, lo que supondría unas miríadas de fragmentos sin continuidad ni sentido biográfico. No somos así y cuando, por alguna causa, nos fragmentamos en flashes instantáneos, nuestra vida y persona corren serio peligro de desintegración y fracaso. Somos tiempo, historia nuestra y cobiografía de otro modo, según otro nivel de comunicación simultáneo y diferente al actual aquí y ahora.


Somos también hábitos, épocas y duraciones estables mediante el hilo que hay entre los meros y fugaces presentes. En nuestra comunicación conyugal —en sus actitudes, mensajes y contextos— aflora constantemente nuestro estado habitual bueno, regular o malo. El nuevo nivel es el de la comunicación habitual. Este plano condensa establemente cierta cantidad de pasado no pretérito sino activo, de anticipación de expectativas de futuro y de presente entreabierto a lo que proviene del pasado y a la suposición de lo que traerá el futuro. El nivel de comunicación habitual se alimenta del plano de comunicación actual y de su reiteración, pues el momento presente es donde existe la única ventana al cambio. Pero el plano actual está condicionado en cierta dosis por el estado positivo o negativo de la comunicación habitual. Hay factores comunicativos propios de cada nivel e, incluso, un mismo factor interviene en un plano u otro de una manera diferente, pues, a guisa de ejemplo, el regalo de una flor acompañado de un tono cálido de voz en un espacio adecuado de intimidad, como la alcoba, podría ser considerado en el nivel de la comunicación actual como una acción positiva, pero aquella flor puede ser rechazada y pisoteada si en el nivel de comunicación habitual hay un gran desgaste y escepticismo respecto del habitual e inútil recurso a las flores para ladear cualquier conflicto.


Debajo de estos dos niveles, con un papel importantísimo en su conservación y crecimiento, en su restauración o en su cancelación terminal, está aquel nivel de comunicación donde la persona «en persona» se hace presente y preside su vivir biográfico —su pasado, presente y futuro— desde aquella insólita y extraordinaria actualidad de su acto de ser, con la que en todo momento está en sí como sujeto y dueño de sí. En este nivel fundamental, se radica la voluntad sustante del «co-ser» unión y de proveer por dicha unión, es decir, la intencionalidad voluntaria de fondo sobre la coidentidad biográfica conyugal, aquella con la que nos definimos y nos conservamos a lo largo de la vida. En dicho nivel se juega la comunicación en el ser esencial de la unión, y ahí es donde se vive la armónica congruencia o, por el contrario, el conflicto entre la conservación de la coidentidad conyugal y su asentimiento satisfactorio en la identidad singular de cada cónyuge. Si este nivel se pierde, todos los otros niveles están perdidos; pero mientras subsiste posee una inusitada fuerza de amortiguación y de regeneración —aunque no infinita— de las disfunciones del nivel actual y habitual.


El estudio minucioso de estas tres dimensiones de la comunicación, de sus medios y recursos peculiares, y de sus interacciones es muy amplio y complejo. Nos basta en este momento con señalar su conexión con la plena exclusividad del don entero, pues sin él la triple dimensión de la comunicación se constituye defectuosamente, sus interacciones pierden capacidad constructiva, se desordenan y se fracturan en planos contradictorios. La expectativa de una buena comunicación actual y habitual sobre el cimiento de una falta expresa de intencionalidad cobiográfica o sobre un asentamiento fáctico —poco consciente— en el aquí y ahora, sin continuidad habitual y congruencia cobiográfica, genera entre los amadores un tipo de esperanza frágil, inestable, insegura, propensa al temor y a la sospecha sobre su propia relación amorosa y su futuro, que ya les corroe su presente.
El don entero, en cambio, permite una buena articulación de principio entre los tres niveles de la comunicación en muchos de sus medios, recursos e interacciones. Cuando menos los amadores se alivian ciertos temores secretos y se favorecen la confianza íntima en la misma medida en que ambos han decidido, por encima y por debajo de sus limitaciones, errores y fechorías, biografiarse juntos toda la vida. Entonces esa esperanza en el futuro se hace fe mutua y compartida, es decir, cointimidad confiada en lo que juntos fueron, son y serán. Se abre, así, la cointimidad conyugada a aquella seguridad, paz y confianza íntimas que provienen del amor cuya verdad de hoy será verdad mañana y siempre. Sólo bajo esta plena exclusividad cobiográfica, el don entero tiene verdaderas posibilidades de romper la soledad de naturaleza de ambos amadores —aquélla que está grabada a fuego en la naturaleza referencial del ser humanidad como varón y mujer— y abrirles aquel ámbito de cointimación donde aguarda la originaria confianza desnuda, la compañía íntima en la carne y el coprincipio de vida fecunda. La razón y la experiencia nos demuestran cada día que aquella insólita cointimidad no se logra engendrar entre dos si uno sólo de ellos se reserva y sólo aporta un pedazo fragmentado de sí mismo. La exclusividad cobiográfica es la fuente de la fidelidad, de la confianza íntima, de la lealtad, de la paz y seguridad conyugales y de otros bienes, de estructura conjunta y dinámica tridimensional, que actúan contra las mil diversas formas de la soledad íntima, del temor, la desconfianza y la sospecha, de la falsedad y de la utilización del otro, que son las tinieblas de nuestros amores.


La plenitud del don cobiográfico no es una simple suma de las dos intimidades y sus dos exclusividades, que permanecen en su irreductible dualidad, aunque en relación de intercambio. Ahí está la puerta de la cuestión. El entrelazamiento o vinculación, cuando es pleno, les engendra un ámbito nuevo y superior de conformación del ser varón y mujer, que es el coser conyugado. Hay ahí una sima insondable, un misterio del ser humanidad como varón y mujer. Si en verdad queremos una respuesta a este misterio de comunión, deberemos aceptar un desafío, el de la resonancia de Dios en la sexualidad de la persona humana y en el amarse en esa carne dialógicamente modalizada. La experiencia de la comunicación sexual, en su seria acepción teórica y práctica, lo es de aquella genuina compañía íntima por la que el ser humanidad, como varón o mujer, se libera de la soledad primigenia, de serlo a solas consigo mismo en medio de todas las criaturas del cosmos, y halla en ser la comunión con el otro —la carne y hueso que lo es de mi carne y huesos— la ganancia de una inédita conformación en la naturaleza humana, la unión conyugal o una caro, que es vía que adentra en la imagen y semejanza con la comunión de amor que es el mismo Dios-Trino (21). Esta vía nupcial de adentramiento humano en la imagen y semejanza divina es el fundamento del carácter inaudito e insólito de la unión conyugal y del ámbito de su cointimación, frente a todas las otras relaciones, uniones, convergencias de intereses y complicidades humanas. Es, también, la explicación de que la unión conyugal, por llevar impresa la imagen y semejanza de Dios-Trino, contenga un específico principio espiritual de amor y de vida sobre la carne, un principio vital libre de ciclo y renovador de todo ciclo.

El núcleo conyugal de la paternidad y maternidad
Entero significa el don del principio de fecundidad y de genealogía humana en la misma medida en que la potencial paternidad y la maternidad son dimensiones constitutivas del ser varón o mujer. En este sentido, el fraude, la reserva, la fragmentación y, bajo cualquier modalidad, la no aportación de la potencial paternidad o maternidad al co-ser unión y a su común patrimonio es una contradicción con el don entero y una lesión directa a la apertura y adentramiento en la cointimidad conyugada. Digámoslo claramente, la paternidad o la maternidad que se mantienen sin aportarse enteras a la unión —como bien que deja de ser sólo mío para ser lo nuestro— no logran inaugurar el gran adentro de la formidable cointimidad y en su lugar, por desgracia, abren habitáculos de manipulación, cálculo y maquinación individualística, debilitamiento de la transparencia y confianza de la mirada conjunta, perturban la intencionalidad del trato sexual, lo exponen al ciclo psicosomático sobre lo venéreo y al de los intereses —sutil o groseramente alienantes— de coyuntura del colectivo y de mero valor sociocultural, y van sembrando áreas de íntima sospecha y soledad.


Es muy importante precisar esta inherencia de la paternidad o la maternidad al carácter entero del don masculino o femenino. La paternidad y la maternidad manifiestan un coprincipio de genealogía de índole personal. Esta genealogía personalizada no debe comprenderse como una cualificación que sólo viene exigida por la propia condición y dignidad personal del hijo y, con él, del resto de parentesco que desde la filiación arranca y se extiende graduándose en la línea directa y en la colateral. Ciertamente, la persona del hijo exige una correlativa implicación personal del padre y de la madre que trascienda la reproducción en el mero plano biológico. Tan es así que ningún hijo logra reconocer la autenticidad y plenitud de la relación paterno-filial allí donde sólo hubo aportación genética de los gametos o donde ocurrieron toda la infortunada serie de los más severos descuidos, abandonos y ausencias.


Mas una vez, dicho esto, queremos indicar que la expresión genealogía personal significa algo más y antecedente al hijo. La genealogía no es personal, en su misma raíz, cuando los padres son sólo un coprincipio en el plano genético, por la necesaria fusión de sus gametos, o una implicación personal aunque individual en una paternidad y en una maternidad aisladas entre sí o, a fortiori, conflictuadas y hostiles. La genealogía es personal, en su raíz, cuando los padres lo son porque entre sí son unión y de su «ser una unión conyugal» brota conjuntada la paternidad con la maternidad. El hijo tiene una genealogía personal cuando sus padres engendran por unidos, en cuanto cónyuges.

El amor de unión, el conyugado en aquella exclusividad cobiográfica, es la raíz de una genealogía personal. Toda la psicología del niño y del adolescente parece asentarse sobre la sustante presencia, tantas veces frustrada, de la unión de amor entre los padres, que no es sustituible, más que con ambiguos y limitados alivios, por una paternidad y una maternidad individualizada y separada, o por lo monoparental. Si esto es lo que ocurre en la experiencia clínica sobre la infancia y la adolescencia, solamente la ceguera puede impedir ver el cuadro de penosas frustraciones, miserias, malicias, hostilidades y violencias —hasta todos los jinetes del Apocalipsis— que historian entre sí los propios progenitores que nunca fueron unión o cuya unión se desintegró, cuando guerrean por sus hijos. La genealogía humana ha de ser conyugal porque somos personas y este ser asienta su acto de serlo —su origen y destino— en una unión de amor.

El don en cuanto sincero. La cuestión de la desnudez íntima
El don, además de entero, ha de ser sincero. Sincero en el amarse conyugal significa muchas cosas y muy importantes. Entre las más esenciales, hay dos que destacan. La primera es la limpieza y rectitud de la intencionalidad con la que nos presentamos en la comunicación amorosa y en todo el aunarnos. Ahí se juega la sede de la confianza íntima y todas sus lealtades frente a las intenciones extra y contra conyugales, entre las que destacan la dominación, la codicia posesiva, la manipulación y utilización que, entre otras, son fuente de la sospecha y la desconfianza íntimas. Nada más amante de la ocultación, el fingimiento, las apariencias, y la simulación que las intenciones torticeras en el amar y, como todos sabemos, en cualesquiera relaciones humanas.

La intención de apropiarse y de utilizar a la persona del otro no ama la luz, se oculta y miente lo que haga falta, porque se avergüenza de ser descubierta. Esta vergüenza —otra belleza del castigo— la produce la conciencia de saber cuán injusto e indigno al ser personal es pretender apropiarlo y manipularlo, y cuanto pánico produce imaginar que esa intención nos sea identificada y descubierta. Este oscuro mundo mata el amor. En realidad, estamos en el muy estudiado campo de las intenciones benevolentes frente a las intenciones concupiscentes. Por eso, hoy nos fijaremos en la segunda gran cuestión que suscita el don conyugal sincero, que la desnudez íntima y su incondicionalidad.


Bajo esta segunda perspectiva, don sincero significa que es el quién personal, «en persona», quien viene de verdad dentro de la dinámica don-acogida-don de su cuerpo masculino o femenino. Hay esta sinceridad cuando él o ella, «en persona», son a quien encontramos implicados de verdad en la comunicación sexual de los cuerpos. Esta presencia no es una fugaz comparecencia, chispazos casuales y fragmentarios, la razón de cuyo destello es un secreto del individuo y una excepción en su habitual comportamiento. Esos fogonazos, frecuentemente, son interesadas codicias, más que sinceridad del don. Por eso, causan desconfianza en el amado e impaciencia en el amante. La sinceridad de la cointimidad conyugada es algo más profundo, más habitual y, desde luego, compartido. Se trata de una conjunta implicación de las dos intimidades personales que es compromiso de presencia sustante y perseverante, que es definición radical de su aunarse amoroso. En este sentido es sincero el don, porque la implicación de la intimidad presencial de la persona está dada en todo momento y circunstancia, es decir, es don mutuamente comprometido en justicia.


Ahora bien, que la comunicación entre el cuerpo masculino y femenino, que son por corporales realidades sensibles, contenga la implicación íntima de la presencia de la persona en persona, que es espíritu, supone para el amarse un contactar en un ámbito tal de intimidad para el que el calificativo «privada» resulta muy pobre y equivocado. La cointimidad, que abre la mutua sinceridad del don, quizás traiga una vida privada, pero no es intrínsecamente el mundo de lo privado, que está regido por los usos y costumbres socioculturales y es visible, incluso en lo tocante a la praxis sexual, y los poderes exteriores pueden en un determinado momento exponerla a la luz pública. La cointimidad, en cambio, es contacto espiritual, invisible en sí mismo y al ojo público, libre de encarnación sometida a los usos y costumbres sociales, porque es contacto entre las personas que en cuanto desnudas están más allá y al fondo de todo convencionalismo, inmediatamente encarnadas dentro de la intimidad de sus propios cuerpos, los cuales debieran ser su palabra más directa y sincera. Ésta es la razón del valor comunicativo de la intimidad amorosa —por ejemplo, la ternura— por parte del contacto corporal y de sus gestos afectivos —la caricia, el beso, el abrazo, la mirada por encima de las palabras y conceptos—.


He aquí la inquietante, sugestiva y fundamental cuestión de la desnudez en el amor entre varón y mujer y en su íntima comunicación. Hay un vínculo profundo entre sinceridad del don y desnudez. La sinceridad supone verdadera implicación en la comunicación sexual de la persona en persona. Esta implicación es, si se medita bien, una transparencia del cuerpo por la que éste alberga en verdad a la persona «en persona» y la trasluce al darse y al acogerse sexualmente. Pero trasluce la persona tal como está en la intimidad con su cuerpo de varón o de mujer, es decir, la comunica íntima o desnuda. Así estamos dentro de nuestro propio cuerpo masculino o femenino, íntimamente desnudos. Debemos pronto añadir que la desnudez es, también, transparencia del valor incondicional, en sí mismo, de cada única persona. Esta transparencia es la joya secreta, la específica razón de bondad, que se esconde en una noción dilapidada, maltratada y perdida en la cultura y praxis contemporánea de la sexualidad: se trata de la pureza.
La desnudez, desvestidos de otros valores, es ámbito de mutuo reconocimiento, de estimación y comunicación de la incondicional razón de bondad que, desde la persona en persona, anida en todo su cuerpo masculino o femenino y brota en su comunicación amorosa. Por eso, la sinceridad del don personaliza la conjunción sexual de los cuerpos a la luz de los valores específicos del irrepetible ser persona de cada amador, de su condición y dignidad de persona única. El don de la sexualidad, por «sincero», se arraiga en el valor incondicional o desnudo de cada persona. Por esta razón, la sinceridad del don promueve que el amador abra todos los componentes o «vestidos» que se convocan en la dinámica de su sexualidad —los biológicos, psicológicos y socioculturales— y los reorganice y reubique a la luz del valor incondicional, en sí y por sí, de la persona única que es el varón o la mujer amados. A su vez, este es el principio que asienta y depura la verdadera incondicionalidad de la copertenencia conyugal —y de las consanguíneas— frente al riesgo de arraigarlas en fanatismos de copertenencia tan intensos cuanto esclavizantes de la persona, pues la someten al servicio de ciertos «valores» que son «condiciones sine qua non», a título de ejemplo, la raza, el sexo, la saga, la casta o clase social, el patrimonio o la empresa familiar, el clan ideológico, político y social.


Ésta es, en síntesis, la desnudez conyugal: que se transparente en la comunicación sexual de los cuerpos la implicación desnuda de la intimidad de cada singular persona, «en persona», y tiña de esa desnuda presencia y de su valor incondicional el íntimo aunarse y el ser de la misma unión.
Bajo la óptica de estas consideraciones, tal vez comprendamos la dificultad en desnudarnos en el amor o, dicho al revés, nuestro bien desarrollado arte de presentarnos más o menos ocultos bajo un sin fin de ropajes y disfraces, que dejan las hojas de parra de Adán y Eva en juego de niños y recurso de aprendices. Como venimos repitiendo, la desnudez o transparencia íntima de la persona en la comunicación sexual, es una llave o, si se prefiere, un componente esencial del conjuro que nos abre la cointimidad primigenia en la carne o humanidad. Pero, por ello mismo, es un adentrarse y juntos, un esforzado compromiso de caminarse juntos la senda angosta, pues la plena desnudez, en cuanto patrimonio común de la unión, es meta, está más al final que al principio, pero también es oriente y brújula del irse cobiografiando. No hay adentramiento individual y aislado en esta desnudez del amor conyugal. El adentrarse es, por principio, un caminar conjunto, una corresponsabilidad conyugal, un esperarse y ayudarse, una dimensión tridimensional del vivirse la correspondencia del ser unión. La conquista de la desnudez en el aunarse, a medida que los caminantes se adentran juntos en ella, va produciendo un código de selección y una vía de superación de cuantos «vestidos» ocultan, disfrazan, menoscaban o niegan la valía incondicional de cada desnuda persona y la sustituyen por aquellos otros «valores de utilidad, provecho y deleite» que someten el don y la aceptación de un concreto varón o de una no menos concreta mujer a la condición de medios o instrumentos para la consecución de aquellas utilidades. A través de la conquista de la conjunta desnudez íntima, los amadores se conocen de verdad y, por eso mismo, pueden acompañarse en la intimidad real y no en escenarios ficticios. Este conocerse en verdad es requisito imprescindible para transformar la soledad primigenia en compañía íntima.


La desnudez, como transparencia en la comunicación sexual de la íntima persona y de su incondicional valor, la esperamos con anhelo en el don del amado, aunque la sembramos y abonamos con la exquisitez de nuestra acogida a su deznudez y con la audacia del don sincero de nuestra propia desnudez. Este sincero entrelazamiento abre la desnudez conjunta, que es la esencia de la compañía y confianza íntimas. Tal voluntad forma parte esencial del nivel de comunicación sustante y, desde ahí, mana dentro de cada acto de presente y conforma el estado habitual. Sabemos que este ámbito parece precipicio, nos convoca todos nuestros peores vértigos, pánicos y demonios, todas nuestras malicias y algún que otro inconfesable vicio. Pero es esencial que forme parte de la intencionalidad con que los amadores se conyugan y del compromiso de identidad cobiográfica que se proponen ser. La podemos denominar voluntad conyugada de desnudez o, en sentido inverso, de desprendimiento de cuanto a lo largo del convivir nos oculta, nos disfraza, nos facilita la manipulación y utilización del otro amado, nos hace mendaces en el amar. Esta común voluntad de desnudez íntima, aun con todas sus limitaciones, claroscuros, ajuares y vestimentas que adornan nuestro equipaje —que reciclamos o adquirimos cada nueva temporada y cuyos desprendimientos duran toda la vida— es la única vía de acceso —aunque angosta y ardua— a la auténtica compañía íntima que hay en el bien de ser unión conyugal, en cuanto diseñado para ser el núcleo primario donde lo valemos todo desnudos de todo.


Pero este ámbito, ésta es la cuestión clave, sólo lo abre a la conjunción sexual de los cuerpos el don y la aceptación de la desnuda intimidad de las personas y de su valor incondicional y, en dirección inversa, nos lo cierra el falso don y los simulacros y sucedáneos de desnudez. A solas en nuestro interior intuimos que la cosa es así. Lo sabemos si algún grado real de conocimiento tenemos sobre nuestra propia intimidad, si poseemos cierto hábito de examen honesto y humilde de conciencia, si nos conocemos a nosotros mismos. Este principio de sabiduría —el socrático conócete a ti mismo— nos plantea, de nuevo, la cuestión de la integridad y la integración del sujeto en amador. Pues si un varón o una mujer ni siquiera tienen capacidad de conocer una dosis verdadera de su propia intimidad, ¿cómo podrán dar sinceramente lo que desconocen, lo que yerran o lo que se ocultan e incluso se mienten a sí mismos?, ¿cómo podrán acoger, como si de la propia se tratase, la intimidad del otro? El estudioso y el terapeuta deben descubrir esta profunda articulación entre, de un lado, los grados de autoconocimiento realista y de integración de las propias dinámicas sexuales y, de otro lado, la conyugación veraz de las desnudas intimidades en cada historia concreta, entre el progreso de uno y de otra, pues en sus desajustes está el pozo de muchas causas profundas de la incomunicación en sus tres niveles y de aquel temible infierno que es la soledad en compañía.

Dos errores tópicos y una propuesta
Podemos caer en dos errores de apreciación sobre la vinculación conyugal. Uno, grueso y frecuente, será interpretar el vínculo como una cadena, una atadura, una privación de la libertad en pago de la seguridad y la estabilidad. La concepción implícita sería la siguiente. El amor, de suyo, es sentimiento gratuito y libre, va y viene según le da, no admite obligación alguna. Pero importantes razones de conveniencia externas al amor, como son la seguridad y la estabilidad en el futuro de la pareja, de sus hijos y de su inserción en el modelo sociocultural, hacen sensato asentarlo sobre una vinculación socialmente institucionalizada de la convivencia. Esa vinculación, de suyo, no es el amor, sino el «habitáculo» (22) jurídico y social, cuya finalidad es la estabilidad y seguridad de la convivencia, pero no tanto el adentramiento y comunión en la intimidad personal. En suma, el vínculo es el seguro y estable estatuto donde habitar aquella vida privada que, según los usos y costumbres y protegida por las leyes, el sistema llama matrimonio. Su precio es la libertad de los amadores que, en cuanto casados, quedan encadenados a convivir aquel habitáculo de vida privada social y jurídicamente regulado. Pero este «estado civil», este estatuto socio-legal matrimonial, no es la desnuda cointimidad del amor conyugado, ni los usos y costumbres con los que una sociedad configura tal habitáculo matrimonial y familiar tampoco son, en sí mismos, el ser mismo de la unión conyugal y su desnuda cointimidad de amor. La inteligencia del lector me exime de recordar cuantos habitáculos de vida privada, que la sociedad registra con el título de matrimonio y que las costumbres y usos configuran como vida marital, están vacíos de amor y cointimidad conyugal.


El otro error, mucho más sutil y no menos extendido, es identificar la vinculación conyugal y su específica dinámica con los ciclos evolutivos de los componentes biológicos, psicológicos y socioculturales de los consortes, los cuales, según vimos, son los habitáculos dentro y en medio de los cuales acontece el vínculo y su adentramiento en la cointimidad, pero que no son, en sí mismos, la propia e íntima conyugación amorosa. En este sentido, se elaboran conceptos y periodifican etapas, como el de pareja o matrimonio joven, maduro o de la tercera edad, con fines conceptuales, diagnósticos, pronósticos y terapéuticos. Se focaliza la relación paterno-filial y se organizan sus etapas biológicas, psicológicas y sociales, definiéndolas como ciclo vital de la familia y, bajo este encuadre, se tipifican ciertas etapas de la vida conyugal y familiar, como el estadio activo de la pareja progenitora, los padres de infantes o de adolescentes, la etapa de nido vacío, sus crisis y transiciones. Debemos decir que este tipo de construcción doctrinal y organización epocal, de la que hemos recordado algunos pocos ejemplos, es cierta pero sólo en los planos que identifican sus perspectivas. En todo caso, no es completa, ni mucho menos corresponde a un enfoque esencial y nuclear. En efecto, parece inspirarse prevalentemente en la naturaleza y dinámica de los habitáculos biológicos, psicológicos y socioculturales de la pareja y de la familia. Nos preguntamos si tales planteamientos no dejan en la penumbra o ni siquiera tocan la dinámica intrínseca del ser conyugal, sus estancias de unión y el adentramiento en su específica cointimidad. El amor mismo —la estructura y dinámica específica del proceso de su aunarse y de su ser unión— pueden haberse quedado fuera de la construcción y organización explicativa de las etapas cíclicas de la pareja y de la familia (23).


En consecuencia, proponemos una nueva y complementaria perspectiva. Requiere, en primer lugar, comprender la vinculación como un estadio intrínseco del aunarse amoroso, en su doble acepción de estancia y dinámica, el cual ha de distinguirse de los habitáculos biológico, psicológico o sociocultural de los propios consortes, de los cuales la vinculación se nutre y en medio de los que ésta procesa el ser unión y el adentramiento en ella. En segundo lugar, solicita una consideración del vínculo en cuya virtud éste no se plasma en obligación estática de procedencia sociocultural y razones de conveniencia, sino como estancia intrínseca y específica del amor cuando su aunarse alcanza el «co-ser» la unión y, precisamente por ello, inicia una nueva dinámica de mayor adentramiento en la cointimidad conyugada, que ya es unión real y afecta al orden del ser, si la comparamos con la primera estancia unitiva. Se trata, pues, de comprender qué factores producen y cómo conducen esta dinámica de mayor adentramiento, que se sustenta en la vinculación, y que caracterizará la segunda estancia unitiva y la que conducirá, a su vez, a la posibilidad de la tercera gran estancia de la unión.
Adoptada esta perspectiva, consideraremos las características esenciales del vínculo en cuanto valores dinámicos del ser unión, es decir, como bienes que identifican de qué manera la misma unión ha de organizarse para tender eficazmente a la consecución de sus fines propios. Aplicaremos nuestra atención sobre dichos valores bajo la óptica de criterios o señales veraces de la ruta de mayor adentramiento en la cointimidad ya conyugada. Cada proceso conyugal concreto tiene unos consortes singulares, los cuales aportan a su proceso unitivo unos componentes biológicos, psicológicos y socioculturales también muy concretos y particulares. Su proceso unitivo, no obstante, ha de conseguir su conservación —una vez fundada la unión real—, su desarrollo y sus restauraciones como tal unión y ha de hacerlo navegando, sin naufragar, entre aquellos particulares componentes, que son sus mares o entornos reales de hecho, nutriéndolos y nutriéndose de ellos.

La unión de amor conyugal ha de engendrar su ámbito de espacio y tiempo específico —la cointimidad conyugada— desde dentro y en medio del resto de los tiempos y espacios comunes de las biografías concretas. En consecuencia, se tratará de ver en el caso concreto de qué manera el entorno vital y la dinámica que de continuo van produciendo los componentes biológicos, psicológicos y socioculturales de los amadores es reorganizada, reubicada y aprovechada por los propios consortes desde el criterio de ruta de conseguir juntos el adentrarse en la conservación, el progreso o la restauración de la «desnudez» incondicional, de la fidelidad exclusiva y cobiográfica, de la genealogía personal en la fecundidad, de esa conformación en unión debida en justicia con la que han vinculado su ser de varón y de mujer, que nos da en el amor en la carne sexuada —dentro y en medio de toda su circunstancia cíclica— el excelentísimo valor personal de ser nuestra palabra dada.


En suma, de suyo lo propio del vínculo es vincular, es decir, el adentrar más y más a los consortes en el ser unión ya conyugada. Se consigue conservar, acrecer y restaurar la cointimidad conyugada cuando los bienes esenciales y característicos de la vinculación se viven desde dentro y se encarnan en medio de cuanto a los cónyuges les trae la vida. Hacer realidad estos valores es la vida misma de la unión y en ellos está su principio específico de vida, aquel que no está sometido al ciclo, que brota del acto de ser persona sobre nuestra naturaleza masculina y femenina, que manifiesta el tipo de vida del espíritu que anida en cadauno de nosotros y que nos brota al amar verdadero y bueno.


Nos parece que los instrumentos de identificación y evaluación de estos valores esenciales de la vínculación conyugal, entendidos como las claves teóricas y prácticas para reconvertir en unión y cointimación los habitáculos en los que la biología de los consortes, la estructura y características de su personalidad psicológica y los condicionantes de la inserción en la red sociocultural, más las dinámicas con las que dichos componentes surgen, procesan sus ciclos y constituyen materia prima para la unión conyugal y su destino, están por hacer y son terreno virgen. No hay mejor praxis que disponer de una teoría verdadera. Estos valores esenciales de la vinculación, dada la multitud de niveles y facetas de realidad que contienen, deben ser comprendidos y desarrollados desde varias perspectivas científicas, cada una de las cuales aporta una contribución tan especifica e imprescindible, cuanto necesitada de complementarse con las demás. Las correspondientes aportaciones necesitarán un arduo trabajo de articulación y concordia. El previsible debate y combate ideológico sobre los valores de la vinculación enturbiará, desde las antropologías subyacentes y desde el mundo de los prejuicios, su consideración preferentemente científica y, tal vez, se intensificará la fuerte tentación a exilarlos al terreno de la opciones éticas particulares y a circunscribirse solamente en los componentes biológicos, psicológicos y socioculturales, donde la concordia no es mayor, pero donde la implicación personal es menor, aunque las fuertes fronteras entre las ciencias respectivas provoquen un puzzle de piezas autónomas y fragmenten la visión del conjunto y de su fondo. No obstante, la cuestión de la verdad y bondad en el amor sexual brota cada primavera, si no en el prado de las ciencias, en todo caso en la vida real de miles de personas concretas, las cuales, al encontrarse con su amor, quieren saber de verdad qué es y cómo vivir bien lo nuestro. Ayudar a amar verdadero, bueno y bello es el reto. Si no renunciamos a la esperanza, aunque el optimismo se limite a algunos sectores intelectuales, quizás tan pequeños como los granos de mostaza pero ilusionados con la cuestión de la verdad y la bondad, convendrá desarrollar el hábito de una nueva e intensa interdisciplinariedad en cuyos encuentros cada ciencia deberá asumir una parte y una contribución al entero organismo, la propia y proporcionada a su perspectiva, abandonando el usual enroque de cada especialidad sobre su ombligo.

La tercera gran estancia conyugal: la unión de uniones
La vinculación que sustenta la segunda estancia no es un encofrado de cemento, estático y rígido, donde sumergida la unión no tiene otra cosa que hacer que conservar esa consistencia y vegetar establemente su rutina, porque ya no hay un además o plus ultra. La vinculación, según hemos expuesto, no es sólo una conformación del varón y la mujer en ser su unión sino que, precisamente por eso mismo, consiste en una manera de vivirse unidos que posibilita una nueva e inédita dinámica de adentrarse más y más en la unión de amor que el vínculo les ha engendrado. La unión conyugada —la vinculación según justicia— abre su propio horizonte hacia una nueva dimensión unitiva. Un horizonte cuya novedad no puede abrir la primera estancia unitiva, pues una cosa es inclinarse hacia la unión y otra, bien distinta, es ser la unión y deberse su ser y su obrar como proyecto cobiográfico. En este sentido, hemos afirmado que los caracteres esenciales de la vinculación son la hoja de ruta que adentra recto en ciertas razones de bondad —tan inéditas como reales— de la cointimidad conyugal en las que ésta, por la vía singular de cada conyugio, manifiesta la unidad del ser humanidad. Se trata ahora de examinar tres ámbitos de esta realización particular del ser la humanidad. En su consecución la unión conyugal se juega el acceso a la tercera gran estancia unitiva: el ser unión de uniones. En esta tercera gran estancia, la unión conyugal se adentra, por un lado, en aquella cohesión de la cointimidad capaz de vencer la decadencia de los ciclos vitales y que constituye la plenitud de la compenetración de la cobiografía íntima; y, por otro lado, se configura como una unión referencial para su genealogía familiar, una unión que irradia unión al resto de uniones conyugales del ámbito familiar extenso, una unión de uniones. De este modo, la unión conyugal avanza hacia su culminación esponsal en la muerte de uno de sus consortes, que es, en el culmen de la insólita paradoja, el encuentro con el destino nupcial de cada uno de los que fueron cónyuges en su vida mortal, cuestión escatológica de la que hoy debemos renunciar a tratar.


Usaremos dos ejemplos como punto de partida. Veamos, en primer término, cierto milagro de la mirada amorosa. No propongo pensarla, sino rememorarla exhumándola de nuestra experiencia vivida. Podemos experimentarla en sus dos direcciones, la que nos dirige nuestro amado o la nuestra hacia él. Tomemos ahora esta segunda y meditemos su textura. Cuando amamos y bajo su luz contemplamos a nuestro amado —a nuestro marido, nuestra mujer, nuestro hijo, tal vez, apaciblemente dormidos o, quizás, ocupados en cualquier cosa e ignorantes de la manera como nuestros ojos se han posado sobre ellos— nuestra mirada traspasa muchas capas. Ve su físico más o menos agraciado, pero se adentra más allá. Ve sus características psicológicas, sus mayores y menores talentos, sus aptitudes y limitaciones, la forma oportuna o inoportuna como las administra, pero es capaz de ir más allá. Trasciende su curriculum social, lo que tiene y de lo que carece, lo que representa en su entono social, económico y profesional. Nuestra mirada amorosa atraviesa todo eso —pese a verlo y hasta padecerlo— y lo alcanza en su intimidad, allí donde él o ella es «desnudo» —desprendido, despojado, desvestido— de todo lo demás. Podemos mirarle así y allí dentro en la misma medida que nuestra mirada brota de nuestra propia intimidad «desnuda». Donde queremos ahora, mediante este ejemplo, poner el énfasis no es tanto sobre esta intimidad —la contemplada en el amado y la del amante que contempla—, sino sobre las capas del amado que han sido perforadas, traspasadas y al fin trascendidas. Es decir, sugiero meditar este adentramiento que el amar conlleva. He aquí la cuestión: hay un específico adentramiento en la unión con el amado y hay un orden propio para vivir su experiencia (24). Este trascender las capas de tantas y tantas cosas que tenemos y nos envuelven —este adentrarse en la intimidad y el ir compartiendo juntos sus nuevas profundidades con ocasión del sucederse de los acontecimientos de la vida ordinaria— no es un fruto pleno y regalado desde el principio, sino un caminar juntos largo, arduo y angosto. La vinculación fundó su punto de partida, como ipsa res iusta, aquel modo de «coser» la unión y cointimarla que nos debemos en justicia como cobiografía nuestra. Ésta es la condición de posibilidad de la tercera gran estancia. Pero dicha cobiografía de la intimidad conyugal no ha hecho sino fundarse, es decir, no ha hecho más que empezar y dar su primer paso, el constitutivo, todo el resto está por andar. A la hora de aventurarse en este nuevo adentramiento, uno o ambos amadores pueden arrastrar un condicionamiento más o menos fuerte de su recíproca entrega y aceptación al atractivo unitivo de ciertas capas, demasiado cíclicas y de poco valor intrínseco. A lo largo de la vida en común, uno o ambos pueden ralentizar su adentramiento, demasiado apegados a alguna de estas capas; pueden quedar detenidos y atrapados en algunas de ellas, por causa del subjetivo y desmedido valor que se le concede o, por el contrario, por la falta de valoración de lo realmente unitivo. Las pautas de comportamiento socioculturales, los roles y funciones, los status y los tópicos pueden ser el único habitáculo que uno o ambos conocen y viven, puede ser su cárcel más o menos asumida y resignada.

El adentramiento se detiene, rutiniza, entra en la dinámica de ciclo que la capa contiene y que acaba imponiendo al ser mismo de la unión y a su específica dinámica de cointimación. La vinculación debilita sus características esenciales, que son los criterios o valores que permiten el adentramiento en la mayor unión, y los va haciendo coexistir o, tal vez, los sustituye por los otros valores o contravalores, los propios de un nivel o capa, es decir, de un sector de los componentes biológicos, psicológicos o socioculturales que caracterizan a los consortes y en los que éstos se consuman y consumen. La mirada amorosa, por volver a nuestro ejemplo, se hace entonces vidriosa, deja de traspasar hasta el final, se detiene en un nivel del otro —por tanto, también se empobrece quien mira— y el ámbito de cointimidad se reviste de todo ese vestuario, es decir, deja de ser «incondicionalmente desnudo». El don entero y sincero, que es vinculación conjunta, se va viviendo de modo cada vez menos entero y sincero. No estamos, sin embargo, en la primera estancia unitiva. Ahora la tensión y contradicción vital es mayor, más peligrosa, pues la pérdida de transparencia se asienta sobre la vinculación, sobre el mutuo derecho y deber de adentrarse más y más en ella. El plato de la frustración, de la desilusión y del despecho por la convicción de fraude está servido. «No era esto —mis sueños de amor decepcionados y rotos— lo que esperaba de nuestro matrimonio». Sabemos que no hay cosa peor que la corrupción de lo óptimo.


El otro ejemplo alude a una experiencia común, aunque de seguro alcance para quienes ya han vivido más de lo que esperan vivir. La madurez pone las cosas en su sitio, deslinda la esenciales de las accidentales, aprecia las más verdaderas y las distingue de las que sólo eran importantes en apariencia y en ciertos marcos circunstanciales. Obviamente, la madurez no es la mera antigüedad. Se puede ir envejeciendo aferrándose, cada vez más inseguro y temeroso, a los anclajes en tierras movedizas, en aquellas cosas que precisamente el tiempo y el ciclo van desvaneciendo. Ésta es, pues, la cuestión. A medida que la vida transcurre, van completando su dinámica los ciclos a los que está sometida nuestra naturaleza biológica, psicológica y sociocultural. Son los entornos en medio de los cuales ha tenido que adentrarse la unión conyugal en la progresiva elaboración y experiencia de su cointimidad. Ya hace tiempo que nuestros componentes cíclicos despuntaron, alcanzaron la edad de su cenit y nos ofrecieron su dosis de éxitos y fracasos. En todo caso, ya no es posible reempezarlos ex novo, quizás sólo podemos intentar su conservación prolongando cierto cenit o, cuando menos, buscando posesiones compensativas del decaer de nuestras tenencias. No obstante, la mayoría de las personas intuyen el envejecimiento y, sea cual sea la sabiduría o necedad de su adaptación, la madurez o la superficialidad de sus reacciones, sienten que todos sus ciclos entran en su otoño.


Pues bien, el atardecer de toda nuestra naturaleza cíclica no es, de suyo, lo mismo o idéntico para la cohesión de la unión conyugal, ni implica el ocaso del adentramiento cada vez más profundo en su cointimidad. Es justamente todo lo contrario. A medida que nuestra vida camina hacia su mayor fragilidad y decadencia, cuando tantas enfermedades nos asaltan y cualquier temible desintegración del sistema psicosomático puede imposibilitarnos, cuando toda posición social se debilita y por muy poderosa que haya sido —sea cual sea el ingenio que astutamente urdamos— ya no es el futuro, a duras penas el presente y casi toda ella pasado, en este escenario del descenso cíclico, justamente en él, la unión conyugal y el mundo de su intimidad pueden ser, de suyo, el excelente y milagroso contraste. Valgámonos ahora del segundo ejemplo. También es una mirada. Pocos acontecimientos humanos tienen mayor grandeza que la mirada de amor que dos veteranos cónyuges, ya ancianos, pueden dirigirse a su transparente intimidad, traspasando todo el decaer de su circunstancia y entorno, de sus propios cuerpos. Es decir, cuando lenta o súbitamente se descompone todo vestido cíclico, cuando la fragilidad, la pérdida de posición o la enfermedad es tal que, bajo «otra mirada diferente » a la del amor, sería muy razonable abandonar o, incluso, liquidar al paralítico, al demenciado, al que la medicina ha desahuciado, al cuerpo agonizante que miramos postrado en su lecho, entonces sigue siendo posible entre los amadores una mirada viva surgida de su unión de amor sorprendentemente más viva y coíntima.


Ahora bien, en este segundo como en el primer ejemplo, toda mirada amorosa nos enfrenta a una evaluación muy inquietante. Hay ahí la convocatoria de un examen, al que ninguno de los académicos —incluidos los afamados de terror— puede parangonarse. La unión conyugal comparece, al atardecer, ante el tribunal de sí misma. Los elementos de cohesión entre sus cónyuges, tal vez, se habían arraigado en exceso en el ascenso y cenit de algunos componentes cíclicos, que ahora decaen y se desvanecen. Quizás la convergencia de intereses se había asentado sobre esos lechos de valores socioculturales, y la «desnudez entera y sincera» de la cointimidad se fue revistiendo de aquel vestuario que, ahora, empieza a debilitarse y a decaer, o que hace tiempo nos descubrió su vacío e inutilidad para la confianza y la compañía íntimas. Cuando el futuro de las uniones conyugales es un horizonte de pérdida de lo que une y cohesiona, entonces ese futuro, del que nada bueno cabe esperar, empieza a deteriorar el presente. La fragilidad y atardecer de lo cíclico, en tales casos, es la descomposición y el ocaso de la unión. Pocas experiencias humanas son más tristes que las miradas decepcionadas, opacas y desconfiadas, cargadas de reproches entre dos veteranos cónyuges convencidos de conocerse demasiado, a los que su declinar les va privando paulatinamente del vestuario en el que habían escondido uno a otro su desnudez íntima. Agustín de Hipona acuñó una crudísima e inquietante expresión para la lección que hay en estos penosos y agrios frutos: se atrevió a llamarla «la belleza del castigo» (25). La despectiva expresión de «conocerse demasiado» puede querer decir, en algunos casos, un conocerse en aquellas capas de sus vidas que pertenecían al ciclo, capas que al envejecer pierden el esplendor de su lozanía o de las expectativas depositadas en ellas, se fragilizan, marchitan y decaen, y un haberse «desconocido demasiado», tal vez por completo, en aquel ámbito transparente de intimidad donde la singularísima y única persona de este varón y de esta mujer debieron comparecer, con sus valores de incondicionalidad, para el don y el acogimiento entero y sincero.


Reunamos las lecciones de ambos ejemplos. Lo que nos revelan es que la unión conyugada abre su propio adentramiento, un proceso de profundización hacia un nivel de madurez o plenitud que no se posee en el momento fundacional de la unión. Ésta es una experiencia que cualquiera puede percibir. El proceso hacia esa potencial plenitud lo hace posible la estructura de la vinculación fundacional, pues sin hacerse el uno del otro, sin ser unión real, los consortes no podrían abrir el camino de cointimación que lleva a la tercera gran estancia de la unión. Pero este proceso es una posibilidad abierta que hay que realizarlo en cada caso y puede detenerse, empobrecerse y fracasar. Esto significa que hay cónyuges que nunca la alcanzan; otros lo hacen de manera muy débil y fragmentaria, con áreas de su relación más cohesionadas que otras en la que hay discrepancias necrosadas y zonas tabúes. Tal plenitud no es un standard, sino una concreta y singular madurez de cada particular unión conyugal. No obstante esta manera propia y singular de construirla y vivirla —our way—, la madurez de plenitud de la tercera estancia se muestra en el poder de adentrarse en la unión trascendiendo la decadencia de los componentes unitivos cíclicos, y en el poder de irradiar esa conyugalidad del ser unión hacia las uniones de la genealogía familiar.


Debemos tener conceptualmente muy claro que hay un momento fundacional de la unión vinculada —la segunda gran estancia—, que es distinto de la inicial coincidencia amorosa, la primera gran estancia del enamoramiento. Hay un amor conyugal, en sentido estricto, el aunarse inédito y específico de quienes se deben el amor como forma de ser y vivir entre sí. Pero, a su vez, es también muy claro que, tras la fundación y por su causa, se abre un adentrarse más y más en un nivel de cohesión y cointimidad, que posibilita el sostén de la vinculación, hasta alcanzar una tercera gran estancia unitiva. Esta nueva estancia se caracteriza por poseer tal grado de compenetración interpersonal, inserta en la copertenencia de los cuerpos, que puede enfrentarse, traspasar y trascender, en el adentro de la cointimidad, la decadencia y ocaso de la naturaleza cíclica. Este inaudito trascender, como la mirada amorosa, lo hace en medio de todas las avenidas, entornos y habitáculos de la vida común. Pero la cointimidad unida alcanza el poder de adentrarse en ese ámbito del ser humanidad, el que resiste lo cíclico y su ocaso, si el caminar juntos ha significado realizar, entre aquel medio cíclico y aprovechando sus materiales, los valores del don y la aceptación entera y sincera de la vinculación conyugal, en cuyo ser unión se constituyeron. Mediante este plan de ruta, los cónyuges van despojándose de aquellas estimaciones y expectativas puestas en lo que «pasa» y, por eso mismo, van personalizando su encarnación sexual y espiritualizando su unión conyugal respecto del condicionante cíclico (26), aprendiendo lo más importante del amarse —aquello que es ocasión de don entero y sincero en cada circunstancia, la medida, el lugar y el momento idóneo de encarnar la comunión íntima—, lo que es una específica sabiduría, un discernir con luz directa el grano de los hechos y situaciones de la vida, sin necesidad de largos discursos o razonamientos intelectuales, allí donde comparece la incondicionalidad desnuda del amado, para no ignorarla o herirla, y allí donde ha de implicarse también la propia transparencia, para no evadirse de la acogida del otro y defraudarle en nuestra íntima entrega. Esa luz —una tierna y cálida luz, diría Frossard (27)— hace pronta, súbita, la actitud amorosa, dispone a la sincera intención y a sus rectificaciones, sugiere creativamente la iniciativa oportuna a la circunstancia, armoniza intuitivamente las tres dimensiones del amarse, abre al aunarse.


Podemos emplear el verbo madurar para aludir a este progreso hacia adentro del ser unión conyugal y el sustantivo madurez del amor conyugal para referirnos a sus frutos de cointimación y compenetración íntima. Podemos hacerlo si, mediante esos términos, queremos expresamente significar que contiene un proceso de progresivo desprendimiento de lo cíclico que ese cointimar supone o, lo que es lo mismo, si captamos que se está produciendo un progresivo proceso de espiritualización interpersonal desde el seno de la copertenencia incondicional y real de los ciclos de los cuerpos masculino y femenino, que conduce la realización de los valores esenciales de la vinculación conyugal. Ésos son los síntomas de la madurez conyugal. Los clásicos lo llamaron el camino del amor de concupiscencia al de benevolencia. Los cónyuges pueden tener y representar muchas cosas hacia fuera y hacia su mundo social, pero hacia dentro de su propia unión, en lo que son como cointimidad, no hay más verdad y bondad, no hay más realidad que la medida de verdadera incondicionalidad del don entero y sincero de sus personas, a través de la copertenencia de sus cuerpos masculino y femenino, que van encarnando en el acontecer de su vida ordinaria. La realización de semejante compenetración, a lo largo de los avatares de la vida, va edificando un nivel de plenitud de la cobiografía íntima, en que consiste la tercera gran estancia de la unión conyugal. El primer rasgo característico de esta plenitud es su enorme fuerza de cohesión y compenetración íntimas, justamente cuando todos los habitáculos cíclicos declinan. Esta fortaleza del ser unión es un poder de resistir y de atacar, en cuanto cointimidad, aquel fragilizarse y decaer de toda nuestra materialidad. Esta fortaleza supone un grado alto de posesión del principio de vida que el amor alumbró y el vínculo conformó y consolidó en ser. Este principio de vida es, en su esencia, un principio de vida espiritual, la que hay en el varón y en la mujer, en cuanto personas conyugables en su humanidad, que se infunde desde su espíritu, no tanto a las carnes en su materialidad y dualidad, sino a la unión en la carne, a la una caro.


Así pues, es el don sincero y entero de las personas en su masculinidad y feminidad, vinculado como nuestra forma de ser y de obrar, lo que infunde un principio de vida espiritual, que se expresa en el ámbito de la cointimación conyugal, cuyo crecimiento alcanza una plenitud de unión capaz de convivir con el ocaso de nuestra materialidad corporal y el debilitamiento de nuestra posición social sin decaer y corromperse como una simple parte de éstas. En todos los casos límite de la vida —por ejemplo, en el camino de la agonía—, los cónyuges pueden darse y acogerse en aquella mirada del amor cuyo principio vital, en sí mismo, no agoniza al modo del cuerpo, sino que lo traspasa y trasciende comunicando las intimidades personales entretanto hay espíritu en el cuerpo. Esa postrera comunicación íntima puede no estar limitada a aquel acto de presente, el que ocurre en esta mirada aquí y ahora, sino que es capaz de manifestar en ese momento la plenitud de la cointimación biográfica sustante, el profundo ámbito de adentramiento alcanzado y poseído por la unión conyugal. Es una profundidad de mirada diferente a aquella intensidad de la primera coincidencia amorosa, pues entre una y otra hay un muy distinto grado o estancia de la unión. La podemos admirar en ciertos cónyuges seniors, no por viejos sino por maduros. La mirada amorosa, que brota de esta tercera gran estancia unitiva, no se puede improvisar, no la podría concebir y alumbrar el presente inmediato y fugaz, tampoco es el fruto automático del mero pasar toda la vida juntos, sino del adentramiento entero y sincero a través de la vida haciéndola la cobiografía íntima de nuestra unión. Así pues, esta mirada comienza pronto, tras el vínculo que la posibilita, pero hay que convertirla de relámpago en sol, de acto en hábito y en el coser mismo.


Estamos, pues, ante el concepto de plenitud de la cobiografía íntima, que es un concepto progresivo diferente del acto de presente aquí y ahora con que se funda el vínculo, un concepto de confección cobiográfica que constituye la tercera gran estancia de la unión, la que brilla en el atardecer y el ocaso, la que no se pasa entre lo que nos pasa y se pasa. La muerte corporal interrumpe este adentramiento unitivo, pero no lo envejece, ni corroe, ni debilita, ni lo descompone. No podemos olvidar que el amor conyugal es experiencia primigenia de la encarnación humana, de la unidad de composición del espíritu personal con su cuerpo material. Acontece en el núcleo mismo de nuestra encrucijada entre la vida y la muerte. Sin embargo, el ciclo de nuestra materialidad y su ocaso, del que sol y luna son sus naturales péndulos, no es el mismo que el del amar, cuyo «tempo» según relata sugestivamente J. H. Newman no es el del péndulo (28). El amor, de suyo, no contiene el declinar y morir como natural etapa final de su esencia. Pero nuestra carne y su sexualidad son mortales. Por eso mismo, precisamente al atardecer del cuerpo —es obligado recordar a San Juan de la Cruz— se nos examinará en el amor. Esta evaluación implica la existencia de una tercera estancia unitiva. La superación positiva de semejante examen es la plenitud de amor que caracteriza esta tercera estancia de la unión conyugal.


El principio de vida de la unión conyugal entre varón y mujer le confiere una dinámica que puede ser descrita como un ensanchamiento de la creciente y gradual interiorización hacia un adentrarse que, en cuanto verbo, conjuga el «co-ser» la unión más y más. Lo que por humanidad nuestra naturaleza nos hace ser y vivir en los órdenes físico y biológico, psicológico y sociocultural —en el orden de la composición psicosomática de nuestro cuerpo sexuado y de nuestra personalidad psicológica y en el orden de nuestra inserción en la tupida red de posiciones, situaciones y relaciones socioculturales—, aunque sometido a sus peculiares afanes y cursos cíclicos, puede vivirse en el orden del amarse al modo de materia prima en medio de la cual —aprovechándola— y hacia dentro —trascendiéndola sin dejar de asumirla y sin apegarse a ella— se ha interiorizado entre éste varón y esta mujer una inaudita y específica apertura a la experiencia de ser humanidad como cointimidad y unión de amor. Este más y más ancho y hacia dentro de la comunión íntima en el ser humanidad engendra un mundo y una dinámica tan original y exclusiva, cuanto difusiva y vivificadora hacia fuera, hacia aquella corteza —repleta de capas— más material y cíclica de la vida humana, en la que el aunarse amoroso abrió la sima de interiorización en el ser humanidad, como varón y mujer, que es la unión conyugal.


Por diferentes sendas, hemos aludido a este excelente bien del ser humanidad, en cuanto varón y mujer unidos por un vínculo de amor entero y sincero. Lo que ahora queremos hacer notar es que esa razón de bondad —cada unión conyugal es difusiva y tiene poder de irradiar unión a toda su línea genealógica—.
En efecto, el progreso en la tercera estancia de la unión ha de abarcar la cohesión intergeneracional, cuando los cónyuges son padres y madres de padres y madres que, a su vez, son esposos. Nos anega el tópico de una tercera edad y de un concepto y roles de abuelos dependiente en su inspiración del ciclo de la vida. Debemos completarlo con una visión que integre la perspectiva de la unión conyugal y de su adentramiento en su tercera gran estancia. Desde esta perspectiva conyugal —no necesariamente sometida a la dinámica de lo cíclico— la progresiva presencia en la experiencia cobiográfica de los hijos que se unen y, a su vez, son padres plantea una inédita profundización y reorganización de la unión conyugal de los padres de estos jóvenes cónyuges y padres. En la tercera estancia unitiva, la unión conyugal ha de interiorizarse y adentrarse en sí misma para posibilitar la plena independencia de las uniones conyugales de las sucesivas generaciones y, al mismo tiempo, irradiar un testimonio referente de la plenitud cobiográfica del «co-ser» unión y una providencia de servicio sin imperio sobre las uniones conyugales y la cohesión genealógica de los descendientes consanguíneos.


La unión conyugal de quienes son padres de cónyuges acomete, en cuanto esposos en tercera estancia, una ascensión a una cima unitiva extraordinaria, que es la providencia genealógica. Se trata de una cota de unión cualitativamente diferente de la potencial paternidad y maternidad, la cual ya está comprendida en la unión que se constituye en la segunda estancia al fundarse el vínculo. La reorganización del «co-ser» unión en tal nueva cima es de gran complejidad y caudal de enriquecimientos singulares del ser humanidad, donde el ordo amoris y el ars amandi exigen una rearticulación más profunda, más exquisita y de muy vastos horizontes. Obviamente, tal nueva ascensión es una inédita exigencia, que pone en evidencia las posibilidades de acometerla de cada concreta unión conyugal, sus fragilidades y disfunciones. Ciertamente, como ya vimos, es un momento de evaluación de la existencia, más o menos disimulada, de depauperaciones, rutinas, estancamientos y hasta graves conflictos. Pero, al mismo tiempo, es ocasión de reforma, reconversión, reencuentro y reunificación para la ascensión final. El co-ser unión tiene, entonces, una plenitud cobiográfica con potencia para manar nuevas bondades unitivas a los propios esposos y a toda su familia desde una ulterior contemplación y sabiduría sobre el conjunto de la unión de vida. La unión de vida es, precisamente, el último gran servicio de amor de la unión conyugal hacia sí misma y hacia su fecundidad genealógica, e implica una ascensión conyugal cualitativamente inédita a la plenitud humana, a aquel bien de humanidad, que hay en el co-ser este varón y esta mujer su unión.


Desgraciadamente, por muy diversas causas, esta nueva y específica dimensión conyugal de los abuelos no está bien percibida ni por los mismos esposos ni por su descendencia. Tal laguna en lo conyugal es fuente de notables y a veces muy severas disfunciones en la intervención de los padres en los matrimonios de sus hijos, pues la paternidad y la maternidad —cada una con sus peculiares formas de anómala extrapolación— han ido tomando una preeminencia sobre la conyugalidad y, oscurecida ésta, como padres prolongan su poder y roles sobre sus hijos ya adultos y conyugados. La misma raíz —un antecedente debilitamiento de la conyugalidad casi aplastada por los roles paternos y maternos— puede estar en los agujeros de sentido y funciones vitales de los padres, más que cónyuges, que van alcanzando cierta edad y se les «vacía el nido». Tampoco la visión estrictamente conyugal está desarrollada de manera específica y sistemática en las ciencias pertinentes, sin padecer la inspiración de lo cíclico y de lo consanguíneo. El propio término de «abuelo» revela la fuente de la consanguinidad como inspiración conceptual, así como la expresión «tercera edad» refleja la inspiración en lo cíclico. Los roles y tópicos del modelo sociocultural sobre la tercera edad y sobre los abuelos, pero, sobre todo, la inercia ancestral de la consanguinidad —y sus temibles formas de jerarquía patriarcal y su contestación— acaban siendo la inspiración de fondo de las ideas y de la praxis, y esta consanguinidad residual y dominante eclipsa la conyugalidad de los «abuelos», su tercera gran estancia de unión y sus servicios, precisamente en cuanto unión conyugal y no en cuanto ascendientes consanguíneos, sobre sus líneas generacionales.
Uno de estos grandes eclipses es la unidad cobiográfica y la unidad de vida personal, a raíz del amor de unión conyugal. ¿Quién nos puede enseñar, con su vida vivida y teniendo directa presencia amorosa en nuestra intimidad de hijos y nietos, que una cobiografía de amor y unión conyugal es posible? ¿Quiénes nos pueden sembrar, dentro de nuestro íntimo ser de hijos y nietos, esa sabiduría y esa potencia de amar sin otro poder y método que simplemente amándose y viviéndose su unión delante de nuestros ojos?

Tres importantes y diferentes nociones para uso de estudiosos. La validez, lo conveniente y la plenitud
Una evaluación de la madurez del amor al atardecer nos sugiere la inoportunidad, más bien la imposibilidad, de convocarla en la primera y en la segunda estancia del amor de conyugación. En la primera estancia, porque el aunarse amoroso acaba de iniciar su proceso de conyugación, nos une en la coincidencia en las tendencias, y el resto de su potencial cobiográfico es libre y futuro. Podemos evaluar la calidad de sus dinámicas y de la coincidencia en la inclinación, pero no hay todavía la unión misma, como lo nuestro debido, y por eso no es posible examinar a los amadores de su ser unión conyugada y de su grado de cointimación biográfica. En la segunda estancia la unión, en cuanto conformación del vínculo en cuya virtud la unión en el ser y en el obrar se ha fundado, podemos evaluar si la estructura y dinámica de la vinculación tiene sus elementos esenciales, si carece de todos o algunos, o si son deficientes e insuficientes para darle origen sosteniendo así su despliegue hacia el futuro. Pero en el momento fundacional, no podemos evaluar la cobiografía íntima vivida, pues este irse escribiendo como unión conyugal a través del sucederse de los hechos y situaciones de la vida no ha dispuesto todavía de tiempo suficiente de realización y no ha hecho sino comenzar. La unión conyugal alcanzará o no aquel grado de plenitud futura que, como posibilidad real y concreta, contiene la vinculación y conduce la realización concreta de los que hemos definido como sus específicos valores conyugales. Pero la consiga en alto grado, de forma notable, solo regular, o se detenga, involucione y se empobrezca, es importante comprender que la unión conyugal, en su momento fundacional, contiene una particularizada potencia de madurez posible entre estos consortes concretos. Ahora bien, esa potencia o «poder ser» no es todavía su plenitud, sino su viable embrión. Entre esa potencia inicial y el grado de plenitud efectivamente obtenido intermedia un campo espacio-temporal y, dentro de él, la acertada o equivocada dinámica de realización de los propios consortes sobre el progreso de su unión.


Así pues debemos distinguir, en primer término, lo que constituye la quintaesencia de cada estancia, sin confundirlas entre sí; y en segundo término, aquello que es la realización obtenida o ganancia efectiva propia de cada estancia, que es diferente en cada caso y depende de los amadores concretos. Cada estancia unitiva abre un «poder ser» que se culminará en la estancia superior, pero que todavía no es un fruto ya actual. Dicho «poder ser» depende de dos factores. El primero está en la composición de la misma base de partida: que la estancia unitiva tenga sus elementos esenciales, pues si carece de ellos no se constituye o si son muy deficientes lo hará sin fuerza suficiente para alcanzar la nueva estancia unitiva. El segundo está en la efectiva actuación progresiva de los concretos amadores: que pongan en práctica hábil, rectamente y sin fraudes aquellos elementos constitutivos en el mar de las singulares circunstancias de la vida común. En este sentido, la segunda estancia es la plena culminación del «poder ser» de la primera, pero no es lo mismo que la primera. A su vez, la tercera gran estancia es una madura plenitud de la segunda estancia, pero esa culminación era el «poder ser» de la segunda instancia, su ganancia futura, pero no la que ya se obtiene en el acto de fundarse. Las estancias de unión se suceden y se presuponen, pero no como los eslabones de una cadena o las etapas de una carrera ciclista, sino mediante metamorfosis: la primera se transforma en la segunda, la segunda lo hace en la tercera estancia de la misma unión de amor. El amor es la historia del adentrarse más y más en ser la unión nuestra entre los mismos amadores. El más y más son estancias, conforman un ordo amoris que requiere de un ars amandi.


De tener claras estas diferencias, depende evitar muchas confusiones. Por ejemplo, la madurez o plenitud de compenetración e intimidad, que es característica de la tercera estancia, debe diferenciarse de la validez en la constitución o fundación de la segunda estancia, la de la unión conyugada en vínculo. Dedicaremos una breve atención a las nociones de validez, plenitud e integridad. Podríamos temer que, interpretadas como sutilezas, sólo interesen a los estudiosos. Pronto veremos que tienen una enorme utilidad práctica.


En la ciencia jurídica, fueron los canonistas quienes construyeron la noción de validez del matrimonio y la distinguieron de su plenitud. Entre los elementos y situaciones de hecho que tuvieron presentes, destacaremos los siguientes. La experiencia demuestra que unos cónyuges, a diferencia de otros, consiguen a lo largo de su convivencia una mayor compenetración y entendimiento íntimos. Algunos matan su unión apenas recién nacida. El sentido más común sugiere que entre las causas determinantes de estas diferencias está la calidad del comportamiento conyugal de los propios consortes. No obstante esas diferencias de calidad en sus resultados, aun siendo muy grandes, todos ellos pueden haber arrancado de una mínima y misma línea de partida: la vinculación en justicia de su unión. Línea de salida y línea de meta no son lo mismo. Todos parten, no todos llegan al mismo tiempo. Algunos abandonan en el camino. Existencia básica de la segunda estancia y plenitud de resultados de la tercera estancia no son lo mismo. No todos los jardineros sacan el mismo partido de un mismo jardín. Así pues, una perspectiva fue evaluar qué elementos mínimos aunque esenciales son precisos para estimar que un vínculo ha sido fundado y a esa existencia básica se la llamó validez. Otra perspectiva diferente, que daba por descontada la existencia o validez, fue estimar el grado de compenetración íntima edificada a lo largo de la vida, y a esos resultados o frutos se les llamó plenitud de un matrimonio.


La plenitud es una noción de amplio y variadísimo espectro, pues cada unión tiene un potencial de crecimiento y una cima de plenitud muy singular, que logrará obtener en mayor o menor medida, porque depende en mucho de sus concretos consortes y del modo adecuado o infortunado como afrontan, aprovechan y superan las circunstancias de su vida, las cuales son también particulares. En cambio, la validez es una noción estricta, muy precisa y común para todos, pues pretende definir la existencia de cualquier matrimonio, en cuanto realmente fundado, con independencia de la mayor o menor calidad de unos y otros consortes, de su mayor o menor éxito en el futuro. Por esta razón, en lo tocante a la validez la ciencia canónica minimizó las exigencias a lo estrictamente esencial, hasta el punto que no se exigió un determinado nivel de amor, sino solamente que ninguna de las partes contrayentes excluyera de forma positivamente voluntaria la misma vinculación, la unidad, la indisolubilidad o la apertura a la prole de la unión que fundaban. Se trataba, como puede observarse, no tanto de exigir un grado de plenitud del vínculo y sus valores, cuanto de una voluntad fundacional que, por no excluirlos positiva y expresamente, permitía suponer una vinculación mínima abierta a una posibilidad de crecimiento y a un grado de plenitud que correspondería al concreto esfuerzo particular de cada singular matrimonio. En consecuencia, la validez no garantizaba la efectiva plenitud, ni el éxito y felicidad de la convivencia. Podían existir, en línea de principio, matrimonios tan válidos cuan desafortunados e infelices. Este minimum de la validez significaba algo muy similar al embrión humano y su estructura básica de viabilidad: el ser humano —el matrimonio— existía, otra cosa distinta será su calidad, madurez y logro de éxitos en la vida. La plenitud del matrimonio, en cambio, equivaldría al grado de frutos y resultados que cada persona consigue en su vida particular.


La distancia entre validez mínima y la plenitud puede ser, según los casos particulares, realmente muy grande y espectacular. Ese amplio espacio dio lugar a otra noción, que en la ciencia canónica se acostumbró a llamar integridad, cuyo significado pretende abarcar todos aquellos elementos y factores que, no siendo constitutivos del mínimo embrionario o validez esencial, sin embargo pueden ser muy recomendables para facilitar el feliz éxito, la compenetración íntima y el buen entendimiento, en suma, la felicidad de la vida conyugal. Por esta razón, aquí les hemos denominado factores de conveniencia, porque, según el entorno sociocultural, favorecen —vienen bien o convienen— el buen suceso matrimonial. El arsenal de estas conveniencias es muy amplio y diverso, de estimación muy subjetiva y pluralística, pues podemos considerar muy conveniente la belleza, la riqueza, el buen carácter, la posición social y profesional, y un sin fin de talentos y virtudes de variadas especies que facilitan la buena marcha de la convivencia, en vez de sus contrarios. Obviamente, los factores de conveniencia, aun aceptando la realidad de sentido común que representan, son muy relativos. Tanto que, por ejemplo, la riqueza, la influencia social, las glorias o la belleza —u otras conveniencias— que a unos favorece a otros les enturbia la convivencia conyugal o se la corrompe y arruina.


Traemos a colación estas distinciones con los siguientes propósitos. En primer término, queremos evitar la confusión entre validez y plenitud. Una faceta de semejante confusión sería exigir en el momento fundacional de la unión vinculada una tal elitista madurez y plenitud, arbitrariamente medida por quien se arrogase tal poder y autoridad de evaluarla, en cuya virtud la validez, es decir, la misma posibilidad de fundar un matrimonio quedase excluida para muchas gentes y reservada para una minoría selecta supuestamente poseedora de plenitud. En realidad, esta última suposición peca de completo irrealismo. La madurez o plenitud no puede ser inicial, porque precisamente es el resultado de la vida vivida de la unión y, por ello, sólo es apreciable a medida que los cónyuges, desde la segunda estancia, construyen la tercera mientras se culmina el cenit de lo cíclico y se inicia su ocaso. Nuestro segundo propósito es subrayar que la plenitud es un camino hacia delante cuya base sustante es la validez, es decir, la existencia de la verdadera vinculación y de sus valores propios. La plenitud se va consiguiendo mediante la conjunta encarnación, en la vida ordinaria de la convivencia conyugal, de aquellos valores específicamente conyugales de la vinculación —que son el criterio orientador de la ruta—, en la dosis o medida idónea que la circunstancia concreta parece solicitarnos, lo que no es poco aprendizaje. En suma, la plenitud conyugal está conexa con la realización concreta de los valores de la vinculación y no con otras cosas. Esta última afirmación nos lleva a nuestro tercer propósito. Lo que la ciencia canónica llamó elementos de la integridad del matrimonio, pero no de su esencia o validez, y que aquí hemos denominado factores de conveniencia no son, de suyo, los que poseen el poder de aunar más y más y conducir a la plenitud de la tercera estancia de la unión. Sabiamente aprovechados pueden facilitar la navegación, edulcorar sus sinsabores y ablandar ciertas durezas. Sin embargo, esos mismos factores de conveniencia, neciamente poseídos e ingenua o maliciosamente convertidos en valores conyugales, pueden desequilibrar la carga y lastrarnos hasta el extremo del naufragio. En realidad, la madurez del amor conyugal no es hija de tales matrices.

Un epílogo sobre el fluir del tiempo y el principio de vida del amor conyugal
Compartimos con las cosas sin vida y con los otros seres vivientes cierta temporalidad en común. No nos cabe en esta página la mención de todas sus manifestaciones. Tal vez no sea necesario, si entendemos el fondo del significado del siguiente ejemplo. Nuestra casa, nuestro setter y nosotros mismos empezamos en algún momento y terminamos en otro, sufrimos cambios y desgastes, perdemos energía y cohesión, todos «envejecemos». No importa ahora fijarnos en ciertas diferencias en la duración y modalidades de ese común envejecimiento, aunque nos sea envidiable la forma en que lo hacen ciertas casas, como las pirámides, que nos parecen dispuestas a resistir todos los siglos. Lo que importa ahora es la conciencia de la propia condición temporal, la enigmática pero evidente fusión entre racionalidad y temporalidad —en forma de autoexperiencia inteligente de cierta libertad y fuente de mil intensos sentimientos contrapuestos que permite al sujeto una posición biográfica sobre su propia vida y sobre las articulaciones entre los capítulos de la misma—. Bajo esta nueva perspectiva, sólo nosotros, en rigor, sabemos que «envejecemos» y, aunque es un hecho insuperable, podemos obrar con este autoconocimiento ingeniando una manera nuestra de afrontarlo. El envejecer humano no es sólo sufrir desgaste y pérdida de energía vital, aunque lo es sin duda. Este envejecer, en cuanto experiencia y palabra humana, es posibilidad de alta cota de sabiduría y ésta es una forma altamente superior del saber y del obrar, una excelencia de luz, bondad y belleza en el amar y en el vivir que sólo es accesible al espíritu personal que ha logrado tomar posesión de la verdad de sí mismo y su naturaleza. Este espíritu de cada persona, se nos revela, en cuanto abierto sin fin a mayor sabiduría, con posibilidad de gestar una vida profundamente libre de aquel mero desgastarse y descomponerse de lo material y animal, que llamábamos envejecer como nuestra casa y nuestro setter. Nos es posible. Nos es arduo. Parece tener los sudores y dolores del parto.


El tiempo humano es, en lo profundo, una experiencia de ubicación para un proceso de gestación, como si un claustro materno —el tiempo— nos contuviera y envolviera como seno necesario donde ocurrir la índole íntima de nuestro ser, que parece casi todo el puro potencial y agujero de identidad. Un claustro materno apropiado para acoger ciertas fases de autoconstrucción de la propia biografía, una gestación hecha por nosotros mismos, quedando fuera de este seno-tiempo-espacio el acto mismo de recibir nuestro principio y el acto de ser finalmente sellados con el nombre —el nombre de los nombres que soy al fin— en nuestra «piedrecita blanca» (29). En este seno «el tempo» de nuestro espíritu no se parece al tiempo de la materia, ni siquiera al de aquella corporeidad nuestra cuya vida participa de la vegetal y animal, incluso de psicosomática y de la sociocultural. Nuestro espíritu principia y acontece, pero su naturaleza vital no es pasar en su pasar, sino un crecer e implementar una cierta y suya plenitud que es cierta actualidad imperecedera, como si tuviera participación íntima en aquella vida que lo es en sí misma.
Según esta intuición interior, nuestro espíritu tiene una naturaleza vital cuyo acontecer parece compatible con cierta noción —por decirlo fácil— de constante juventud, aunque —bien meditado— nada hay menos constante y más fugaz que la juventud. Libremos a nuestra intuición interior de la tartamudez de ejemplos y palabras. Sigamos su hilo. Hay dentro de cada uno de nosotros una dosis de afinidad —como una familiaridad que podríamos denominar participatio— con una vida cuyo infinito movimiento no contiene edades o etapas, pero sí novedad sin pérdidas, donde el movimiento nada abandona para alcanzar lo próximo. Es, en suma, la intuición de que nuestro espíritu no necesariamente envejece, de que su principio de vida no contiene aquel tipo de muerte que desintegra y aniquila por completo el ser material, vegetal y animal. Pues bien, la experiencia de amar incendia esta intuición, abre el vértigo de la viva, la que no se calcina y desvanece, nos hace enemigos del tiempo y de la muerte. Amar es experienciar la vida, la que todo lo vivifica y hace radiante, la que vale la pena —cualquier pena— vivir. Como si la vida viva, la vida en sí, fuera el bien radical del mismo amor, cuya atracción nos mueve, cuya posesión anhelamos para, teniéndola dentro, ser quien somos y serlo sin fin.

El amor humano o conyugal, además, nos incendia la carne de vida en medio de la certeza de nuestra muerte. Amar es arder juntos un bien de vida en sí, el de la unión entre varón y mujer, y los mil bienes y virtudes que concibe y hace vivir el serlo (30). La vida del amor conyugal depende de la naturaleza de un bien, del bien cuyo arder conyugan varón y mujer. De manera que la vida de cualquiera de nuestros amores conyugales dependerá del tipo de bien en razón del cual los esposos ardemos, nos amamos y nos aunamos.
El principio de vida de nuestra humanidad masculina o femenina es, en nuestra intimidad, un acontecimiento en el tiempo en un sentido diferente a la temporalidad de las cosas inertes y sus transformaciones. También es cualitativamente diferente de la dinámica de los vivientes impersonales y sus metamorfosis. El principio de vida del cuerpo humano, el del varón y el de la mujer, es un principio de vida espiritual de índole personal y esa es la índole de la más radical animación con la que vivifica toda su corporeidad y dimensión sexuada. En un sentido originario, la temporalidad humana es un capítulo del designio de una historia sin fin, en el que el destino de ser el aunador en sí y por sí del espíritu y la materia, es ofrecido a su libertad, pero no consumado todavía. Poder acoger, sin haber sido extraconsumado, este destino presenta la textura de lo que experienciamos como tiempo y espacio biográfico, es decir, como autoposibilidad de acoger y ser una reunión o, por el contrario, de rechazar el designio y buscarse el ser entre los espacios y los tiempos de la separación y la disociación: un espíritu fugaz en cárcel material o materia evolucionada hasta la función de autoconciencia de un organismo. Pero si no renunciamos a ser aunadores, es decir, si creemos en que somos ante todo y por encima de todo amar, entonces la temporalidad humana es estadio de autogestación, es autopotencia o, en palabras más coloquiales, es aquel capítulo inicial de mi ser donde todavía estoy a «tiempo» de intervenir directa e íntimamente en mi propia gestación. La acción más radical de esta autoconclusión es amar.


La experiencia de la temporalidad que el espíritu humano tiene de sí mismo, al amar, lo es de un crecimiento no lineal, ni aritmético, ni mecánico ni exponencial. No encuentra referentes por completo idóneos en los acrecimientos y transformaciones de las cosas sumergidas por entero en el espacio y tiempo de la materia. El proceso de realización protagonizado por el espíritu personal humano se estructura en accesos organizados, que se preceden y suponen, apoyándose los nuevos en las adquisiciones de los antecesores, pero no se suceden sin una entera metamorfosis de los amadores, la cual no ocurre al margen de la autoconstrucción racional y libre y siempre esforzada, pues alumbrar el acabado del propio ser personal, adquirir la verdadera autoposesión y amar más y más es ardua gestación y parto para cada uno de nosotros, en singular. Lo mismo, quizás más, ocurre con la construcción de nuestros amores, porque son además edificaciones conjuntas. Aun temiendo ser reiterativo no me siento capaz de ahorrar el subrayado de una importante consecuencia: tanto en la construcción de nosotros mismos como en la de nuestros amores de naturaleza, como el conyugal, es decisiva la aceptación de su naturaleza procesal, con sus correspondientes fases y articulaciones entre ellas, y la educación para así vivirlo y desarrollarlo. Nada más perturbador, disfuncional, errado y frustrante que creer que el amor se recibe de lleno y pleno aquí y ahora, como si nosotros mismos fuésemos aquí y ahora el pleno y completo de todo nuestro ser posible.


Así pues, hay una temporalidad humana que es autoexperiencia de racionalidad y libertad del propio espíritu sobre el fluir de nuestra naturaleza, es decir, una sabiduría de nuestro peculiar y exclusivo espíritu personal humano tanto sobre su perennidad cuanto sobre su limitación y contingencia, sobre su inmortalidad y sobre su mortalidad y, en suma, sobre el significado espiritual y corporal del cambio y del pasar. Nosotros podemos encontrar e incorporar en lo que nos «pasa y se pasa» aquello que «nunca pasa». Tenemos esa ansia, esa vocación y ese poder. Ésta es la escena del encuentro con el amor y su sabiduría.
La vida del amor y, sobre todo, su capacidad de vencer al tiempo desde el tiempo dependen de adquirir la mirada sabia, aquella percepción sobre ciertos bienes imperecederos y sobre su efectiva realización, que están presentes dentro del ordinario discurrir de los acontecimientos en apariencia corrientes. Al estar dichos bienes dentro de lo corriente su apariencia es pequeña, su valor parece oculto. Para la mirada sabia y humilde esos bienes resplandecen. La mirada superficial o vana no los ve.

La soberbia los desprecia y ridiculiza. Lo «que no pasa» lo podemos hallar y encarnar porque en nuestra misma naturaleza —entre lo que principia y termina y nos «pasa»— hay un quien espiritual que «nunca pasa », el cual es capaz de gestar en la vida que le pasa una biografía que no pasa, que permanecerá como nuestro ser y nombre radical y definitivo. Hay en nosotros una alma personal con poder y vocación de biografía perenne. Hay en el seno de nuestra temporalidad elementos de la inmortalidad. Pero hay que dejarse ser persona y hay que dejarle a nuestra persona la audacia y la libertad de amar. En general, la ocupamos en otros menesteres. El surgir y fluir, sin muerte, del amor conyugal requiere por principio de la presencia del espíritu personal, necesita su mirada sabia espigando en el campo del acontecer cotidiano, pide su presencia participando de aquella tierna y cálida luz con la que se da y acoge íntimamente.
Esta experiencia cambia esencialmente la índole de la temporalidad humana sobre el amar, los significados de su conformación en edades y los procesos que articulan el crecimiento y la transición entre dichas edades. La vida de conjunción o conyugal es una «co-historia» con sus grados y capítulos, una potencia de co-biografía. Esta co-experiencia sobre un proceso y sobre un acceso por etapas es predicable para todo género de amores; pero sin duda lo es para el conyugal por su específico entrelazamiento de los amores a la propia humanidad masculina y femenina —el amor de sí mismo— en vínculo conjunto, que es lo propio del amor conyugal, y hacerlo desde un proceso de recíproca libre elección inicial, que lo distingue de los amores consanguíneos. Cada amante conyugal, en el amor de conjunción, se enfrenta al fluir histórico de su autoexperiencia y, por lo tanto, a una historia de conocimiento y amor de sí mismo, llena de viejas y nuevas luces, de crecimientos o regresiones, victorias y derrotas, grandezas y miserias, que ha de entrelazar, trasladando al otro, como de si mismo se tratase, aquel propio amor a su humanidad masculina o femenina, que está siendo su propia historia y biografía. Nada más humano y conyugal que la mutua misericordia con las limitaciones, defectos y miserias, virtud que surge de aplicar a las penurias del amado aquella amplia comprensión e íntima ternura con que convivimos con las nuestras. Si el sujeto no logra esta mirada sabia sobre su propia vida, si no sabe cobiografiarla sino sólo estar en la escena de su tiempo individual, sin percibir el significado profundo de su carne y las potencialidades de su espíritu en ella encarnado, entonces difícilmente podrá radicar su amar en el plano perenne, y tenderá a convivir —que no amar— en términos de codiciar, necesitar, depender y apropiar para sí. Es, bajo esta perspectiva, que las uniones de amor conyugal contienen una civilización del amor y de la vida, una humanización familiar de la sociedad humana contraria a los humanismos de la muerte (31).


Amar tiene el sentido profundo de proceso co-biográfico hacia una potencial plenitud en común que no viene dada ab initio, sino que debe construirse conjuntamente, según fases caracterizadas por una ordenación intrínseca y por unas aportaciones específicas, fases que le son naturales y positivas, y no se pueden negar, evadir o atropellar sin lesionar el fenómeno del mismo amor de conjunción. Este proceso pasa por los paisajes reales de la vida, de la que montes y valles, vegas y desiertos, llanos y duras pendientes son sus señales primigenias en la naturaleza física. Este proceso natural marca a fuego el modo de aparecer, fluir y crecer o, por desgracia, desfallecer de aquellos de nuestros amores en los que compartimos nuestra carne y sangre, entre los que descuella el conyugal como el más íntimo. Bajo esta perspectiva, vemos la temporalidad humana, en su forma de discurso procesal, como un componente esencial de la estructura y dinámica del amor conyugal. En este sentido, el amor conyugal es un proceso cobiográfico categorial de nuestra naturaleza humana, en cuanto es capaz de amar y ser amada por aquel bien específico que es conformar nuestra humanidad masculina y femenina en una historia de comunión de amor y vida, como cobiografía.


Lo que hemos buscado es el principio o fuente vital del procesar del amor conyugal como unidad cobiográfica. ¿Puede ser cualquier principio de movimiento vital entre los regidores de las variadas dimensiones de nuestra temporalidad y de nuestra historicidad? ¿Le podemos aplicar al procesar del amor conyugal el principio vital que rige la vida física o la biológica de nuestro cuerpo, el principio de nuestras vivencias psicológicas o del fluir de su caracteriología y sus estados de ánimo, quizás el principio de vida de las instituciones sociales, como una empresa mercantil, una academia científica o un club deportivo?


El amor conyugal, en cuanto es amor, no contiene dentro de si su muerte como si tal desintegración fuese una fase intrínseca, la etapa final impuesta por su misma naturaleza de amor. El amor conyugal, como dinámica y como «co-ser» unión, alcanza una escena de imposibilidad de continuación con la muerte de uno de los consortes, pero esa muerte le sobreviene al amor y su potencia de unión como un cataclismo externo, no como una intrínseca y necesaria desintegración y corrupción. El verdadero y buen amor no es homicida, ni suicida, ni mortal. Tiene una íntima conexión con cierto sentido superior de la vida, que es la vida del espíritu.


Cuando una historia conyugal es dada por muerta por uno o ambos sujetos, la experiencia pone de manifiesto —supuesto que los hechos ocurridos se conozcan de forma realista y suficiente— que las principales causas obedecen bien a defectos estructurales muy importantes ya de la personalidad de los sujetos ya de la relación que de hecho concibieron entre ellos, existentes en el proceso fundacional o sobrevenidos a medida que el progreso de la unión exige mayores capacidades y responsabilidades, defectos que nunca fueron reparados convenientemente o incrementos que los sujetos no pusieron oportunamente; o a múltiples modalidades de conductas de fraude en la misma relación amorosa y a sus corrosivas consecuencias; o a severas intromisiones e interferencias externas al propio proceso de efecto negativo que los sujetos no logran desactivar en sus 108 perniciosos efectos. Pero no tenemos evidencia clínica ni experiencia humana de que un buen proceso amoroso conyugal muera precisamente por efecto letal de un elemento esencial del buen amor. La fidelidad no es cancerígena, pero la infidelidad sí. La disposición benevolente es fecunda, pero la astuta manipulación y abuso del otro es enfermedad mortal a plazo cierto. El respeto y la entrañable ternura acompañan todas las edades de nuestra vida mediante muchas nuevas formas siempre de grata aceptación, pues la ternura en sí misma no está sometida a un envejecimiento, mientras que la violencia física y moral engendra el miedo y destruye cualquier posibilidad de confianza íntima.

Los ejemplos son innumerables. Como sabemos, no ocurre lo mismo con nuestra vida biológica: la muerte está en ella y ninguna vida excelente se libra de ella ni siquiera por vivirla excelentemente. Hasta los más sanos y buenos mueren.
Así pues, a diferencia de nuestros procesos biológicos, no existe en el proceso del amor conyugal ni en sus edades o fases de conjunción un elemento estructural que sea de naturaleza y efectos letales. El amor verdadero, de por sí, permanece y crece. La vida y el amor están en íntima relación Es de suyo del amor, de su verdad y bondad, no contener dentro su muerte como fase natural de su ser. Por eso, la experiencia humana del bueno y verdadero amor conlleva la experiencia de la vida del espíritu y de aquello que le es perenne, que se percibe diferente a los procesos materiales y biológicos de nuestro cuerpo o, incluso, a los auges y ocasos de las instituciones socio-culturales humanas, de nuestras posiciones y roles de poder y gloria en ellas.


Por lo tanto, si el principio vital del proceso conyugal pertenece al espíritu y a su vida, ese proceso, en cuanto es amoroso, ha de hacer referencia a cierta capacidad de la vida del espíritu y no a cualquiera. Esta capacidad de la vida del espíritu personal, la más superior y la única adecuada a la vida del amor, es la de conocer el bien verdadero y de obrarlo como intrínseca y esencial dimensión de la vida del amar. En síntesis: el amor conyugal está vivo y permanece vivo, desarrollando en proceso sus edades internas, en la misma medida en que los cónyuges conocen y obran el específico bien conyugal, que es la verdadera razón de bondad y, por ello mismo, la fuente de vida de dicho amor en cuanto conyugal. ¿Cuál es ese bien? Ese bien es coser la íntima comunión de vida y amor, que como cobiografía íntima, hay entre el ser de este varón y el ser de esta mujer, que se adentra más y más en su unión mediante el caudal de bienes y virtudes que manan del mutuo don sincero y entero de su humanidad masculina y femenina a lo largo y a lo ancho de los pequeños y grandes acontecimientos de la vida común. Esta unidad de vida y su cobiografía de la intimidad es una historia hermosa de amor o, mejor dicho, es el amor hermoso, el que fue inscrito desde el principio en nuestra carne personal de varón y de mujer, el mismo que se oscureció y perdió su diáfana transparencia entre el egoísmo y la codicia del otro, el mismo que por amor fue rescatado a un alto precio de sufrimiento, cruz, muerte y resurrección. En esta Universidad de Navarra veneramos a la Madre de este Amor Hermoso, porque es Madre del Amor Encarnado, que es el principio de vida eterna del amor nupcial (32).

Notas
21. Familiaris consortio, nn. 23 y 24; Carta a las familias, nn. 18 ss.
22. M. Scheler, Ordo amoris, cit., p. 28.
23. Vid. en E. Martín López, Familia y sociedad. Una introducción a la sociología de la familia, Madrid 2000, y en P. Donati, Manual de sociología de la familia, cit., junto a los dos amplios elencos bibliográficos ofrecidos por dichos autores. Vid. también el planteamiento de la familia y sus ciclos, bajo la perspectiva terapéutica, en I. D. Glick - E. M. Berman - J. F. Clarkin - D. S. Rait, Terapia conyugal y familiar, Madrid 2003, pp. 31 ss. y 59 ss.
24. Aunque en un primer golpe de vista pudiera sorprender o, incluso, parecer una inadecuada transposición de fenómenos y campos, en realidad la naturaleza y forma de adentramiento unitivo del amor en el ser la singular unión conyugal nuestra, mediante pasos por estancias, cada vez más profundas, abiertas a un más y más, y que unas son acceso a las otras, guarda una profunda semejanza real con el tipo de adentramiento mediante el paso por sucesivas moradas o estancias unitivas que, por ejemplo, Teresa De Jesús describe tan precisa y jugosamente en Moradas del castillo interior, en «Obras Completas», 9.ª ed., B.A.C., Madrid 1997, pp. 472 ss. Resulta altamente esclarecedor y sugestivo, en este sentido, ver el tratamiento de la cuestión en E. Stein, El Ser finito y Ser eterno. Ensayo de una ascensión al sentido del ser, FCE, México 1994, passim; y en El castillo del alma, en «Obras selectas», Burgos 1998, p. 413. A poco que se reflexione, la semejanza resulta «natural», pues ambas experiencias del amor tienen una común y única raíz en la esponsalidad fundamental de la persona humana, lo que precisa muy bien Familiaris consortio en su n. 11: «La Revelación cristiana conoce dos modos específicos de realizar integralmente la vocación de la persona humana al amor: el Matrimonio y la Virginidad. Tanto el uno como la otra, en su forma propia, son una concretización de la verdad más profunda del hombre, de su ser imagen de Dios». Y «Dios —1 Juan 4,8— es amor».
25. Agustín De Hipona, De libero arbitrio, 3, 44.
26. A este desprendimiento de lo cíclico y esta espiritualización personal, nunca desencarnada, sino implicada en la restauración originaria de la esponsalidad humana, se le ha llamado la «redención del cuerpo». Vid. este concepto en J. Yanguas, Corporalidad..., cit., pp. 830 ss.; C. Cafarra, Sexualidad a la luz de la antropología y de la Biblia, Madrid 1992, pp. 17 ss. y 41 ss. Vid. Juan Pablo II en Carta a las familias, cit., nn. 6 a 14.
27. A. Frossard, ¿Hay otro mundo?, Madrid 1977, p. 44.
28. El espíritu, según sea la intensidad y pureza de su amar, tiene en ello su peculiar medida, su «tempo» específico, su densidad de ser y de amar. Esta «medida del espíritu» es la que, según me parece, inspira a J. H. Newman cuando pone en boca del ángel esta explicación del «tempo postmortem» a Geroncio: «Porque hombres y espíritus no miden/ del mismo modo el tiempo y su discurso./ Por el sol y la luna, señales primigenias,/ ...dividen los hombres las horas y las hacen/ iguales y constantes para su uso./ No sucede así en el mundo inmaterial:/ ...El tiempo no es aquí una cualidad común/ lo que es largo es también corto; lo rápido, lento; lo cercano, distante y en cuanto es captado/ por una mente u otra, y cada uno/ es de su propio tiempo la medida». El sueño de Geroncio (intr., trad. y notas de Gabriel Insausti), Madrid 2003, p. 101. El tiempo del amor, su medida y vivir, no es el del tiempo común y su ciclo, por eso dice San Juan De La Cruz que «El alma que anda en amor, ni cansa ni se cansa», en Puntos de amor, ed. cit., n. 96, p. 166.
29. Jn, Apocalipsis 1,17.
30. Éste es el sentido de la conclusión final —«El amor nunca muere»— que pone San Pablo (en 1 Cor 13,1-8) a la caracterización de los bienes que engendra y, a la vez, caracterizan el amor verdadero, que lo hace superior a todos los otros dones.
31. «La civilización del amor y de la vida» es concepto fundamental y línea medular de la propuesta de futuro que define el legado de Juan Pablo II. La expresión, pues, no debe tomarse en clave de acierto mediático o estética literaria. Constituye un muy consciente contribución que lega a la historia. Considera, además, que el papel de la familia fundada en la unión conyugal —de cada familia concreta y singular— es, a su vez, central, imprescindible y decisivo para edificar esta civilización del amor y de la vida. Vid., por ejemplo, en Carta a las familias, cit., nn. 13 ss. En dicha propuesta resuena la constante alternativa entre una civilización de la vida y otra de la muerte, que ya dejó fijada genialmente San Agustín en el conocido texto sobre «los dos amores» que fundaron las dos ciudades o civilizaciones, el amor egocéntrico y egoísta y el amor benevolente abierto al amor de Dios (La ciudad de Dios, l. 14, c. 28).
32. Sobre la interpretación del amor hermoso y de María como Madre del Amor Hermoso, vid. Lumen gentium, nn. 56-59; y Carta a las Familias, n. 20. Hay una profunda e íntima vinculación de nuestra Universidad y de su Instituto de Ciencias para la Familia con el amor hermoso y con la Madre del amor hermoso. Ella es, a su vez, latido profundo de vida que palpita —con providencia y ternura materna—, dentro del destino de nuestros amores conyugales, pues cada uno de ellos, contra la muerte, ha sido anidado «verdaderamente en el centro de la Nueva Alianza» (Carta a las familias, cit., n. 20).

Ius Canonicum, XLIV, N. 88, 2004, págs. 439-513


.