Argumentos de fondo / Matrimonio
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Ulises y Penélope Lo masculino y lo femenino en el plano existencial
Jacinto Choza

Ulises, el arquetipo de humano varón, es tal precisamente en referencia al arquetipo de humana mujer, Penélope, y viceversa. Para cada uno la existencia y la identidad propia sólo se conciben y se realizan en función del otro, aunque esa respectividad recíproca no es en modo alguno simétrica, sino asimétrica, y, vale decir, complementaria.


La existencia de Ulises, como toda existencia humana, consiste en salir de sí, de su casa, de su familia, donde todavía no es nadie o no es nada porque no ha hecho nada: no ha llevado a cabo acciones por los que se pueda calificar y en los que se hayan manifestado en el orden existencial sus cualidades esenciales- personales. En el comienzo su biografía no tiene ningún contenido y por eso su vida es de una pobreza extrema. Y ésa es la condición inicial de toda existencia humana, como señalara muy insistentemente Hegel, y como se repite en la mayoría de los cuentos de hadas: los cuentos empiezan generalmente por el episodio en que el niño, debido a la extrema pobreza de su casa, tiene que salir a buscarse la vida (1).


Pero el “salir de sí” de Ulises no tiene las mismas características que el de Penélope, aunque la existencia de ambos tenga, en el momento inicial de su despliegue, la misma indeterminación.


Ulises sale de sí abandonando su familia y su casa para recorrer el mundo y meditarlo con sus plantas, lo cual cumple realizando acciones bélicas, técnicas, eróticas y diplomáticas en las que ponen de manifiesto y se prueban sus cualidades psicológicas, sus principios éticos y sus creencias religiosas. La actividad del humano varón son la guerra, la invención y la productividad técnica, la relación erótica con la mujer que le seduce, y la relación política hostil o amistosa con los hombres y héroes con quienes se va encontrando.


El objetivo que preside el conjunto de sus actividades (vale decir el telos de su existencia), es volver a casa, a su familia, a Penélope, que es la fuente de su profunda nostalgia. Ulises consigue su objetivo,  y ello significa que su vida está salvada: no queda como un conjunto de actividades dispersas y perdidas, sin que nadie las recoja y les dé unidad y continuidad, sin que nadie se beneficie de ella heredándola y haciéndola fructificar.


Ulises alcanza su objetivo y, de esa manera, consigue reunirse consigo mismo y permanecer sólo mediante el reconocimiento de los demás, y especialmente de Penélope: sólo en ella se reúne Ulises consigo mismo, porque sólo en ella alcanza verdaderamente su identidad.
No se trata de que Ulises, el hombre (varón) sepa en todo momento quién es él. Puede olvidarse de su casa y de los suyos por ingerir la “flor del olvido”, puede concentrarse en la satisfacción de las necesidades inmediatas y ser convertido en cerdo, y puede ser seducido por el canto de las sirenas y quedar destruido por aquello que le fascina.


Se trata de que, aunque mantenga su memoria de sí, su principio de identidad, ya sea de modo continuo, ya de modo intermitente, eso que ha hecho, que ha vivido y que sabe de sí, ha de ser acogido, reconocido por la persona o personas para quienes en último término ha sido hecho, es decir, por la persona o personas a las que, ya desde el principio, pertenecía de un modo muy particular la propia vida, a saber, la mujer y los hijos.


El único ámbito adecuado para la existencia de un ser personal es la intimidad de otro ser personal, pero el único modo de entrar en ella es el reconocimiento (que ha de ser siempre recíproco). No se trata de que el hombre no pueda vivir solo en los términos en que Aristóteles lo decía (2); se trata de que no puede ser constituida una subjetividad como una sola persona. Y por eso es por lo que el hombre no puede vivir solo. Si él es el único que sabe de sí, no puede tener ninguna certeza de que lo sabe es real.


Lo que Ulises sabe de sí no le pertenece a él solo, porque él mismo no se pertenece en exclusiva a sí mismo y tampoco se quiere en exclusiva para sí mismo. Por eso lo que él ha vivido es preciso que sea revalidado por Penélope mediante el reconocimiento. Ulises sólo puede existir como rey de Itaca y destructor de Troya en Itaca y si lo reconoce como tal la reina. Si no, podría vivir en Itaca, pero no como rey; podría vivir como un don nadie, es decir, completamente alienado.
Todo varón puede vivir como “rey” de su casa si le reconoce como tal su “reina”, de otro modo puede vivir como un extraño, como un huésped, etc., o, si insiste en sus pretensiones, puede ser destruido simplemente, que fue suerte que corrió Agamenón. Agamenón era el vencedor de Troya y el esposo de Clitemnestra, pero como Clitemnestra no le reconoció cuando llegó a su casa a partir de su llegada no fue nadie. Ese fue el homicidio que perpetró su esposa.
Penélope reconoció a Ulises, y con ello le salvó la vida, pero de ese modo se salvó también a sí misma.
La existencia de Penélope era inicialmente  tan indeterminada y tan pobre como la de Ulises, y también tenía que ser desplegada mediante su salir de sí. Pero el salir de sí de Penélope es diferente del de Ulises.


Penélope sale de sí no abandonando su casa, sino quedándose en ella. Es el punto que permanece constante, al menos especialmente, y que por eso sirve de referencia a Ulises: solamente se puede volver a lo que está a lo que queda, a lo que no desaparece.
Penélope sale de sí quedándose en casa y desarrollando en ella unas actividades técnico-artesanales, económicas (en el sentido griego de “economía doméstica”), educativas y políticas (gobierno domestico), y defendiéndose del asedio de los pretendientes, que insisten para que ella acceda a ser, con uno de ellos,  el principio formalizador de un nuevo ámbito socio familiar. Y en el desempeño de esta tareas se ponen de manifiesto sus cualidades psicológicas,  sus principios éticos y sus creencias religiosas.
Las actividades que desempeña Penélope no son las mismas que las de Ulises. Las cualidades psicológicas que pone de manifiesto y que constituyen su identidad, que la hacen ser la mujer que es, son también diferentes. Y los principios éticos y las creencias religiosas, aunque en parte sean las mismas que las de Ulises, pues pertenecen a su mismo universo ético-religioso, son vividas por ella según su peculiar carácter y situación.


Los dos habían partido juntos desde cero, desde su nada biográfica o desde su pobreza existencial, para constituir un ámbito socio familiar en el que poder vivir ellos y en el que dar vida a otras personas. Es la unidad de ambos lo que constituye el principio formalizador, la forma, que da el ser (forma dat esse) a la nueva realidad socio familiar.
Pero Ulises se ausenta y Penélope sola no tiene suficiente eficiencia formalizadora. La casa, el reino, se desformaliza, lo que significa que pierde su forma y que entra en una deriva caótica.
El sufrimiento de la esposa  proviene de que el esposo se ha ausentado de ella y de que, por lo tanto, no es capaz de dominar el caos. Y la duda que, después de mucho tiempo así, le asalta es la de si debe constituir con otro hombre otro nuevo principio formalizador que dé lugar a otra nueva realidad socio familiar viable, estable. Empezar otra vez, en otra parte, con otra persona, y renunciar al proyecto anterior, o esperar y mantenerse en el empeño por consumar lo que empezaron en la plenitud que le es propia.


Por supuesto, Penélope podía haber hecho lo primero, lo cual hubiera significado la cancelación definitiva de la identidad de Ulises, cuyo fin hubiera sido entonces asimilable al de Agamenón. Ulises no hubiera tenido dónde volver ni por quién ser reconocido; no hubiera podido  continuar siendo Ulises, se habría alienado; hubiera tenido que aprender a ser otro, si es que podía.
Pero es que Penélope tampoco hubiera salvado la integridad, la identidad de su vida. Ella no podría dejar de ser lo que había sido; le había pertenecido y le seguía perteneciendo la vida de Ulises y la de Telémaco. Podía abandonar todo eso, pero la vida de ella que se había invertido en eso seguiría invertida ahí.
Para Penélope, empezarse ella sola en un nuevo comienzo significaba una amputación de su vida, pero mantenerse en la espera podía significar la inversión en baldío de cuanto le quedaba de existencia.


Penélope opta por esperar a Ulises sin ninguna garantía de que vaya a regresar. Invierte arriesgando toda su existencia a la inutilidad. Y gracias a eso Ulises logra reunirse del todo consigo mismo y ella también.
Ulises obtiene el reconocimiento por parte de Penélope, pero ello le supone un gran esfuerzo a los dos.
Ulises se ha realizado a sí mismo ausente de Penélope, y vuelve a ella rico, cargado de botín, pero con la condición de mendigo. Y efectivamente, mendiga ante ella el reconocimiento. A lo largo de su existencia no ha dudado nunca de su realidad regia, pero al llegar ante Penélope disfrazado de mendigo experimenta que realmente es un mendigo; que si ella no le reconoce y lo le acoge en su casa no tiene dónde depositar el botín, la riqueza existencial que ha acumulado, lo que él ha llegado a ser y es.


Ulises sospecha que el reconocimiento y la acogida pueden ser problemáticos. Él no tiene problemas para reconocer a Penélope, porque ella es la casa, es lo estable, lo permanente. Y ella tampoco tiene problemas de autorreconocimiento, porque los familiares, los criados y los pretendientes siempre la han reconocido como la reina, como el lugar del comienzo y el eje de la preservación del ámbito socio-familiar, y porque ella siempre les ha reconocido a todos como dependientes de su función y de su entidad de reina.
Por supuesto, durante los años de ausencia de Ulises Penélope ha cambiado, pero ella no ha cambiado ausentándose de la familia, sino permaneciendo cabe ella. Por eso, el único que no sabe cuánto ha cambiado y cómo es ahora es Ulises, que sí se ausentó de ese ámbito de intimidades y se ha realizado fuera de él.
A Penélope los años de soledad y de incertidumbre sobre la vuelta de Ulises, los años de esfuerzo por mantener una fidelidad que carecería de sentido si el  regreso no se produjera, los años, de sufrimiento por haberse ausentado de sí el esposo amado, la han hecho desconfiada, recelosa y en cierto modo dura respecto del objeto mismo de su esperanza. No cree que sea realmente Ulises el que ha vuelto y ella tiene delante. Pero es que esa desconfianza y dureza han sido la única garantía de fidelidad efectiva, aceptar como rey a un hombre que no fuera realmente Ulises hubiera significado la cancelación de su fidelidad, Penélope tiene que probar al mendigo que le suplica; el reconocimiento no puede ser gratuito.


El procedimiento que Ulises tiene para obtener el reconocimiento es reproducir ante ella, verbalmente, todo lo que él ha hecho y ha vivido ausente de ella, de forma que, en cierto modo, ella puede vivirlo también y por lo tanto incorporarlo a su vida. Pero no basta con eso. Lo que ha vivido ausente de ella hay que conectarlo, con una continuidad inequívoca, con lo que vivió estando y siendo cabe ella, cuando eran los dos una sola carne, e incluso con lo que él vivió antes de reunirse con ella.
El episodio de la descripción del lecho nupcial constituye la prueba de que realmente este hombre que mendiga el reconocimiento de su esposa es el que fue con ella una sola carne.
Ulises logra  que se le atribuya a él en exclusiva y en concreto un acto que, en abstracto, es completamente general, y lo que le permite lograrlo es lo que hace posible la unidad y la continuidad de la intimidad suya y la de Penélope en referencia a la exterioridad, a saber, la memoria.


Por otra parte, el episodio de la cicatriz dejada por la herida que  un jabalí le causó durante su infancia, constituye la prueba que permite conectar, en continuidad inequívoca, lo que realmente es ahora el varón mendigo, con lo que fue cuando empezó su casa y con lo que fue antes de empezarla. Al hombre se le reconoce y se le identifica por donde se ha roto, especialmente si la fractura fue presenciada; se le reconoce por su símbolo, por el anthropou symbolon.
A Penélope le cuesta reconocer a Ulises porque la fractura producida en la unidad de ambos al arrancarse, al ausentarse Ulises de ella, no tiene los mismos bordes; el tiempo los modifica; Ulises ha crecido mucho (se ha enriquecido existencialmente),  y no puede depositar su intimidad, ahora agrandada, en la intimidad inicial de Penélope porque no cabe. Pero la intimidad de Penélope se ha dilatado también; el tiempo y los sufrimientos le han desgastado los bordes y le han  producido nuevas honduras. Por eso a Ulises le resulta extraña la dureza de ella (le cuesta trabajo reconocerla),  pero precisamente por ello ella puede ahora acogerlo a él, reconocerlo. Ella también se ha enriquecido existentemente. Cada uno tiene ahora suficiente experiencia de la soledad, del sufrimiento, y es capaz de comprender el sufrimiento ajeno. Es decir, ahora, y solo ahora, es cuando realmente pueden hacerse compañía y comunicarse, si cada uno trasfiere al otro verbalmente su vida, porque ahora es cuando realmente hay mucho que transferir y mucho que comunicar: dos enriquecimientos existenciales que se hacen recíprocos.


Penélope reconoce a Ulises y con ello salva su intimidad, su vida y su cuerpo, de la dispersión. Pero de ese modo se salva también a sí misma, su intimidad, su vida y su cuerpo, de una inversión en nada, de una referencia a un telos que no acontece.
Carece de sentido cuestionar si resulta más arduo obtener el reconocimiento mendigándolo u otorgándolo a quien lo mendiga, porque hay demasiada heterogeneidad entre los dos polos de la relación (la asimetría resulta ahora muy patente). Lo que resulta claro es que no hay riqueza actual en quien lo pretende hasta que lo ha obtenido, ni la hay en quien lo otorga hasta que efectivamente lo hace: o se enriquecen en la unidad de los dos o no se enriquece ninguno.
Si los mitos tienen un valor permanente por encima de todo tiempo y lugar, podría ser que las figuras de Ulises y Penélope expresaran en términos de arquetipo la especificidad de lo masculino y lo femenino en su condición  de unidad matrimonial.


Platón, al final de La República, refiere por boca de Ea, hijo de Armenio, cómo las almas de los hombres y los héroes muertos, después de juzgados, eligen para reencarnarse el cuerpo y la vida de un hombre o de un animal, en consonancia con el tipo de vida que han llevado en su anterior encarnación. Así, Orfeo elige la vida de un cisne, Ayax Telamonio la de un león y Agamenón la de un águila.
Y ocurrió qué, última de todas por la suerte, iba a hacer la elección el alma de Ulises y, dando de lado a su ambición con el recuerdo de anteriores fatigas, buscaba, dando vueltas durante largo rato, la vida de un hombre común y desocupado, y, por fin, la halló en cierto lugar y olvidada por otros, y una vez que la vio, dijo que lo mismo habría hecho de haber salido (su alma) la primera (en el sorteo), y la escogió con gozo” (3).


Ulises elige para sí la vida de un hombre porque él es el hombre y lo que quiere es ser simplemente hombre. Por eso ya en vida rechazó la propuesta de la ninfa Calipso de hacerlo inmortal sí se casaba con ella; él era un mortal, casado con una mortal, y con quien tenía que volver para ser siempre sí mismo era con Penélope.
Pero, ¿es que acaso la vida que Ulises elige, la de “un hombre común y desocupado”, es diferente de la que antes había llevado? Por muy común que sea un hombre, y precisamente por serlo, si es hombre, varón, desarrolla su vida de actividades más o menos bélicas (la lucha por la vida, por “ganarse el pan con el sudor de su frente”), técnicas (laborales de cualquier tipo) y políticas (de relaciones sociales), y eso tensado por el impulso y el asedio erótico. Y en el ejercicio de esas actividades se ponen de manifiesto y se configuran sus cualidades psicológicas, sus principios éticos y sus creencias religiosas.


En una biografía así  no falta la experiencia de la soledad y del sufrimiento, y, en concreto, la experiencia de ausentarse de la intimidad de la esposa, de salir de casa, de su pobreza existencial, de la  pobreza existencial de ambos.
Pero también ésa es la experiencia de la esposa más común, de Penélope: la de que el varón se ha ausentado de ella,  de su intimidad, y de que la ha dejado sola. Y tampoco falta en la biografía de un  varón común, ni en la de una mujer común, la experiencia de la lucha por el reconocimiento del gozo si el reconocimiento llega a  alcanzarse.

Notas
1. Crf. B. Bettelhemin, Psicoanálisis de los cuentos de hadas. Crítica, Barcelona 6ª. Edición. 1973.
2. “El que no puede vivir en sociedad, o no necesita nada por su propia suficiencia, no es miembro de la ciudad, sino una bestia o un dios”, Aristóteles, Política, 1, 2; 1253 a 27-29.
Platón. La Republica, 620 c-d. Instituto de Estudios Políticos, Madrid, 1969.Traducción de J.J. Pabón y M. Fernández Galiano.

Atlántida. N° 6 (pp. 50-54)


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