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Matrimonio Homosexual ¿por qué no?


Firmado por: Carlos Martínez de Aguirre Aldaz

Catedrático de Derecho civil. Universidad de Zaragoza


El Gobierno ha remitido a las Cortes un Proyecto de Ley dirigido a modificar el Código civil, a fin de que dos personas del mismo sexo puedan contraer matrimonio entre sí. La polémica iniciativa, que ha suscitado un intenso debate social, merece un tratamiento sosegado y una consideración detenida; probablemente, más de lo que sus impulsores, llevados por unas prisas llamativas, parecen dispuestos a darle. Mi propósito es centrarme aqui en lo relativo a este “matrimonio homosexual”.


Sin embargo, antes de empezar, conviene situar la iniciativa en un contexto que ayude a entenderla, y a apreciar su relevancia. La homosexualidad, en cuanto se manifiesta de alguna forma en las relaciones interpersonales (que son las que interesan al Derecho) plantea al propio Derecho diversas cuestiones. Si atendemos a las reivindicaciones de los grupos activistas homosexuales, las más relevantes de esas cuestiones serían: la despenalización de las relaciones homosexuales entre personas mayores de edad (objetivo ya conseguido en nuestro país), la disminución de la edad del consentimiento para mantener relaciones sexuales (objetivo conseguido igualmente, puesto que esa edad es, actualmente, la de trece años), la regulación jurídica de las uniones homosexuales (con tendencia a llegar hasta el matrimonio  homosexual) y la adopción conjunta por parejas homosexuales: estos dos últimos son los objetivos que faltan por conseguir, y con la iniciativa del gobierno se obtienen simultáneamente; en efecto, la admisión del matrimonio entre personas del mismo sexo conlleva en nuestro derecho la autorización para que esas dos personas, ya cónyuges, puedan adoptar conjuntamente (art. 175.4 Cc.).


Mi exposición va a centrarse en la penúltima cuestión, adoptando, al menos inicialmente, una perspectiva ligada al derecho a la igualdad y a la no discriminación, que es la más habitualmente esgrimida; se trata, brevemente, de determinar si los homosexuales sufren discriminación por razón de su orientación sexual por el hecho de no poder contraer matrimonio entre sí (la matización final es importante). Antes de seguir, quiero hacer notar, ya desde ahora, que con estas dos últimas reivindicaciones se tiende a utilizar el Derecho para configurar a las relaciones homosexuales, artificiosa y ortopédicamente, como verdaderas familias, con sus padres (o madres) y sus hijos (proporcionados éstos por la sociedad a través de la adopción): que sea la sociedad la que proporcione lo que niega la naturaleza a la elección realizada por los homosexuales.


Antes de seguir, puede ser oportuno comenzar con una breve caracterización sociológica de las uniones homosexuales, deteniéndonos por ahora en su número. Noticias de prensa cifran el número de personas que se verían beneficiadas por la reforma en cuatro millones; otras fuentes hablan de más de cien mil parejas. Ninguna de estas dos cifras, entre si muy alejadas, tiene fundamento real. Si acudimos a los datos disponibles, dotados de fiabilidad, resulta que el número de uniones homosexuales es muy poco significativo, incluso en aquéllos países que han legalizado este tipo de uniones. Así, en Dinamarca, en 10 años de vigencia de la ley que las regula, se habían registrado apenas 3.200 parejas homosexuales para cinco millones de habitantes; en Estados Unidos, las parejas homosexuales constituían aproximadamente el 0'2 % del número de matrimonios (157.000 parejas homosexuales frente a aproximadamente 64'7 millones de matrimonios y 3'1 millones de parejas heterosexuales no casadas). La situación, en nuestro país, es muy parecida: de acuerdo con los datos del último censo realizado por el INE (2001), las parejas homosexuales constituyen aproximadamente el 0’11% del número total de parejas existente en España: en concreto, en España hay censadas 10.474 parejas del mismo sexo, a saber: 3.619 de sexo femenino y 6.855 de sexo masculino. Puede que haya habido un cierto ocultamiento, pero lo que es claro es que de aquí a las cien mil parejas, o a los cuatro millones de homosexuales, la distancia es insuperable.. La cifra es, sin más, ridícula, si se compara con los casi nueve millones de matrimonios. Esto permite ya extraer una primera conclusión: la regulación jurídica de estas parejas no puede calificarse como una verdadera necesidad social: desde esta perspectiva, sería mucho más urgente, por ejemplo, establecer mayores ayudas a las familias numerosas, mucho más abundantes, y mucho más funcionales socialmente.


Aclarado lo anterior, es hora ya de afrontar la cuestión planteada: ¿Están injustamente discriminados los homosexuales por el hecho de no poder casarse entre sí? La respuesta más evidente, en un primer nivel argumental, menos superficial de lo que a primera vista pueda parecer, es que no. Una persona homosexual puede contraer matrimonio con las mismas personas y en las mismas condiciones que una persona heterosexual: es decir, con una mujer (si es varón) o con un varón (si es mujer). Sería discriminatorio que al homosexual se le impidiera radicalmente contraer matrimonio con cualquier persona por el hecho de ser homosexual. Pero no es así: puede casarse cuando quiera, pero con persona del otro sexo, como todo el mundo. Del mismo modo, sería discriminatorio que sólo a los homosexuales (y no a quienes no lo son) se les impidiera casarse con personas del mismo sexo; pero ni unos ni otros (homosexuales o heterosexuales) pueden casarse con personas del mismo sexo. Nuevamente, el tratamiento es el que recibe cualquier persona.


Se puede afirmar, frente a lo que antecede, que la idea es que un homosexual quiere casarse con la persona (de su mismo sexo) a la que quiere, o con la que quiere compartir su vida, que es lo mismo —se dice— que hacen dos personas heterosexuales cuando se casan. Pero esto tampoco es convincente: no todos los que se quieren pueden casarse, por el mero hecho de quererse. El simple hecho de que alguien quiera casarse con alguien no supone necesariamente que pueda casarse con él: así, ¿podría quejarse de discriminación el varón a quien el Derecho le impide casarse con la mujer a la que quiere, sólo por el hecho de que dicha mujer es su hermana? ¿o la mujer a la que el Derecho no deja casarse con el hombre al que quiere, por la simple razón de que él, o ella, o ambos, ya están casados con terceras personas? Lo que hay que hacer es analizar las razones por las que esas personas no pueden casarse, para ver si no hay razones válidas para impedírselo (y entonces hay discriminación), o si dichas razones sí que concurren (y entonces no hay discriminación). Sobre esto volveremos más adelante. Antes, conviene que volvamos sobre el propio concepto de matrimonio.


Lo que pretende la reforma proyectada por el Gobierno es ampliar el concepto de matrimonio, para dar cabida en él a las uniones entre personas del mismo sexo. Pero esta ampliación es, en realidad, la desaparición, por inútil, del concepto de matrimonio. Matrimonio es, semper et ubique, la palabra que empleamos para designar la unión estable y comprometida entre un hombre y una mujer. Si la unión es entre dos hombres, o dos mujeres, ya no es matrimonio, por la misma razón que una compraventa sin precio ya no es compraventa, sino donación; y conviene subrayar que decir que una donación no es una compraventa no es decir nada malo de la donación, sino simplemente delimitar realidades sustancialmente diferentes. Pretender que una unión homosexual es matrimonio es algo así como pretender que una unión homosexual es heterosexual: una contradicción en sus propios términos. Desde este punto de vista, a la pregunta (formulada ahora retóricamente) de por qué no pueden hacer dos homosexuales lo que hacen dos heterosexuales al casarse, la respuesta es: porque lo que hacen dos homosexuales al unirse no es lo mismo que lo que hacen un hombre y una mujer cuando se casan, que es unirse con una persona perteneciente a distinto sexo.


Podemos decidir (que es lo que parece querer el Gobierno) que vamos a llamar matrimonio también a las uniones entre personas del mismo sexo, pero eso no les convierte, en su sustancia, en matrimonio (es decir, en unión heterosexual), ni les concede su misma relevancia social. En cambio, hace inservible el concepto de matrimonio. Así como si incluimos a la donación dentro del concepto de compraventa, tendríamos después que distinguir, porque son dos realidades diferentes, entre la compraventa con precio, y la compraventa sin precio, si llamamos matrimonio a la unión entre personas del mismo sexo, tendríamos que distinguir después entre el matrimonio homosexual y el heterosexual, porque son diferentes en su estructura, en su funcionamiento y en su funcionalidad social.


Conviene advertir que no estamos ante una mera cuestión de nombres o denominaciones; ante una especie de exacerbación del nominalismo. En realidad, al decir que una unión homosexual y otra heterosexual son distintas, lo que quiero decir no es sólo que tiene una composición diferente (lo que es, en sí mismo, evidente), sino que esa composición diferente marca unas diferencias sustanciales, de sentido, estructura y función, entre uno y otro tipo de unión. Esto es así porque, por naturaleza, el sentido de la diferenciación sexual es la complementariedad de ambos sexos, dirigida ésta a la perpetuación de la especie (en nuestro caso, la especie humana). Desde esta perspectiva, que cabría calificar como ecológica, la homosexualidad contradice objetivamente el sentido y finalidad natural de la diferenciación sexual. Esto, a su vez, tiene consecuencias sociales muy relevantes: los nuevos ciudadanos, que aseguran la continuidad social, proceden de uniones heterosexuales, no de uniones homosexuales. La relevancia social de unas y otras es, por lo tanto, muy diferente: mientras que unas (las heterosexuales) son las que aseguran la perpetuación de la sociedad, las otras son por completo indiferentes desde este fundamental punto de vista. 


Lo anterior nos permite ya desembocar, ahora con mayor detenimiento, en los aspectos funcionales, ligados al sentido del matrimonio (por qué es la unión entre un hombre y una mujer, y no otra cosa), y con él al de su regulación jurídica. Como ya he apuntado, la unión estable y comprometida entre un hombre y una mujer es socialmente relevante porque de ella nacen, y en ella se desarrollan adecuadamente, los futuros miembros de la sociedad: los ciudadanos del futuro. La familia y el matrimonio, como realidades naturales, están directamente vinculados, según hemos visto, al carácter sexuado de la persona humana, pero también a su condición de ser dotado de inteligencia y voluntad, que precisa una específica atención y educación para que su inteligencia, su voluntad, y sus afectos, se desarrollen adecuadamente. Familia y matrimonio están ligados, por tanto, a la procreación y educación de los hijos: desde el punto de vista social, podríamos decir que están unidos a la propia supervivencia de la sociedad, en cuanto posibilitan, en primera instancia, la existencia física de nuevos miembros de la misma; pero también, y no con menor importancia, su desarrollo integral como personas y su integración armónica en el cuerpo social (lo que cabría denominar su “humanización” y "socialización", en sentido amplio). A estos efectos, la familia matrimonial resulta ser una estructura de humanización no sólo enormemente barata y eficaz, sino directamente irreemplazable, lo que explica su éxito a través de la historia, prácticamente en todos los lugares.


La razón de ser de la regulación jurídica del matrimonio no es, pues, ni la afectividad (a quienes se casan no se les pregunta si se quieren, sino si quieren casarse), ni la mera situación de convivencia y ayuda mutua (que está presente también en muchos otros ámbitos, desde el militar hasta el conventual): es su función en relación con la aparición y socialización de quienes van a garantizar la pervivencia de la sociedad. Si esto es así, queda patente por qué las uniones homosexuales no son equiparables al matrimonio, desde el punto de vista de su funcionalidad social: son esencialmente estériles. De ellas no nacen hijos que sean fruto inmediato y directo de las relaciones sexuales habidas entre los homosexuales. La diferencia entre la unión heterosexual (el matrimonio) y la homosexual es, pues, evidente, y de enorme relevancia social. Es una diferencia que atañe, precisamente, a las razones por las que la sociedad regula y protege el matrimonio. Todo esto hace que la unión heterosexual estable y comprometida sea de interés social primario, porque está implicada la continuidad de la sociedad, mientras que la unión homosexual no pasa de ser meramente un fenómeno de tipo asociativo. Podemos expresar la misma idea, siguiendo a Anderson, en términos economicistas: "desde el punto de vista económico, «un niño es un bien durable en el cual alguien tiene que invertir grandes cantidades, mucho antes de que, como adulto, empiece a devolver beneficios con respecto a la inversión inicial» (J. Simon). Tiene que resultar obvio que la comunidad tiene, cuanto menos, un interés racional —por no decir apremiante— en fomentar las condiciones en las que las grandes inversiones de las próximas generaciones habrán de efectuarse. ¿No tiene aquel que, al casarse, se compromete a dedicar tiempo y energía en esa dirección, por lo menos, una reclamación moral con respecto a la comunidad, de cara al reconocimiento y a la protección de ese compromiso?". Y podríamos añadir: ¿cuál es, en el caso de las uniones homosexuales, ese valor añadido —que en el matrimonio son los hijos— que justifica, desde el punto de vista social, una regulación dirigida a proteger esa relación?


Pero no es esa la única diferencia. También aquí hay datos sociológicos que permiten ponderar, ahora desde este punto de vista, las diferencias entre el matrimonio y las uniones homosexuales. En efecto, en comparación con el matrimonio, las uniones homosexuales son:


a) Poco estables: las estadísticas disponibles, en este punto, son muy reveladoras. Así, de un estudio desarrollado en USA, resulta que el 28% de los homosexuales estudiados habían tenido 1.000 o más compañeros; el 15 % entre 100 y 249; el 9 % entre 50 y 99... hasta llegar a un sólo compañero, situación en que se reconocían sólo tres de los casi seiscientos homosexuales estudiados. Desde otro punto de vista: el 9% no había tenido una relación duradera, el 17% había tenido una, el 16 %, dos, el 20%, tres, el 13 %, cuatro, el 16 %, entre 6 y 87... Un dato más, muy significativo, sobre este estudio: de entre los estudiados, más de la mitad tenían menos de 35 años. También entre nosotros hay datos similares: la primera encuesta nacional sobre hábitos sexuales del colectivo gay, publicada en 2002, y patrocinada por la Federación Estatal de Lesbianas y Gays, señala, entre sus conclusiones más relevantes, que un varón homosexual tiene relaciones con 39 personas distintas, como media, a lo largo de su vida; que el 58 % de las parejas de gays españoles lleva más de un año de relación, pero que sólo el 27 % lleva más de cinco años, y que únicamente el 20 % vive en pareja; otros estudios realizados en Holanda afirman que la relación media de una relación estable homosexual es de un año y medio; por último, estudios realizados en Suecia y Noruega muestran que el riesgo de ruptura es significativamente mayor en parejas homosexuales registradas (cuyos efectos son los mismos que el matrimonio) que en matrimonios: la probabilidad de ruptura en parejas de gays es un 35% más alta que la de los matrimonios, y en las de lesbianas es el triple. La conclusión se impone: las parejas homosexuales no se caracterizan por su estabilidad, sino todo lo contrario. Lo cual es especialmente relevante, por ejemplo, a efectos de decidir acerca de la adopción conjunta por parejas homosexuales.


El altísimo grado de inestabilidad de las uniones homosexuales, explica la resistencia a institucionalizar su relación, ya sea como pareja de hecho, ya como matrimonio. En efecto, tanto el matrimonio como las uniones homosexuales registradas con efectos idénticos al matrimonio, tienen escaso éxito entre la población homosexual: así, en Suecia entre 1993 y 2001 hubo 190.000 matrimonios por 1.293 parejas homosexuales registradas (el 0’67%); y en Noruega 280.000 matrimonios por 1.526 parejas homosexuales registradas (el 0’54%). Los números son más significativos todavía si se tiene en consideración que la incidencia de las uniones de hecho en ambos países es muy grande, lo que haría disminuir todavía más, en términos relativos (de porcentaje) el número de uniones homosexuales..


b) Poco fecundas: las parejas homosexuales son, por su propia naturaleza, menos fecundas que las heterosexuales: en el caso de las uniones entre varones, por imposibilidad biológica; en el caso de uniones entre mujeres, porque aunque la fecundidad —no de la pareja como tal, sino de una de sus integrantes— es posible a través de la inseminación artificial con semen de donante, el número de hijos nacidos por este sistema es, proporcionalmente, muy escaso, y no es un resultado natural del uso de la sexualidad entre las convivientes; en todo caso, vale la pena insistir en que en ningún caso puede hablarse de fecundidad de la pareja, sino de una de sus componentes.
Todos estos datos marcan una importante diferencia, en cuanto a su respectiva incidencia y relevancia social, entre las uniones  heterosexuales y las homosexuales, y más específicamente entre el matrimonio y las uniones homosexuales. Revelan, también, que estamos ante dos realidades muy diferentes, en su configuración, en su funcionalidad, y en su relevancia social, que no consienten un tratamiento igualitario. Hacerlo es claramente discriminatorio, pero no por tratar desigualmente a los iguales, sino por tratar igual a los desiguales.


Universidad de Zaragoza