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Encarnizamiento terapéutico y muerte digna: Mitos y realidades

Dr.Carlos R. Gherardi*

Resumen

La utilización de variados procedimientos diagnósticos y terapéuticos que la moderna tecnología es capaz de aplicar en el paciente grave y crítico ha llevado a la generación de formas del morir incompatibles con la dignidad de la persona en circunstancias en que se demora inexplicablemente la llegada inevitable de la muerte. La indagación de los múltiples factores que influyen en la aparición de este fenómeno, asociado al desarrollo y avance de la medicina, conduce a la exploración de cuatro aspectos que se consideran esenciales en su determinación: el imperativo tecnológico, la dignidad de la vida, la omnipotencia de la medicina y la ausencia de una decisión médica unívoca. A la inmensa disponibilidad de la alta tecnología se ha sumado el requerimiento de la plena autonomía del paciente en la decisión final de la propia vida que comprende el debatido derecho a morir. Para luchar por una muerte digna en el campo de las decisiones concretas se hace referencia a: el rechazo de tratamiento, la irreversibilidad del cuadro clínico crítico y los cuidados paliativos y la abstención y el retiro de los métodos de soporte vital.

De qué hablamos

La concepción sobre la “muerte digna” surgió de la visión horrorizada de la sociedad frente a la generación de formas del morir que se asocian a la utilización de los variados procedimientos tecnológicos que el progreso de la medicina ha incorporado a su arsenal diagnóstico y terapéutico habitual en el paciente grave y cuya aplicación continua y sucesiva conduce solamente a la prolongación de la agonía demorando excesivamente la llegada inevitable de la muerte (1)(2).

Al final de un penoso proceso la muerte llega en medio de la insoportable soledad del paciente, del monitoreo de las variables vitales del organismo, de las modificaciones que la farmacología y los aparatos sustitutivos de las funciones básicas ejercen en la actitud y en la conducta humana, del sufrimiento extremo y la angustia interminable y hasta de la manifiesta o aparente indiferencia de los trabajadores de la salud que lo asisten.

El encarnizamiento terapéutico es la denominación que la sociedad mayoritariamente ha elegido para calificar la sobreatención médica divorciada de todo contenido humano constituyéndose en el paradigma actual de la indignidad asistencial y la contracara del acto médico que debiera “curar a veces, aliviar frecuentemente y confortar siempre”.
La idealización de una “buena o bella muerte” surgió como respuesta a lo que para algunos constituyó el fracaso del presunto proyecto biomédico de alargar excesivamente la vida, más allá de toda la permanente consideración filosófica y metafísica que la muerte genera en todo tiempo y lugar (3)(4).

En nuestra opinión el encarnizamiento aparece como un producto emergente de múltiples factores que se derivan del sistema de valores, creencias y hábitos que integran la cultura de este tiempo. Como en la mayoría de los problemas morales que se suscitan en el final de la vida, y en general en todos aquellos que analiza la bioética, todos los componentes de la sociedad están involucrados en la génesis de esta situación y cada uno debiera participar activamente para facilitar su comprensión y ayudar a la modificación o extinción de las situaciones que la favorezcan. El encarnizamiento terapéutico es un difícil problema que afronta toda la sociedad y no la medicina en particular, porque -aunque ocurriendo operativamente en el escenario médico no le pertenece con exclusividad y expresa el resultado de una compleja combinación de factores concurrentes.

La percepción de su existencia en un paciente se efectúa súbitamente cuando se toma conciencia que las sucesivas acciones médicas aplicadas han deteriorado su calidad de vida hasta un extremo insoportable y sin ningún beneficio actual o potencial. Existen dos características singulares de esta percepción:

1) comprende una visión totalizadora y completa que no permite advertir fácilmente un punto de comienzo y

2) el reconocimiento de la situación se efectúa tanto más fácilmente cuanto más distancia se tome de la realidad cotidiana del paciente, ya sea médica o social.

El encarnizamiento, si bien es el resultado de sucesivas acciones como se ha dicho, no existe ni se lo percibe hasta que se completa todo el cuadro y se lo reconoce como un todo visualizado como a través de una fotografía que es tanto más reveladora cuando más alejada sea su toma para permitir ver su entorno y su conjunto. Este entorno o este paisaje circundante, para seguir con la metáfora fotográfica, define en su conjunto más al encarnizamiento que los propios detalles de los objetos (acciones) principales que constituyen su foco.

La clásica descripción del paciente inconciente o confuso, unido a variados aparatos y módulos por medio de cables, tubos y mangueras, inmovilizado por drogas o por ataduras a su cama, los quejidos de sufrimiento o de excitación patológica psíquica o motora, la cercanía de un contacto humano solo para verificar un dato numérico, constituyen un espectáculo que se califica fácilmente como inhumano, indigno y miserable cuando no conduce a un resultado que pueda juzgarse como positivo. Pareciera evidente entonces que la racionalidad de las acciones emprendidas con un paciente ciertamente se valorarán a través del cumplimiento o no de los objetivos predeterminados que pueden comprender en cada caso desde el alcance de metas exclusivamente biológicas hasta el logro final de una aceptable calidad de vida. Aunque no se lo explicite claramente todo ocurre aquí también como si el fin justificara los medios.

En este punto deberemos recordar cuántas veces la recuperación y la vida plenas emergen como producto de complejos y prolongados tratamientos que, no obstante sus buenos resultados, también han constituido en su momento un compulsivo ataque a la individualidad que siempre ignora el derecho del paciente a la libre elección, que lo separa su habitat y viola su intimidad, que congela sus emociones y suprime su afectividad.

Cómo se presenta y por qué

En la historia clínica retrospectiva de cada paciente suele no advertirse puntualmente cuál ha sido la acción que convierte al tratamiento de una enfermedad en el encarnizamiento propiamente dicho, sino que se asiste al registro de una sucesiva toma de decisiones que puede comenzar cuando inicialmente no se asume completamente la no utilización de todo intento terapéutico en una enfermedad irreversible o irrecuperable.

Consecuentemente el imprudente traslado de un paciente a una unidad de terapia intensiva constituye por si misma la posibilidad de ser sometido a todo un apoyo tecnológico generador de la situación aunque ésta no haya sido la intención inicial. Luego de una equivocada primera acción inicial se desencadenarán posteriormente la aplicación sucesiva de muchas otras que se imbricarán en la evolución hasta llegar al reemplazo de funciones vitales con el uso de respiradores mecánicos ,hemodializadores, soporte hemodinámico, alimentación parenteral y otras.

Nos parece adecuado analizar con cierto detalle cuatro aspectos que participan de diverso modo y con distinto grado de importancia en la aparición de este complejo fenómeno constituyendo lo que puede llamarse, abusando de la medicalización del lenguaje, su fisiopatología. Estos son: la incorporación del progreso tecnológico en el diagnóstico y el tratamiento, la sacralización de la vida, la omnipotencia de la medicina y la ausencia de una toma de decisión unívoca.

Incorporación del progreso tecnológico en el diagnóstico y el tratamiento

La aplicación del progreso en el conocimiento biológico básico y del avance tecnológico en la práctica médica cambió la historia del tratamiento de numerosas enfermedades, permitió el abordaje de numerosos estados patológicos y constituyó el eje de los grandes avances de este siglo en este campo. Los procedimientos quirúrgicos más riesgosos, los tratamientos quimioterápicos y otras terapéuticas con alta sofisticación y riesgo pueden ser realizados por la existencia de salas de cuidado intensivo donde se puede mantener el paciente en condiciones óptimas de cuidado, control y hasta de sustitución de las funciones vitales. Los resultados de este progreso han sido notables y así ha sido reconocido por la sociedad aunque la eventual indicación de todos los procedimientos no siempre serán exitosos, porque su extensión a pacientes con pronóstico más sombrío y la aparición de ciertas complicaciones con excesivo sufrimiento conducen a situaciones que implican una calidad de vida por debajo de los mínimos esperados y deseados (5).

En todo este trajinar médico-tecnológico se remplaza y anula transitoriamente la comunicación y la intimidad personal en la búsqueda de la sobrevida cierta de muchos pacientes que antes de ahora fallecían irremediablemente. En este trámite, que puede consumir muchos días por la aparición sucesiva de complicaciones imputables a los procedimientos utilizados o a la propia enfermedad, se multiplican nuevos tratamientos que para su resolución conducen a una sucesión a veces interminable de más y mayores incomodidades, nuevos sufrimientos, pérdida de la conciencia si la había y hasta cierta carencia en la idea directriz terapéutica en el grupo médico por la confusión entre lo principal y lo accesorio, entre el objetivo inicial y el actual, entre la calidad de vida que se esperó y la que actualmente se ve como posible. Toda esta compleja situación que se instala en el paciente crítico mejor elegido para su tratamiento programado, resulta claramente agravada cuando se lo selecciona mal por su irrrecuperabilidad inicial y no obstante se lo ingresa inadecuadamente en una sala terapia intensiva. Así las cosas, suave pero progresivamente, sin un impulso único ni una conciencia plena del grupo médico, y en medio de un proceso ajeno a nuestra voluntad, se instala como por imperio de una metamorfosis impensada el trágico espectáculo del encarnizamiento terapéutico.

La pregunta que surge cuando se examina este problema, y en especial cuando se analiza retrospectivamente un caso clínico, es cómo no se visualiza el momento en que se traspasa la línea de razonabilidad en la propuesta y se admite la realización de más y mayores acciones médicas. La respuesta es que los problemas que promueven nuevas decisiones se encadenan y suceden de modo tal que se piensa (o se intuye) que cada nueva y mayor complicación será la última y que también podrá ser contenida con el tratamiento adecuado.

En este punto es válido argumentar que muchas circunstancias clínicas complejas que antes no se podían resolver o que su abordaje resultaba claramente contraindicado actualmente se tratan obteniéndose inesperados éxitos con nuevas estrategias y técnicas surgidas del constante desafío de la investigación clínica.

En las salas de terapia intensiva y en general en la actitud de los distintos especialistas que asisten pacientes críticos existe cierta conducta compulsiva (imperativo tecnológico) hacia la aplicación de todas las alternativas diagnósticas y terapéuticas posibles cualesquiera sea la situación que promueva su aplicabilidad (1). Sin duda la inmensa disponibilidad de medios y acciones médicas actuales, y en especial en las salas de alta complejidad, conspira contra la racionalidad en el ejercicio de su uso. La aplicación desmesurada y excesiva de variados tratamientos y el sostén tecnológico de las funciones vitales han generado, más allá de la visión desgarradora del fenómeno del encarnizamiento, la secuela de cuadros irreversibles prolongados y no deseados, entre los que el estado vegetativo persistente (EVP) sobresale como el ejemplo más trágico. La reanimación cardiopulmonar aplicada a todos los casos conduce frecuentemente a generar diversos cuadros de encefalopatía hipóxica irreversibles que han contribuido a engrosar la etiología del EVP.

Sacralización de la vida.

La consideración de la vida como un bien supremo e intangible que debe mantenerse por encima de cualquier otra valoración ha sido un principio que ha regido la conducta de la sociedad por milenios. Ciertamente la posibilidad exitosa de reanimación cardiopulmonar y el avance tecnológico que permitió la sustitución de las funciones vitales ha prestado un sustento impensable antiguamente en cuanto a la capacidad actual de proveer ayuda externa para el mantenimiento de la vida. Sin duda este valor social indiscutido hasta estos años subyace en el inconsciente colectivo de los actores (médicos, enfermeros, familiares, abogados) presentes en estas situaciones cuando se persigue y se persiste en el mantenimiento de la vida, medida por sus funciones vitales, a cualquier costo y sin atender a ningún otro principio. No puede olvidarse este factor al tiempo de evaluar un sustrato conceptual intrínseco del fenómeno del encarnizamiento. El reconocimiento de esta circunstancia ha promovido un replanteo sobre la hasta hoy indiscutible inviolabilidad del valor vida cuando se atiende con exclusividad a la vida biológica (6).

El reconocimiento de la necesidad de acordar convencionalmente el diagnóstico de muerte cerebral fue la primer señal de que en determinadas circunstancias debía ponerse fin al sostén externo de algunas funciones vitales, en este caso la respiratoria, apelando al concepto de la abolición de la función cerebral completa y la cesación de la función integradora del organismo como un todo (whole brain criterion), aun cuando existieren evidencias claras del mantenimiento de múltiples funciones biológicas cerebrales y neurohormonales (7)(8). La existencia de comas prolongados con integridad en el funcionamiento troncal han permitido evaluar la desaparición definitiva de las cualidades conciencia, afectividad y comunicación como expresión de la identidad de la persona y también revisar algunos conceptos desde una visión ontogenética del desarrollo del cerebro que tiende a diferenciar cuatro fases evolutivas secuenciales: organismo, individuo biológico, ser humano y persona (8).

Incluso la concepción que da sustento a la hipótesis de muerte neocortical (high brain criterion) aplicable al estado vegetativo persistente y a los anencefálicos tiende a priorizar los aspectos vinculados a las cualidades de la persona por oposición al sentido puramente biológico de la vida (9). En este sentido se puede recordar aquí un párrafo del dictamen del juez Stevens que consta en el fallo de la Suprema Corte de EEUU sobre el caso de Nancy Cruzan cuando atendiendo al coma prolongado de la esta joven con estado vegetativo persistente y para la que los padres solicitaban la autorización para el retiro de la alimentación y hidratación parenteral se pregunta “si la vida que exhibía esta joven en coma de 20 años, con 25 kilos y confinada para siempre a una posición encorvada y flexionada en una cama era la misma vida a la que se refiere la Constitución y la Declaración de la Independencia de EEUU” y que por tanto debiera preservarse como un bien supremo (9).

Una valoración distintiva del valor vida tradicional también surge cuando se promueve el trasplante de órganos como un objetivo primordial de la medicina de este tiempo, concediendo un sentido utilitario al diagnóstico de la muerte cerebral como lo reflejó claramente el slogan utilizado por el segundo Simposio internacional sobre la muerte encefálica: “promovamos la vida diagnosticando la muerte” (10).

La conocida expresión “mientras hay vida hay esperanza” tiene una lectura diferente y hasta dispar cuando en algunas situaciones se persiste en mantener la vida aunque sea en su naturaleza exclusivamente biológica y en el otro extremo se acepta la necesidad de no sostener la misma cuando se puede disponer de un órgano vital para trasplantar y retransplantar y recuperar otra persona para la vida plena. Sin duda este planteo casi bipolar y hasta antagónico de las actitudes personales y sociales frente a hechos similares expresan y demandan un nuevo código ético para definir la vida y la muerte.

Omnipotencia de la medicina

El progresivo y exitoso abordaje de patologías consideradas clásicamente como no tratables y la aplicación de métodos de soporte vital extraordinarios como la circulación extracorpórea, la utilización de membranas dializantes, los trasplantes múltiples y retransplantes han facilitado el olvido de la existencia de límites en la medicina a pesar del innegable progreso ocurrido en las últimas décadas. La aplicación de los nuevos métodos que la tecnología ha puesto a disposición de la medicina asistencial se entrelazan con los progresos ocurridos en las ciencias básicas que les dan sustento como la genética, la inmunología, la biología molecular y muchos otros.

Es posible que el mensaje que la medicina transmite a la sociedad por el insaciable progreso en su conocimiento básico se trasunte en un código de equivocaciones que sugiera la posible superación de todos los problemas y consecuentemente el alejamiento de la aceptación natural de la muerte como el final lógico de la vida.

Hasta el concepto de reanimación cardiorespiratoria perdió su sentido inicial de aplicabilidad a la muerte súbita y a eventos que pueden ocurrir en el transcurso de una enfermedad recuperable o por lo menos no terminal. La sobreaplicabilidad de esta acción médica genera muchos casos de encarnizamiento terapéutico que se inician sólo con la aplicación de una reanimación inadecuada. Por muchos años y hasta l990 se admitió en EEUU la obligatoriedad de su uso en toda situación de detención cardiorespiratoria salvo que mediare una autorización explícita en contrario del propio paciente (Orden de no reanimación) (11).

Paradójicamente la omnipotencia tradicional del médico como heredero inicial de los saberes y poderes emanados del pensamiento mágico y religioso y que luego fuera desarrollada a través de una concepción acentuadamente paternalista de la relación con el paciente- por la que el médico sabría mejor que el mismo sufriente qué era lo mejor para éste último -, ha mutado hacia una omnipotencia de la medicina en su totalidad que como ciencia pareciera disponer siempre de todo lo necesario para la resolución de los problemas emergentes.

La práctica de la medicina sigue siendo hoy “la ciencia de la incertidumbre y el arte de la probabilidad” como ya decía el maestro Osler hace más de cien años (12). La naturaleza artesanal de su praxis ha quedado intacta a pesar de la incesante incorporación de nuevos métodos diagnósticos y terapéuticos. Por el contrario la mayor disponibilidad de medios ha multiplicado la dificultad en su elección para cada caso y a su vez el gran aumento en el registro de datos obtenidos perturba el proceso de razonamiento clínico y el correcto juicio a la hora de la toma de decisión. En la última década se han generalizado los estudios destinados a establecer la predictividad de la evolución de los pacientes en relación a la aplicación de diversos tratamientos con el objeto de establecer pautas para la toma de decisión. No obstante la ayuda de estos índices o scores, de indudable valor epidemiológico y económico, la aplicación de un número pronóstico a un paciente concreto resulta no siempre preciso al tiempo de decidir una conducta por las variables que están presentes en cada caso particular (en esencia nunca se sabe en que área de la curva de probabilidad se encuentra nuestro paciente) ni tampoco ético por cuanto ignora las preferencias del paciente (13).

Esta omnipotencia médica de que hablamos impregna no solo a los pacientes, sino también a los médicos.

Como siempre es posible el reemplazo de una función vital, y hasta la reanimación en el paciente muriente, su no aplicación o utilización puede verse como una omisión. Llevando a un extremo este curso del razonamiento la suspensión de la reanimación efectiva, cuando no se retoma el ritmo cardiaco propio, podría visualizarse equivocadamente como una forma d e eutanasia.

En el paciente crítico, en el que la amenaza de muerte está siempre presente, la expresión dejar morir (letting die), de uso habitual en la discusión filosófica sobre eutanasia, comparada con el matar (killing), encierra en si misma un planteo conceptual erróneo vinculado a la omnipotencia que nos parece adecuado examinar aquí (5)(14). Dejar morir evoca el abandono (dejar: abandonar) y sugiere la posibilidad de poder siempre evitar la muerte (dejar morir pudiendo evitarlo). Cuando la muerte es la alternativa posible que define por sí mismo al paciente crítico el marco del permitir morir es el que adecuadamente expresa la realidad en estos casos y más aun los que dentro de ellos pueden considerarse murientes o terminales. El dejar morir y el hacer morir (otra expresión usual) demuestra la omnipotencia de pensar y creer que la muerte la evitamos o decidimos nosotros hasta en el momento final porque ahora es posible sustituir “in extremis” las funciones cardiaca y respiratoria (cuya detención es el sustrato de la muerte) con maniobras de resucitación aun cuando este final sea el resultado esperable de la enfermedad subyacente. Igual comentario en el paciente crítico podría corresponder a la abstención o suspensión de otros procedimientos de asistencia, que también deben ser considerados como de soporte vital como la hemodiálisis, la medicación vasopresora, la nutrición y hidratación parenteral.

Finalmente la no utilización en estos pacientes de algunos procedimientos terapéuticos existentes se puede justificar simplemente por su futlidad en relación a los objetivos que el paciente autónomamente se ha trazado para el tratamiento de su enfermedad.

Esta omnipotencia, que deja trasuntar el análisis de estos hechos y que subyace en cada comentario, dificulta la interpretación de los actos médicos ejercitables en el paciente muriente, y expresa quizá una negación inconciente de la inevitabilidad de la muerte en las condiciones actuales de desarrollo médicotecnológico. La reanimación cardiopulmonar sistemática en una sala de terapia intensiva o el simple masaje cardiaco externo en una sala o en el domicilio del paciente muriente subsiste como “el último ritual” que simboliza la negación de muerte misma.

Ausencia de una toma de decisión unívoca

Actualmente en el paciente crítico la toma de decisión respecto de un acto médico ya no le compete con exclusividad al médico de cabecera o por lo menos a un médico. Esta situación se produce por múltiples circunstancias entre las que sobresalen la modalidad de atención en salas de terapia intensiva donde actúa un equipo de profesionales, la variadas opiniones de especialistas sobre la pertinencia del tratamiento presuntivamente más eficaz, la efectiva vigencia del principio de autonomía, la protección legal que se requeriría para cuando la decisión de no iniciar o suspender un tratamiento podría provocar la muerte del paciente y la complejidad de los diversos sistemas organización médica que no atienden en su mayoría a privilegiar en los hechos la existencia de un médico de cabecera.

La participación del paciente competente en la toma de decisión es posible en el tramo inicial de elección de una conducta médica que implique convenir una intervención quirúrgica o un procedimiento terapéutico mayor (quimioterapia, angioplastia, etc), pero es compleja y dificultosa en circunstancias de incompetencia o de situaciones críticas en que debe acordarse con la familia. La existencia de más de una opinión para la solución de un problema o la intervención de varios equipos de especialistas comprometidos en la atención diluye la decisión en cada caso la responsabilidad de cada uno cuando puede o debe desestimarse alguna nueva posibilidad terapéutica u otro medio de diagnóstico.

Asimismo la ausencia habitual de la figura del antiguo médico de la familia- depositario de la confianza y credibilidad necesarias- que se hacía cargo de toda la atención de un paciente y que podía aconsejar en cada caso y en cada momento qué hacer ante cada eventualidad provoca un vacío que no es llenado por nadie y que conduce a la sucesiva aposición de acciones y conductas facilitando y hasta promoviendo la ausencia en una toma decisión que debería ser unívoca, personalizada y consensuada. Unívoca porque finalmente debiera ser una sola, personalizada porque corresponde con exclusividad para un paciente y consensuada porque se debe acordar con el paciente o la familia. La toma de decisión en estos casos críticos y complejos implica fundamentalmente una elección que generalmente oscila entre actuar o no actuar, o entre actuar o dejar de actuar. En estos casos críticos la ausencia de un único médico que tome la decisión final acordada, después de evaluar todas las posibilidades, complica el posible establecimiento de un límite de la asistencia médica.

También se advierte en muchos casos un desplazamiento de esa toma de decisión individual, a veces inexistente, hacia la discusión familiar, los comités de ética, la intervención judicial etc., circunstancias que no son buenas para la conducción de un paciente crítico que no debería soportar este vacío en el espacio decisional.

El límite en la asistencia implica interrupción y no-tratamiento y esta actitud se torna difícil si no existe responsabilidad y confianza plenas. Entretanto, la ausencia de una decisión conduce a un proceso continuo de acciones que se suceden ininterrumpidamente en un mismo paciente generando de este modo prácticas distanásicas (deformación de la atención) que constituye en si mismo el germen productor del encarnizamiento terapéutico. Una característica distintiva de este estadio es la pérdida de la idea directriz del esfuerzo terapéutico inicial que se produce cuando la asistencia de las complicaciones emergentes que comprometen el curso vital (paro cardiorespiratorio, insuficiencia respiratoria) permiten olvidar cuáles fueron las condiciones, si las hubo, bajo las cuales se acordó e intentó comenzar el tratamiento. Cuando el compromiso vital se encuentra en el límite, la situación diaria transcurre como si lo único y sustancial a lo que deba atenderse fuera el sostenimiento de cada función con la consiguiente pérdida de la visión global de la enfermedad del paciente.

Qué podemos hacer y cómo hacerlo

La muerte digna que se requeriría como antítesis del encarnizamiento encierra en su concepto una multiplicidad de contenidos que no son necesariamente dependientes de la conducta médica y que se vinculan a las condiciones personalísimas de la vida de cada persona (2)(4). La idealización de una buena muerte, la lucidez del paciente en su momento cumbre, la presencia del afecto cierto y cercano de los seres queridos, la ausencia de dolor y hasta de sufrimiento, la paz interior que permita su vivencia plena, y en suma todas las circunstancias que preanuncian su arribo y la acompañan no siempre se pueden concretar ni elegir, y generalmente la dura realidad supera y reemplaza los buenos deseos que cada persona tiene pensados para sí desde la abstracción y la salud (15)(16).

Como tenemos la obligación no solo de describir dramáticamente el encarnizamiento para lamentar su existencia, sino fundamentalmente elaborar las acciones con las cuales deberíamos prevenir su aparición, cuando esto fuera posible, resulta conveniente que todos los estamentos de la sociedad reflexionen sobre factores que a nuestro juicio coadyuvan en su aparición.

La internalización y elaboración de un concepto de muerte digna o buena muerte como demasiado abstracto o ideal a veces ha acercado peligrosamente a la misma a un slogan carente de sustento racional y alejado de las situaciones ciertas y reales que provocan las reflexiones de este trabajo (15). En verdad, morir con dignidad y con autonomía significa la legítima aspiración personal de participar en la decisión de los actos que puedan resultar intolerables o innecesarios para cada persona dentro del complejo y debatido problema del ”derecho a morir” de cada uno (3)(4).
La lucha por una muerte digna, visualizada desde la realidad del encarnizamiento, implica fundamentalmente abordar en profundidad todas las cuestiones que hemos mencionado y analizar las actitudes que deben tomarse o deberían modificarse en el campo de las acciones concretas (2) (5)(16).

Rechazo de tratamiento

Esta es una primera acción que privilegia las preferencias del paciente hasta el extremo de no aceptar el tratamiento ofrecido. El derecho del paciente al rechazo le permite ejercer plenamente su autonomía en la elección de las alternativas terapéuticas propuestas según el sufrimiento implícito, los eventuales riesgos y la presunta calidad de vida futura en cada circunstancia (2)(5). En el paciente competente y en el marco de una buena relación médico-paciente esta situación no constituye un problema real y de hecho ninguna persona puede ser obligada a consentir un tratamiento aunque como consecuencia de la negativa se pudiera producir la muerte. Esta situación debiera ser respetada siempre y no sólo en caso de pacientes llamados terminales no pudiendo dejar de mencionar la ironía que significa cierta afanosa y burocrática preocupación legislativa en nuestro país por establecer un derecho al rechazo del tratamiento en cambio de aplicar por lo menos igual entusiasmo para asegurar el cumplimiento real del derecho constitucional a la protección de la salud de todos los habitantes del país.(17) Cuando se trata de un paciente incompetente para la decisión (coma y estados de conciencia relacionados) el consenso deberá intentarse con la familia o su representante.

Irreversibilidad y terapia intensiva. Cuidados paliativos.

Las salas de cuidado intensivo no deben convertirse en la antesala obligatoria de la muerte. Una imprudente derivación a estas salas de un paciente crítico, pero portador de una enfermedad irrecuperable, genera inevitablemente las condiciones propicias para la eventual aplicación de todos los métodos de soporte vital.

La toma de decisión que implica el ingreso o el no ingreso a este nivel de atención médica deberá ser cuidadosamente evaluada por los médicos y la familia, situación que será facilitada cuando se instale fuertemente en la sociedad el debate sobre los límites de la medicina.

Cuando la ética del cuidado debe reemplazar a la curación, por que ésta es imposible, las salas de cuidado paliativo resultan imprescindibles para rodear al paciente de todo el confort, el alivio y la compañía que permitan el buen morir (18). La generalización de la existencia de este nivel de cuidado asistencial debe ser demandada en nuestro país.
Abstención y/o retiro de los métodos de soporte vital.
Como gran parte de los cuadros de encarnizamiento se generan en pacientes internados en las salas de terapia intensiva es en este ámbito donde debe implementarse la aplicación del límite en el esfuerzo terapéutico. (19)(20) Cuando la irreversibilidad del cuadro clínico se hace evidente y se conceptúan como fútiles las acciones médicas posibles deberá plantearse, si aun es posible, la externación del paciente del área de terapia intensiva, o en su defecto la abstención o la suspensión de los procedimientos de soporte vital lo que significa en esencia influir de modo indudable en la determinación directa o indirecta de la muerte.

Recientemente se publicado que la toma de decisión que incluye la intervención sobre los métodos de soporte vital (abstención o retiro), en un servicio de Terapia intensiva de EEUU, se encuentran presente como factor determinante en el 90 % de los fallecimientos ocurridos durante un periodo de tres años, registrándose asimismo un sensible aumento con respecto al existente (50%) en un igual período anterior en el mismo Hospital (21). Este aumento en la toma de decisión sobre aspectos que implican un manejo cierto del morir y de la muerte, que también ocurre en nuestro medio, presta conformidad a la existencia en nuestro tiempo de una nueva ética del vivir y del morir (6)(20).

No está claro en nuestro país si existe cierta desprotección legal para la no aplicación o suspensión de métodos de soporte vital (respirador, medicación hemodinámica, hemodiálisis, alimentación e hidratación) por cuanto la muerte probable resultante de estas acciones podría constituir y tipificar la figura penal del homicidio (22). Si bien algunos juristas (2) opinan que la Constitución Nacional y la legislación general vigente protegerá eventualmente al médico de este riesgo.

Desde el tiempo de Karen Quinlan (1976), cuando los médicos no podían acceder la pedido de la familia para desconectar un respirador hasta el actual en que se acuerda con la familia el retiro de la nutrición y la hidratación parenteral, se ha transitado en verdad un duro camino hacia la muerte digna y contra el encarnizamiento terapéutico. Sin embargo, para que esta lucha pueda ser exitosa y real en nuestro medio deberá incluir necesariamente un debate público y abierto que involucre a toda la sociedad, porque las decisiones siempre serán conciliadas por el médico con la familia en un marco de diálogo permanente, y sería conveniente examinar seriamente si es procedente la creación en nuestro país de un marco jurídico que contenga precisiones sobre la abstención o retiro de métodos de soporte vital.

La realización corriente de estas prácticas que por acción o por omisión son adistanásicas, que no provocan intencional y directamente la muerte sino el buen morir, han alejado y superado el debate y hasta la denominación corriente de eutanasia pasiva, reservándose el nombre de eutanasia para designar exclusivamente a los métodos directos que incluyen la administración de drogas o venenos destinados exclusivamente a producir la muerte, cualesquiera sea la naturaleza de la enfermedad del paciente y su situación evolutiva. Asimismo otras acciones, como la sedación y analgesia intensa y prolongada contribuyen a la obtención de una muerte digna evitando o interrumpiendo el ciclo incontrolable del encarnizamiento.

La aspiración al logro de una muerte digna deberá, dentro de las dificultades y limitaciones de los actos médicos, superar el aislamiento físico del paciente, combatir su sufrimiento y evitar su desfiguración (23).
Pero para que esto sea posible debemos exigirnos previamente y en cada caso cuando nos toque intervenir en el rol en que la sociedad nos sitúe (pacientes, familiares, abogados, médicos, amigos) ayudar a la previa toma de decisión de aceptar el inevitable límite en las acciones médicas y obrar en consecuencia para hacer posible la llegada de la muerte. Si esto no fuera así las declaraciones sobre la muerte digna se tornan abstractas y etéreas, y la omisión de nuestras actitudes facilitan y consienten el tan temido y condenado encarnizamiento terapéutico. Como tantas veces ocurre este problema también nuestro y no solo de los otros.

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(*) El Dr.Carlos R. Gherardi es Director del Comité de Ética del Hospital de Clínicas y Director del Comité de Bioética de la Sociedad Argentina de Terapia Intensiva.

Publicado en Medicina (Buenos Aires) 1998; 58:755-762