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Cómo distinguir la buena vida de la vida buena Aquilino Polaino-Lorente

Resulta que la felicidad es cuestión de crecer en estatura personal, de ser dueño de uno mismo y de sus actos; el autocontrol y la libertad interna ejercen una capacidad humanizadora. Además, la felicidad es expansiva, cuanto más se comparte, más se dilata

La buena vida como la vida buena remite, aunque de forma diversa, a la felicidad que es su referente. Pero el modo en que una y otra formas de vida remiten a la felicidad es muy distinto. De aquí la conveniencia de distinguirlas, de modo que se acierte en la elección por la que opte.
Se entiende aquí por «buena vida» una cierta satisfacción placentera proporcionada por el bienestar; la posesión de bienes materiales y la seguridad que éstos proporcionan; la ausencia de dolor, preocupaciones y sufrimientos; la abolición de cualquier riesgo en el horizonte vital; y, en general, el hecho de que los sentidos, apetitos y tendencias se encuentren saciados.
Las personas que anhelan la buena vida se refieren a ella con términos muy variados y un tanto vagos, como «pasarlo bien», «estar entretenidos», «no tener ninguna necesidad insatisfecha». Es decir, la persona que opta por la buena vida se conforma con lo transitoriamente placentero y las sensaciones y sentimientos que de ello puedan derivarse.
Sin embargo, la «buena vida» tiene una duración muy limitada, sea porque tras la satisfacción de un deseo, surge de inmediato otro nuevo que busca ser saciado (inquietud), o porque la satisfacción del deseo genera una cierta hartura (saciación).
De hecho, tenemos experiencia personal de que los deseos que surgen en el ser humano son ilimitados, mientras que los deseos satisfechos se pueden contar con los dedos de la mano y tal vez nos sobre alguno. En cualquier caso, optar por lo placentero de la buena vida es conformarse con las meras experiencias placenteras a nivel sensorial (hedonismo), algo que resulta insuficiente para la persona por cuanto su apertura al conocimiento y al querer permanece desatendida y, por tanto, frustrada.  

Entender y entenderse a sí mismo
La persona no se limita a sus sensaciones y sentimientos, quiere entender (y entenderse a sí misma), quiere querer y ser querida (y que ese amor no pueda extinguirse o llegue a desaparecer). Esto forma parte de la constitución originaria de su ser. Acaso por esto, para que la persona sea plenamente dichosa no es suficiente con darse una buena vida. Surge entonces la posibilidad de buscar la «vida buena», aquella en la que se puede dar alcance a esas irrenunciables aspiraciones.
La «vida buena» es la que no aspira al placer sino a la felicidad, la que no aspira al bienestar de apenas unos instantes sino a la felicidad que no tiene fin (eternidad), la que no aspira a lo que es contingente y lleva aparejado el temor a perderlo sino lo que no puede desaparecer (plenitud). La «vida buena» no está en el tener sino en el ser, se identifica así con la felicidad, el fin al que tienden las personas, y acaso por eso todas lo buscan.
En realidad, la «vida buena» es como el cañamazo sobre el que se teje la propia vida. La persona que opta por ella está siempre como anhelante y en camino (homo viator), porque sabe que la felicidad que persigue no es algo que se posea de una vez por todas y para siempre, mientras deambulamos en el camino de la vida.
La vida buena es consecuencia de buscar la felicidad. El hecho de que la conquista de la felicidad suponga un cierto esfuerzo, en nada obsta para que la felicidad buscada se refleje ya en la travesía de la vida. La felicidad es la principal motivación humana. La felicidad es lo que en verdad pone en marcha (motiva) el comportamiento humano hacia esa búsqueda. Una búsqueda más allá de todas las expectativas de la buena vida y por eso la vida buena abre el ser humano a la esperanza, a lo que la persona espera llegar a ser.
La felicidad es siempre un asunto que se sitúa en el «después», en el «todavía-no» de la vida presente. Cuando se confunde la felicidad con el placer (la vida buena con la buena vida), se rebaja el horizonte de la plenitud anhelada, y la persona finge una abaratada satisfacción vinculada a factores extrínsecos que quizás tenga pero que no son –ni pueden ser– constitutivos de la plenitud de su ser felicitario.
Sin esperanza no es posible el acceso a la felicidad. Pero la esperanza se afirma en la fe, en el tozudo asentimiento a la realidad personal y transpersonal en que se espera. La fe en un Dios personal es el asidero en el que se asienta la vida buena, porque sin ese amor correspondido no sería posible ni tendría sentido hacer tan largo camino.
Pero ese amor no sólo es singular sino además incondicionado, permanente, consistente, estable y fiel. Dios no se deja ganar en generosidad; ¡Dios es el mejor pagador! La persona es feliz porque con la vida buena que ha hecho de su vivir se «ha ganado» –en cierto modo «ha robado»– el amor inconmensurable, infinito, eterno, absoluto e irrepetible de Dios. Pero al mismo tiempo, se amará a sí misma como jamás se ha amado, sin errores que hacen sufrir y sin oscuridades tenebrosas y dubitativas, por la simple razón de que se amará en Dios, siguiendo la hechura de cómo Dios le ama. El amor en que consiste la felicidad humana no es pasivo sino activo (de la persona al Creador), y además pleno, es decir, la persona querrá a Dios como Dios desea ser querido por ella.
No puede entenderse la felicidad sin amor personal. Pero el amor en que consiste la felicidad humana, el amor que se alcanza mediante una vida buena es expansivo, comunicable y compartible con el resto de las personas. La plenitud de la felicidad reside también, aunque a otro nivel, en querer a cada persona en Dios y a Dios en cada persona. Se trata de querer a cada persona (por analogía y participación) tal y como Dios la quiere, según el modo en que Dios la quiere.

Ser capaz de ser feliz
Para entender mejor las diferencias existentes entre la buena vida y la vida buena es preciso considerar otros términos a los que aquellas hacen referencia: el bien, la virtud y el valor. El lenguaje es algo vivo y su uso parcialmente condicionado por las modas. El hecho de que hoy se hable tanto de motivación y valores, y se omita el concepto de bien y virtudes es, desde esta perspectiva, muy significativo. También se habla mucho del interés general mientras se silencia o se omite el concepto de bien común.
El bien ha sido sustituido por los valores mientras, al compás de esas transformaciones, se extraviaba el concepto de virtud. Más tarde, por vía del psicologismo, el valor devino en motivación, un concepto este último a mitad de camino entre el behaviorismo y las neurociencias, entre la conducta y la activación cerebral que pone en marcha a aquella.
Comencemos por el concepto de bien. Así como lo propio del entendimiento es la verdad, lo propio de la voluntad es el bien. Lo que quiere la persona es el bien, es decir, la felicidad. Si no existiera el bien no sería posible la ética. El bien es la condición de posibilidad de la ética. De una u otra forma, la felicidad remite siempre al bien. Por eso, habría que educar no tanto en los valores como en el bien.
Pero el bien hay que conocerlo. La ignorancia del bien impide y frustra su búsqueda. Quien no sabe lo que es bueno, no podrá saber qué hombre es o no bueno y, en consecuencia, no podrá confiar en él, ni imitar su conducta ni elegir los actos que conducen al bien. Es decir, no sabrá conducirse a sí mismo por no distinguir entre lo que es bueno o malo.
«Con todo, escribe Polo, el bien puede ser espléndido, sumamente atrayente, pero si se trata de un sistema libre –como es el hombre– siempre queda la posibilidad de que el sistema libre diga: ‘lo quiero, pero no completamente’; el bien es amable, pero una cosa es que sea amable, y otra que sea necesariamente amado; por tanto, el mismo sistema libre ha de tener la garantía de que su adhesión a él sea lo suficientemente firme: porque si no, no puede ser feliz, no por culpa del bien sino por arte suya, es decir, que no basta con que exista lo que al hombre le pueda hacer feliz, hace falta también que el hombre sea capaz de ser feliz y son dos consideraciones coherentes: una no basta, no es suficiente. Es preciso que el sistema libre sea capaz de alcanzar sin oscilaciones su estado de equilibrio supremo».1
En este mismo sentido, Macyntyre afirma que «estar educado de forma adecuada desde el punto de vista práctico, es haber aprendido a disfrutar haciendo y juzgando correctamente respecto de los bienes y habiendo aprendido a sufrir por defecto y error al respecto».2

Conocer y ejercitar el bien
La educación, como tarea formadora y perfectiva de la persona, se dirige a dos facultades: la inteligencia y la voluntad. La primera se atiende con la transmisión de conocimientos y de cultura; la segunda, con la formación moral, con la areté aristotélica (la virtud moral). Ambas son complementarias e indispensables y deben estar armónicamente entrelazadas.
La virtud no consiste, según Aristóteles, en el mero conocimiento del bien, sino en su ejercitación, en el ejercicio del bien. De hecho, la evidencia nos enseña que el hombre puede conocer muy bien la virtud y obrar en contra de ella. La virtud es una disposición estable hacia el bien, un hábito que perfecciona al hombre para obrar el bien.
La educación en las virtudes se encamina a hacer al hombre bueno. El hombre bueno (spoudaios) es el que hace bien la misma realización de su entera naturaleza. Pero entiéndase que no es que, primero, el hombre sea bueno y por eso se haga virtuoso, sino que realizando actos virtuosos es como el hombre llega a ser bueno. La virtud hace bueno a su poseedor y buena a su obra.3
O, más sencillamente, el bien se hace, y al hacerlo, el hombre se hace bueno. Por consiguiente, «las virtudes –afirma Aristóteles– no se producen ni por naturaleza, ni contra la naturaleza, sino por tener el hombre aptitud natural para recibirlas y perfeccionarlas mediante la costumbre».4
Por eso Aristóteles afirma algo que es muy relevante para la educación: «lo que hay que hacer después de haber aprendido, lo aprendemos haciéndolo».5 Y aquí interviene la voluntad, que queriendo obrar sobre la propia naturaleza (que nos hizo aptos para adquirir una virtud determinada), precisa del hábito para desarrollar esta aptitud.
Esto demuestra que el protagonista de la educación –el que ha de adquirir y encarnar las virtudes a través de sus acciones– no es principalmente el educador sino el educando, con lo que la educación deviene, aunque no exclusivamente, en auto-educación.
Un hombre es virtuoso cuando sabe a qué atenerse, cuando sabe lo que hace, cuando, como consecuencia de la disposición macizada y permanente que en sí mismo ha dado origen (hábito), elige cada acto bueno como tal acto. Todo esto reobra sobre él y hace que consolide tal hábito, que, a causa de ello, deviene en algo más robusto, firme e inmutable. De aquí que, como sostiene Aristóteles, el oficio propio del hombre consista en ser virtuoso.6

Sentido, destino y felicidad se identifican
Desde esta perspectiva, la virtud remite a los hábitos, es decir, a aquellas disposiciones por las cuales el hombre llega a realizar en grado perfectivo su propia naturaleza. Y esto es, precisamente, lo que le hace ser bueno. Los hábitos buenos –y no un acto bueno aislado– son los que hacen que el hombre crezca en toda su estatura. El hombre precisa, pues, de esa estabilidad, fijeza y facilidad (hábito) para actuar constantemente bien –propiedad que la naturaleza no cultivada, en modo alguno tiene–, de manera que pueda darse el irrestricto crecimiento personal. En realidad, un hábito (habitudo) es una posesión (habere) –la más personal, sin duda alguna– por la que se acrece o disminuye el grado de auto-posesión personal y, a su través, la propia libertad.
De hecho, cuando la voluntad adquiere estos hábitos morales, entonces –y sólo entonces– es cuando deviene libre. Alberto Magno definió el hábito como «aquello por lo que alguien actúa como quiere». Puede afirmarse que, a través de los hábitos, es como el hombre gana en libertad, puesto que le facilita el hacer actos libres y buenos.
Pero un acto libre y bueno es aquel que intrínseca y formalmente es libre, es decir, que procediendo de un principio intrínseco conoce como bueno el fin que se propone alcanzar, lo que reobra en el crecimiento de la propia naturaleza. De aquí que una persona sea tanto más libre cuanta mayor sea la facilidad que tiene para obrar de esta forma. Los hábitos buenos no son solo buenos por perfeccionar a quienes los hacen, sino también por hacer crecer su libertad personal, por hacerles más libres.7
Cuando se contempla a los hábitos desde el escenario social, su consolidación, deviene en costumbre. La relevancia que las costumbres tienen para el rearme ético de la sociedad y la regeneración del tejido interpersonal (a través de la imitación de ciertos modelos de comportamiento y de la interacción personal) resulta obvia. De aquí que la formación y desarrollo de los hábitos buenos –esa «segunda naturaleza» que es preciso implantar– constituya la causa eficiente de la educación, por ser la que dota al educando de la consistencia energizante y facilitadora para hacerse a sí mismo persona, la mejor persona posible, según su naturaleza.
No se puede ser feliz obrando mal. Frente a lo que algunos piensan, el deseo de vivir y el deseo de obrar el bien no se oponen, sino que se refuerzan. De lo contrario, la felicidad y la virtud serían imposibles, por cuanto se daría entre ellas un conflicto insoluble. Y, en consecuencia, ningún hombre podría ni querría ser feliz.
Lo que da sentido a la existencia humana es, precisamente, la consecución de las virtudes éticas. Y es que el camino, la búsqueda que conduce a la felicidad –el destino de la persona– coincide con el sentido de la vida. Sentido y destino de la vida –aunque se formulen en diferentes niveles epistemológicos– son, sin embargo, convergentes hasta coincidir e identificarse en su meta: la vida lograda, la felicidad

Hoy es más fácil hablar de valores
Los valores no son el bien ni tampoco se identifican con las virtudes, aunque se relacionen con ambos. Los valores –en el sentido coloquial que a este concepto hoy se da–, constituyen una traducción a la baja del término «bien». Tal ambigüedad facilita el confusionismo en que hoy nos encontramos a propósito de la educación moral.
El valor se haya siempre encarnado en el sujeto valioso. Constituye una cierta excelencia que se añade o emerge del ser esencial de la persona. Pero al mismo tiempo, entraña una cierta pasividad. El valor denota más bien algo que, simplemente, está ahí –y por tanto, estáticamente considerado– y que es contemplado o descubierto, lo que le diferencia expresamente de algo que es preciso conquistar mediante la libre ejercitación. En este último caso, sería mucho más correcto y apropiado emplear el término de virtud.
Por contra, la presencia de la virtud –lo hemos observado ya líneas atrás– exige el compromiso de la voluntad que se emplea a fondo y libremente en su adquisición por medio del ejercicio. Los valores, qué duda cabe, pueden no depender de la voluntad humana; la adquisición de las virtudes, en cambio, sí.
De otra parte, el concepto de valor remite a algo que está más vinculado a lo innato o dado que a un hábito estable, consistente y robustamente implantado, al que se ha optado libremente mediante el ejercicio. Por todo ello, el concepto de virtud se manifiesta como más preciso y riguroso que el de valor para calificar a las personas. Lo que sucede es que el concepto de valor está menos adensado por el poso de las tradiciones del pensamiento filosófico y teológico y, por consiguiente, resulta más fácilmente manejable y tiene hoy una mayor validez social en algunos países, en los que predomina la cultura secularizada.
Pero conviene dejar claro que los valores –tal y como este concepto se emplea en el actual uso lingüístico– no se corresponden con las virtudes, como tampoco éstas son reductibles a aquellos. Hasta tal punto es esto así, que puede sostenerse que la «educación en los valores» no se corresponde, las más de las veces, con la educación en las virtudes.

 

Dar valor a la propia persona
No piense el lector que la «vida buena» consiste en ajustarse a una serie de normas y formulaciones y, en principio, a nada más. La norma, la ley es, desde luego, importante. Sin algo a lo que atenernos, sin una norma –que al interiorizarla se identifica con la propia conciencia– resulta imposible en la práctica conducir la vida hacia su propio destino.
Pero resulta insuficiente el atenerse a sólo unas normas. Es necesario reconocer que para poder juzgar lo que acontece en la propia vida, es conveniente apelar a la recepción y aceptación de una ley o principio. Me refiero, claro está, a lo que sucede en la entera persona y su biografía, una vez que ha tomado la decisión de gobernar su comportamiento mediante determinados principios. Las consecuencias no se hacen esperar. La determinación tomada nos cambia la vida, en el sentido clásico de la virtud.
En efecto, someter libremente el propio comportamiento a un principio determinado es tanto como determinarse a lo que se ha elegido. Una determinación que, por ser libre y razonable, nos configura como la persona que realmente somos (en el sentido de querer llegar a ser) y adensa nuestra identidad personal.
Hay que entender aquí la virtud en el sentido clásico de la areté, de la inteligencia competente y del bien que se desea alcanzar. Que la conquista de la virtud suponga cierto esfuerzo es algo natural, sin que por ello nos arrojemos en brazos del voluntarismo tozudo y mostrenco. Pero ese sometimiento de sí mismo es comprensible en tanto que virtuoso, puesto que pone en valor a la propia persona.
La virtud es un valor añadido a la identidad personal y no una mera nota, más o menos característica, que puede añadirse o no. La virtud es por sí misma valiosa; su adquisición compromete la identidad y avalora a la persona. La virtud es lo que pone en valor a la persona y la hace excelente.
La virtud es un valor que hay que arraigar y encarnar en la vida personal. Ya es hora de poner manos a la obra y en lugar de hablar tanto de «crisis de valores» (han transcurrido más de tres décadas refiriéndonos ello, sin que hayamos cambiado nada), tomar la decisión de implantar virtudes en los alumnos y enseñarles a crecer en ellas.

Self control y self regulation
Disponer de virtudes (hábitos), ser virtuoso, es tanto como poseerse más y mejor a sí mismo, dignificar la propia excelencia, ser-más y ser-mejor, avalorarse, acrecer y dar mayor consistencia a la identidad personal. La persona virtuosa (valiosa, porque las virtudes no son otra cosa que los valores encarnados en las personas), por someterse libremente a sí misma, intensifica y expande la posesión de sí. La persona virtuosa incrementa su «haber» porque, por medio de las virtudes que cultiva, gana en auto-control (self control), depende menos del medio, enriquece su libertad, se independiza del medio y se auto-regula mejor (self regulation). El conjunto de los hábitos así adquiridos facilita todavía más la conducción de sí mismo hacia la excelencia elegida, y con un coste menor para el buen gobierno del propio comportamiento.
La virtud no es algo externo a la persona, algo de quita y pon. La virtud es el bien que forma parte del haber intrínseco de la persona. La virtud es lo que más intensamente puede tener la persona. En primer lugar, porque es la forma de conducirse a sí mismo y, por consiguiente, la estructura que sostiene la identidad personal. Y, en segundo lugar, porque gracias a la virtud la persona puede ser fiel a sí misma, es decir, capaz de conducirse a sí misma conforme a su ser.
La virtud es lo que conforma y confirma a cada persona como tal, por ser inmanente a su propio ser. La virtud pone en acto a la entera persona, de manera que su comportamiento esté de acuerdo con su ser, con su esencia. De aquí la grandiosa capacidad de las virtudes como «humanizadoras» de la persona.
La virtud hace que la persona sea dueña de sí misma, que sus actos estén de acuerdo con su alma, que su identidad se afirme como tal. La persona virtuosa dispone de una identidad más estable y menos acomodaticia a las meras opiniones («el qué dirán») y a las modas socioculturales, lo que supone una ganancia en libertad.
En efecto, cuanto mejor se posea una persona a sí misma, tanto más poseerá sus propios actos; y cuanto mayor sea esta posesión mejor preparada estará para alcanzar su propio fin: la felicidad.
Gracias a la virtud, la persona posee y sabe cómo usar de los medios que le conducen al fin. Si no se dispone de los medios –por no encontrarlos en el entorno social– o no se sabe cómo usarlos –por estar distraído y entretenido por lo que «se dice, se lleva o se piensa»– es casi imposible alcanzar el fin. En ese caso los medios empleados están desfinalizados o no están justamente articulados medios y fines o los fines se han desdibujado o extraviado por el camino de la vida. La vida buena saca al hombre de la confusión y lo provee de la orientación necesaria para que sea sí mismo en plenitud.

La felicidad es expansiva
Pero la persona no lograría la felicidad, si una vez alcanzada la virtud no la pusiera al servicio de los demás. Porque actuar de acuerdo con su ser –que eso es la virtud– implica conocerse a sí mismo, es decir, saber que su persona es un «ser-para-otro». La buena vida no se encierra en el ensimismamiento ni en el hermetismo, sino que de suyo es expansiva y se realiza compartiendo, dándose a los demás, invitándoles a participar en su propio bien.
Esta actitud de la vida buena es contraria a lo que sucede en la buena vida, en la que la actitud de indiferencia hacia los demás los margina y hace desaparecer del propio horizonte vital. La virtud que sostiene la vida buena es garantía de la paz y la justicia social, es lo que realmente robustece el tejido social y hace más humana la vida ciudadana. Dicho en otras palabras: la vida buena pone de manifiesto que esa «perfección perfectible», que es la persona, no alcanza enteramente su fin si no contribuye a la perfección de las personas que tiene a su alcance.
La felicidad está penetrada de una vocación difusora y expansiva: cuanto más se extiende tanto más crece, cuanto más se comparte, más se dilata. Esa efusión iluminadora de la virtud es la que invita a compartirla con los otros. El mismo hecho de compartirla es lo que hace que la virtud personal sea finalista y esté finalizada.
En la medida que la vida buena se dilate y generalice, estaremos más cerca de lograr nuestro verdadero fin colectivo: que cada ser humano saque de sí en el curso de la vida la mejor persona posible. En ese encuentro inefable entre la libertad infinita de Dios y la libertad finita del hombre, el comportamiento virtuoso de la persona se comporta como si ‘condicionara’ y ‘forzara’ la libertad infinita de Dios, de forma «que Dios sea todo en todos».

Notas
1. Polo Barrena, 1993, pp. 140-141.
2. Macyntyre, 1992, p. 179.
3. Aristóteles, II, 6, 1106 a 15.
4. Ibid, II, 1, 1103 a 23-26.
5. Ibid, II, 1, 1103 a 34-35.
6. Ibid, II, 9, 1109 a.
7. Polaino-Lorente, 1988, pp. 71-88.

Bibliografía
Aristóteles. Ética a Nicómano.
Macyntyre, A. Tres visiones rivales de la Ética. Enciclopedia, Genealógica y Tradición. Madrid: Rialp, 1992, p. 179.
Polaino-Lorente, A. «Dimensiones motivacionales y cognoscitivas de la educación de la voluntad». En VV. AA.: Dimensiones de la voluntad. Madrid: Dossat, 1988.
Polo Barrena, L. Ética: hacia una versión moderna de los temas clásicos. México: Universidad Panamericana-Publicaciones Cruz O. S, 1993.

Istmo, #324


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