Para saber más / Afectividad
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A propósito del optimismo
María Pilar Teruel Melero

Resumen
Nuestra geografía emocional es compleja y resulta casi imposible imaginar una vida sin emociones ni sentimientos, sin motivaciones ni pasiones y sin deseos e ilusiones, porque son los que impregnan toda nuestra actividad psicológica. El propósito del presente artículo es detenernos a escuchar algunos de los latidos de la afectividad y contemplarla como en un caleidoscopio, observando cómo unas emociones nos fortalecen, abriendo una vía para una vida más dichosa, y otras nos ayudan a reintegrar y resistir los embates de la vida, dada su función adaptativa. De forma panorámica, se presenta la particular visión de un grupo de estudiantes de Magisterio, acerca del optimismo en la educación. Finalmente, se señala la necesaria educación socioafectiva.
Palabras clave : Emociones, Sentimientos, Inteligencia emocional, Regulación emocional, Educación socioafectiva, Optimismo en educación.

Smile though your heart is aching
smile even though it’s breaking
when there are clouds in the sky, you’ll get by.
If you smile through your fear and sorrow
smile and maybe tomorrow
you’ll see the sun come shining through for you…
(Nat King Cole)

Introducción
En estos últimos meses me convencí de que no iba a escribir ningún otro artículo para hablar sobre el optimismo. El proceso de la dolorosa enfermedad de mi madre, su posterior estancia en dos hospitales y, finalmente, su fallecimiento en el pasado mes de julio, me distanció de muchas cosas. ¿Qué escribir acerca del optimismo cuando uno se siente desesperanzado, sin ilusión aparente? He observado que, con frecuencia, nuestro mundo emocional nos hace sentirnos más humanos, especialmente, cuando un sentimiento poderoso, como el de la pérdida de un ser querido, nos invade, ocupando casi toda nuestra mente. Es difícil distraer los sentimientos, dejar de reevaluarlos una vez, otra… Hay que aprender a vivir con ellos.
Ciertamente, cuesta mucho pensar con normalidad y se contempla la vida de otra manera tras una ausencia dolorosa, se relativizan muchas cosas. Después del golpe, se inicia el duelo y la tristeza, mezclada con otras emociones, y nos mueven a reflexionar. La psiquiatría actual trata de explicarnos la complejidad de emociones que sentimos respecto a quien perdemos, la compleja sinfonía de cambios que se operan en nuestros sentimientos: aflicción, desesperanza, amargura, culpa, miedo, nostalgia, ira, desdicha, ansiedad, tristeza…
No resulta fácil imaginar una vida sin emociones, sin sentimientos, porque la dimensión emocional impregna nuestra actividad psicológica. Toda una gama de vivencias que comprenden nuestra geografía emocional, que constituye uno de los capítulos más importantes de la filosofía, la psicología y la psiquiatría. Dichas disciplinas inciden en la importancia de saber manejar nuestras emociones en las situaciones críticas, especialmente cuando las dificultades o los cambios nos sorprenden desprevenidos.
En efecto, cada día reconocemos que nuestras emociones son como “la banda sonora de una película, están presentes en toda nuestra vida, sin embargo, son difíciles de definir, a diferencia de un pensamiento o un acto” (Hernández, 2002, 376). Desde la neurobiología, Damasio (2005, 9) nos señala que “los sentimientos de dolor o placer, o de alguna cualidad intermedia, son los cimientos de nuestra mente […]. Pero allí están, sentimientos de una miríada de emociones y de estados relacionados, la línea musical continua de nuestra mente, el zumbido imparable de la más universal de las melodías”. De todas formas, lo que parece claro, como subraya Castilla de Pino (2008, 99), es que “no hay no sentimiento”.
Sin duda, una cuestión importante aquí es el hecho de que, a menudo, existen ciertas contradicciones que “empantanan” algunas ideas acerca de la vida afectiva. Marina (2004a, 230) describe cómo “por todas partes encontramos juicios contradictorios sobre la afectividad. Malo si las emociones se apoderan de nuestra persona, malo si las extirpamos. Malo si sentimos, malo si no sentimos”. Desde la psiquiatría, González de Rivera (2005, 16) nos plantea el complejo equilibrio de nuestra afectividad: “bien entendidas, nuestras emociones pueden ser muy positivas para el esfuerzo de reorganización cognitiva del mundo; pero si son excesivas, insuficientes, inapropiadas o carentes de regulación, más que ayudar a resolver una crisis, pueden crear otras nuevas”.
Interesa igualmente a la psicología comprender y explicar cómo se transforman nuestros afectos, dado que la complejidad de los mismos es un hecho incuestionable. Me gustaría, por ello, saber responder a las siguientes preguntas: ¿Qué papel juegan la esperanza y la ilusión en el optimismo?, ¿qué factores influyen en la regulación de nuestras emociones?, ¿cuáles son sus mecanismos?, ¿por qué cuesta tanto controlar las emociones y lograr dicho equilibrio?

¿Qué papel juegan la esperanza y la ilusión en el optimismo?
“Tribu XIV. Experiencias derivadas de una evaluación positiva del futuro.
Esperanza: Sentimiento agradable provocado por la anticipación de algo que deseamos y que se presenta como posible.
Esperanza, ilusión. Antónimos: desesperanza, desilusión, pesimismo”
(Marina y López, 2005, 439).

La palabra optimismo proviene del latín optimus, que etimológicamente hace referencia al superlativo de bonus, bueno, es decir, buenísimo. En el Diccionario de María Moliner (2007) nos encontramos con que optimismo es: “propensión a ver o esperar lo mejor de las cosas. Ánimo, euforia, buen humor. Ver de color de rosa. Iluso, alegre, feliz”. A su vez, en el Diccionario Ideológico de Casares (1995) leemos que optimismo es “la propensión a ver y juzgar las cosas en su aspecto más favorable”. Por otro lado, en cuanto a las sinonimias de este término, según el Gran Diccionario de Sinónimos y Antónimos (1989), se contemplan: alborozo, alegría, bienandanza, bonanza, jovialidad, e ilusión.
Al encontrarnos con todos estos conceptos, parece que destacan, de entrada, las ilusiones, que son la base del optimismo y, cómo no, también de la felicidad. De la misma manera, en el Diccionario de la Lengua Española, registramos cómo el término de “Ilusión” hace referencia a una “esperanza acariciada sin fundamento racional”, con lo que se nos da a entender que tanto la esperanza como la ilusión constituyen las dos caras de la misma moneda, el eje alrededor del que gira el optimismo. Con frecuencia, al igual que nos ocurre con la autoestima, el optimismo y la felicidad son algo personal, privado y subjetivo (Rojas Marcos , 2007). Sobre la dimensión de la dicha, Miret Magdalena (2006, 43, 49) postula que “la felicidad tiene mucho de una opinión que no brota sólo de la fría razón, sino de la imaginación […], nunca es grandiosa y muchas personas se pierden las pequeñas alegrías aguardando la gran felicidad”.
Una cuestión importante en este punto es el hecho de que, a menudo, en nuestra vida nos esforzamos en “lograr parcelas, islas de felicidad, anticipaciones de la felicidad plena. Y ese intento de buscar la felicidad se nutre de ilusión, la cual, a su vez, es ya una forma de felicidad” (Marías, 1994, 385). Rojas (1997, 135) subraya también una característica similar: “la felicidad consiste sobre todo en ilusión, que es la mejor forma de ser feliz, porque se vive la vida con anticipación, porque lo diseñado, cuando llega, lo saboreamos lentamente con todas sus ventajas” […], “un conjunto de pequeñas ilusiones” (p. 141).
La Psicología positiva pone de relieve el papel del optimismo y cómo éste contribuye a nuestro bienestar subjetivo y favorece las relaciones sociales. Así, las emociones positivas afectan a nuestras relaciones con los demás, en el trabajo y en la salud. Vaughan (2004) concluye que el optimismo es un proceso, no un estado, que emana de nuestra habilidad para interpretar y valorar nuestras experiencias. Esto es, las personas vamos más allá de la información y realizamos inferencias muy particulares. Quizá esto es algo que deberíamos tener presente, pues, de otra forma, podemos confundir nuestros afectos, como viene a decir en ya su célebre cita Churton Collins: “La mayoría de nuestras equivocaciones en la vida nacen de que cuando debemos pensar, sentimos, y cuando debemos sentir, pensamos”.
Rojas Marcos (2005) pone en relación los factores que nos roban el optimismo. Los cuatro ladrones son: el dolor, incompatible con la felicidad; el miedo o temor a la muerte, fobias; el odio, en cuanto combustible de tragedias; y, por último, la depresión, que quita la esperanza. El mismo autor llama a la depresión pesimismo maligno, y constata cómo ésta resulta ser “el ladrón de la felicidad más peligroso, pues lo primero que nos arrebata es la esperanza y la ilusión de vivir” (Rojas Marcos , 2004, 150).
Obviamente, el optimismo nos ayuda a ver la manera de escapar de lo negativo y nos fortalece, abriendo una posible vía hacia la dicha. Todo ello, sin olvidar que la dicha se crea a partir de uno mismo, de nuestras actitudes ante la vida. De todos modos, Marina (2004a) critica a las psicologías optimistas, cuando consideran que todo es cambiable, y sostiene, por el contrario, que son preferibles los procedimientos educativos frente a los terapéuticos, defendiendo la cultura de la actividad y del esfuerzo, en la que resalta que: “la voluntad no consiste en fortalecer un músculo imaginario, sino en educar la inteligencia afectiva” (Ibid., 226). Está claro que es imprescindible acercarse a la enseñanza socioafectiva, entendiendo que la voluntad necesita ser educada, porque ésta no se alcanza simplemente así como así. Para Rojas (1994), las dos notas que potencian la voluntad son la motivación y la ilusión.
Desde esta perspectiva, es innegable la importancia de dichos procedimientos educativos, dado que los estudios apuntan que el talante optimista es un rasgo de la personalidad que tiene una sólida base genética y mucho de aprendizaje. Unamuno (1913) decía que es nuestro talante optimista o pesimista el que hace nuestras ideas.

La regulación de las emociones y de los sentimientos
“El primer fracaso de la inteligencia afectiva puede consistir en confundir los afectos”
(Marina, 2004b, 57).
A fin de cuentas, en nuestra vida afectiva actúan una serie de procesos psicológicos cotidianos, pero no por ello fáciles de entender, especialmente cuando se trata de emociones de cierta intensidad, como pueden ser la pena profunda propia del duelo o de la depresión. La verdad es que es primordial conocer y no confundir nuestros afectos. Entre los filósofos clásicos, Spinoza trató el tema de las pasiones y de los sentimientos. Su planteamiento se aproxima a la tesis actual de que los sentimientos modifican el estado de la persona. Concretamente, nuestra afectividad es el modo como somos afectados interiormente por las circunstancias que se producen a nuestro alrededor. Vemos, pues, que nuestros sentimientos son siempre subjetivos, por eso resultan ser experiencias en las que nos sentimos implicados, interesados y complicados (Marina, 2004a).
A la hora de intentar trazar un perfil claro, delimitando la cartografía de la afectividad, nos encontramos con las siguientes nomenclaturas: emociones, sentimientos, motivaciones, pasiones, deseos e ilusiones. Rojas (2004, 97) propone una definición de afectividad afirmando que es “un conjunto de fenómenos de naturaleza subjetiva, diferentes de lo que es el puro conocimiento. Suelen ser difíciles de verbalizar y provocan un cambio interior en cinco vertientes: física, psicológica (vivencial), conductista, cognitiva (del pensamiento y los procesos mentales) y asertiva (que afecta a las habilidades sociales)”. Basados en esta definición, podemos decir, como indica Fernández-Abascal (2003, 51), que “el sentimiento es la experiencia subjetiva de la emoción”. Por su parte, Ledoux (1999) define dicha subjetividad argumentando que los sentimientos son emociones pensadas.
En líneas generales, los términos de emoción y de sentimiento son utilizados coloquialmente como sinónimos y muchas palabras emocionales resultan imprecisas, confusas, polisémicas. Por nuestra parte, siguiendo a Bisquerra (2003), también consideramos que la complejidad de los estados emocionales y afectivos dificulta su precisión, siendo difíciles de definir.
De acuerdo con dicha dificultad, nos parece interesante presentar qué diferencias existen entre las emociones y los sentimientos. Para ello, hemos elaborado una síntesis, partiendo de Damasio (2005) y de Rojas (1998). Así, sus contrastes los podemos apreciar, esquemáticamente, de la siguiente forma:
• Características de las emociones (emovere):
- Sobrevienen por algo.
- Su teatro es el cuerpo.
- Son un estado subjetivo, concreto y repentino.
- Conllevan cambios físicos relevantes que turban.
- Aparecen de forma inesperada, aguda, súbita.
- Tienen unos perfiles precisos, de naturaleza conductual, motora.
- Son estados fugaces.
- La enfermedad por antonomasia de las emociones es la ansiedad.
• Características de los sentimientos:
- Provienen de diferentes fuentes.
- Su teatro es la mente.
- Son una amalgama subjetiva y objetiva con mensajes cifrados, crípticos.
- Son estados subjetivos “difusos”.
- Tienen escaso correlato vegetativo.
- Son sosegados, crónicos.
- Presentan perfiles abigarrados también difusos.
- Se representan cognitivamente, en la imaginación.
- Son estados permanentes.
- La enfermedad por antonomasia de los sentimientos es la depresión.
En cuanto a la cronología de nuestras emociones, según Seligman (2003), las emociones positivas se pueden organizar dentro de unos intervalos temporales, clasificándolas en función de cómo son sentidas, pensando en el pasado, viviendo el presente o pensando en el futuro.
• Pasado. Emociones que tenemos acerca de aquello que hemos vivido: realización personal, satisfacción, complacencia, orgullo, serenidad, gratitud…
• Presente. Emociones centradas en el momento actual: alegría, entusiasmo, tranquilidad, euforia, placer, fluidez…
• Futuro. Pensamientos sobre lo que todavía está por venir: fe, esperanza, confianza, optimismo…
Por otro lado, un componente esencial de la Inteligencia Emocional (IE) es la regulación emocional, que implica el control deliberado de las reacciones emocionales, resultando ser una de las habilidades más complejas y la clave para una mejor gestión de nuestras emociones (Gross, 1999; Extremera y Fernández -Berrocal , 2002). En cuanto a la regulación de nuestras emociones, Aguado (2005, 244) la relaciona con la capacidad no sólo para amortiguar los efectos de las emociones una vez que se han desencadenado (reprimir la ira o disimular el miedo, por ejemplo), sino también para intensificar la experiencia de ciertas emociones o buscar situaciones que las hagan probables (implicarse en actividades sociales que tienden a generar estados de ánimo positivos, por ejemplo). Se trata, pues, de estar abierto a los sentimientos, tanto positivos como negativos, reflexionando sobre ellos.
A la hora de medir la IE, en este sentido, el Trait Meta-Mood Scale (TMMS-24), de Fernández-Berrocal, Extremera y Ramos (2004), es un test de autoinforme que evalúa los niveles de inteligencia emocional intrapersonal. Su escala contiene tres dimensiones claves de la inteligencia emocional con ocho ítems en cada una de ellas y evalúa lo que Salovey y Mayer denominan Inteligencia Emocional Percibida (IEP), o lo que es lo mismo, el metaconocimiento que las personas tienen sobre sus habilidades emocionales (Salovey , Woolery y Mayer , 2001). De los 24 ítems del TMMS-24, ocho de ellos se refieren al proceso de regulación emocional. (Reparación o regulación de los estados de ánimo: soy capaz de regular los estados emocionales negativos y mantener los positivos).
Si analizamos estos ocho ítems, que comprenden la dimensión de reparación o regulación emocional, lo primero que salta a la vista es que el contenido de las frases hace referencia a cómo nos podemos sentir, los mecanismos utilizados para controlar esos sentimientos y, de telón de fondo, el talante optimista. Por ejemplo:
- “N.º 17. Aunque a veces me siento triste, suelo tener una visión optimista”.
- “N.º 18. Aunque me sienta mal, procuro pensar cosas agradables”.
- “N.º 19. Cuando estoy triste pienso en todos los placeres de la vida”.
- “N.º 20. Intento tener pensamientos positivos aunque me sienta mal”.
- “N.º 22. Me preocupo por tener un buen estado de ánimo”.
Como ya habíamos anticipado, nos enfrentamos a una de las habilidades más complejas de la IE. Porque regular y controlar nuestro laberinto sentimental es un proceso difícil, que requiere un profundo conocimiento de uno mismo y un buen ajuste personal, que integre una buena capacidad para la resolución de problemas y para la adaptación.

¿Qué piensan nuestros alumnos?
El optimismo en la educación contemplado a través de la mirada de un grupo de estudiantes de Magisterio
“Las emociones se contagian.
Los sentimientos se transmiten
de uno a otro como si se tratara de un virus social […].
Lo que realmente cuesta es adoptar una actitud positiva
(esperanza, estado de humor positivo, optimismo, entusiasmo)
que sea lo suficientemente fuerte como para que sea contagiosa”
(Bisquerra, 2003, 151).
Para concluir este artículo, y con la intención de que el lector extraiga sus propias reflexiones, presento la visión de un grupo de estudiantes de Psicología de la Educación, alumnos míos del curso 2008-2009, acerca del optimismo en la educación.
Recojo las respuestas, sin categorizar, que dieron a las siguientes preguntas: ¿Abundan los profesores optimistas?, y ¿existe el optimismo en la educación?

¿Abundan los profesores optimistas?
“Abunda la dejadez con los más torpes y el optimismo y alimentación del ego docente con los más despiertos” (Cristian, 23 años).
“Creo que actualmente se ha generado un clima social en las aulas y en general, que hace perder los optimismos personales” (Maite, 38 años).
“Creo que no abundan este tipo de profesores” (Laura, 18 años).
“Creo que no, por lo menos en lo que muestran de cara al alumnado” (Adrián, 18 años).
“Creo que podríamos preguntarnos también: ¿Abundan los buenos profesores? Un profesor sin optimismo no puede ser profesor” (Francisco Javier, 20 años).
“De todo habrá, como en botica, pero por experiencia propia… he conocido a pocos” (Ana María, 25 años).
“En cierto modo, todo profesor posee optimismo en su trabajo y para sus alumnos, después está la manera de manifestarlo” (Carlos, 22 años).
“En su vida personal no sé, pero laboralmente creo que por desgracia no” (Pascual, 20 años).
“Hay profesores pesimistas que te dejan una huella dolorosa” (Fernando, 19 años).
“Los hay, he conocido y tengo experiencia de ellos, pero lamentablemente, no considero que abunden” (Bienvenida, 33 años).
“No mucho, en mi caso” (Natalia, 18 años).
“No mucho, pero también hay muchos que sí lo son y eso se nota y ayuda muchísimo. A mí, un profesor optimista hace que crezca mi confianza en que puedo hacerlo” (Sandra, 18 años).
 “No, hay demasiada monotonía y eso influye” (Adrián, 20 años).
“No, he tenido algunos, pero pocos” (Ana, 23 años).
“No, más bien creo que escasean, por lo menos desde mi experiencia escolar, a partir de ahora soy yo la que debe ser optimista, aunque la realidad lo hará difícil” (Marlene, 21 años).
“No, por la experiencia que he tenido, la mayoría de los profesores van a explicar, evaluar y muchas veces te meten miedo. Pero hay alguna excepción” (Paula, 23).
“No. Bajo mi experiencia pienso que han sido pocos” (Alberto, 31 años).
“No. Hoy en día no porque en las aulas abunda el pesimismo” (Elsa, 18 años).
“No. La situación escolar parece hacer profesores pesimistas” (José Carlos, 33 años).
“No. Pero hay unos pocos que sí lo son y transmiten ganas de aprender. Esos profesores son los que valen la pena” (María, 18 años).
“No. Se preocupan en hacer correctamente su trabajo y nada más” (Marta, 21 años).
“No. Seguramente porque es más fácil no serlo y más cómodo” (Alejandro, 18 años).
“Según edad, contexto y situación. Yo espero que sí por el bien de nuestra sociedad” (Jorge, 21 años).
“Sí, pero hay de todo. Algunos cuando llegas ya te dicen que van a aprobar a poca gente” (Cristina, 19 años).
“Son muy pocos los profesores optimistas con los que he dado clase” (Azucena, 28 años).
“Yo creo que hay pocos, pero sin duda son los mejores” (Miguel, 22 años).
“Yo creo que la mayoría sí que lo son, aunque siempre hay excepciones. Para ser un buen profesor hay que ser optimista” (María Teresa, 18 años).
 “Yo creo que sí existen profesores optimistas, aunque siempre nos encontramos con puntos o situaciones que nos hacen pensar de manera negativa: ‘un pesimista es un optimista bien informado’” (Orlando, 29 años).

¿Existe el optimismo en la educación?
“Creo que en la sociedad actual es una utopía” (Adrián, 20 años).
“Creo que es una utopía porque en educación va ligado a la motivación del profesor y su interés” (Cristian, 23 años).
“Creo que sí, o eso espero. La educación debería ser optimista, pero no creo que en realidad sea así” (Pascual, 20 años).
“No existe” (respuesta dada por varios alumnos).
“No lo sé” (respuesta dada por varios alumnos).
“No, pues si existiera no cargaríamos con los actuales problemas como, por ejemplo, el fracaso escolar” (Judith, 18 años).
“Por supuesto, del mismo modo que el pesimismo” (Felipe, 18 años).
“Sí, pero a veces es escaso” (Ángela, 23 años).
“Yo creo que depende del profesor. Hay profesores que te deprimen y derrumban tanto que cuesta ser positivo. En cambio, otros te animan y es cuando realmente aprendes” (María Teresa, 18 años).

Epílogo
“El sufrimiento humano actúa como un gas en una cámara vacía:
el gas se expande por completo y regularmente por todo el interior,
con independencia de la capacidad del recipiente.
Análogamente, cualquier sufrimiento, fuerte o débil,
ocupa la conciencia y el alma entera del hombre.
De donde se deduce que el ‘tamaño’ del sufrimiento humano
es absolutamente relativo. Y a la inversa,
la cosa más menuda puede generar las mayores alegrías”
(Víktor Frankl, 2008, 71).
Es obvio que casi todas las personas queremos preservar nuestras ilusiones y esperanzas, tratando de desarrollar nuestras particulares estrategias protectoras para disfrazar, cuando toca, la dura realidad. La dicha humana tiene diversas dimensiones, donde el amor, el trabajo, la salud y la cultura son sus ingredientes esenciales. Los psiquiatras coinciden en una clave cuando tratan de explicarnos la cara oscura o tenebrosa de nuestra afectividad: el problema es que, a veces, le exigimos demasiado a la vida.
Con todo, dado que nuestro aprendizaje emocional tiene lugar a lo largo de toda la vida, uno de nuestros desafíos es el de que tenemos la responsabilidad de educar, a través de una mirada positiva, en la formación de actitudes para que nuestros estudiantes sean capaces de proponerse metas claras, automotivarse, demorar la gratificación, aguantar el esfuerzo, tolerar la frustración… En definitiva, se trata del proceso de hacer el esfuerzo y “trabajarse” la felicidad, en el marco de una educación que mezcle los valores con el uso práctico de la inteligencia emocional y que conjugue los afectos con el conocimiento.
En sintonía con estos planteamientos, Fernández-Berrocal (2002, 507), en su libro Corazones inteligentes, nos señala que “las emociones son capaces de conseguir situaciones que resultan inalcanzables por otros métodos como la inteligencia. Ese uso práctico de las emociones hace que algunas personas posean una habilidad tan natural que logran cualquier cosa que se propongan”. Por mi parte, comparto la idea de dicho autor. De hecho, la he comentado a menudo en mis clases. Ahora, al releerla, no puedo dejar de pensar en Abilia, mi madre, porque, sin duda, ella era una de esas personas que poseen esa habilidad tan natural… Fue la conquista personal de su vida. Desde este panorama, he querido exponer aquí, de manera sucinta, cómo las emociones influyen en la inteligencia y en nuestra conducta social, recordando que la educación socioafectiva contribuye al desarrollo de la conciencia emocional y a un mejor conocimiento de ese complejo equilibrio existente entre la razón y el corazón. Por eso, yo sigo aspirando a que mis alumnos reflexionen conmigo sobre cómo la educación de la IE debe estar orientada hacia la consecución del autoconocimiento y del equilibrio personal, partiendo de un “optimismo flexible”, no ciego, que acreciente nuestro control a la hora de resolver problemas, en los contratiempos y en las adversidades de la vida.

Referencias bibliográficas
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Revista Interuniversitaria de Formación del Profesorado, 66 (23,3) (2009), 217-230 217


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