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La normalidad afectiva en la educación de los hijos Genara Castillo Córdova

Universidad de Piura, Perú

Resumen: El presente artículo trata de contribuir al esclarecimiento de la “normalidad afectiva” como una de las tareas educativas centrales de los padres, especialmente en los primeros años de la vida del niño. Se resalta la relación estrecha entre el sentido unitivo del amor de los padres con el amor al hijo, y la complementación de ambos en la tarea de otorgar serenidad y equilibrio a la afectividad del niño cuyo engarce profundo está en el reconocimiento de su ser personal, a partir del cual se favorece su crecimiento y perfeccionamiento para su vida posterior.
Palabras clave: serenidad; equilibrio afectivo; matrimonio; amor mutuo; ser personal; educación familiar.

Introducción
Como es sabido, en las últimas décadas se ha incrementado considerablemente el interés por la educación de la afectividad (Goleman, 1996; Aranguren, 1999; Sierra 2008); sin embargo, no es tan frecuente resaltar su raíz y su despliegue en relación a la unidad y complementariedad de los padres, lo cual expondremos desde la filosofía de la filosofía de la educación de Leonardo Polo.

Sentido unitivo del amor de los padres
Unidad de los fines del matrimonio:
Se parte del hecho de que el hijo es generado –incluso biológicamente– con la participación de los padres. Por ello, se puede resaltar la relación entre el sentido unitivo del amor los padres y el desarrollo del hijo que es su obra común.
De esta manera se pone de relieve la estrecha unidad de los fines del matrimonio que son el amor mutuo y la generación y educación de los hijos (Polo, 2006, pp. 90-91): “Hay que considerar, pues, que el fin del matrimonio es la generación, la crianza y la educación de los hijos, como proyecto común de los esposos. Como nos interesa la educación, habría que preguntarse: ¿cuál es el requisito básico de una buena educación?, ¿Cuándo se educa mejor? Según lo dicho, cuando el amor al hijo es una prolongación del amor entre los esposos. En cambio, es peor cuando el amor al hijo desune o deja en segundo lugar el amor entre los esposos, por lo tanto, hay una estricta unidad entre los dos fines: entre el fin primario, que son los hijos, y ese otro fin que es el amor mutuo. El fin primario son los hijos y esto incluye educarlos”.
Al respecto afirman Chinchilla y Moragas: “el centro de la familia es el amor entre marido y mujer, si éste se debilita nos invadirá la frialdad, la oscuridad y la fragmentación familiar” (2009, p.147).
En relación con esa unidad podemos plantearnos diferentes cuestiones. Una primera pregunta es si los hijos pueden separar a los padres. Esto sucede siempre que la madre o el padre pretendan ser “más madre” o “más padre” que esposa o esposo respectivamente. Se trataría de una desviación del fin primario del matrimonio, que es el hijo, que al desvincularse del amor mutuo de los padres imposibilita la educación de aquél.
Es de advertir que este riesgo es comprensible ya que el ser humano es radicalmente hijo y, por si fuera poco, una novedad absoluta, ya que es una persona única e irrepetible. Sin embargo, si bien la prioridad la tiene el hijo, precisamente por esto se requiere la unidad de ambos cónyuges, ya que de lo contrario, esta desunión afecta al hijo.
Por tanto, en lo que sigue, nos detendremos a considerar en primer lugar cómo puede alterarse esa unidad con las consecuencias que acarrea para la educación del hijo. Un hecho de experiencia es que en la vida familiar puede suceder que no haya solidaridad entre ambos padres respecto de una acción educativa como es la que se presenta en los premios o castigos. Cuando uno de ellos contradice la acción sancionadora del otro y a sus espaldas le levanta el justo castigo al hijo, se hace patente que se rompe la unidad de los padres, lo cual tiene consecuencias respecto del hijo, ya que éste puede pensar que el que le ha castigado no le quiere y que el otro sí, lo cual le distancia afectivamente de aquél y se corre el peligro de que el hijo se equivoque al pensar que castigar es un acto de desamor, lo cual le afecta.
Lo que ese hecho pone de manifiesto es la disminución del amor y falta de lealtad de uno de los cónyuges para con el otro. Pero entonces, como los dos fines van juntos, al mermarse el amor de los padres, se dificulta la educación de los hijos: “si la desunión entre los padres se produjera, la función educativa no podría llevarse a cabo. Pues ésta se canaliza mejor cuando el amor de los padres crece al concentrarse en el hijo, cuando es amor mutuo y no solamente amor al hijo” (Polo, 2006, p. 91).
Es desde el amor entre los cónyuges como se puede amar a los hijos y corregirlos cuando hace falta, ya que precisamente por amor al hijo hay que educarlo y corregirlo. De lo contrario, se frustra el sentido educativo que toda buena sanción tiene, ya que en una adecuada política de premios y castigos, su finalidad es precisamente educativa y para ello se requiere la unidad de los padres que tienen el deber y el derecho de educar.

Pedagogía conyugal y evitar la desunión
Pero también cabe la corrección y ayuda mutua de los propios cónyuges, ya que cuando se produce la separación de los padres a causa de su hijo, lo que también se pone de manifiesto es que aquel cónyuge que ha puesto en primer lugar el afecto al hijo por encima del amor a su esposo(a) no está él mismo bien educado, con lo cual se produce una dificultad para la educación de los hijos: “Un padre o una madre mal educados no pueden ser buenos educadores. Por lo tanto, hay que procurar también que la educación de los padres aumente mediante el cuidado de la vinculación matrimonial, mejorando la convivencia” (Polo, 2006, p. 95).
Los hijos precisan de la unidad de los padres, por lo que es conveniente evitar reñir delante de los hijos, y al contrario, con la prudencia del caso, es oportuno demostrarse el cariño que los une. En el mismo sentido, es importante tratar de evitar la riña definitiva que es el divorcio, ya que eso afecta (si bien de diferente modo e intensidad) a los hijos.
Otras conductas que son contrarias a la unión de los cónyuges y que afectan a los hijos, son las que se dan con la bigamia y la poligamia, las cuales son antipedagógicas: “De aquí se concluye una cosa muy clara (aunque sea una observación acerca de un asunto bastante lamentable que no se puede eludir porque con alguna frecuencia se da), a saber, que si un varón es padre de varios hijos en distintas mujeres, va en contra de la dignidad humana porque eso descoyunta la relación entre al amor de los esposos y el amor al hijo. La poligamia da lugar a un déficit o a una dificultad educativa” (Polo, 2006, p. 91).
Ocurre que si bien el divorcio no da lugar indefectiblemente a la poligamia, en muchos casos está relacionado con el abandono de los hijos: “El divorcio da lugar a la sucesiva poligamia, y la educación, por tanto, es difícil. Si fuera sólida la vinculación amorosa no habría divorcio y la educación mejoraría. En cambio, si no es sólida la relación entre los padres, entre el varón y la mujer, la educación no sale bien y, naturalmente, el niño lo siente, lo nota (…) Su conducta es inmadura, se dedica a sobrevivir como puede (…) Son, por lo general, niños abandonados” (Polo, 2006, p. 93).
Por su parte, las riñas –pequeñas o grandes– consecuencia de una falta de educación de la afectividad de los mismos cónyuges, conllevan por eso mismo un déficit de racionalidad. Por ello es necesario aumentar la racionalidad de la propia conducta tratando de encontrar las causas verdaderas del propio modo de reaccionar o de conducirse. Ese análisis sereno y objetivo de los cónyuges conlleva poner la razón por encima de los sentimientos y aprender a exponer sus puntos de vista, sus necesidades, etc., sin dejarse ganar por los sentimientos negativos.
De ahí que Polo sostenga que muchos desencuentros se pueden evitar a través del saber dialogar: “No es lo mismo no estar de acuerdo que reñir. Hay que acercar posiciones. Conviene dialogar porque las riñas proceden de un problema de incompatibilidad de caracteres, de una manera distinta de ver las cosas, lo cual provoca disputas o desacuerdos. Las riñas solamente se pueden vencer si cada uno de los esposos hace un pequeño examen de cuáles son las razones por las que actúa de una determinada manera, de modo que merced a ello intente dominar su carácter. A una persona mayor hay que pedirle que haga su propio examen” (Polo, 2006, p. 98).
Esta tarea es un ejemplo para los hijos, los cuales también pueden aprender el difícil arte del diálogo y de la convivencia social. Al respecto, uno de los autores actuales, Daniel Goleman, que ha sostenido la importancia de una alfabetización emocional, afirma: “los padres emocionalmente diestros pueden hacer mucho para que sus hijos asimilen los elementos fundamentales de la inteligencia emocional: aprender a reconocer, canalizar, y dominar sus propios sentimientos y empatizar y manejar los sentimientos que aparecen en sus relaciones con los demás. El impacto en los hijos de los progenitores emocionalmente competentes es ciertamente extraordinario” (Goleman, 1996, p. 168).
Es oportuno recordar que respecto del tema de la racionalización de las tendencias sensibles Polo es bastante clásico, ya que va en la línea de la ética aristotélica que le da la primacía a la racionalidad, tal como aparece en la Ética a Nicómaco, y en especial en la teoría aristotélica de la virtud ética, cuyo planteamiento es integrador de las diversas dimensiones humanas, cuyo conocimiento Polo (1999; 1996) ha organizado en dualidades (que no son dualismos) de distinto nivel, como los conformado por la esencia y el acto de ser personal, el cuerpo y el alma, el intelecto y la voluntad, el individuo y la sociedad, etc.
Otra causa de las desavenencias además del propio carácter, de la falta de virtudes y del egoísmo o retraimiento del ser personal que se puede introducir, es la misma convivencia la que presenta dificultades, ya que nos podemos acostumbrar a las personas, y la frecuencia del trato puede llevar a la falta de delicadeza, el no medir las expectativas respecto del éxito laboral especialmente del esposo, la inercia que hace difícil la iniciativa y el sentido práctico para saber gestionar las dificultades y superarlas, etc.

Normalidad afectiva de los hijos
Origen de la normalidad afectiva de los hijos
Clásicamente se suele decir que los sentimientos son reacciones sensibles frente al bien o mal. “Como ya se ha indicado (a.1), el nombre de pasión implica que el paciente sea atraído hacia el agente. Ahora bien, el alma es más atraída hacia una cosa por la potencia apetitiva que por la aprehensiva, pues por la potencia apetitiva el alma dice orden a las cosas como son en sí mismas. Por eso dice el Filósofo en VI Metaphys. que el bien y el mal, que son los objetos de la potencia apetitiva, existen en las cosas mismas” (Cfr. Tomás de Aquino, S Th, I-II, q. 22). Y si bien una de las funciones educativas de los padres consiste en ayudar a los hijos a discernir los bienes verdaderos e identificar los males auténticos para que acierten en lo que deben desear o temer, con qué conviene alegrarse o entristecerse, etc., esa enseñanza acerca de cómo controlar sus sentimientos a través de la práctica de virtudes, tiene en la base, como se ha señalado en el apartado anterior, el evitar un mal que es real y que los hijos logran percibirlo como tal y que les influye afectivamente, a saber, la falta la unidad o amor entre los padres, especialmente en el caso del divorcio: “En el caso del divorcio, el niño experimenta el déficit educativo –consecuencia de la desaparición del vínculo del amor entre los esposos– de una manera distinta, a saber, en forma de tristeza. Como el niño quiere a su padre y a su madre, la desunión de ambos, la desaparición del amor entre sus padres le duele mucho” (Polo, 2006, p. 93).
En cambio, según Polo, si hay unidad en el amor mutuo y el amor al hijo, entonces se dará lugar a la normalidad afectiva: “A los padres les corresponde educativamente, ante todo, normalizar los afectos de sus hijos. La normalización de los afectos de un ser humano es básica, de tal manera que si falla, tenemos una falta de fundamento para edificar una educación superior, o sea, una educación del intelecto y de la voluntad” (Polo, 2006, p. 94).
El desequilibrio afectivo de los hijos, derivado de la falta de unión de sus padres, ha quedado plasmado en muchos estudios de psicología de la educación y hasta en los de la psicopatología, que sería muy largo exponer. Un caso muy concreto, señalado por Polo, es el que sucede en algunas familias de barrios americanos, cuya mayoría era de raza negra y en los que se daba una ausencia del padre en la familia, no por causa de muerte natural ni por divorcio o poligamia, sino porque al padre le aburría la casa y se iba de ella, dedicándose con los amigos al pandillaje: “En el caso de los negros americanos el pandillaje es tan fuerte que el cuidado de la casa tiene que correr exclusivamente a cargo de la mujer, lo cual es negativo. Ella sola como agente educativo es insuficiente, y esto se nota en el bajo rendimiento intelectual del hijo en la escuela” (Polo, 2006, p. 104).
A continuación se indicará que los hijos requieren de la complementariedad de ambos padres, ya que cada quien educa poniendo en juego su dotación tipológica, tanto desde los tipos básicos varón-mujer, como de sus tipos de carácter, de sus tipos profesionales o laborales, como de sus roles en la sociedad, etc.

Complementariedad de los padres en la normalidad afectiva de los hijos
Antes del nacimiento el niño participa del estado emocional de la madre y del ambiente en el que se encuentra. La manera de comunicarse del niño es básicamente a nivel sensible, su primer contacto con la realidad es afectivo. Tiene despiertos los sentidos y su apropiación de la realidad va cargada de sentimientos.
En esa etapa la madre es la gran mediadora con la realidad, ya que a través de ella se produce un traslado de los sentimientos por reconocimiento y valoración de la realidad. Por eso, una madre abandonada por la ausencia física o afectiva de su esposo, o una madre que no tenga equilibrada su afectividad, puede trasladarle al hijo sentimientos negativos como son la tristeza, la amargura, el temor, etc.
En esta inserción, o en el enfrentamiento con el mundo, y en la medida en que el niño va creciendo, se precisa ayudarle progresivamente a soportar niveles de tensión, inicialmente a través del ajuste de su conducta a determinadas reglas, que tienen como objetivo ayudarle a ‘racionalizar’ sus impulsos, a librarle de sí mismo, ya que si se satisfacen todos sus caprichos, se le dejará en manos de su subjetivismo, se le impedirá desarrollar su capacidad de resistencia y de tolerancia a la frustración, de modo que su carácter se puede volver egocéntrico y arrogante.
Sin embargo, junto con la exigencia y fortaleza, hace falta también el consuelo y la ternura. Por tanto, se requiere complementar tanto una como otro, lo cual si bien puede ser otorgado por ambos cónyuges, Polo considera que es más propio del padre el ayudar al hijo a enfrentarse con los retos, con los problemas, etc., y de la madre el ser más pronta a acoger, a dar el consuelo ante el dolor o las dificultades que normalmente se presentan en toda vida humana. Se trata de la tan importante complementariedad del padre y de la madre en la función educativa. Se podría decir que cuando a uno de ellos le falta alguna de esas funciones el otro la tendría que suplir, lo cual requiere una colaboración mutua, poniendo al servicio del hijo también esa dotación tipológica: “La educación familiar bien llevada requiere la colaboración del padre y de la madre, es complementaria por una simple razón: porque hay dimensiones humanas que la mujer no puede educar y hay otras que el hombre tampoco puede o sabe educar” (Polo, 2006, p. 95).

Educación de la afectividad en la niñez
El juego
El juego es una de las actividades más importantes en la vida infantil, porque posee algunos elementos que ‘preparan’ al niño para poder hacer frente a su vida futura. Teniendo en cuenta la capacidad de riesgo para afrontar retos que tiene el juego, Polo considera que es un ámbito educativo más fácilmente asumido por el padre: “Si el hombre tiene un sentido del juego más desarrollado que el de la mujer es porque el juego tiene entre sus componentes un factor muy importante que es el reto. El que juega ensaya sus fuerzas en competición, y eso es propiamente un elemento masculino” (Polo, 2006, p. 95).
Además del reto, el juego tiene otros componentes como son la presencia de reglas, el tratar de lograr un objetivo, con el consiguiente ensayo de respuestas. Los niños juegan y a través del juego aprenden, por eso es un buen ámbito para educar la afectividad.
El juego sirve para probar las propias fuerzas y capacidades. A los niños les gusta probar sus habilidades; les llama la atención, porque cuando ese despliegue de sus facultades se hace bien hay satisfacción. Precisamente los sentimientos surgen en ese reflujo de las acciones en aquellas facultades involucradas.
Si en ese despliegue el niño, al probar sus propias fuerzas, se da cuenta de que no las tiene, podría experimentar un gran disgusto, pero hay que equilibrar la afectividad del niño para que no se derrumbe con los fracasos ni pierda el sentido de la realidad con los triunfos; en una palabra, la normalidad afectiva en ese ámbito consiste básicamente en saber ganar y perder: “Es evidente que el juego educa la afectividad y cuando se juegue bien, porque mediante el juego se aprende a ganar y a perder. Hay que enseñar al niño a ganar y a perder para que así se adapte a la vida, la cual es una mezcla de ambas cosas” (Polo, 2006, p. 107).
Por otra parte, el ajustarse a reglas va en la línea de ir favoreciendo la racionalidad del niño, pues ayuda a que vaya librándose de sus propios impulsos o caprichos, a que aprenda a aceptar la realidad que es externa y que tiene leyes que están fuera de él, que vienen dadas, pues uno no se las inventa según le parezca. No es de extrañar que un niño no educado en el respeto a las reglas se convierta en un pequeño dictador. La actitud dictatorial se gesta desde la más tierna infancia cuando uno empieza a querer que las cosas sean como uno quiere y no como son en la realidad.
Esa actitud afecta al conocimiento y a la gran tarea de aprender, lo cual está directamente relacionado con el respeto a la realidad. Por eso Polo sostiene que saber jugar guarda alguna relación con el aprendizaje escolar: “Quizás lo que les pase a los niños con malos resultados escolares es que no toman en cuenta las reglas, y eso seguramente porque están acostumbrados a pertenecer a pandillas, donde las reglas son muy escasas. La pandilla tiene poco de juego. La horda es más bien informe. Cuando el niño entra a la escuela sin haber recibido esa primera formación de reglas que se adquiere jugando, como el niño no sabe jugar con reglas, se dedica a hacer trampas. Es obvio que un niño acostumbrado a hacer trampas escolarmente no ha sido educado en la familia. Si de niño hace trampas su inseguridad afectiva le inclinará a continuarlas” (Polo, 2006, p. 107).
En esa misma línea, como el aprendizaje conlleva esfuerzo, la disciplina de quien sabe jugar con reglas, le hace posible adquirir la fortaleza: “El juego en la educación es un asunto muy interesante. Estimo que la función principal del juego es educar el apetito irascible: enseñar a ganar y enseñar a perder. El que sabe ganar y perder afronta el peligro y el fracaso sin inmutarse demasiado. Ese es un hombre fuerte. Un hombre fuerte es el que tiene bien educada su afectividad y sus sentimientos” (Polo, 2006, p. 109).
Esto es muy importante para el desarrollo del hijo, ya que esa fortaleza le llevará a acometer tareas difíciles como son las del aprendizaje escolar, en cuyo desenvolvimiento está involucrada la familia y la situación afectiva del educando, asunto puesto de relieve por Eduardo López (2009). Pero en general, fortalece al niño para enfrentarse con los retos, con la dureza de la vida, con los proyectos que se proponga, dándole la energía necesaria para aceptarlos, superarlos y salir adelante.

El consuelo
En esa tarea de la complementariedad en la acción educativa de los padres, Polo considera que la madre contribuye desde su propia tipología femenina a esa normalidad, serenidad o equilibrio afectivo de una manera muy especial: “La madre tiene una característica serenante para el niño; serenante desde otro punto de vista: la madre es un lugar de acogida, un lugar seguro y, además, próximo. El padre también es protector; es alguien a quien se puede acudir, pero la madre protege directamente acogiendo en su regazo –insisto en que se está hablando de una educación familiar de los niños–. Ésa es una característica esencial de la mujer. El regazo femenino para un niño es sumamente importante. El niño no busca el regazo paterno, sino el brazo paterno que le aprieta: un apretón cariñoso. Pero cuando acude a su madre, busca el regazo. Este término tiene mucho que ver con la lactancia del niño y con su crianza” (Polo, 2006, p. 110).
En general, el consuelo es necesario para el ser humano ya que la vida presenta dolor, situaciones desfavorables: “El niño se refugia en el regazo materno, pero también en los brazos del padre, que igualmente son acogedores. Aquél que no sabe acudir al consuelo cuando lo necesita –y lo necesita a lo largo de su vida– es precisamente un desconsolado, un ser entristecido, que se inhibe o sucumbe a la dureza de existir” (Polo, 2006, p. 105).
Junto al consuelo está la necesidad de la ratificación del ser personal del hijo. Esto conlleva un reconocimiento y una valoración no tanto de las cualidades del hijo sino de ese núcleo personal que las sostiene y que es el acto de ser personal gracias al cual cada quien ha sido puesto en la existencia.
El reconocimiento de la persona del hijo conlleva una valoración que es clave para el desarrollo del hijo. Otorgar ese reconocimiento requiere que los padres sepan reconocer que el hijo es único, irrepetible, una novedad radical. En general, de acuerdo con Sellés (2008): “la falta de generosidad en el seno de la familia acarrea como peor daño la importancia de la verdad personal de sus componentes”.
Así, por ejemplo, es más fácil aceptar, respetar y ratificar el ser personal del hijo, si existe una aceptación y ratificación del ser personal entre ambos cónyuges, aceptación en que radica el amor personal, que mira principalmente al núcleo de la persona del otro, y a partir de ahí, se impone la apasionante tarea de ayudarle a crecer, a perfeccionarse. Como ha recordado Josef Pieper (1972, p. 436), el amor conlleva una ratificación del ser, de la existencia del otro, lo cual se expresa con la frase: “Qué bueno es que existas”.
En lo que toca al hijo, ese otorgar la ratificación, el reconocimiento, de su ser personal, hay que indicar que se requiere porque ese respaldo le proporcionará gran seguridad afectiva. Ese consuelo que otorgan los padres al reconocer y amar incondicionalmente al hijo precede la conciencia que luego tendrá de la ratificación personal a nivel trascendente, ya que esa ratificación del ser la da, en definitiva, Dios; en efecto, es Él quien primero lo ha pensado y amado, quien primero ha afirmado que es bueno que él exista. Este reconocimiento radical no es capaz de darlo ningún ser humano de manera completa y es la fuente de todo consuelo.
Dicho consuelo alude a nuestras raíces, y su conocimiento nos lleva a centrarnos radicalmente; por tanto, es lo que nos serena y equilibra profundamente. Ser amado a ese nivel, conlleva saberse término de la predilección divina. Por tanto, la ratificación o amor personal de los padres respecto del hijo se orienta a que éste sea consciente de la raíz de su existencia, de su ser personal y, en consecuencia, del sentido de su vida y de la tarea o misión personalísima que está llamado a realizar.
Así pues la paternidad humana se pone en la línea de la paternidad divina, el consuelo humano en la del consuelo radical: “La realidad requiere la comprensión universal. El espíritu universal no puede desvincularse de lo materno. Para que el hombre tenga una visión muy universal debe desarrollar su capacidad de reconocerse, y como el hombre nunca acaba de reconocerse necesita un consuelo del más alto nivel. En la educación infantil la dimensión consolante es decisiva porque precisamente así a lo largo de la vida perdura y no se olvida. El hombre la tiene en el fondo de su alma. El que no quiere consolarse se hace cruel y se endurece” (Polo, 2006, p. 121).
Así pues, el reconocimiento apela a nuestro sentido religioso, de ahí que la crisis en esta dimensión humana genera un gran desconsuelo, la que está padeciendo el hombre actual (Polo, 1991; 1996; 1999), que se niega a ser hijo por un prurito independentista: “El proceso de la autoconciencia en el hombre pasa por varias fases, y nunca se llega a la plena autoconciencia humana: que sólo lo será en el más allá del tiempo, cuando el hombre conozca como es conocido, como advierte san Pablo (Cfr. I Cor., XIII, 12). La persona que no acepta respaldo porque no sabe lo que es, padece un déficit de educación. Esas personas tiesas reclaman una independencia autónoma, pero en el fondo se rompen. La independencia autónoma es un signo de nuestro tiempo; quizá la mayor equivocación de la edad moderna. Aquél que no quiere ser hijo, que no quiere depender de nadie, que piensa que se lo debe todo a sí mismo, está perdido, en primer lugar porque él solo consigue muy poco. En segundo lugar, como no sabe colaborar, muchas veces es sólo un ‘trepador’, un tipo aspirante al triunfo a costa de los demás. El hombre con la afectividad estropeada y rudo, en el sentido de implacable competidor, machaca a quien se le atraviese en su camino” (Polo, 2006, p. 122).
En suma, la normalidad afectiva reclama el amor personal. Sentirse seguro es sentirse querido. El amor bien entendido y manifestado es una gran ayuda para el hijo. Las experiencias infantiles impregnadas de afecto pasan a formar parte de la personalidad a través de la memoria (lo que se llama memoria del corazón) y son una gran ayuda para hacer frente a los diferentes retos o vicisitudes de la vida, para acertar en la vida práctica, para ponerse en condiciones de amar y ser feliz. Como es sabido Polo toma pie en las grandes averiguaciones de Aristóteles para completarlas. Así, para el Estagirita (Ética a Nicómaco, Libro III, capítulo 3) “vivir bien y obrar bien es lo mismo que ser feliz”. Es el gran aporte de la ética aristotélica, basada en la virtud. Pero la felicidad, para Polo está en un nivel superior que es el de la persona humana, al cual Aristóteles no llegó, ya que ese planteamiento creacionista lleva a ver a la persona como radicalmente abierta a las demás personas humanas y/o divinas, por las que la felicidad conlleva el amar personal, el darse (cuya operosidad requiere de la virtud) está por encima y dispone de esa virtud para manifestarse.
En cambio, si el niño alberga temores, inseguridad, poca autoestima, eso operará como bloqueador de las energías necesarias para el aprendizaje. Como hemos señalado, en los primeros años va configurándose el temple básico del niño, por lo cual una correcta educación da seguridad, apoyo afectivo, que son necesarios para crecimiento y desarrollo.
Al respecto se ha subrayado en los últimos años la importancia de la autoestima, cuyo origen afirma con sencillez Polaino (2003, p. 7) se encuentra en la familia, especialmente en los padres: “El origen (de la autoestima) exige casi siempre la comparecencia de los padres y las personas que con su cariño nos quisieron y nos enseñaron a querer”. Una vez más se pone de relieve la importancia de la familia, en especial de los padres, ya que llevan adelante la formación de los nuevos seres humanos.
La familia es el primer ámbito personalizante, humanizante. Es lo que afirman Rodríguez-Sedano y Altarejos: “La familia es una realidad intensamente compleja que se resiste a la división y separación del análisis. Algunos aspectos suyos pueden ser acertadamente tematizados de modo analítico; pero no cabe la pretensión de una explicación completa unitaria sino desde una síntesis que pueda acoger su complejidad. Y el punto de partida para la síntesis es la experiencia natural, sin formalizar racionalmente. En este orden, la experiencia común atestigua con plena certeza que la coexistencia de la persona, que el coexistir que la define puede realizarse en la convivencia familiar de modo natural, sin tener que mediar reflexiones “concienciadoras” para las acciones de quienes forman cada familia” (2004, p. 112).
Pero bien entendido que el amor al hijo ha de ser a su núcleo personal, independientemente de sus cualidades, las cuales, aunque van unidas a la persona no son la persona; por eso, no es conveniente confundirlos o sustituirlos. El amor propiamente personal apunta a la persona, a la intimidad, y desde ahí va a las cualidades para ayudar a crecer. Se trata de un amor incondicional, en el cual los padres deben tratar de no buscarse a ellos mismos, sino ratificar el ser personal de su hijo sin ligarlo o supeditarlo a la propia subjetividad. Es lo que Rafael Alvira (2000, p. 727) ha advertido agudamente: “Pero si la inteligencia va unida a una voluntad curva, falla también, pues percibe la realidad «para mí», no tal como es”.
Ese egotismo de los padres puede ‘trasladarse’ a los hijos. Así, señala Joan Baptista Torelló: “Un niño de unos dos años de edad –cuenta Künkel–, sentado en el suelo, construye una torre con cubos de ma dera. Viene la madre y se alegra al ver la construcción, pero no alaba la belleza de la torre, sino que halaga la habilidad del niño. Esta desviación (egótica) materna estimula al niño, pero cambia la polaridad de sus esfuerzos: ya no tenderá a trabajar «objetivamente», por amor a la creatividad, sino para recibir la alabanza de la madre. No construye al servicio de un bien objetivo, sino al servicio del alzamiento del propio yo: ¡el pliegue egocéntrico se ha insinuado en su existencia!” (2008, p. 114). Es el camino tan sutil del egocentrismo, que trata de reconocerse en sus propias cualidades, en sus obras, en sus resultados externos; derivando en enfado, desánimo, amargura o desesperación cuando no se consiguen. Qué duda cabe que por ese sendero el equilibrio de la afectividad y el perfeccionamiento humano se hacen muy difíciles. No es de extrañar que la situación del hombre actual sea crítica, ya que si no se redescubre el ser personal propio y de los demás, no se podrá amar a ese nivel y entonces se desintegran las diversas dimensiones humanas o se atrofian.
Polo ha advertido que la crisis del hombre actual consiste en la primacía del llamado ‘Principio del resultado’ que cifra el vivir en conseguir resultados cuantitativos. Por lo cual si se cancela el pensar, si la voluntad se curva sobre sí misma o se hace pragmática, lo que trata de llevar adelante la vida es la afectividad que se desequilibra precisamente por su falta de integración con la inteligencia, con la voluntad, y junto con ellas, con el ser personal de cada quién.
Cuando el hijo se sabe amado, por sí mismo, por sus padres, está en mejores condiciones de aprender a amar con ese desprendimiento y generosidad, está en mejores condiciones de controlar el egocentrismo y se abre serena y amorosamente a la realidad y a las otras personas por ellas mismas.
Es en la familia, a través de los padres, como uno aprende a reconocerse como persona. El propio Rafael Alvira (1988, p. 103) lo había advertido desde mucho antes: “Si no hay familia doméstica, el hombre no descubre su carácter de persona”. A partir de ese reconocimiento es que se puede emprender la tarea de perfeccionamiento de las facultades del hijo. No es simple coincidencia que Polo (2006, p. 41) afirme: “Quizá la mejor definición de la educación sea la que dio uno de los grandes pedagogos españoles, Tomás Alvira: Educar es ayudar a crecer”, si al profundizar en esa tarea se ve la huella que dejan los padres en la educación o formación de sus hijos.
Por ello, esa normalidad afectiva engarzada en el ser personal y en su reconocimiento da lugar a la esperanza (Polo, 1998) y al optimismo (Polo 1991) que abren al ser humano al futuro y lo hacen andadero: “La vida humana se caracteriza por la necesidad de aprender. Todos tenemos que aprender a partir de la estabilidad emocional. El que es optimista y ve las cosas con ánimo no se asusta demasiado. Hay que lograr la esperanza, pues sin ella no cabe el optimismo. La esperanza y el optimismo abren el camino del hombre. Dependiendo de las inclinaciones afectivas hay gente que es más espontánea, cuya iniciativa se nota más entusiasta… Pero en todo caso, el hecho es que el hombre es el único ser que se proyecta hacia el futuro” (Polo, 2006, p. 137).

Conclusiones
Es importante tratar de lograr la normalidad afectiva en los primeros años de la vida humana, ya que la normalidad afectiva es necesaria como base para el crecimiento o perfeccionamiento posterior. A ella contribuyen los padres cuidando el sentido unitivo de su amor mutuo y complementándose en esa gran tarea.
Así, una de las maneras de educar a los hijos en la normalidad afectividad es evitando la desunión entre ambos cónyuges. A partir de ahí, con una normalidad afectiva básica, hay que aprovechar la actividad propiamente infantil que es el juego para ayudarle a conseguir la fortaleza. Como en la tarea educativa contribuye cada uno de los cónyuges complementariamente y a través de su dotación tipológica, el padre puede enseñar más eficazmente al hijo a jugar y la madre más adecuadamente puede consolarle.
Junto con el consuelo está la necesidad de la ratificación del ser personal, lo cual es inicialmente otorgado por el amor personal e incondicionado de los padres, que encuentra su plenitud en la ratificación divina. Ese reconocimiento es necesario, ya que nos religa con nuestro Origen y nos da una seguridad radical. A partir de ahí un ser humano puede abrirse a la esperanza y al optimismo para desplegar la tarea personal que tiene el encargo de realizar a lo largo de su vida. Así, si bien esa ratificación del ser personal la pueden dar los padres al querer al hijo de manera incondicional, en el plano radical hay que apelar al reconocimiento divino, con el que se obtiene la seguridad más plena; de esta manera la paternidad humana se engasta en la paternidad divina y, por consiguiente, la filiación humana en la divina.

Referencias
Alvira, R. (1988). Reivindicación de la voluntad. Pamplona: Eunsa.
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Estudios Sobre Educación / Vol. 25 / 2013 / 151-166 151
Revista Semestral del Departamento de Educación. Facultad de Filosofía y Letras
Universidad de Navarra


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