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Eutanasia Moral y Derecho

Andrés Ollero Tassara
Catedrático de Filosofía del Derecho
Facultad dé Derecho. Universidad Rey Juan Carlos.

Por paradójico que pueda resultar, pocas realidades nos obligan tanto como la muerte a interrogarnos sobre el sentido de nuestra vida. Pocas realidades como la muerte se ven también, en consecuencia, a la hora de intentar darles sentido, tan marcadas por la entrada o no en juego de una concepción inmanente o transcendente de la propia vida.

La autonomía personal, enraizada en la dignidad humana, acompaña habitualmente como ingrediente inseparable al ejercicio de nuestras más decisivas libertades. Cuando hablamos, por ejemplo, de libertad sindical, nos estamos refiriendo tanto a nuestro derecho a afiliarnos a una determinada central como al, no menos relevante, de optar por mantenernos al margen de todas ellas. Hablar en términos jurídicos de libertad religiosa incluirá también, junto a la garantía de no verse obligado a pronunciarse sobre el particular, la de optar por no adherirse a ninguna confesión, y así sucesivamente...

No faltan, sin embargo, casos o circunstancias en los que el ejercicio de un derecho parece convertirse en deber, incluso enojoso, para su titular o para los situados en su entorno. Así ocurre cuando el derecho a la educación, durante los años precisos para recibir determinadas enseñanzas, se convierte en obligatorio.

La paradójica figura del ‘derecho irrenunciable’ encuentra su más arquetípico ejemplo cuando nos referimos al ejercicio mismo de la libertad. Un irónico film español giraba en torno a la sublime decisión de venderse como esclavo, asumida por un erudito Ordinario de Derecho Romano sometido por la jubilación al presunto disfrute de una famélica pensión. Si tuviera que opinar al respecto alguien tan celoso de la libertad como John Stuart Mill, diría que "el fundamento de una tal limitación del poder de voluntaria disposición del individuo sobre sí mismo es evidente (…) el principio de libertad no puede exigir que una persona sea libre de no ser libre. No es libertad el poder de renunciar a la libertad". ¿Cabría atribuir al derecho a la vida similar condición?

Para más de un autor la renuncia a la propia vida resulta, por irracional, poco concebible. Si alguien deseara la muerte ello podría más bien constituir un bien elocuente indicio de que su autonomía es tan gravemente deficitaria como para verse invalidada a la hora de justificar éticamente decisión alguna. Podría ser también esa presunción de deficitario consentimiento, más que lo contrario, lo que lleva entre nosotros a establecer la irrelevancia jurídica de la tentativa de suicidio, o a considerar sin mayores dudas como un héroe al servidor público que arriesgó su vida para hacerla inviable.

Quizá el problema decisivo consista en saber dar al derecho lo que es del derecho, y a la moral lo que es de la moral. Ello exigirá dilucidar qué exigencias éticas habría que considerar remitidas a la legítima concepción de la vida buena (moral) que cada ciudadano tenga a bien suscribir y cuáles habrían de integrar el ámbito (jurídico) de lo públicamente vinculante.

Las soluciones simples ofrecen una ventajosa facilidad, pero con el previsible costo de acabar resultando simplistas. Tal ocurriría si establecemos solemnemente que la moral debe regir la vida privada y el derecho, la pública. Semejante obviedad implica formular un juicio moral, sin el que paradójicamente no cabe establecer la frontera entre obligaciones morales y jurídicas.

A la hora de formular tal juicio rebrota el ya aludido debate sobre el posible carácter irrenunciable del derecho a la vida. Es fácil imaginar la respuesta moral si se considera la vida como un don recibido de la divinidad, que estaríamos destinados a administrar, pero del que no podríamos libremente disponer. No parece tan fácil que los no creyentes encuentren argumentos que, desde una perspectiva estrictamente moral, justifiquen la imposibilidad de disponer de la propia vida; muy distinta será, como se verá, mi actitud si la cuestión se propone en un contexto propiamente jurídico.

Si se admitiera que la autonomía personal, exigida por la dignidad humana, incluye la posibilidad de disponer de la propia vida, cualquier intento de coartarla por vía jurídica aparecería a primera vista como fruto de un rechazable ‘paternalismo’. Por recurrir a un pasaje clásico, aunque no explícitamente referido a nuestro problema, “nadie puede ser obligado justificadamente a realizar o no realizar determinados actos, porque eso fuera mejor para él, por que le haría feliz, porque, en opinión de los demás hacerlo sería más acertado o justo”. Pero la cuestión se complica porque lo que nos estamos planteando no es la viabilidad jurídica del suicidio sino la de la eutanasia, que incluye por definición la intervención de un tercero. Es la acción de éste la que acabará resultando o no jurídicamente relevante, obligando a plantear hasta tres cuestiones: si debería poder llevarla a cabo de modo jurídicamente lícito, si quien se la solicita sería titular de un derecho a requerirla y si habría, en consecuencia obligación jurídica de realizarla.

La respuesta no será la misma si reconocemos al enfermo la mera posibilidad de poner fin a su vida -como un agere licere jurídicamente irrelevante- que si lo consideramos titular de un derecho a la muerte. Más allá de la difundida idea de que tenemos derecho a todo lo no prohibido, muchas acciones nos resultarán permitidas sin que ello nos atribuya el título justo preciso para requerir del ordenamiento jurídico amparo a la hora de llevarlas a cabo, eliminando los obstáculos que se les opongan. Dar por hecho que bastaría constatar la existencia de un deseo subjetivo al que quien lo experimenta confiere particular importancia, para reconocer dicho título y generar de inmediato un deber de un tercero, exigiría partir de una armonía preestablecida entre deseos propios y ajenos. Parece, por el contrario, preciso asumir jurídicamente una determinada teoría de lo justo que vaya más allá de la convicción de que se tiene derecho a todo lo que se desea con suficiente vehemencia.

Cuando se propone una legalización de la eutanasia se ha abandonado, pues, el mero rechazo de una intervención paternalista para esgrimir, de modo más o menos consciente, un auténtico derecho a morir, que podría llegar a exigir la obligada colaboración de terceros. No es por ello extraño que en más de una de las propuestas legales que venimos comentando vuelva a escena una apelación a la conciencia; pero esta vez para admitirla como motivo de objeción frente a un deber jurídico. No sólo hemos pasado de la mera constatación de un lícito ámbito de libertad individual al reconocimiento de un derecho, sino que éste se acaba configurando inevitablemente como un derecho-prestación garantizado por los poderes públicos. Por duro que suene, hemos pasado a debatir la posible existencia de un derecho a exigir que otro nos mate, ya que sólo partiendo del deber de matar a otro tiene sentido plantear excepciones por la vía de la objeción de conciencia.

Este cambio de perspectiva podría incluso dar paradójicamente entrada
En juego a un encubierto paternalismo mortis causa complicado por el difícil deslinde -ante una enfermedad terminal- entre el consentimiento del paciente y la percepción con que en su propio entorno se vive su enfermedad. Dar por hecho que el paciente no se halla en condiciones de soportar una situación que resulta insoportable para el que la contempla debe entenderse como un loable ejercicio de compasión o simpatía. Derivar de ello de modo automático la exigencia de una intervención ajena podría constituir una presunción paternalista. Descartar que la contemplación del dolor ajeno, muy especialmente si se trata del de una persona querida, pueda resultar más lacerante aún que sufrirlo en carne propia podría resultar un tanto precipitado.

A la problematicidad del consentimiento del paciente se une así este nuevo elemento, que amenaza con provocar un círculo vicioso a la hora de establecer con nitidez quién acabará ejerciendo en la práctica el presunto derecho en juego. Más que la muerte misma, el problema radical que la ausencia de una dimensión transcendente puede acabar favoreciendo es la imposibilidad de encontrar sentido a la convivencia con el dolor, que pasa a considerarse generador de indignidad. Mientras florecen en nuestra sociedad iniciativas estimuladas por la simpatía compasiva respecto a dolores de lejanos terceros mundos, su inmediatez difícilmente soportable amenaza con generar un difuso cuarto mundo donde la solidaridad se vuelve ambigua. Resulta socavada la posibilidad de una autodeterminación libre de presiones, sin excluir que tropiece con presunciones que invertirían la necesidad de prueba.

Entramos de lleno en ese difícil deslinde cuando se nos habla, por ejemplo, de superar un concepto meramente "biológico" de vida, para pasar a hablar de vida digna o de vida de calidad. Se llegará a dar por hecho que, privada de tal calidad, desaparecería el objeto de un derecho a la vida propiamente dicho; lo que permitiría paradójicamente considerar a la legalización de la eutanasia como la primera piedra de una nueva cultura de la vida. Respecto a un estatus biológico cabe contar con elementos de referencia de relativa fiabilidad; no parece ocurrir lo mismo con el concepto de calidad de vida, que podría acabar convirtiéndose en soporte y condición de la misma dignidad personal. No es difícil aventurar, y no faltan ya informes elocuentes al respecto, que en buen número de casos serán los otros los que acaben dictaminando sobre el particular; mientras la posibilidad de autodiagnóstico se convierte en estas condiciones extremas en una llamativa excepción.

A la vista de todo ello parece obligado reconsiderar si donde el debate sobre la eutanasia resulta inevitablemente agudo es en el plano moral-en el que las diversas concepciones de la vida buena generarían discrepancias- mientras en el plano jurídico resultaría más fácil su admisión, al aspirar sólo a la garantía de un mínimo ético en el que resultaría menos previsible la controversia. Por el contrario, así como dejé sentado que en el plano de la moral personal no me extraña que alguien que descarte una dimensión transcendente de la vida no considere rechazable la conducta de quien, movido por la compasión, participa en una eutanasia activa, dando por supuesto el consentimiento del paciente, es en el plano jurídico donde, a mi parecer, la situación se invierte.

El derecho une a la modestia de sus aspiraciones se conforma, en efecto, con garantizar un mínimo ético- una particular responsabilidad respecto a su logro, que le impulsa a asegurar que la convivencia social no quedará situada bajo mínimos. Esta responsabilidad impedirá, por ejemplo, que el derecho pueda dar por supuesto el consentimiento del paciente, como si se tratase sólo de una variable más de un caso sometido a evaluación moral, para verse obligado a garantizarlo con el grado de certeza que el bien jurídico en juego exige.

La compasión moral permisiva ha de dar paso a una garantía jurídica responsable. Resulta obvio, para empezar, que el presunto derecho a exigir la muerte sería sólo una solución última y desesperada, ante las posibilidades que va ofreciendo una no siempre suficientemente dotada medicina paliativa. Si lo que se aborda es una efectiva legalización de la eutanasia, el debate sobre las garantías exigibles se convierte en obligado punto central de la argumentación.

Podría objetarse que despenalizar la conducta del tercero no implicaría en sentido propio legalizar. Tan obvia distinción dogmático-jurídica no parece sin embargo tener demasiado relevancia práctica, como las alusiones a la objeción de conciencia ya han puesto de relieve. Con ello se pone de manifiesto el papel no meramente represivo que reviste toda norma jurídico-penal. Ésta cumple inevitablemente un adicional papel ‘normalizador’ por lo que su ausencia puede menoscabar la garantía de los bienes jurídicos antes protegidos; dado que en la medida en que deja de prohibirse una conducta es lógico que pase a reproducirse.

No es de extrañar que este factor se halle presente en recientes intentos de abordar, al margen de cualquier apelación a la transcendencia, el futuro de la naturaleza humana. Así ocurre en la obra de Jürgen Habermas, para quien el sometimiento de la protección de lo que llama vida pre-personal a fines terapéuticos de alto rango colectivo produciría una "pérdida de sensibilidad de nuestra visión de la naturaleza humana, que con un 'acostumbramiento' de la mano de tal praxis allana el camino a una eugenesia liberal". Estas Y otras de sus reflexiones sobre el inicio de la vida humana nos parecen extrapolables a su estado terminal.

El paralelismo entre el derecho y la sanidad, presente ya en la antigüedad griega, va más allá de su condición de saberes prácticos. Inseparable del derecho es la exigencia de simetría, derivada de su radical exigencia de tratar al otro como un igual. No muy distinto es "ese punto de vista moral del trato no instrumentalizador con una segunda persona" que se detecta en la "lógica del sanar". De ahí la preocupación ante la ruptura de la simetría presente en la planificación eugenésica en la que “los padres sin sometimiento a consenso deciden con arreglo a sus propias preferencias, como si dispusieran de una cosa". "La libertad propia se vive en relación con algo natural indisponible", a lo que la persona liga su propio origen, de modo que no depende de "otra"; precisamente "el carácter natural del nacimiento cumple el papel conceptualmente exigible de ese comienzo indisponible". Todo ello no implicaría oponerse a la tecnificación porque afecte a una "naturaleza interna". "La crítica vale con total independencia del planteamiento de un orden jurídico-natural u ontológico que pudiera 'transgredirse' desaforadamente”.

Sin duda, si se centra la mirada en la autodeterminación del enfermo, al quedar marginada la presencia activa del otro, haría innecesaria toda simetría al presentar la eutanasia como un mero acto de renuncia personal. Esta 'invisibilidad del otro' lleva a plantearla como un dilema entre la libertad personal del enfermo y la imposición heterónoma -paternalista o quién sabe si fundamentalista de criterios despersonalizados. Una vez más el juicio moral se mostrará más propicio a asumir este enfoque que una actitud jurídicamente responsable.

Para el derecho resulta obligado rescatar la visibilidad del otro en un doble plano. La libertad se inserta en un ámbito de esencial solidaridad, por lo que asistimos en realidad al conflicto entre dos libertades. Ya hemos aludido a la libertad del profesional sanitario, de obligada salvaguardia por la vía de la objeción de conciencia. Pero no es él el único otro invisible, dada la dimensión 'normalizadora' que acompaña a lo jurídico, particularmente en su dimensión sancionadora. Se hace así visible la experiencia ya existente sobre el número de enfermos a cuya vida se ha puesto fin sin que hayan llegado a prestar un consentimiento equiparable al que se les habría exigido para reconocer a su conducta efectos jurídicos en cualquier otro ámbito de actividad.

Marginado este nuevo conflicto de libertades, el problema parece reducirse a la garantía del consentimiento del enfermo que solicita la eutanasia. Si se amplía el ámbito de visibilidad, surge la responsabilidad jurídica de garantizar el consentimiento de otros enfermos que, en similares condiciones de ejercicio de su libertad, no la han solicitado. El conflicto entre el ejercicio de un presunto derecho ajeno a morir y un nada presunto derecho a que no les maten resucita la importancia de garantizar jurídicamente el mantenimiento de una "lógica del sanar", dudosamente compatible con esa capacidad de disponer sobre vidas ajenas no exenta de matices cosificadores.

Por más que no quepa excluir la posibilidad de una autodeterminación real del enfermo solicitante, capaz de satisfacer las exigibles garantías, lo que está en juego no es sólo un número determinado de vidas humanas -que por reducido que llegara a constatarse no cabría considerar 'despreciable'- sino, una vez más, "la estructura de nuestra experiencia moral en su conjunto", en la medida en que el loable logro de "un aumento de la autonomía del individuo" se produjera a costa de "minar la autocomprensión normativa de las personas, que rigen su propia vida y se reconocen mutuamente similar respeto". Su más elocuente consecuencia se plasmaría en la quiebra de la relación de confianza en que el trato entre médico y paciente se desenvuelve. La búsqueda de una solución a casos concretos dignos de piedad podría acabar traduciéndose en el cambio radical de un ámbito de actividad social, como consecuencia inevitable de la conversión de la excepción en norma. El problema, una vez más, consistirá en resolver si la actitud más progresista no consistirá en detectar "un incremento de libertad necesitado de regulación normativa", más que en reconocer jurídicamente "la consolidación de transformaciones que dependen de preferencias no necesitadas de autolimitación alguna”.

Ello no haría sino reabrir un debate jurídico ya habitual ante este tipo de situaciones límite. Se tiende a identificar la defensa más adecuada de los bienes jurídicos en juego con la promoción de reformas por vía legislativa; mediante una despenalización generalizadora o incluso mediante una legalización que se limitara a establecer un control del proceso de decisión realizado ex post facto. La alternativa apunta a la apreciación por vía judicial en cada caso de las atenuantes e incluso eximentes que las circunstancias aconsejen. En paralelo a este debate surgirá también la no menos tópica discusión sobre la conveniencia de evitar una excesiva judicialización de la sanidad, dando mayor protagonismo a protocolos de 'buena praxis' clínica.

En cualquier caso, la presencia inevitable del otro, que acabará asumiendo un notable protagonismo en la consumación de la eutanasia activa, invita a reflexionar sobre la relación entre dignidad y autonomía. Históricamente parece fuera de discusión la primacía de la primera. Es la dignidad de la persona humana la que sirve de fundamento al libre desarrollo de su personalidad. Es la dignidad la que marca al otro un ámbito de intangibilidad, vetando todo intento de condicionamiento heterónomo. Paradójicamente, la progresiva afirmación en el ámbito sanitario del principio de autonomía, centrado en el consentimiento informado, puede acabar invirtiendo esa relación, con consecuencias nada irrelevantes. El reconocimiento efectivo de esa dignidad puede acabar dependiendo de la capacidad de expresar la propia autonomía. Si lo digno sería respetar esa autodeterminación, 'a contrario' la incapacidad de expresarla dejaría en manos de terceros la apreciación heterónoma de si la calidad de esa vida la hace digna de ser conservada.

No hay duda de que un planteamiento abierto a la transcendencia cuenta con argumentos privilegiados para mantener la primacía de la dignidad como fundamento de la autonomía. Pero ello no hace sino resaltar en qué medida el problema actual radica en el fracaso de los intentos de fundarla prescindiendo de tal punto de apoyo.