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¿Hacia una legalización de la eutanasia voluntaria?

Reflexiones acerca de la tesis de la autonomía

Prof. Dr. Etienne Montero (Facultad de Derecho, Universidad de Namu, Bélgica)

Introducción

Actualmente en Bélgica se aprecia un cierto consenso en favor de la legalización de la eutanasia “a petición del paciente". Nos encaminaríamos pues hacia una aparente solución de compromiso, que consiste en rechazar a la vez la despenalización pura y simple del acto eutanásico y la prohibición pura y simple de todas las formas de eutanasia. Se aboga por el mantenimiento simbólico de la prohibición penal (a través de su tipificación como delito de homicidio), al tiempo que se autoriza la práctica de la eutanasia, con tal de que se respeten ciertas condiciones y procedimientos. La eutanasia practicada sin el consentimiento del paciente, por motivos sociales y económicos, entraría, a todas luces, en el ámbito del derecho penal. La legalización tendría la ventaja de la claridad: pondría fin a la hipocresía de la situación actual de tolerancia, permitiendo así que la eutanasia abandonara su carácter clandestino, con en el fin de garantizar un control más eficaz de la misma y de prevenir sus abusos.

La eutanasia es un problema especialmente delicado, del que nos sería imposible considerar aquí todos sus aspectos. Nos centraremos pues especialmente en una cuestión. La petición del paciente se ha convertido en un elemento esencial en la justificación filosófica, política y jurídica de la eutanasia. Para evaluar la conveniencia de una legalización de la eutanasia, parece por tanto crucial que examinemos de cerca la llamada tesis “de la autonomía". Tal será pues el hilo conductor de las consideraciones siguientes.

Esta tesis puede formularse de la siguiente manera: la legalización de la eutanasia a petición del paciente se impone, ya que la elección del momento y de las formas de muerte pertenecen a la autonomía individual, que debe ser respetada en un Estado pluralista donde nadie puede imponer al resto sus propias convicciones.

Retornando los principales argumentos esgrimidos por los defensores de la legalización de la eutanasia voluntaria, las reflexiones siguientes se limitarán a analizar el argumento de la autonomía, tantas veces avanzado al amparo del pluralismo, para defender la eutanasia.

1. EL RECHAZO DEL EMPEÑO TERAPÉUTICO

¿Existe alguna razón válida para exigir una legalización de la eutanasia con objeto de impedir el empeño terapéutico? Conviene responder brevemente a esta pregunta para acabar con un posible malentendido y para ceñimos a las cuestiones realmente importantes del debate.

Para legitimar la eutanasia, a menudo se presenta la imagen del enfermo terminal víctima de sufrimientos atroces, que por añadidura se mantienen contra su propia voluntad en razón del empeño médico -que ha perdido su sentido terapéutico- por parte del equipo que lo atiende. Esta situación, sin embargo, no tiene nada que ver con la fatalidad.

Por un lado, el médico está obligado no sólo a restablecer la salud del paciente, sino también a aliviar su sufrimiento. Con este fin, puede (y debe) administrar calmantes o analgésicos, incluso si sus efectos tienen como resultado, como tal no deseado, acortar la vida del paciente.

Por otro lado, el empeño "terapéutico" no viene exigido por una razón moral ni jurídica. Al contrario, la deontología médica, la moral y el derecho obligan únicamente al médico a combatir el dolor y a administrar un tratamiento ordinario, útil y proporcional al mal padecido. El facultativo, en cambio, no está de ningún modo obligado a iniciar o prolongar un tratamiento inútil o desproporcionado, en la medida en que el beneficio obtenido quedaría mermado por los inconvenientes, límites y costes que los medios utilizados conllevarían para el paciente.

Para los propósitos del presente estudio, nos quedaremos con la definición siguiente de la eutanasia que ha propuesto el Comité Consultivo de Bioética: "acto practicado por un tercero que, de forma intencionada, pone fin a la vida de una persona a petición de ésta". Puesto que en sentido estricto supone, por definición, la intención de acabar con la vida de alguien, la eutanasia se distingue de otras iniciativas médicas, como la administración apropiada de analgésicos con el fin de aliviar el dolor (aun a riesgo de acortar la vida), y la decisión de renunciar a tratamientos inútiles o desproporcionados.

Presentar la legalización de la eutanasia como un remedio contra el empeño terapéutico y los sufrimientos derivados del mismo supone caer en un lamentable error.

2. EL DERECHO A MORIR CON DIGNIDAD

El derecho a morir con dignidad es uno de los principales argumentos utilizados para promover la legislación de la eutanasia.

De forma sintética, puede presentarse de la siguiente forma: gracias a los avances logrados en el campo de la medicina, hoy en día están disponibles numerosos medios para prolongar la vida de personas gravemente enfermas. La otra cara de la moneda es que a veces se derivan agonías que no hacen sino aumentar y prolongar la angustia del enfermo terminal. Frente a estas situaciones dolorosas, la ley debería permitir que una persona pueda ser asistida a poner fin a su vida. En vez de sufrir una degradación insoportable, podría morir con dignidad.

Esta reivindicación aparece, de forma emblemática, en la denominación social de diversas asociaciones que abogan por la despenalización de la eutanasia.

Estamos aquí ante una deformación del lenguaje. El “derecho a una muerte digna” es un eufemismo que se utiliza para designar el "derecho a que otro nos dé muerte". Bajo el legítimo pretexto de rechazar el empeño terapéutico, la expresión estigmatizada avala el hecho positivo de matar a alguien. Sin embargo, es evidente que este caso no puede asimilarse al hecho de dejar que la muerte acontezca, sin poner en práctica medios inútiles y desproporcionados con el único fin de prolongar una vida abocada a la muerte.

Una correcta evaluación moral y jurídica de la cuestión exige distinguir claramente estas dos hipótesis irreductibles.

En este mismo sentido, la expresión "ayudar a morir" y las usuales referencias a la "compasión" o a la "solidaridad" sugieren el altruismo, el espíritu de servicio, la generosidad... Esta terminología, que suscita indiscutiblemente simpatía, ¿no se utiliza con demasiada alegría para que se acepte más fácilmente lo inaceptable?

El lenguaje, aquí también, es equívoco, puesto que una cosa es auxiliar a un enfermo en un su muerte (queriendo acompañarlo en su desgracia, procurando aliviar su dolor, tratando de reconfortarle...), y otra cosa muy distinta es matarlo. La causa de la muerte difiere según el caso considerado. Cuando un médico decide no empezar o parar un tratamiento a la larga inútil y desproporcionado, el paciente morirá como consecuencia de la patología mortal que sufría; por el contrario, si el médico administra al paciente una sustancia letal, este acto constituye la causa de la muerte del paciente. De igual forma, existe una diferencia en la intención: en el primer caso, lo que se pretende es ahorrar al paciente un sufrimiento inútil; en el segundo, la intención es la de provocar su muerte. La intención es también lo que diferencia la medicina paliativa y la eutanasia. El médico que practica la eutanasia quita la vida a su paciente y de lo que realmente se trata es de saber si la referencia al concepto de dignidad permite justificar este acto.

A toda persona le asiste efectivamente el derecho a morir con dignidad. Nadie lo pone en duda. El derecho a una verdadera muerte digna conlleva una serie de prerrogativas: el derecho del enfermo a mantener un diálogo abierto y una relación de confianza con el equipo médico y su entorno; el derecho al respeto de su libertad de conciencia; el derecho a saber en todo momento la verdad sobre su estado; el derecho a no sufrir inútilmente y a beneficiarse de las técnicas médicas disponibles que le permitan aliviar su dolor; el derecho a decidir su propio destino y a aceptar o rechazar las intervenciones quirúrgicas a las que le quieran someter; el derecho a rechazar los remedios excepcionales o desproporcionados en fase terminal.

Por el contrario, el presunto derecho a que el médico "ponga fin a su vida" es de muy distinta naturaleza. Se apoya en un concepto nuevo y peligroso de la dignidad humana, que merece mayor consideración por nuestra parte. En realidad, el concepto clásico de dignidad, que de hecho se remonta a mucho tiempo atrás en la reflexión filosófica, ha sido reemplazado por otra noción, mucho más reciente, sobre la calidad de vida. Se ha operado por tanto una variación semántica, pasando de la "dignidad de la persona", concebida como una cualidad de orden ontológico, a la "calidad de vida".

La dignidad pasa a ser una noción muy difusa, eminentemente subjetiva y relativa. Subjetiva, porque cada uno sería el único juez de su propia dignidad; y relativa, en el sentido de que la calidad de vida es un concepto de geometría variable, susceptible de adoptar infinidad de grados y de medirse por el rasero de criterios diversos.

Un ejemplo concreto y significativo de ello -la propuesta de resolución del Parlamento Europeo, elaborada a partir del informe del Dr. Léon Schwartzenberg sobre el auxilio a los moribundos (abril de 1998)- permite ilustrar lo mucho que cambia el sentido que ahora se otorga al término "dignidad".

En este documento, se afirma, repetidas veces, que "la dignidad es el fundamento de la vida humana". Sin embargo, esta dignidad, lejos de ser intangible, aparece, por el contrario, como un estado inestable sometido a las vicisitudes de la vida y de la salud. Aparentemente, un sujeto puede pues perder su dignidad y, con ella, su humanidad.

"¿Qué es entonces esa dignidad que se pierde?" se pregunta France Quéré. "Se trata evidentemente de la dignidad de los que gozan de buena salud, de una vida plena de la que son conscientes. Los criterios de la dignidad vienen dados por el papel social, la consideración del prójimo, los honores, la carrera, la conciencia propia de cada uno (...). Cabe entonces observar que la enfermedad no es, en este sentido, la única capaz de arrebatar la dignidad: ¿por qué no habrían de tener el mismo efecto la miseria o la delincuencia?"

El documento comentado recalca que "el dolor físico menoscaba la dignidad" o que "la enfermedad quita toda dignidad a la existencia". Y el último párrafo del mismo expone motivos para concluir lo siguiente: “La dignidad es lo que define una vida humana. Por ello, cuando al final de una larga enfermedad contra la que ha luchado con valentía, el enfermo pide al médico que interrumpa una existencia que ha perdido para él toda dignidad, y el médico decide, plenamente consciente, asistirle y suavizar sus últimos momentos permitiéndole caer en un sueño apacible y definitivo, esta asistencia médica y humana (a veces llamada eutanasia) es la manifestación misma del respeto por la vida".

El silogismo es evidente: la dignidad es el fundamento de la vida humana y la enfermedad arrebata esa dignidad; ahora bien, una vida indigna deja de ser una vida humana; de esto se deduce que el acto eutanásico no menoscaba el respeto de la vida humana. Puede apreciarse de forma implícita un razonamiento análogo en la mente de muchos partidarios de la legalización de la eutanasia, ya sean conscientes o no.

Este enfoque se apoya en una nueva noción de dignidad entendida como "calidad de vida". Pero esta última expresión es equívoca. Es cierto que las condiciones de vida pueden ser más o menos dignas, al igual que las circunstancias que rodean la proximidad de la muerte. Es evidente que siempre debe procurarse que la vida y muerte de cada hombre sean lo más dignas posibles. Pero, a todas luces, la persona, como tal, tiene siempre la misma dignidad ontológica, intangible e inviolable. Esta dignidad no se apoya en circunstancia alguna, sino en el hecho simple y esencial de pertenecer al género humano. Está enclavada en el ser mismo de cada hombre. No es la dignidad la que fundamenta la vida humana, sino la vida humana la que fundamenta la dignidad: ésta debe por tanto reconocerse a todo hombre por el solo hecho de existir.

Los partidarios de la eutanasia, apelando a la noción de "calidad de vida", consideran que ciertas vidas han perdido su valor o que, en algunas circunstancias, el hombre deja de ser hombre. En tales casos, el acto eutanásico, lejos de emparentarse con el homicidio, se perfila como una ayuda prestada para quien la vida ha perdido toda dignidad. Un razonamiento como éste podría servir para justificar, además de la eutanasia de los enfermos terminales, no sólo la de personas incapaces de expresar su voluntad (dementes...) sino también el infanticidio de los recién nacidos con discapacidades. Esta idea se aproxima peligrosamente a la noción de "vidas sin valor vital" (lebensunwerte Leben), en la que se apoyaba el programa eutanásico de macabro recuerdo

Incluso si esta clase de enfoque resulta irritante (y se retorne aquí no sin cierta reticencia), no debe pensarse que estamos confundiendo los términos. Nos estaríamos equivocando si rechazáramos el espectro del exterminio nazi con la excusa de que éste fue la consecuencia de una ideología totalitaria muy alejada de nuestra actual concepción política. La historia nos ha enseñado, en efecto, que las más sólidas democracias no están exentas de desviaciones totalitarias. La eugenesia representa en particular una tentación permanente para los espíritus científicos.

Estos peligros no tienen nada de ficticios. La legalización de la eutanasia voluntaria supone el primer paso de un proceso lógico ineludible. Para lograr su aceptación, se jura y perjura que sólo se aplicará en aquellos casos extremos presentados ante la opinión pública en razón de su carácter especialmente dramático. Sin embargo, una vez admitido el principio, se forjará, de forma natural, una mentalidad que restará importancia al acto eutanásico. En cuanto se levante la prohibición, lo que antaño estaba vedado se convertirá en una práctica común hasta el punto de parecer, a los ojos de todos, como algo normal. La evolución hacia eutanasias practicadas sin el consentimiento del paciente, por piedad o por razones socioeconómicas, se inscribe en un escenario que ya es previsible.

Desde el instante mismo en que consideramos que la vida humana no tiene valor intrínseco, ¿cómo podemos oponemos seria y durablemente a este tipo de ampliación, teniendo en cuenta que nuestras sociedades se ven ahora enfrentadas a los problemas del envejecimiento de la población y de la crisis del sistema de protección social?

Debe tenerse en cuenta que la nueva forma de concebir la dignidad humana, en la que se apoya la legislación de la eutanasia, no es neutra en el plano filosófico. A algunos les gustaría hacemos creer que, al privilegiar el respeto a la autonomía individual (cada uno es juez de su propia dignidad y decide el momento de su muerte), la legalización es la única solución admisible en un estado pluralista y laico. Pero están muy equivocados: al plasmar en un texto legal -cuya vocación es estructurar los comportamientos- el principio de la eutanasia, incluso la voluntaria, el legislador avalaría la controvertida noción de "calidad de vida", imponiéndola a todos.

El enfoque sugerido contradice, por lo demás, la filosofía moderna de los derechos del hombre, fundada en la noción clásica de dignidad: en virtud de su sola pertenencia al género humano, el hombre posee una dignidad intrínseca, de la que se derivan ciertos derechos. Así, en el Preámbulo de la Declaración Universal de los Derechos Humanos adoptado (no por casualidad) tras el final de la Segunda Guerra Mundial-" sin distinción alguna de raza, color, sexo, idioma, religión, opinión política o de cualquier otra índole, origen nacional o social, posición económica, nacimiento o cualquier otra condición”.

Esta noción objetiva de la dignidad es una garantía contra lo arbitrario y los abusos. No podría pues ser abandonada a la ligera.

A pesar de la atracción que pueda ejercer, la concepción subjetiva se revela superficial. La imagen que cada uno se forma de su propia dignidad, ¿no es ampliamente tributario de la mirada de los demás? El entorno de los enfermos y, por ende, la sociedad en general, ¿no son todos ellos responsables, en buena medida, de la conciencia que éstos puedan tener de su propia dignidad? La legalización de la eutanasia, lejos de procurar el aumento de la dignidad pretendido, ¿no contribuirá a embotar nuestra percepción de las responsabilidades para con los enfermos?

Finalmente, una última consideración: en el plano ético (y no ya ontológico), la "dignidad", ¿no está sobre todo en la forma en que afrontamos la muerte? La persona que asume hasta el final su condición humana, incluso ante el espectáculo de su propia decadencia y que, con este fin, se sirve de sus propios recursos para hacer frente a la prueba final... ¿no es más digna que aquella que pide que acaben con su vida? Difícilmente puede concebirse que una muerte digna signifique dejarse administrar una sustancia letal. Si la dignidad fuese hasta ese punto tributaría de factores y auxilios externos, ¿el argumento de la autonomía no quedaría profundamente menoscabado?

Cabe objetar al conjunto de estas consideraciones que no son decisivas, ya que en definitiva se trata de legalizar únicamente la eutanasia voluntaria por respeto a la justa autonomía a la que todos aspiramos.

Esta tesis de la autonomía merece pues un examen más exhaustivo.

3. EL RESPETO A LA AUTONOMÍA

Los partidarios de la legalización de la eutanasia a petición del paciente la justifican como un acto libre que, como tal, permite reafirmar la dignidad de una voluntad libre y autónoma contra una necesidad ciega.

¿Es tan evidente que la decisión de morir pertenece al ámbito de la autonomía de un enfermo terminal?

Para empezar, su autonomía no parece tan absoluta cuando necesita de otros durante su vida y, más aún, para acabar con ella. La afirmación del carácter autónomo del enfermo, por poco sentenciosa que sea, ¿ no puede percibiese como un modo de declararse ajeno a la trágica decisión y, por tanto, exento de toda responsabilidad? Por otro lado, hemos visto cómo algunos partidarios de la eutanasia se apoyan en la idea, al menos implícitamente, de que la enfermedad y el sufrimiento conllevan una pérdida de dignidad hasta el punto de que el interesado deja de ser persona: ya no se trataría entonces de autonomía ... y es precisamente el respeto a esta autonomía la justificación de la eutanasia ...

En fin, no se entiende bien que el respeto a la autonomía consista en acabar con la propia autonomía.

Más allá de estas paradojas, sobre las cuales no terminaríamos nunca de reflexionar, podemos considerar que la legitimidad de la tesis de la autonomía requiere tres condiciones. Éstas pueden expresarse en forma de preguntas. ¿Es realmente la petición de eutanasia la expresión de la voluntad profunda del paciente? ¿El médico cree estar justificado para practicar la eutanasia únicamente o fundamentalmente en los casos en que el paciente así lo pide? ¿Es exacto decir que la legalidad de la eutanasia recae exclusivamente sobre los interesados, sin implicar al resto de la sociedad?

3.1. ¿La petición de eutanasia es expresión de la libertad y de la autonomía individual?

El enfoque adoptado parece cuanto menos teórico por no decir ideológico. Las personas afectadas no plantean el problema en estos términos; simplemente huyen de su angustia. Por lo demás, ¿no es hipócrita hacer tanto caso de la libre expresión de una persona que, teóricamente, está plenamente desconcertada y es víctima de indecibles sufrimientos? Dicha situación hace que una decisión realmente libre por su parte sea ilusoria, del mismo modo que parece indecente insistir en la libre elección de un depresivo a punto de suicidarse.

Numerosos psicólogos analizan los intentos de suicidio como signos de angustia. Por analogía, con la despenalización de la eutanasia se corre el riesgo de que numerosas "peticiones de ayuda” sean mal interpretadas por aquella persona dispuesta a prestar su asistencia al candidato a la eutanasia. ¿Queremos acaso favorecer el fatal desenlace, aun a riesgo de aportar frecuentemente la peor de las respuestas a una petición mal formulada?

Por ello, es condición previa que se pueda descifrar correctamente una petición de eutanasia, en el caso de que un deseo de este tipo pueda realmente existir. Una aspiración de este tipo, tan contraria al poderoso instinto de autoconservación, no tiene habitualmente su origen en un dolor físico insoportable (que de ordinario se domina o puede dominarse, contrariamente a lo que habitualmente se piensa), sino en el sufrimiento, verdadera angustia ligada a una carencia de atención, de afecto, de solicitud, de sentido. Aquí reside el verdadero centro del problema: salvo excepciones, nuestra medicina domina la técnica, pero se muestra frecuentemente incapaz de acompañar al enfermo, ofreciéndole el consuelo y el calor humano. A veces, la familia y el entorno del enfermo no contribuyen a mejorar la situación por indiferencia o egoísmo.

Es fácil evitar el problema exigiendo la autorización, para el médico, de matar al enfermo, a petición suya, con toda impunidad. ¿No sería mucho más valiente poner en tela de juicio nuestro enfoque sobre la medicina y reflexionar sobre la forma de humanizarla?

3.2. ¿Llevará el médico a cabo la eutanasia por respeto a la decisión de su paciente?

Respecto a esta situación, es dudoso que un médico se considere justificado para practicar la eutanasia únicamente porque el interesado ha manifestado su deseo en este sentido. Desde el punto de vista de los hechos, si el médico accede a similar petición, es porque considera que la vida de su paciente no tiene ya ningún valor intrínseco. A todas luces, el fundamento no reconocido de la eutanasia se basa, en la idea de que algunas vidas no merecen (ya) la pena ser vividas. La decisión de practicar la eutanasia no se apoya nunca en la única voluntad del enfermo, sino que es siempre el resultado de un juicio de valor sobre la calidad de vida.

Supongamos que un joven adolescente pide, en una situación de angustia, que le ayuden a morir. ¿Debemos acceder a su petición, o lamentamos que la ley penal se oponga a este tipo de actos de compasión y de solidaridad? ¿Es preciso, entonces, cambiar la ley con el fin de que, en todos los casos análogos, se pueda prestar auxilio al suicidio a todas aquellas personas que lo soliciten? De seguro, que todo el mundo contestará negativamente a estas preguntas. ¿Por qué nos importa tan poco en este caso respetar la autonomía de las personas? Es además muy probable que intentemos incluso disuadirles, tratando de que entren en razón, consolándoles... El respeto de la autonomía del prójimo no es el móvil último de nuestro comportamiento; éste está ligado a un juicio de valor: pensamos que la vida de un adolescente con buena salud merece la pena ser vivida. Lógicamente, si el respeto de la autonomía basta para justificar la eutanasia, no hay razón para subordinar la legitimidad de esta última a otras condiciones (acto practicado por un médico en un enfermo incurable en fase terminal). Ya se alzan voces, naturalmente, para pedir una mayor flexibilidad de las condiciones.

Los que consideran que un enfermo terminal que pide la eutanasia actúa de manera sensata y digna, contrariamente a lo que ocurre con el joven depresivo o el parado desesperado, razonan en realidad a la luz de un modelo implícito: ciertos estados o enfermedades son incompatibles con una vida digna, mientras que la decisión de morir adoptada por una persona con buena salud, no merece tomarse en consideración.

Si la autonomía es efectivamente la razón última para justificar el derecho a la eutanasia, ¿no debe uno abstenerse de juzgar y respetar los motivos que empujan a una persona a quitarse la vida? ¿No es cada uno libre de apreciar la calidad de la vida y la dignidad según sus propios criterios.

3.3 ¿El permiso legal para acabar con la vida de enfermos terminales que así lo piden sólo incumbe a éstos?

Se equivocan quienes sostienen que la petición de la eutanasia responde a una elección puramente privada, que sólo incumbe al interesado y no perjudica en modo alguno al prójimo. Kant rechaza la idea de ejercer dicho derecho sobre sí mismo aludiendo al hecho de que el hombre "es responsable de la humanidad en su persona misma". Las justificaciones del tipo "Mi vida me pertenece, hago de ella lo que quiero" resultan de una concepción ficticia y caricaturesca de la propiedad privada. Es evidente que mi vida me pertenece en cierto sentido. Tengo sobre ella un incontestable dominio natural: de esto se deduce que, de hecho, puedo decidir mi desaparición. Pero de ahí a sostener la existencia de un derecho de propiedad sobre uno mismo, que otorgaría a cada uno el derecho a disponer de su vida de forma absoluta, hay un paso que nuestro humanismo jurídico nos prohibe dar. Incluso en el derecho de los bienes, ninguna propiedad se concibe sin una referencia social, como sugiere el texto del artículo 544 del Código Civil.

El derecho a disponer de la propia vida mediante la ayuda de otra persona se impone con menor fuerza aún. Salta a la vista que la legalización de la eutanasia afecta al vinculo social. Basta con constatar que la práctica de la medicina se modificará considerablemente: en adelante los médicos dispondrán de un nuevo poder, administrar la muerte. Debemos repetido: la legalización de la eutanasia no es una cuestión de ética personal sino que depende sin duda de la ética socio-política. Es por tanto perfectamente concebible su prohibición con el fin de proteger los intereses públicos legítimos, y concretamente para:

- proteger todos los enfermos de la sociedad.
En efecto, existe el peligro de que el paciente, lejos de sentirse plenamente libre y autónomo en sus decisiones, se incline más a ceder ante la presión ejercida por su entorno. ¿No existe el riesgo de que se sienta culpable por la carga que supone para los demás, por gravar financieramente a la sociedad... porque se obstina en vivir y se niega a hacer valer su derecho a la eutanasia? “Apenas existe diferencia entre una sociedad que se cree moralmente obligada a satisfacer las peticiones de eutanasia y aquella que termina, bajo distintas presiones más o menos inconscientes, por suscitarlas".

- proteger la integridad moral de la profesión médica.
La legalización de la eutanasia corre el riesgo de volverse también contra los médicos al inducir, en aquellos que la practican, una costumbre y una trivialización... Amenaza con acabar con la relación de confianza y el diálogo existentes entre médico y paciente. Entre los médicos partidarios de la eutanasia, son muchos los que se niegan a ponerla en práctica: ¿esta reticencia no es un signo claro de la naturaleza equívoca de la eutanasia?

- proteger las personas vulnerables a los abusos, negligencias, errores y evitar la derivación hacia formas de eutanasia no solicitadas.
Por encima de todo esto y teniendo en cuenta el papel simbólico de la ley, es evidente que todo el mundo está afectado por el levantamiento de una prohibición tan importante, que conlleva un debilitamiento general del respeto a la vida. El reconocimiento legal -o bajo cualquier otra forma- de la eutanasia pondría en entredicho el valor de algunas vidas en la conciencia colectiva.

 

4. LA ADAPTACIÓN DEL DERECHO A LOS HECHOS

El hecho de que la eutanasia se practique de forma regular, en la clandestinidad y con toda impunidad, ¿no es razón suficiente para despenalizarla?

El argumento procede de una confusión entre el hecho y el derecho. El derecho no especifica lo que es, sino lo que debe ser. Si el derecho tuviera que limitarse a ratificar el hecho consumado, ya no tendría ninguna función normativa y perdería su razón de ser. La adaptación del derecho al hecho es un mito que se resiste a morir. Lógicamente, resulta imposible demostrar aquí su vacuidad, su efecto simplista y su peligro. Algunos se han esforzado en hacerla con innegable talento; sus reflexiones merecen pues tenerse en cuenta.

Nos limitaremos a retomar dos observaciones. La necesidad de adaptar el derecho al hecho podría revestir cierta legitimidad si fuera posible establecer científicamente los hechos a los que la norma jurídica debe someterse que, con su registro, permiten encuadrar la opinión pública y la inaplicación o la ineficacia del derecho positivo anterior.

Como lo atestiguan los ejemplos analizados por C. Atias y D. Linotte, resulta imposible establecer de forma científica la posición exacta de la población sobre la legalización de un comportamiento hasta ahora prohibido. La cuestión de la eutanasia no es una excepción, muy al contrario. Los malentendidos, los falsos problemas y los abusos de lenguaje son el ámbito sobre el que recaen la mayoría de discusiones sobre el tema.

Por otra parte, la inaplicación de una norma jurídica ha tenido siempre un origen ambiguo. Se deriva de una elección por parte de las autoridades políticas y jurídicas, inspirada sin duda de su percepción difusa de la opinión de la mayoría. Además, toda norma jurídica es en sí misma parcialmente inefectiva: de lo que se trata entonces es de definir el umbral de inefectividad que justifique la derogación de la norma. ¿Acaso se ha sugerido la supresión de la legislación sobre la propiedad intelectual debido a la práctica habitual y masiva de falsificar obras protegidas (fotocopias de obras literarias, copias piratas de programas informáticos...)? Por el contrario, el legislador acaba de mejorar y completar la ley para combatir mejor los fraudes en este ámbito. Tampoco se ha pensado necesariamente en suprimir el código de circulación o la legislación fiscal a pesar de las muchas infracciones -a menudo impunes- de los citados textos.

El mito denunciado no permite pues eludir el debate de fondo. No autoriza en modo alguno a saltarse una etapa esencial de la labor legislativa: la elección de una política jurídica establecida en función de los valores que se pretenden promover.

Para legitimar la legalización de la eutanasia, se alude con frecuencia a la necesidad de un compromiso en una sociedad pluralista. El rechazo de la eutanasia, presentado como una voluntad de imponer a los demás una convicción de índole religiosa o confesional, supondría quebrantar los principios sobre los que se asienta una democracia pluralista. Ya se subrayó anteriormente la inconsistencia de esta objeción: lejos de ser neutral, la postura "liberal" pretende, ella también, plasmarse en el texto legal -e imponer a todos- una concepción muy concreta de la vida, de la persona y de la dignidad. Esta concepción contradice la Declaración Universal de los Derechos Humanos, cuya inspiración está muy lejos de ser confesional.

¿Hace falta decir que el pluralismo no tiene nada que ver con el relativismo o la neutralidad en el plano político y moral? "Toda ley penal tiene por función afirmar los valores morales y sociales" y, debería añadirse, de imponerlos a quienes no los respetan de forma voluntaria. De lo que se trata realmente es de saber dónde deben trazarse los límites. Cualquier opinión expresada a este respecto supone necesariamente un juicio moral.

Por otra parte, a menudo se intenta descalificar a aquellos que desean que se mantenga la prohibición y la sanción penal en caso de transgresión, reprochándoles su empeño por defender el statu quo. Se trata, sin embargo, de desarrollar una política voluntariosa para lograr una mejor asistencia a los enfermos en fase terminal. Esta ambición supone la adopción de un conjunto de medidas positivas con las que mejorar la formación del personal sanitario, y la de todos, en el modo de entender la proximidad de la muerte (instauración de cursos de medicina paliativa, acompaña miento de enfermos, dominio de los medios para controlar el dolor...), a destinar presupuestos más elevados para desarrollar tratamientos paliativos, etc. Por ahora y vista la agudeza de los problemas que deben resolverse, ¿la legalización de la eutanasia no resulta una solución cómodamente prematura?

Finalmente, ¿qué debería pensarse de la necesidad, a menudo invocada, de alcanzar un compromiso que llevaría a aceptar la eutanasia pasiva únicamente en aquellos "casos límite"? En otro con:" texto (la regulación de los intercambios en Internet), un autor recomendaba hace poco "tener cuidado con lo que ha venido en llamarse en sociología jurídica el 'efecto macedonia', es decir, la tendencia que tiene todo legislador a extraer una regla general de un caso completamente excepcional o a lo sumo marginal. El consejo es preciosísimo. No puede pedirse a la generalidad de la ley que contemple todas las hipótesis posibles, incluidas las "límite". Si se siguiera esta lógica hasta el final, la solución ideal sería la de abolir simple y llanamente el derecho penal, puesto que toda norma plantea en mayor o menor medida problemas a la hora de conocer los límites del ámbito que rige.

No podemos negar que algunos enfermos terminales se encuentran en situaciones límite, ciertamente trágicas. Sin embargo, sería absurdo sacrificar la norma a favor de la excepción. La noción de estado de necesidad se inscribe, desde hace tiempo, en el derecho penal para tomar en consideración los casos especiales. En este caso concreto, el estado de necesidad permite justificar la actuación del médico que se afana en combatir el dolor aun a riesgo de acortar la vida de su paciente. Si al médico le empuja la sola intención de aliviar el sufrimiento de su paciente, la decisión de administrarle las "últimas" dosis de morfina -de las que puede suponer que serán letales- no es equiparable a la actuación eutanásica.

CONCLUSIÓN

La tesis de la autonomía, invocada en apoyo de la legalización de la eutanasia a petición del paciente, parece bastante simplista.

Conduce el debate de la eutanasia al terreno de unas consideraciones ideológicas, buenas para ser intercambiadas en los debates de aquellos que gozan de buena salud, pero muy alejadas de la vivencia real de los enfermos terminales. ¿Quién no ve que una petición de eutanasia, lejos de ser la pretendida afirmación lúcida de una voluntad libre y autónoma, traduce por lo general el deseo ambivalente de escapar a determinados sufrimientos, salvo que se trate, con mayor razón aún, de una señal de angustia o de una petición de amor? La respuesta apropiada a esta petición, de la que nadie pondrá en duda su carácter cuanto menos misterioso, ¿debe ser la inyección letal? Algunos así lo piensan, convencidos por añadidura del carácter humanista de la solución. Pero es lícito dudar de la conveniencia de un enfoque parecido, muy simplista para ser realmente digno del ser humano.

La tesis de la autonomía se presenta igualmente como la única aceptable en un estado laico y pluralista. Se actúa como si la ley, remitiendo a cada uno a su propia autonomía, no adoptara ninguna solución preconcebida. Un argumento sin duda engañoso. La legislación de una forma cualquiera de eutanasia es como inscribir en un texto jurídico una visión antropológica -una concepción de la dignidad- muy concreta e imponérsela a todos. La afirmación del valor incondicional y de la dignidad ontológica de toda vida humana no reviste un carácter más confesional que la afirmación de la ausencia de su valor intrínseco. Sostener que "la vida humana fundamenta la dignidad" no es menos neutro, filosóficamente hablando, que decir que "la dignidad fundamenta la vida humana".

La legalización de la eutanasia a petición del paciente, lejos de remitir pura y simplemente al ámbito de la autonomía personal, afecta a los fundamentos mismos de la sociedad y, por ello, implica a todos los ciudadanos. Desde el momento en que la actuación eutanásica necesita de la ayuda de otro, en este caso la del médico, el vínculo social entra también en juego. ¿Quién no ve que al pretender investir al cuerpo médico con el poder de practicar la eutanasia, son todos los enfermos y todos los médicos quienes se ven afectados por el nuevo permiso legal? ¿No debe el legislador mantener la prohibición y, al hacerlo, renunciar a responder a ciertas aspiraciones individuales, en nombre de bienes legítimos superiores: la protección del vínculo social y de la integridad de la profesión médica así como la de los enfermos?

En lo que a las soluciones presentadas como compromisos se refiere, éstas no deberían, de forma ingenua, analizarse como tales. Dar un paso en pro de la eutanasia significa, en realidad, consagrar la idea del valor relativo y subjetivo de la dignidad humana. Aquí es donde nos topamos con los límites de la cultura del compromiso. Sin querer negar sus indudables ventajas en numerosos campos, resulta evidente que no siempre es posible aplicar este razonamiento. En este caso concreto, no se puede obviar una opción fundamental, contraria al compromiso. Es preciso elegir: ¿es acaso la dignidad una cualidad ontológica de la persona humana o, por el contrario, algo relacionado con la calidad de la vida? Renunciar a la primera parte de la alternativa en beneficio de la segunda supone decantarse por un tipo de sociedad cuyas consecuencias no deben nunca subestimarse.