Memoria histórica, pretérito politizado
“El pasado es tema de los historiadores”, advertía en una reciente entrevista el último premio Príncipe de Asturias de Ciencias Sociales, Tzvetan Todorov. Muchos regímenes políticos se han servido de un pasado idealizado para adquirir legitimación o como medio de propaganda. Lo novedoso, en cualquier caso, es que los parlamentos democráticos también han empezado a determinar “la verdad histórica” en leyes. Y las consecuencias de ello pueden ser graves, tanto para la historia como para la política.
Existen dos tendencias generalizadas. De un lado, los hechos históricos han penetrado en las leyes por la vía del Código penal, con el fin de sancionar ciertas conductas. Se castiga, por ejemplo, la negación de determinados acontecimientos históricos o la promoción de conductas asociadas con ellos. Pero, por otro lado, han proliferado también las llamadas “leyes de memoria histórica” que, como en el caso español, pretenden ajustar cuentas y condenar ciertas épocas, con independencia de los debates históricos especializados; también se reconoce el derecho a una compensación para las víctimas.
El caso francés
Ahora bien, ¿puede el parlamento legislar sobre el pasado histórico e imponer una determinada interpretación? Francia ha sido el país europeo en el que más se ha debatido sobre la legitimidad del poder político para criminalizar ciertas interpretaciones de la historia. A principios de los noventa, este país se sumó a Alemania y Austria y convirtió en delito la negación del Holocausto. Desde entonces se han promovido “leyes históricas”, no sin cierta polémica.
En 2001 una ley estableció que la esclavitud y la trata de negros constituían un crimen contra la humanidad. El mismo año, una declaración oficial indicaba que “Francia reconoce públicamente el genocidio armenio de 1915”. Hace tres años, el Consejo de Estado tuvo que pronunciarse sobre una ley en la que se obligaba a incluir en los programas escolares una mención explícita de la positiva labor de Francia en sus colonias. Por último, en 2006, la Asamblea Nacional promovió una propuesta para castigar la negación del genocidio armenio, enfrentando a las comunidades turca y armenia presentes en el país. Para que salga adelante, falta el trámite en el Senado.
Una de las primeras víctimas de la “criminalización” de las teorías históricas fue Bernard Lewis, famoso historiador británico. Acogiéndose a la ley que sancionaba la negación de cualquier genocidio considerado como tal por la legislación internacional, un tribunal francés le impuso una multa simbólica en 1993 por un artículo en Le Monde, en el que el historiador inglés dudaba de que la matanza de armenios al comienzo del siglo pasado constituyera un genocidio.
Toda decisión política sobre la historia ha suscitado controversias en la opinión pública francesa. Se han movilizado contra este tipo de legislación intelectuales, historiadores, juristas y políticos. Esto explica que la Asamblea encomendara a una comisión creada al efecto elaborar un informe sobre el asunto. Hace unas semanas se hicieron públicos los resultados: la comisión aconsejaba no adoptar más leyes sobre hechos históricos y recomendaba cautela. Ahora bien, se ha decidido no reformar ni anular las existentes.
La decisión de la Unión Europea
La moda de las leyes sobre la historia también ha terminado afectando a la Unión Europea. El año pasado, el Consejo de Ministros tomó la decisión de exigir que en todos los Estados miembros se adoptaran medidas legislativas que sancionaran la negación, aprobación o apología de genocidios, crímenes contra la humanidad o crímenes de guerra. Se buscaba con ello evitar la promoción de delitos y discriminaciones por raza, religión, etnia o nacionalidad. La medida, aprobada por el Parlamento Europeo en noviembre de 2007, está pendiente de ratificación en el Consejo de Justicia e Interior de la UE.
Durante el período de negociación y consulta se tuvieron que superar las reticencias de ciertos países y las exigencias de otros. Por un lado, Dinamarca, Reino Unido y Suecia pusieron serias objeciones y señalaron que tales leyes podrían vulnerar las garantías que en sus sistemas se establecen a favor de la libertad de expresión. Por otra parte, los países ex soviéticos exigían la mención explícita de los crímenes de Stalin. En el mismo sentido, algunos grupos musulmanes se han opuesto a la medida por creerla injustificada y discriminatoria: según ellos, mientras se protege a las religiones judeo-cristianas, no se ofrece protección alguna al islam.
Para los más críticos, la decisión de la UE tiene más sentido propagandístico que práctico. En efecto, los códigos penales de los países democráticos incluyen sanciones por apología del delito o por discriminación. Otros prevén expresamente el delito de negación del Holocausto, como los citados Alemania, Austria, Francia y también Bélgica, Suiza, República Checa o Polonia, por mencionar algunos. No existen, por tanto, razones de peso que justifiquen la medida. Además puede perjudicar gravemente la labor de los historiadores.
La historia, la primera víctima
Para Timothy Garton Ash, la legislación sobre la historia es uno de los ataques más graves que está sufriendo la libertad en Europa, si bien es de los menos visibles. Como él, la gran mayoría de historiadores e intelectuales se han opuesto a la tendencia de criminalizar determinadas interpretaciones históricas, porque con ello se restringe la libertad de investigación y se anquilosa el debate histórico necesario para la actividad profesional del historiador y el progreso de la ciencia histórica.
La historia como campo del saber es, entonces, la primera víctima de estas leyes. No es de extrañar que el gremio se haya movilizado. En Francia, un grupo de historiadores, encabezado por Pierre Nora, puso en marcha hace años una asociación específicamente creada para oponerse y criticar este tipo de leyes. La asociación, “Libertad para la historia” ha redactado el “Llamamiento de Blois” (www.lph-asso.fr) con motivo de la última decisión europea, para el que han recogido más de 900 firmas de intelectuales e historiadores de más de 40 países.
“En un Estado libre –advierte el llamamiento–, no es competencia de ninguna autoridad política definir la verdad histórica ni restringir la libertad del historiador bajo la amenaza de sanciones penales”. Para Garton Ash, uno de los firmantes, la actividad del historiador sólo puede fructificar si se lleva a cabo en condiciones de total libertad. “Hay que descubrir pruebas, comprobarlas y pasarlas por el tamiz, así como someterlas a diversas interpretaciones posibles”, explica.
La interpretación oficial
Aunque no sea el objetivo de estas leyes, lo cierto es que el resultado es el establecimiento de una “verdad histórica oficial”. Se termina, pues, consagrando una determinada interpretación de los hechos en perjuicio de otras. Además, las etapas o hechos a los que aluden estas leyes son los más “problemáticos” o “debatidos”: se trata de asuntos de relevancia ideológica y del pasado reciente, sobre los que no existe acuerdo.
El caso del genocidio armenio es paradigmático. No es como lo ocurrido con el régimen nazi, que recibió calificación penal en los juicios de Núremberg, o en Ruanda y Yugoslavia, en los que existen declaraciones de tribunales internacionales. En la actualidad, no hay nada parecido en relación con lo sufrido por los armenios en 1915. La legislación histórica puede producir una situación ridícula. Si en Francia es delito negar el genocidio armenio, en Turquía lo es el hecho de afirmarlo. Ser historiador se convertiría en una profesión peligrosa.
Como recordaba el historiador español Luis Suárez, el trabajo del investigador consiste en hacerse preguntas sobre hechos del pasado e intentar formular respuestas veraces. Si éstas se encuentran ya dadas en la legislación positiva, entonces la finalidad propia del historiador termina diluyéndose. A todo ello se suman las consecuencias penales que puede acarrear mantener un punto de vista diferente del oficial.
La libertad de investigación que reivindican los críticos de la legislación histórica no significa dar por buena toda interpretación ni defender el relativismo histórico. Supone conocer cómo se lleva a cabo el proceso de investigación histórica. Como en otras disciplinas científicas, los historiadores ofrecen interpretaciones de los hechos que se presentan a la crítica especializada. Algunas de ellas caen por su propio peso. Otras son admitidas hasta que se producen nuevos hallazgos que las refutan.
Cierto es que las finalidades que se pretenden con la legislación histórica son positivas: evitar casos de discriminación, proteger a la sociedad de la apología y promoción de delitos especialmente hirientes (genocidios, crímenes contra la humanidad, etc.). En la decisión de la UE, se señalaba expresamente que la finalidad era castigar acciones que “puedan alterar el orden público”. Por razones culturales, además, es comprensible que determinados países sean más proclives a incluir en leyes referencias a su pasado más vergonzoso (es el caso de Alemania o Austria con el régimen nazi y el antisemitismo).
Sin embargo, los perjuicios que estas medidas pueden ocasionar a la labor del historiador son mayores que los beneficios que pueden conseguirse, teniendo en cuenta que los códigos penales ya otorgan la protección que se busca. En este sentido, otro manifiesto en contra de que se legisle sobre la historia, suscrito por juristas, señalaba que “tales leyes, al silenciar la libertad de expresión, van en contra de los objetivos que quieren servir y cuya legitimidad no se niega”.
La memoria al servicio de la lucha política
La otra tendencia que se percibe es la que se ha dado en llamar “memoria histórica”. En este caso no se trata de castigar determinadas conductas; estas leyes se proponen, más bien, distanciarse de un pasado reciente y vergonzoso, reconocer públicamente el estatuto de “víctima histórica” y conceder compensaciones, ya sean económicas o morales. Esta moda ha llevado a Pascal Bruckner a analizar la tendencia en su último ensayo, La tiranía de la penitencia (ver Aceprensa, 17-09-2008). A su juicio, constituye una instrumentalización política de la historia y un ejemplo de cómo el uso partidista del pasado puede degenerar en propaganda.
Las leyes de memoria histórica consolidan, de una manera más directa, la historia oficial del país, pero la reescriben al dictado de quien ejerce el poder. Es este uso político, táctico y partidista de la historia lo que parece más condenable. Sobre los propósitos declarados, sin embargo, se perciben también algunas sombras y deseos no tan bienintencionados. Condenar una época histórica sin matices conlleva, junto con el reconocimiento a las víctimas, culpabilizar a otra parte de la población. Se crea de esa forma, como afirma Todorov, una historia de culpables e inocentes.
Agravio comparativo
Para el catedrático de filosofía Antonio Valdecantos, estas leyes consiguen “escarnecer al adversario político a base de conmemorar crímenes perpetrados por quienes se suponen son sus ancestros y aumentar el capital moral propio con el monto de virtud que suele proporcionar el parentesco con las víctimas o la identificación con ellas” (El Mundo, 17-10-2008). En este sentido, las leyes de memoria histórica pueden reavivar viejos conflictos.
Es lo que, para algunos, ha ocurrido con la ley de memoria histórica española. No es el hecho de las reparaciones a las víctimas de la represión franquista lo que ha avivado la polémica, sino el olvido de las víctimas de signo contrario. Tampoco que se pretenda remover símbolos franquistas, sino el hecho de que no se haga lo mismo con los de la II República.
Reintegrar el pasado en el presente
Esto significa que las políticas de la memoria no unen; más bien separan y actualizan los viejos conflictos. Como ha indicado Louis Bickford, director del programa de Memoriales del Centro Internacional para la Justicia Transicional, más que remover símbolos o cambiar monumentos, es importante aprender del pasado histórico y de los errores e integrarlos en la historia política del presente.
A propósito de la ley española, Bickford explicaba que existen caminos para lograr la concordia cívica más eficaces que quitar la estatua de un dictador o cambiar el nombre de una calle. Aludía a ejemplos de otros países. En Sudáfrica, por ejemplo, un día dedicado durante el régimen del apartheid a la victoria de los bóers, Mandela lo mantuvo como fiesta oficial para conmemorar la conciliación nacional.
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