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Paradojas de la intolerancia
Alejandro Llano

Ni siquiera desde el punto de vista semántico se puede decir que el Papa haya atacado al Islam. Todo lo que está sucediendo en torno al discurso del Papa en la Universidad de Ratisbona resulta sumamente revelador. Lo primero que salta a la vista es la superficialidad con la que suelen tratarse documentos que merecerían una lectura atenta y completa, tras la cual viniera una interpretación basada en el conocimiento de causa. No es esto lo que ha sucedido con la lección académica de Benedicto XVI en la Universidad de Regensburg. He sacado la impresión —después de revisar periódicos de varios países— que casi ninguno de los comentaristas ha leído íntegro el texto y, salvo los propios medios germanos, prácticamente nadie ha acudido a la redacción original en alemán. Lo cual es especialmente grave cuando la versión a la que se ha tenido acceso proviene de las pésimas traducciones al castellano.

Quienes han tenido la fortuna de frecuentar como estudiantes alguna universidad alemana conocen el género de la Vorlesung, de la lección o conjunto de lecciones magistrales que todavía hoy componen el núcleo de la enseñanza en instituciones académicas que se cuentan entre las más prestigiosas del mundo. La seriedad, el rigor, y la libertad con que se imparten estas conferencias son cualidades que por sí solas hablan de lo que puede dar de sí una universidad que no se haya convertido todavía en una escuela de enseñanzas profesionales. Y Joseph Ratzinger fue un profesor ordinario de altísima calidad: condición intelectual y universitaria que lógicamente no ha perdido por haber llegado a ser arzobispo, cardenal y Papa. Así es preciso, particularmente en este caso, escucharle y leerle. Todo lo demás es sacar sus palabras del contexto pragmático en el que se pronunciaron.

Desde el punto de vista retórico, el discurso de Benedicto XVI fue precisamente un canto a la universidad alemana, de la que él procede y a la que se siente íntimamente vinculado, porque sigue siendo uno de los intelectuales más reflexivos y completos del mundo. Ama su amplitud de miras, su libertad de enseñanza, su respeto a los que disienten, su voluntad ilimitada de diálogo. ¿Cómo pensar que un ambiente así, en el contexto de una visita festiva a su patria intelectual, podría haberse despachado con un ataque frontal a una religión que tantas veces ha dicho que veneraba? ¿Cómo sospechar siquiera que una cita que venía al pelo para ilustrar su hilo argumentativo sea resultado de una selección caprichosa o imprudente? Por no pensar siquiera en la frivolidad y la desatención de quienes confundieron el lenguaje indirecto, tan caro a la lengua alemana, con la propia aserción en la que se compromete el hablante.

Ni siquiera desde el punto de vista semántico se puede decir que el Papa haya atacado al islam. Resulta incluso que el emperador bizantino, de cuya pluma se toma la fuerte expresión que ha servido para escandalizar a fanáticos y cínicos, era históricamente promusulmán, y que la escena que describe en su libro es el recuerdo de una conversación habida en Ankara, población que ya entonces era turca. Lo que casi todos han pasado por alto es que el discurso del Pontífice es una alabanza a la razón, tanto desde el punto de vista científico y filosófico como teológico. Benedicto XVI piensa que el uso implacable de la inteligencia es el instrumento más alto y adecuado para lograr la paz y acercar el hombre a Dios. El rechazo de toda violencia que tal actitud lleva consigo viene a ser el hilo conductor de la lección y excluye, por coherencia interna del texto, cualquier intención de atacar con esta idea a otra religión.

Haría falta mucha ignorancia o mala fe para interpretar así este texto. El hecho de que tal malentendimiento se haya producido se vuelve contra los que lo han formulado. Son ellos los que hacen gala de intolerancia. Lo cual es una paradoja que sería cómica si no resultara patética. No es Benedicto XVI el que propugna la violencia religiosa. No es él quien lanza interpretaciones insidiosas desde periódicos que se precian de tener la objetividad y la tolerancia como enseñas.

Ha sido penoso advertir durante estos días cómo periódicos españoles que pretenden constituir un paradigma de tolerancia lanzaban hipótesis insidiosas y justificaban protestas que han conducido hasta el asesinato de personas.

Para justificar una posible comparación con los cristianos, un académico como Juan Luis Cebrián se remonta, con un tono históricamente inaceptable y un juicio global totalmente injusto, nada menos que a la reconquista española. En el mismo artículo quintaesencia las actitudes democráticas en la promoción y defensa de la libertad, mientras propugna la exclusión en las escuelas de todo tipo de enseñanza religiosa. Intolerancia se llama esa figura en cualquier diccionario.

Sólo cabe desear que se calmen los ánimos manipulados y que la vida periodística y cultural española suba de nivel. Al menos, un escalón.

Gaceta, 21.IX.06