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Las paradojas de la tolerancia  
Ana Marta González  

La invitación a reflexionar sobre la tolerancia que en el año 1995 nos hacía las Naciones Unidas no es casual. El tramo final del siglo XX sigue siendo testigo de situaciones conflictivas, de carácter nacional e internacional, que amenazan de diferentes maneras la convivencia entre los hombres y los pueblos.

Exigir tolerancia no es lo mismo que exigir paz. El ámbito de la tolerancia, no es el de una situación de excepción: tolerancia no es un concepto que se invoque en tiempos de guerra, pues más bien, como apunta Manfred Hättich, significa la renuncia consciente a la guerra como medio de solución de problemas. Ante un conflicto bélico cualquiera no nos viene a los labios la palabra "tolerancia" sino la palabra "paz". Sólo cuando hay paz se puede comenzar a hablar de tolerancia. Según esto, el marco de la tolerancia no es tanto el de una situación de excepción cuanto más bien el de una convivencia normal en la que comienzan a advertirse signos de deterioro. Ese deterioro no es algo repentino, ni tiene primariamente que ver con la mala voluntad; con frecuencia tiene como origen la escasez, por ejemplo la escasez de puestos de trabajo. Así suele darse razón, por ejemplo, de la crisis económica del 29. Entonces se traduce este deterioro en violencia civil, o en la creciente marginación de minorías étnicas o religiosas. Naturalmente, si el clima de intolerancia prospera, puede desembocar en guerra [1].

En la Europa que recientemente ha recordado el término de la II Guerra Mundial, e indirectamente el proceso de Nüremberg, no hay voluntad de marginación de las minorías, ni tampoco de guerra. Sin embargo, la creciente presencia de minorías étnicas y culturales en Occidente explica que también en el viejo continente –no sólo en EEUU– el multiculturalismo, y con él la tolerancia, sea un tema de actualidad en los umbrales del siglo XXI. Su trascendencia para la vida de la democracia es patente. Herman Heller acertaba cuando veía en la falta de homogeneidad social de finales de los años 20 un síntoma de peligro para la democracia [2]. La historia posterior muestra que no se equivocaba en sus apreciaciones. Aunque el actual debate acerca del multiculturalismo esté sobrado de retórica, es significativo de un hecho llamado a cobrar relieve en las décadas que siguen. Ahora advertimos con más claridad que los sistemas democráticos, aun entendiéndose a sí mismos como sistemas formales, abiertos en principio a cualquier concepción personal de la vida, no hacen superflua la invocación de un concepto que reclama, no sólo de las instituciones sino también de los individuos, el desarrollo de un talante moral por el cual se acepta al diferente. «Tolerancia» es, en efecto, el talante moral del demócrata, quien paradójicamente, se encarga a su vez de señalar al que se le opone como «fundamentalista».

El fundamentalismo es el segundo problema que la ONU tenía ante los ojos cuando declaraba el año 95 «año de la tolerancia». La irrupción de los países árabes en el panorama político moderno, de modo particular desde la crisis del petróleo, reclama un acercamiento mutuo de Occidente y Oriente medio que ha supuesto para muchos comprobar el carácter «europeo» de la noción de derechos humanos. Muestra de ello son los diálogos sobre derechos humanos que desde hace algunos años mantiene el régimen iraní y una comisión alemana. Temas controvertidos en ese diálogo son diferentes cuestiones de derecho penal, la posición de la mujer, el respeto a las minorías religiosas o la libertad de opinión. Apelar a la tolerancia como medio de solución de estos conflictos no deja de ser, a los ojos de los árabes, una propuesta europea. Ciertamente el Islam posee una tradición de tolerancia, pero en sus manifestaciones prácticas difiere bastante de la nuestra [3].

El concepto europeo de tolerancia tiene un significado político de origen relativamente reciente, muy ligado a la Europa de la Reforma Protestante. Tolerancia fue el concepto esgrimido por la ilustración para afrontar los problemas de convivencia entre las distintas confesiones en los siglos XVII y XVIII, particularmente agudos entonces debido a la confusión entre autoridad civil y religiosa. El concepto de tolerancia, tal y como hoy lo entendemos, germinó, pues, en un suelo muy concreto. Cuando hoy invocamos ese concepto lo hacemos desde una determinada tradición, concretamente desde la tradición ilustrada. Lo hacemos, sin embargo, como observa Spaemann, convencidos de que esa palabra es portadora de algo extensible a todos los hombres [4].

Raíces del concepto de tolerancia

Destacar lo universal del concepto de tolerancia, esto es, la idea que consideramos «exportable» a otras culturas, no puede hacerse sin precisar el significado de este concepto. «Tolerancia» es un concepto lo suficientemente vago como para ser manipulable [5]. Por eso es muy fácil que adquiera significados tan diversos y enfrentados como diversas y enfrentadas son las posturas e intereses particulares de quienes lo usan [6]. Manfred Hättich apuntaba al núcleo de la cuestión al formular preguntas como éstas: ¿Domina la tolerancia en una sociedad, cuando los hombres, deseando ser tolerantes, ya no se atreven a manifestar una opinión firme sobre algún tema, en el temor de herir a alguien?, ¿equivale tolerancia a indiferencia, o comporta más bien una actitud positiva?; ¿hay algo razonablemente intolerable? ¿son las opiniones o las personas el objeto de tolerancia?. Plantearse estas cuestiones es siempre necesario para precisar el sentido de la tolerancia. Para responderlas, sin embargo, sería conveniente esbozar antes, aunque sea de modo breve, la historia de este concepto. En la medida en que los conceptos tienen una historia es por lo menos aventurado prescindir de ella en nuestras reflexiones.

Inglaterra, siglo XVII: Locke.

El contexto del concepto de tolerancia es político. Su origen histórico como concepto político hay que buscarlo en la Inglaterra del siglo XVII. John Locke tenía a la vista las revueltas que se sucedían en Inglaterra con ocasión de la sucesión en el trono de Carlos II cuando escribió en Holanda su Carta sobre la Tolerancia. El rey Carlos deseaba asegurar el trono a su hermano Jacobo, que era católico, mientras disposiciones sucesivas del Parlamento, anglicano, se encaminaban a retirar a los católicos de la vida política. Así, por ejemplo, en 1673, era obligado que todos los funcionarios del Estado confesaran públicamente en contra de la Transubstanciación. La oposición entre Parlamento y Monarca, entre Whigs y Tories, simbolizaba la oposición entre dos teorías de la autoridad política: el derecho del pueblo o la sucesión por derecho divino.

Un personaje importante en la marcha de estos enfrentamientos fue Lord Shaftesbury. Precisamente Locke era secretario suyo. Esta circunstancia hizo aconsejable su retirada a Holanda, cuando la situación se volvió comprometida [7]. Escribe entonces su Carta sobre la tolerancia, y por cierto desde una perspectiva anglicana. La carta comienza planteando la tolerancia como nota característica de la iglesia verdadera, aunque no vacile en excluir a los ateos [8] y a los católicos de la tolerancia, por considerar que estos debían obediencia a una autoridad extranjera.

Los católicos y la democracia. Observaciones de Tocqueville en America.

Que los católicos son incapaces de vivir en un sistema democrático fue durante muchos años una idea muy extendida que reconocemos, por ejemplo, en las palabras de Tocqueville, cuando, en el curso de su viaje por America, anota con asombro cómo en el Nuevo Mundo los católicos viven perfectamente integrados en un sistema democrático: «Hace aproximadamente cincuenta años –escribe en torno a 1831– comenzó la emigración de población católica desde Irlanda a los Estados Unidos. Entretanto, el catolicismo americano ha ido ganando para sí muchos prosélitos: en la actualidad hay más de un millón de cristianos que se adhieren a la Iglesia romana. Estos católicos manifiestan una gran fidelidad en la celebración de su servicio religioso, y están llenos de celo y devoción por su fe; constituyen la clase más republicana y democrática que hay en los Estados Unidos. Este hecho sorprende al principio, pero examinándolo más de cerca se descubren sin dificultad los motivos. Yo pienso que la religión católica ha sido injustamente valorada como enemigo natural de la democracia. Incluso me parece que, entre las diversas confesiones cristianas, es la católica la que más favorece la igualdad de condiciones para todos» [9].

De un lado, Tocqueville atribuye el mayor espíritu democrático que se observa entre los católicos norteamericano a la igualdad que es fruto de compartir una misma doctrina. Pero sobre todo atribuye este mayor espíritu democrático en lo civil, a la separación de vida política y vida religiosa, que él ha reconocido en la predicación de los sacerdotes católicos americanos:

«Si los sacerdotes se retiran de la vida política, como sucede en los Estados Unidos, no hay hombre alguno que en virtud de su fe esté sea más idóneo para introducir la idea de igualdad en la sociedad civil que los católicos (...) Los sacerdotes católicos en America dividen el mundo del espíritu en dos partes: por un lado lo que abarca la fe revelada, los dogmas de fe, a los que se someten sin discusión; de otra parte sitúan ellos la verdad política, que Dios, según afirman, ha dejado a la libre investigación de los hombres. De esta manera son los católicos en los Estados Unidos, de un lado los creyentes más fervorosos, y de otro los ciudadanos más independientes» [10].

Estas observaciones reflejan de un lado la mentalidad de la época, según la cual los católicos no eran aptos para vivir en un sistema democrático; de otra dejan traslucir también que esta mentalidad obedecía a la tortuosa evolución de la historia europea, en la que la religión y la política habían ido con frecuencia de la mano: «Los ateos de Europa persiguen a los cristianos más como enemigos políticos que como adversarios religiosos: odian la fe más como opinión partidista que como doctrina falsa; y en lo espiritual rechazan menos al representante de Dios que al amigo del poder» [11].

Las palabras anteriores podrían muy bien reflejar la actitud de declarados enemigos de la religión como Voltaire, que, pocos años más tarde que Locke, en Francia, haría uso también del concepto de tolerancia como arma arrojadiza contra los cristianos [12]. Su concepto de tolerancia se apoyaba en un escepticismo radical [13]. Menos virulento y más confiado en el poder de la razón humana fue el concepto de tolerancia que desarrolló la Ilustración alemana en el siglo XVIII, principalmente de la mano de Lessing. El siglo XVIII conoce una abundante literatura en torno a este tema. Para este siglo la tolerancia es más que una palabra: es una tarea que merece el compromiso de la vida entera. La exigencia de tolerancia significa en este contexto, la lucha por un espacio vital para otras confesiones religiosas, y libertad de pensamiento [14].

En su inicio, sin embargo, se desarrolló el concepto de tolerancia en un contexto teológico, en el que se planteaba el tema de la crítica al dogma ortodoxo y la libertad de predicación [15]. Mediante el concepto de tolerancia se pretendía además, crear un marco de diálogo con religiones no cristianas [16]. En este sentido, una idea clave de este debate será entender como verdades fundamentales de la fe cristiana aquellas que no tienen que ver directamente con la persona de Jesucristo Estas verdades pertenecerían a una hipotética religión natural común a todos los hombres, como condición de una tolerancia universal [17]. En este sentido es el concepto ilustrado de tolerancia profundamente racionalista.

Hablar de un concepto racionalista de tolerancia, significa reconocer el fundamento de la tolerancia en una idea común de humanidad, que, fundada en la racionalidad común a todos los hombres, hace abstracción de la historia y la tradición. Precisamente la separación de verdades históricas y verdades racionales es un pensamiento ilustrado, que Lessing hace suyo [18]. Que ese concepto no está exento de problemas lo pone indirectamente de relieve Hannah Arendt tratando de la cuestión judía [19]. La Ilustración lee la Biblia con desconfianza. Para la Ilustración es la separación de Biblia y Religión la única salvación posible de la religión [20].

La herencia ilustrada

La Ilustración resume en el concepto de tolerancia el contenido de lo humano, y, por cierto, en defecto de la verdad. «La verdad se pierde en la Ilustración -escribe Hannah Arendt -; más aún: no se la quiere más. Más importante que la verdad es el hombre que la busca (...) El hombre se vuelve más importante que la verdad, que es relativizada a favor del Valor del hombre. En la tolerancia se descubre lo humano. El dominio de la razón es ante todo el dominio de lo humano» [21].

Un ejemplo paradigmático de esta idea de tolerancia lo encontramos en el pensamiento de John Stuart Mill. Según la interpretación de Isaiah Berlin, en efecto, «en el centro del pensamiento y de los sentimientos de Mill está, no su utilitarismo, ni su interés por el conocimiento, ni por separar el dominio público del privado (…) sino su apasionada creencia de que el hombre se hace humano mediante su capacidad de elección para el bien y para el mal. Falibilidad, derecho a equivocarse, como corolario de la capacidad de auto-mejora; y desconfianza de la simetría y del logro de los fines últimos como enemigos de la libertad; tales son los principios que Mill nunca abandona». Mill habría sido «agudamente consciente de la multilateralidad de la verdad y de la irreductible complejidad de la vida, que hacen imposible cualquier solución simple o la idea de una respuesta final a un problema concreto» [22].

La vida es una realidad compleja, hecha de elecciones, aciertos y desaciertos. Además, la pluralidad de puntos de vista es constitutiva del acercamiento humano a las realidades prácticas. Por eso, si entendemos que la vida de todo hombre es una búsqueda, es preciso admitir que la búsqueda es, en ocasiones, difícil. La tolerancia es una primera actitud humanitaria, inspirada en el reconocimiento de esa dificultad. Pero para quien esté convencido de que tiene algo que aportar en esa búsqueda, tolerar no puede ser la última actitud humanitaria. En los Hechos de los Apóstoles San Lucas se refiere a los habitantes de Malta que les dispensaron acogida después del naufragio del barco en el que viajaba San Pablo hacia Roma: «los bárbaros nos mostraron singular humanidad; encendieron fuego y nos invitaron a él, pues llovía y hacía frío» (Hch. 28, 2). Mostrar humanidad –hoy diríamos solidaridad– designa aquí algo más que la mera tolerancia: designa una actitud positiva que consiste en salir espontáneamente al encuentro del ser humano necesitado de ayuda. Ahora bien, sin duda se puede ayudar de muchas maneras, puesto que son muchas las necesidades humanas. En este sentido, sólo quien redujera las necesidades humanas a necesidades materiales podría ignorar la relación que existe entre humanidad y verdad. Advertir la profundidad de esa conexión ha sido uno de los ingredientes del humanismo europeo inspirado en el cristianismo, más allá de las distintas coyunturas históricas y políticas.

Sin duda estas coyunturas históricas y políticas son las que explican en gran medida el que la relación tolerancia-verdad se haya planteado como problemática. Ciertamente lo fue en el pasado para los católicos, cuando importantes cuestiones doctrinales estaban para ellos en juego: su no cesión en estos puntos fue considerada siempre como intolerante, y falta de espíritu democrático [23]. De todos modos, el contexto del concepto de tolerancia es primordialmente político, no religioso. En este sentido, el concepto ilustrado de tolerancia puede verse como un fruto maduro de la historia moderna de Europa, en el que cabe reconocer algo positivo, que es deseable exportar a otras culturas: precisamente la atención al hombre concreto, por encima de su confesión.

En el mismo sentido se expresa la Constitución Dignitatis Humanae, en el Concilio Vaticano II. Hay pocas cosas más escandalosas que las guerras de religión. Por encima de las diferencias de credo todo hombre merece respeto [24]: el respeto se dirige al hombre que eventualmente defiende ideas opuestas a las nuestras; la tolerancia a sus ideas. Eso no es lo mismo que declarar equivalentes todas las opiniones. Significa tan sólo que la tolerancia existe como tolerancia de lo diverso, y desaparece cuando desaparece lo diverso; que hay tolerancia porque las diferentes posturas siguen siendo diferentes. Por eso no hay que abolir la diferencia para que haya tolerancia: más bien ella es su condición de posibilidad. Al mismo tiempo la tolerancia se justifica en atención al respeto que nos merecen todos los hombres en razón de su igual dignidad.

No está de más advertir que aplicar el término tolerancia a las personas tiene algo de mezquino, y por lo mismo poco de «ideal», porque en principio el objeto de la tolerancia es aquello que desde cierto punto de vista consideramos un mal. Tolerar a una persona es el último recurso cuando parece imposible quererla. El término «respeto», que Kant empleaba para referirse a las personas, es más positivo que el término tolerancia, porque excluye aquel matiz negativo. Más positivo aún es hablar, como he apuntado antes, de benevolencia y ayuda. En este sentido creo preferible restringir el término tolerancia a las opiniones, y a las actitudes. Extenderlo indiscriminadamente a las personas comporta valorarlas negativamente de antemano. Si la tolerancia puede ser considerada una virtud, es sólo porque incluye un fuerte contenido de respeto a la persona, independientemente de las opiniones y actitudes que mantenga. No es preciso ejercer la tolerancia cuando se está de acuerdo con las ideas ajenas. La tolerancia existe como virtud únicamente cuando hay desacuerdo sobre ellas, y al mismo tiempo respeto por la persona.

Las dificultades que encuentra Europa para exportar a otras culturas este mensaje de respeto a las personas por encima de sus ideas –concretamente los países árabes– no dicen nada en contra de su validez. Europa ha necesitado una larga historia para poner en práctica la frase evangélica que reza «dad al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios». Es sintomático, sin embargo, que no se encuentre en el Corán una frase semejante. El modo de concebir las relaciones entre fe y cultura, o entre fe y política, es diferente para los cristianos y los musulmanes.

De cualquier forma, si en Occidente se vuelve a hablar en nuestros días de tolerancia es por motivos distintos. En la Europa de fin de siglo ya no es la diferencia de credo la materia o el tema capital de la tolerancia civil. Aunque se deba más al crecimiento de la indiferencia religiosa que al desarrollo de una actitud positiva de tolerancia, lo cierto es que el Occidente que en el año 95 recibía de la ONU el tema tolerancia como divisa ya no vive como problemáticas cuestiones relativas al dogma religioso.

Tolerancia en occidente, hoy.

Cuando la opinión pública occidental invoca hoy el término tolerancia, no tiene a la vista tanto las diferencias de credo, como el contraste entre distintos «estilos de vida»; es el caso de las minorías étnicas, pero no únicamente. En la medida en que obedecen a reclamaciones por parte de grupos minoritarios, también se plantean como casos de tolerancia la equiparación legal de las uniones homosexuales al matrimonio heterosexual, o la regulación jurídica de la eutanasia y el aborto. En sintonía con esto, los «fundamentalistas» occidentales de hoy no discuten cuestiones de dogma, sino de moral. Frente a ellos, los «demócratas» ejercitan su actitud tolerante, aceptando y concediendo espacio público a las «minorías marginadas».

De esta manera el concepto de tolerancia se traslada de la teoría a la praxis. La noción clave aquí es la de «estilo de vida»: ¿son todos los estilos de vida equiparables o equivalentes? Si las reflexiones anteriores son acertadas, plantear de este modo el problema excluye por principio el responderlo en términos de tolerancia, porque mediante la equiparación legal de todas la conductas lo que se persigue precisamente es abolir la diferencia. Con independencia de la valoración moral que reciban esos estilos de vida -asunto en el que no voy a entrar aquí-, lo cierto es que desde el momento en que se procura esa equiparación, el problema se plantea como tal en un plano político. Desde un punto de vista ético, la cuestión está decidida de antemano: respeto por las personas siempre. Pero en la medida en que el objeto de la tolerancia son las opiniones y las actitudes, y en estos casos tales opiniones y actitudes se plantean como una reclamación en el ámbito público, ya no es suficiente apelar a la virtud de los ciudadanos particulares, sino que lo oportuno es tratar el asunto como un problema político.

Erich von Kahler señalaba en un viejo artículo [25] la diferencia entre la democracia antigua y la moderna caracterizando a la antigua como «activa», y a la moderna como «defensiva». La democracia antigua era activa porque consistía fundamentalmente en la participación activa de todos los ciudadanos en el gobierno estatal, y se originaba a partir de la sucesiva ampliación de esta participación, deberes y responsabilidades a cada vez mayores estratos del pueblo [26]. La moderna, en cambio, consiste ante todo y esencialmente en la libertad del individuo frente al Estado, y se origina mediante la conquista, no de deberes, sino de libertades y derechos. Precisamente la noción de «derecho» experimentó a finales de la Edad Media una paulatina transformación que ha hecho posible en nuestra época llegar a plantear la ampliación del objeto de la tolerancia a los «estilos de vida» antes mencionados.

La subjetivización de la idea de derecho.

Lo que distingue nuestra época de las anteriores es que tales conductas o estilos de vida adquieren la forma de una reclamación en el foro público. Aborto, homosexualidad y suicidio asistido ha habido siempre, pero no se planteaba como un derecho en la opinión pública, y no se exigía ratificación legal de estas conductas. Me parece que el motivo para ello no consistía simplemente en que se consideraban inmorales. Tomás de Aquino decía, por ejemplo, que no era competencia de la ley humana prohibir todos los vicios, sino sólo algunos, los más graves, «aquellos de los que puede abstenerse la mayoría y que, sobre todo, hacen daño a los demás, sin cuya prohibición la sociedad humana no podría subsistir, tales como el homicidio, el robo y cosas semejantes»[27].

En apariencia, el criterio ofrecido por Tomás es bastante pragmático. No corresponde en este lugar mostrar las peculiaridades del «pragmatismo» tomista. Sólo importa indicar de pasada que el criterio con el cual funciona el legislador humano parece ser triple: la mayoría, el daño de terceros y la subsistencia de la sociedad. Mientras que el primero de los criterios parece sometido a más contingencias históricas, el segundo y el tercero proporcionan unas orientaciones que podríamos calificar de más permanentes.

Según creo, el daño de terceros parece claro en el caso de que las uniones de homosexuales sean equiparadas al matrimonio normal, y a eso le siga la adopción de niños. Hay quien piensa que de lo que se trata es de fomentar una situación tal que deje de ser «anormal» el matrimonio entre homosexuales, y por lo mismo los niños dejaran de experimentar los conflictos psicológicos que hoy en día sufren al convivir con dos padres o dos madres, y comprobar que sus compañeros de escuela tienen un padre y una madre. Hay quien piensa también que un hombre puede realizar todas las funciones de la mujer sin excepción y viceversa, de modo que la educación de los niños no sufriría detrimento. En definitiva, se piensa que la naturaleza humana es un material totalmente moldeable por la costumbre, por la libertad. Ésta, en todo caso, es una tesis teórica sumamente discutible, que no corresponder examinar a los políticos sino a los filósofos.

Lo que sí corresponde al político es tener en cuenta las exigencias de los ciudadanos, y atender al derecho para ver hasta qué punto tales exigencias son legítimas. Es precisamente mirando a la historia del derecho cómo podremos comprender mejor el cambio de la perspectiva tradicional a la moderna en el modo de afrontar la cuestión de la legitimidad de ciertas conductas.

Tal cambio de perspectiva tiene una larga historia, que pasa por la subjetivización primero de la idea de derecho natural [28], y, como ha visto Siegfried König, por su transformación posterior en la idea de derechos humanos [29]. En el pensamiento de Kant, el inefable fundamento de la idea de derechos humanos es la idea de dignidad entendida como autonomía, y autonomía es propiamente el «contenido» del concepto kantiano de derechos humanos [30].

Si bien Kant intentó mediar conceptualmente entre las exigencias de la sociedad frente a los individuos [31], y lo que podemos llamar una postura liberal extrema (como por ejemplo la de Locke [32]), culturalmente ha pesado más la idea de libertad como espontaneidad y autonomía, y es ésta la que hoy se esgrime en la opinión pública. Frente a ella, la invocación de algo así como un bien común, frente al cual deberían ceder determinados intereses particulares, es vista irremediablemente como la invitación a abdicar de la propia individualidad, cuando no como el velo de sospechosas opciones políticas. La ley no es para el individuo moderno un pedagogo –como en la Antigüedad–, sino el puro límite a la espontaneidad individual.

Los derechos naturales que Locke defendía eran tres: vida, propiedad y libertad. La Declaración de Derechos Humanos ha añadido algunos cuantos, pero es común a todos ellos el situar su fundamento en el sujeto. Entonces son derechos algo que un sujeto posee, pero también algo a lo que puede renunciar. Como ha mostrado Richard Tuck en su libro Natural Rights Theories, y ha subrayado posteriormente Inciarte, la noción clásica de derecho natural no tenía este carácter. Es significativo que el término romano ius pudiera significar también un deber. La noción de ius se situaba más allá de la contraposición moderna entre sujeto y objeto: ius era lo justo, y lo justo podía consistir en dar o en recibir, es decir, lo justo se descubría en una relación. El derecho, por tanto, se refería más a una relación que a una posesión. Consistía más en algo que interpelaba a actuar de un modo determinado que en algo poseído de modo absoluto y frente a lo que los demás estuvieran obligados, pero yo no.

Esto cambia paulatinamente con las teorías modernas de derechos naturales. Poco a poco, el fundamento del derecho no es ya la naturaleza sino el sujeto que la detenta, y finalmente su libertad individual, que en el contexto de la tradición ilustrada se identifica con autonomía. Ese es el bien que el demócrata reconoce como suyo, y ante el que los demás bienes, y la misma sociedad deben subordinarse. Si en definitiva me interesa el bien de la sociedad no es sino porque garantiza el mío propio, pero lo que sea mi bien propio eso lo decido yo por mi cuenta.

En lo anterior hay mucho de verdadero y una pequeña falta de perspectiva que amenaza con echar por tierra el bien de la sociedad y finalmente el bien de los individuos. Mucho de verdadero, en primer lugar, porque realmente el bien de la sociedad no es bien real alguno si no lo es para los individuos. La falta de perspectiva, por lo demás, se advierte a mi juicio cuando llevamos a un extremo el concepto de libertad como autonomía, pues entonces se pierde de vista que el bien de la sociedad tiene una legalidad propia, que se encomienda a la autoridad, pero que termina por ser inexistente si los individuos no la hacen suya. Ahora bien: esto impone ciertos límites a aquella autonomía. Podemos considerar razonablemente, por ejemplo, que el cuidado del medio ambiente es bueno para la sociedad, lo cual quiere decir que es bueno para cada ciudadano. Pero si los ciudadanos no aciertan a reconocer en la práctica tal bien social como un bien propio, los montes y las playas seguirán sucios. El ejemplo sirve para señalar que la vida en sociedad impone de suyo ciertos límites a la espontaneidad de la vida individual. Otro ejemplo más vulgar puede ser el siguiente: si los usuarios de una biblioteca descuidan sistemáticamente dar noticia de los libros que se llevan en préstamo, otros usuarios y tal vez ellos mismos al cabo de cierto tiempo se vean perjudicados.

Los que acompañan al excursionista que abandona los cascos de cerveza y las latas de sardinas a la orilla del río pueden tal vez tolerar su comportamiento aunque no lo compartan, e incluso vayan por detrás recogiendo los rastros que su cívico compañero ha dejado por el monte. Lo que parece más problemático es que la autoridad constituida decida legalizar su espontáneo modo de proceder en atención a que una mayoría numerosa lo considere más práctico que desplazarse hasta las papeleras y contenedores de basura. Dicho de otro modo: el respeto por la persona y la tolerancia de su conducta en el nivel de las relaciones personales, no parece en principio ser razón suficiente para que en el nivel público su conducta sea equiparada a la del que se comporta ecológicamente.

Con este ejemplo no pretendo sino apuntar una manera clásica de enfrentarse al tema de la tolerancia. En el derecho natural clásico, era el bien común la medida de lo tolerable y lo intolerable en la vida pública. Pero esta noción es la que modernamente hemos perdido de vista, en la medida en que hemos desarrollado un modo de enteder las relaciones entre individuo y sociedad marcado de raíz por una concepción de la dignidad humana en términos de autonomía absoluta.

La Ilustración en la encrucijada

No es este el lugar adecuado para examinar hasta qué punto sería deseable y factible rehabilitar el concepto clásico de bien común. Lo cierto es que la mentalidad moderna encuentra serios obstáculos para comprender adecuadamente el contenido de aquel concepto. Un indicio de que tal concepción no es enteramente irrenunciable, sin embargo, lo encontramos en el hecho de que incluso un autor contemporáneo como John Rawls no puede menos de forzar un equivalente formal cuando elabora su teoría acerca del liberalismo político. Lo reasonable de Rawls desempeña en su teoría política el papel de límites formales para el diálogo democrático. Se distingue de la noción de «bien común» en que ésta incluía además ciertos «contenidos» que se destacaban como fundamento de la consistencia social a largo plazo. Entre ellos figuraba de modo especial el fortalecimiento de la institución familiar, aunque en realidad, todo fortalecimiento de los lazos de confianza entre los ciudadanos promueve en principio el bien común.

Sin embargo, es precisamente la inclusión de contenidos materiales en la lógica política lo que parece ajeno al principal logro de la Ilustración: autonomía. Parece que señalar unos contenidos materiales significa limitar las posibilidades de autocreación, y esto es lo que no puede admitir un ilustrado, ya sea liberal o socialista. En la medida en que no acertamos a dejar de lado esta disyuntiva ideológica no parece factible recuperar la noción de bien común, pues embarcados en las ideologías, lo prioritario son los derechos del individuo o los derechos del colectivo, y tales derechos se plantean sistemáticamente en conflicto con lo que los clásicos llamaban «bien común».

Es cierto, por otra parte, que si una mayoría creciente dejara de percibir como buenas aquellas cosas, comenzaría a ser dudoso que los contenidos en cuestión pudieran ser considerados buenos desde el punto de vista de la gobernabilidad. Hoy, por ejemplo, casi todo el mundo considera que el matrimonio y el divorcio es un asunto sólo privado, y de ahí se concluye que debe existir la posibilidad del divorcio. Dado que la mayoría piensa de este modo, es imposible de hecho gobernar en sentido contrario. Sin embargo, en los países que llevan varias generaciones viviendo esta situación son patentes las consecuencias sociales. Hoy en día dos de cada tres matrimonios alemanes terminan en divorcio; el cincuenta por ciento de las mujeres americanas educan solas a sus hijos. La sociedad americana es tristemente testigo de que, desestabilizada la familia, se crea un campo propicio para los desequilibrios afectivos, la adicción al alcohol o la droga, y en general la delincuencia. Cuando apelando a la libertad individual se reclama el derecho al divorcio se ignoran las consecuencias sociales que se siguen de esta medida, porque parecen irreales y lejanas frente al bien concreto y personal de «reemprender una nueva vida».

Aunque hasta cierto punto es comprensible que el individuo particular razone de esta manera, es irracional de todo punto que el Estado adopte esta forma de argumentar, porque la legalización del divorcio en atención a una minoría termina debilitando la institución matrimonial y propiciando que los casos de divorcio sean más numerosos. Esto no es sólo un daño para la sociedad; finalmente lo es también para los individuos, porque prospera la mentalidad de usar y tirar, esta vez aplicada a las personas. La facilidad con la que en determinados Estados norteamericanos se obtiene el divorcio –en Nevada es suficiente motivo que el cónyuge ronque por las noches– no favorece precisamente la seriedad de una relación entre personas. Hay menos aliciente para superar personalmente las dificultades de la convivencia cuando el divorcio se ofrece como una solución al alcance de la mano. Queda por ver si de este modo crecen los seres humanos más satisfechos de sí mismos. Personalmente pienso que no. Pero, volviendo a nuestro tema, pienso que hoy por hoy no sería posible ni oportuno retirar esa ley, porque la sociedad no está preparada para ello, ni lo admitiría con tanta facilidad, porque esa medida sería interpretada –con acierto o sin él– como una restricción de libertad, como una injerencia del Estado en el ámbito de la vida privada. Es típico de nuestra época considerar que el matrimonio es un asunto sólo privado.

Aunque esto sea bastante discutible, uno de los motivos por los que la propuesta liberal de Rawls resulta tan persuasiva a los que vivimos inmersos en la tradición liberal es su respeto a la llamada vida privada. Precisamente por su carácter formal, su teoría parece dejar a salvo lo que el moderno ha aprendido a apreciar por encima de todo: la autonomía en su vida privada, la libertad de conciencia y con ello la posibilidad de convivir pacíficamente con otros individuos manteniendo la propia visión personal del mundo y de la vida. La distinción entre lo privado y lo público, sin embargo, es una distinción bastante problemática. La tendencia a identificar lo público con lo «objetivo», con lo que Llano designa «tecnosistema» [33] –el Estado y el Mercado–, y relegar al ámbito privado las convicciones, la propia visión del mundo y de la vida, que se considera subjetiva e incomunicable, hace un flaco favor a la comunicación entre los seres humanos, y en último término al propio concepto de tolerancia.

En efecto: el problema principal que, a mi juicio, comporta una visión liberal extrema del hombre es un problema que el liberal consecuente pronto deja de percibir como tal, aunque sufra sus consecuencias: la clausuración del individuo en su propia subjetividad. En buena parte consiste en esto la crítica que desde posiciones comunitaristas se viene dirigiendo al liberalismo. Como recordaba recientemente Montserrat Herrero, la evolución de la modernidad nos ha conducido del «pienso, luego existo» de Descartes, al «creo (de crear), luego existo», tan característico del giro pragmatista y esteticista de nuestra época. Ahora bien, parece que lo que el hombre autónomo ha de crear en primer término es su propia vida. En parte por eso, Charles Taylor ha indicado que el desarrollo de la modernidad reclama interpretar la ética desde el punto de vista de la autenticidad: este es tal vez el «valor» más considerado en nuestros días [34]. Sin embargo, interpretar radicalmente aquel lema «autocreador» puede llevar consigo –lleva de hecho, si faltan otros recursos– al encerramiento de muchos individuos en sí mismos, a una generalizada falta de comunicación que mina por su base los fundamentos mismos de la tolerancia, perviertiéndola de modo que ya no signifique una actitud positiva en orden a la convivencia, sino tan sólo mera pasividad o indiferencia.

La ausencia de comunicación puede obedecer a muchas causas; paradigmáticamente se sigue de la ausencia de un lenguaje común. Si cada uno tiene su lenguaje propio, o si el lenguaje común se reduce al lenguaje del tecnosistema, no hay comunidad, pues la comunicación humana ha de llegar a esferas más profundas; no puede permanecer en el estrato de los intereses económicos y el tráfico de influencias. Si ninguna comunicación es posible en ese nivel, si los estratos más profundos del yo se resuelven en preferencias irracionales, ha caído por su base la posibilidad misma de una comunicación más honda que la mera transacción de intereses. Los diálogos –de haberlos– serán triviales. La alternativa a esta pobreza de racionalidad es una relación semejante a la que se mantiene con un peluche: una relación meramente afectiva. Tales son las coordenadas de vida hoy para muchas personas. La contraposición entre razón y sentimiento aparece ahí donde la razón es mera razón calculadora de costes y beneficios, donde es incapaz de «comunicarse» con el sentimiento, de impregnarlo e informarlo, porque previamente ha declarado irracional todo lo que se escape a la racionalidad técnica y científico-positiva, olvidando la racionalidad que Aristóteles reservaba para la acción: la racionalidad práctica, cuyo fruto característico es la virtud.

La falta de comunicación hace imposible ejercitarse en la virtud de la tolerancia, porque falta lo común, y al faltar lo común falta lo diverso. Todo es lo mismo, o nada es igual. En el peor de los casos, lo diverso ya no son las opiniones ajenas, distintas de las mías, sino el otro en cuanto otro. De modo que nos encontramos ante la infeliz alternativa de «tolerar» a las personas o bien no relacionarnos con ellas.

Tolerancia no es una palabra para enarbolar en un momento de euforia. Tampoco cabe, en rigor, exigir tolerancia –¿en razón de qué?–, ni es bueno confundirla con la indiferencia, porque esto es lo que sobra en nuestros días. «Vive y deja vivir» puede ser la fórmula de la tolerancia, pero también del aislamiento. Por lo mismo no hay que esperar del indiferentismo ético, o de la apelación a una «ética mínima» la solución a nuestros problemas fácticos de tolerancia. Ésta actitud nace, más bien, de la convicción interior de que el trato con personas distintas puede en principio enriquecerme porque me hace más humano, aunque no pueda compartir sus ideas, ni su modo de vida. Entretanto conviene recordar que prestar apoyo moral es distinto de prestar apoyo político.

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[1] Cf. Hättich, M., «Das Toleranzproblem in der Demokratie», en Grundprobleme der Demokratie, Hrsg. Ulrich Matz, Darmstadt, 1973, p. 399.

[2] Cf. Heller, H., «Politische Demokratie und soziale Homogeneität», en Grundprobleme der Demokratie, Darmstadt, 1973, Hrsg. Ulrich Matz, p. 13. El artículo fue escrito en el año 1928, y por ello presenta interés adicional, teniendo en cuenta la situación política de Alemania entonces.

[3]Cf. Steinbach, U., «Der schöne Schein ist längst verblaßt. Vom Sinn eines Menschenrechtsdialogs mit Teheran», en Frankfurter Allgemeine Zeitung, Dienstag 28 Marz, n.74, Seite 11.

[4]Cf. Spaemann, R., «Universalismo o eurocentrismo. La universalidad de los derechos humanos», en Anuario Filosófico, 23,1990 (1), tr. Daniel Innerarity.

[5] Schultze, H., Lessings Toleranzbegriff. Eine theologische Studie, Vandenhoeck & Rupprecht, Göttingen, 1969, p. 20.

[6]Cf. Hättich, M.,«Das Toleranzproblem in der Demokratie», p. 397.

[7] Cf. Introducción de Julius Ebbinghaus a la edición bilingüe, inglés-alemán de John Locke, A Letter concerning Toleration., Verlag von Felix Meiner, Hamburg, 1957, pp. xiii-xxii.

[8] Cf. Locke, J., A Letter concerning Toleration., Verlag von Felix Meiner, Hamburg, 1957, p. 94.

[9] Cf. Alexis de Tocqueville, De la démocratie en Amerique, Ouvres Completes D"Alexis de Tocqueville publiées par Madame de Tocqueville, tome Deuxième, Quinzième Édition, Paris, Michel Lévy Frères, Libraires Éditeurs, 1868, p. 208-9.

[10] Cf. Alexis de Tocqueville, De la Démocratie en Amerique, p. 211.

[11] Cf. Alexis de Tocqueville, De la Démocratie en Amérique, p. 232.

[12] Cf. Voltaire, Dictionnaiere philosophique, Edition de Etiemble, Garnier, Paris, 1969, p. 403.

[13] Cf. Schultze, H., Lessings Toleranzbegriff, p. 19.

[14]Cf. Schultze, H., Lessings Toleranzbegriff, p. 12.

[15] Cf. Schultze, H., Lessings Toleranzbegriff, p.13.

[16]Cf. Schultze, H., Lessings Toleranzbegriff, p.15.

[17]Cf. Schultze, H., Lessings Toleranzbegriff, p. 16.

[18]Cf. Arendt, H., Aufklärung und Judenfrage, en Die verborgene Tradition, Suhrkamp, Frankfurt am Main, 1976, pp.108-109.

[19] Ibidem

[20] Cf. Arendt, H., Aufklärung und Judenfrage, p. 111.

[21] Cf. Arendt, H., Aufklärung und Judenfrage, p. 109.

[22] Berlin, I., «John Stuart Mill y los fines de la vida», en John Stuart Mill sobre la libertad, Alianza Editorial, Madrid, 1986, pp. 9-49, p. 33.

[23] Esto explica, por ejemplo, la situación de discriminación que durante tanto tiempo han vivido los católicos en Inglaterra. En otro orden de cosas, todavía hoy es frecuente la opinión de que la seguridad de la Iglesia Católica en las verdades reveladas supone un obstáculo al ecumenismo.

[24] Más aún; dado que el encuentro con la verdad es personal, sólo un clima de libertad puede favorecer su búsqueda.

[25] Erich von Kahler, «Das Schicksal der Demokratie» (1948/52), en Grundprobleme der Demokratie, Hrsg. Ulrich Matz, Darmstadt, 1973, pp. 35-66.

[26] Cf. Erich von Kahler, "Das Schicksal der Demokratie", p.38.

[27] S.Th. I-IIae, Q. 96, a. 2, sol.

[28] Cf. Tuck, R., Natural Rights Theories, Oxford, Clarendon Press, 1980.

[29] Cf. König, S., Zur Begründung der Menschenrechte: Hobbes, Locke, Kant, Alber, Freiburg, München, 1994, p. 297.

[30] Cf. König, S., Zur Begründung der Menschenrechte, p. 261.

[31] Cf. König, Siegfried, Zur Begründung der Menschenrechte, p. 288.

[32] Cf. König, S., Zur Begründung der Menschenrechte, p. 293.

[33] Cf. Llano, A., La nueva sensibilidad, Espasa Calpe, Madrid, 1987.

[34] Cf. Taylor, Ch., La ética de la autenticidad, Paidós, Barcelona, 1994.