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Fundamento y límites de la tolerancia en una sociedad plural 
Entrevista con Alfonso Aguiló Vicepresidente del Instituto Europeo de Estudios de la Educación (IEEE) 

Mandar...? ¿Prohibir...? ¿En nombre de quién?

Por una verdadera cultura de la tolerancia

La tolerancia, entendida como respeto y consideración hacia la diferencia, como una disposición a admitir en los demás una manera de ser y de obrar distinta a la propia, o como una actitud de aceptación del legítimo pluralismo, es a todas luces un valor de enorme importancia.

Estimular en este sentido la tolerancia puede contribuir a resolver muchos conflictos y a erradicar muchas violencias. Y como unos y otras son noticia frecuente en los más diversos ámbitos de la vida social, cabe pensar que la tolerancia es un valor que –necesaria y urgentemente– hay que promover.

Sin embargo, promover una acertada aplicación de la tolerancia es algo extremadamente difícil y complejo, que conviene analizar con calma, sin trivializarlo, para no caer en simplistas reduccionismos.

En primer lugar, la tolerancia tiene su justa medida. A nadie se le ocurre que haya que tolerar el robo, la violación o el asesinato. Ni nadie cree de verdad que imponer la ley o un sistema de autoridad haya de considerarse como una grosera manifestación de intolerancia. Si nos dejáramos llevar por esos errores, terminaríamos bajo la ley del más fuerte. Sería imposible establecer un sistema de Derecho o cualquier tipo de ordenamiento jurídico. Sería como la ley de la selva. No habría forma de vivir pacíficamente en sociedad.

Promover la tolerancia no es tolerarlo todo, porque es evidente que no se puede permitir todo.

Por eso, ni siquiera el anarquismo más radical ha considerado la tolerancia como algo ilimitado, puesto que solo con imaginar un colectivo humano en el que todo debiese ser tolerado, es fácil comprender que sería un caos completo y absoluto.

La tolerancia ha de tener unos límites. Una interpretación superficial de la tolerancia la llevaría a su ruina: al escepticismo del todo vale.

La verdadera tolerancia –como ha señalado Norberto Bobbio– no se fundamenta en el escepticismo, sino en una firmeza de principios, que se opone a la indebida exclusión de lo diferente.

O, como señalaba Federico Mayor Zaragoza, la tolerancia no es una actitud de simple neutralidad, o de indiferencia, sino una posición resuelta que cobra sentido cuando
se opone a su límite, que es lo intolerable.

La cuestión es –como apunta Rafael Navarro-Valls– acertar con una noción de tolerancia que no sea simplemente fruto del cansancio intelectual o de la indiferencia, y que logre equilibrar los derechos de la verdad con los de la conciencia individual.

No quedarse en afirmaciones obvias

Aunque acabamos de referirnos a la tolerancia como un espíritu de apertura y de respeto hacia la diversidad, a la hora de hablar de tolerancia, lo difícil, y lo importante, es profundizar en su sentido más específico: la tolerancia del mal.

Podría decirse que la palabra tolerancia se aplica con toda propiedad cuando se refiere a la tolerancia del mal. No suele decirse en el lenguaje corriente, por ejemplo, que uno tolere que le haya tocado la lotería, haya aprobado unas oposiciones, juegue muy bien al baloncesto, o tenga muy buena memoria; no se habla de que lo tolere, sino más bien de que tiene la suerte, o el mérito, de contar con eso, que para él son bienes.

Es más, en sentido estricto no debería hablarse de tolerancia como respeto a la legítima diversidad, puesto que la legítima diversidad debe ser respetada y no simplemente tolerada, aunque pueda costarnos mucho aceptarla. Ser alto o bajo, rubio o moreno, pertenecer a una u otra raza o clase social, ser seguidor (apasionado si se quiere, pero pacífico) de tal o cual equipo de fútbol, etc., no parecen, en principio, diversidades que deban ser toleradas, sino simplemente respetadas.

El problema surge, como decíamos, cuando esa diversidad deja de ser legítima, o entra en colisión con el bien común, o con los derechos de los demás, y comenzamos a adentrarnos en el proceloso mar de la tolerancia del mal. Podrían ponerse muchos ejemplos de esas colisiones:

¿Debe tolerarse la esclavitud? ¿Y si hay personas que apelan a su libertad para tener esclavos, e incluso también personas dispuestas a aceptar ser esclavos?

¿Debe tolerarse la tortura? ¿Qué debe decirse a quien alegue su –supuesta– eficacia para la policía? ¿Y a quien sostenga que en sus convicciones personales se trata de un método perfectamente legítimo en su guerra sin cuartel contra la delincuencia?

¿Deben las leyes tolerar la poligamia? ¿Y si hay personas –marido y mujeres– que apelan a su libertad para que se les permita formar ese género de unión? ¿Qué se puede argumentar, por ejemplo, a quien considere la prohibición de la poligamia como un atentado contra las profundas raíces culturales y religiosas de un pueblo?

¿Debe permitirse –como sucede en algunos lugares– que unos padres practiquen determinadas mutilaciones sexuales a algunos de sus hijos, siguiendo antiguos ritos ancestrales? ¿Qué razones se pueden dar para prohibirlo, si argumentan que se trata de una costumbre milenaria, aceptada pacíficamente por toda la tribu?

¿Y si unos padres se niegan a que su hijo, menor de edad, reciba una transfusión de sangre, y muere por ello? ¿Cómo es conciliable la libertad religiosa con el hecho de que un juez salve la vida del niño autorizando dicha transfusión, en contra de las creencias de sus padres?

¿Debe tolerarse la producción y el tráfico de drogas? ¿Por qué no respetar la libertad de esas personas para cultivar lo que quieran y luego venderlo, acogiéndose a las reglas del libre mercado? ¿Y con el tráfico de armas? ¿Y con los productos radioactivos?

¿Debe tolerarse la mentira? ¿En qué ocasiones o circunstancias?

Son ejemplos muy diversos, que expresan un poco de la complejidad del problema de la tolerancia, y nos previenen contra una interpretación simplista de las cosas.

El Diccionario de la Real Academia señala dos acepciones de la palabra tolerancia que engloban quizá lo que acabamos de decir. Una es el respeto y consideración hacia las opiniones o prácticas de los demás, aunque sean diferentes a las nuestras; y la otra –que recoge quizá su sentido más específico– señala que tolerar es permitir algo que no se tiene por lícito, sin aprobarlo expresamente; o sea, no impedir –pudiendo hacerlo– que otro u otros realicen determinado mal.

En ambos casos, el quid de la cuestión está en determinar el límite de lo no tolerable: la legítima diversidad siempre debe tolerarse (respetarse), pero la ilegítima puede tolerarse o no, según los casos.

¿Prohibido prohibir? ¿En nombre de quién?

—Hay un problema en eso que dices: el concepto de legitimidad, e incluso el concepto de bien y de mal, son muy relativos para bastante gente.

Efectivamente, y por esa razón, para profundizar en la noción de tolerancia es preciso analizar previamente el fenómeno del relativismo.

Michael Novak decía, entre bromas y veras, que en su país –Estados Unidos– hay dos frases que son las más repetidas: la primera es "yo hago lo que me da la gana", y la segunda "eso debería estar prohibido". Un ejemplo claro de cómo todos aspiramos a la libertad, pero reclamamos protección frente al empleo que otros hagan de la suya: vemos necesario unos límites.

La pregunta es si pueden justificarse esas prohibiciones a la vez que se admite el principal postulado que siempre han repetido los relativistas: nadie tiene derecho a imponer a los demás su propio concepto de moral.

Este postulado relativista es una apasionada –y loable– invocación a la libertad individual, pero si se analiza con un poco de calma, es fácil descubrir que esconde serias contradicciones.

De entrada, el relativismo deja momentáneamente de ser relativo para imponernos a todos su postulado indiscutible (que nadie puede imponer nada a nadie).

El principal problema del relativismo surge cuando se habla de poner límites a la tolerancia. Ya hemos visto que parece inimaginable una sociedad en la que se permitiera todo, puesto que hay cosas que no pueden tolerarse.

Si analizamos por qué no toleramos algunas cosas, pronto descubrimos que la causa está en verdades y valores que consideramos innegociables.

Por ejemplo, no toleramos el robo para proteger la propiedad, necesaria para la subsistencia libre de las personas; o no toleramos el asesinato para proteger el derecho a la vida de todo hombre.

Hay que resaltar que, en ambos casos, estamos imponiendo a los delincuentes algo con lo que pueden no estar de acuerdo. Y a todos nos parece obvio que si el ladrón no cree en el derecho a la propiedad, o el asesino no cree en el derecho a la vida, o ambos consideran que tienen razones personales para robar o matar, no por ello sus acciones dejarán de ser reprobables, y castigadas en una sociedad en la que impere la justicia.

Si aceptáramos el relativismo, cada persona tendría derecho a su verdad y su criterio para definir lo bueno y lo malo, y entonces cualquier imposición de la ley (que muchas veces es manifestación de un sentido moral) sería una muestra de intolerancia (intolerancia que no puede tolerarse: atención al círculo vicioso).

Si cada uno tiene su verdad sobre lo que es la justicia, y nadie tiene derecho a imponer la suya a otros, ¿en nombre de qué verdad puede alguien impedir o perseguir el robo, la violación o el asesinato?

El relativismo siempre acaba en un círculo vicioso, porque sin una referencia a una verdad universal, que nos obligue a todos, ¿en nombre de qué autoridad se puede considerar que una acción es mala, e imponer a otros ese concepto de lo que es malo? ¿Cómo defender razonadamente que hay que actuar así, que deben ponerse esos límites a la tolerancia?

Nadie tiene derecho a imponerme sus valores

Cuenta Peter Kreeft que un día, en una de sus clases de ética, un alumno le dijo que la moral era algo relativo y que como profesor no tenía derecho a imponerles sus valores.

Bien –contestó, para iniciar un debate sobre aquella cuestión–, voy a aplicar a la clase tus valores, no los míos: como dices que no hay absolutos, y que los valores morales son subjetivos y relativos, y como resulta que mi conjunto particular de ideas personales incluye algunas particularidades muy especiales, ahora voy a aplicar esta: todas las alumnas quedan suspendidas.

Todos quedaron sorprendidos y protestaron diciendo que aquello no era justo.

Kreeft, continuando con aquel supuesto, les argumentó: ¿Qué significa para ti ser justo? Porque si la justicia es solo mi valor o tu valor, entonces no hay ninguna autoridad común a ti y a mí. Yo no tengo derecho a imponerte mi sentido de la justicia, pero tampoco tú a mí el tuyo.

Solo si hay un valor universal llamado justicia, que prevalezca sobre nosotros, puedes apelar a él para juzgar injusto que yo suspenda a todas las alumnas. Pero si no existieran valores absolutos y objetivos fuera de nosotros, solo podrías decir que tus valores subjetivos son diferentes de los míos, y nada más.

Sin embargo, no dices que no te gusta lo que yo hago, sino que es injusto. O sea, que, cuando desciendes a la práctica, sí crees en los valores absolutos.

El relativismo afirma los derechos, pero, al no tener ninguna referencia a una verdad objetiva, surge inmediata la confusión global de lo que está bien y lo que está mal. Con el relativismo, la justicia queda en la sociedad a merced de quienes tengan el poder de crear opinión e imponerla a los demás.

Una referencia insoslayable

—Es cierto que ninguna de esas preguntas puede responderse desde el relativismo absoluto, pero la mayoría de los relativistas suelen hacerse fuertes en el terreno de otras consideraciones éticas menos evidentes. Dicen que todo es cambiante, que las consideraciones morales se parecen bastante entre sí, y que ninguna merece ser rechazada.

Efectivamente, está cambiando todo mucho, pero ya hemos visto que ha de existir una frontera entre lo que es tolerable y lo que no lo es: Para poder ser tolerante hay que fijar los límites de lo que es intolerable.

Ese límite puede ser difícil de apreciar, porque las circunstancias hacen a veces muy complejos esos problemas. Pero tiene que haber un límite, independientemente de que sea difícil de distinguir. Porque si no hubiera límites, la tolerancia se destruiría a sí misma.

—¿Por qué?

Si no hubiera límite objetivo entre lo que es tolerable y lo que no es tolerable (aunque luego sea difícil de apreciar, repito), nadie podría impedir legítimamente nada: en nombre de la tolerancia, habría que tolerar todo, también al que tiene el triste defecto de ser intolerante. Y también se podría tachar de intolerante a cualquiera que hiciera algo que no coincidiera exactamente con lo que nosotros defendemos.

Por el lado contrario, cualquiera podría arrogarse el derecho a no tolerar al que tolera algo que uno considera malo.

—Vale, no sigas.

No pretendo hacer trabalenguas, pero parece bastante claro que para definir esos límites de la tolerancia, es preciso reconocer la existencia de la verdad. De lo contrario, ¿en nombre de qué marcas ese límite?

—De acuerdo, pero hay quienes defienden un modelo permisivista basado en un relativismo menos duro, más light. Dicen que eso de luchar por la verdad objetiva lleva fácilmente a la tentación del fanatismo, de matar a los enemigos. Y que la historia tiene abundantes ejemplos de esto.

Es verdad que existe la tentación del fanatismo, contra la que hay que luchar decididamente, y es verdad también que en la historia hay abundantes ejemplos de esa grosera forma de intolerancia. Pero no puede decirse que creer en una verdad suponga ya ser un fanático, y mucho menos presentar instintos homicidas. Eso sería un prejuicio, más que una explicación.

Por ejemplo, si ha de haber respeto a la vida será porque existe la verdad de que la vida merece respeto. Si no, ¿por qué habríamos de respetar la vida? Y lo mismo puede decirse de cualquier consideración ética.

Sin una referencia a la verdad objetiva, toda afirmación moral se reduce a una simple conjetura. La referencia a la verdad es insoslayable.

Un repaso a la historia de la tolerancia

El genocidio de La Vendée

El 7 de agosto de 1790, en plena euforia de la Revolución francesa, el diario Mercure de France aseguraba: "El primer autor de esta gran revolución que asombra a Europa es, sin duda, Voltaire. Él no ha visto todo lo que ha hecho, pero él ha hecho todo lo que nosotros vemos. Es él quien ha abatido la primera y más formidable barrera del despotismo".

Pocos meses después, sus restos mortales, que habían sido enterrados casi en el silencio trece años antes en Ferney, entraban triunfalmente en el Panteón de Hombres Ilustres de París, entre aclamaciones de multitudes.

Quizá el juicio de aquel diario parisino fuera exagerado respecto a la influencia de Voltaire –el famoso Patriarca de la tolerancia– en la Revolución francesa, pero no cabe duda de que fue el principal demoledor de las formas anteriores, y quien abrió paso a Rousseau, que proporcionaría a la Revolución francesa su base intelectual.

Rousseau, con su obra Contrato Social, creó el concepto de Voluntad General –la suma de voluntades de los hombres–, reconocida como "santa", "inviolable" y "absoluta". Desencadenó la revolución en busca del Estado perfecto, fundado en la supuesta unidad entre moral civil y decisión soberana, pero que acabó –era previsible– en el Estado totalitario vestido con las galas de la legalidad de una Voluntad General. La idea inicial del hombre autónomo acabó por desembocar en un Estado totalitario.

Junto a ello, y como señala Paul Hazard, se abrió un proceso como jamás lo hubo: el proceso contra Dios. El 13 de abril de 1790, la Asamblea Nacional rechazó el catolicismo como religión nacional. El 12 de julio se decretó la expropiación de los bienes eclesiásticos. El 27 de noviembre se exigió a todos los dignatarios eclesiásticos jurar acatamiento a la nueva ordenación legal del clero.

Los sacerdotes y religiosos hubieron de refugiarse en la clandestinidad, como en tiempos de las catacumbas, y más de 40.000 –unos dos tercios del clero francés– fueron deportados o guillotinados: desde todos los lugares de Francia, cargados en carretas de caballos o de bueyes, encerrados en jaulas, muchos eran conducidos, ayunos durante un viaje de días y aun semanas, a Burdeos, Brest y Nantes para ser allí embarcados con destino a la Guayana; tan solo la mitad aproximadamente llegarían con vida a su destierro.

El 8 de junio de 1793, mientras el populacho saqueaba los templos por todas partes y entronizaba en ellos a meretrices como expresiones de la diosa Razón, Robespierre proclamó la "Religión del Ser Supremo". Se abolió el calendario, los nombres de los santos, e incluso las campanas de los edificios religiosos.

Las carretas atestadas de víctimas de la guillotina serían un espectáculo incesante y habitual por las calles de París. Pero el cuadro del horror alcanzaría su punto culminante con los asesinatos de septiembre y las bárbaras torturas y vejaciones a que se recurrieron para aplastar la reacción de los campesinos católicos de La Vendée.

La historia conocía ya abundantes ejemplos de guerras y represiones por motivo de religión, que han sido terribles muestras de las crueldades a que a veces ha llegado a lo largo de los siglos la intolerancia religiosa. Pero aquella bestial represión de los católicos de La Vendée fue, como ha dicho Pierre Chaunu, la más cruel entre todas las hasta entonces conocidas, y el primer gran genocidio sistemático por motivo religioso. Y quizá lo más lamentable fuera que –también por primera vez en la historia– esta masacre se llevó a cabo bajo la bandera de la tolerancia.

El asunto no quedó en el frenético y sangriento sube y baja de la rasuradora nacional que en su día inventara Guillotin. Al primer asalto en masa siguió una fría organización del genocidio.

En agosto de 1793, la Convención de París expidió un decreto disponiendo que el Ministerio de la Guerra enviase materiales inflamables de todo tipo con el fin de incendiar bosques, cultivos, pastos y todo aquello que arder pudiera en la comarca. "Tenemos que convertir La Vendée en un cementerio nacional", exclamó el general Turreau, uno de los principales responsables de la matanza.

Como narra Hans Graf Huyn, fueron violadas las monjas; cuerpos vivos de muchachas soportaron el descuartizamiento; se formaron hileras con los niños para ahogarlos en estanques y pantanos; mujeres embarazadas se vieron pisoteadas en lagares hasta morir, y en aldeas enteras los vecinos perecieron por beber agua que había sido envenenada. Casi ciento veinte mil habitantes de La Vendée fueron asesinados, y arrasadas decenas de miles de viviendas.

La cuestión de fondo de aquel enfrentamiento –como observa Jean Meyer– no estuvo en la disyuntiva entre monarquía o república, ni fue un conflicto entre estamentos, sino que consistió más bien en la decidida intención de extirpar esas creencias sin reparar en medios.

El patriarca de la tolerancia

El relato que antecede no parece mostrar que la tolerancia fuera el valor más destacable en los responsables de aquella transmutación política.

Sin restar el mérito que se les debe por el avance histórico que supuso hacia el establecimiento de un sistema de separación de poderes y de mayor defensa de las libertades, y comprendiendo también que los errores cometidos por algunos no pueden hacernos negar todos los otros muchísimos valores positivos de aquel proceso, sí parece que detrás de todo aquel sistema de pensamiento latía una concepción errada de lo que debe ser la tolerancia.

La cuestión de la tolerancia había sido tratada ya con cierta amplitud bastantes años atrás por filósofos como Locke, Bayle y Bernard. Pero fue Voltaire quien contribuyó como ningún otro a difundir, en su época y en los siglos posteriores, una apasionada defensa de la tolerancia en todo el mundo occidental: se denominó a sí mismo Patriarca de la tolerancia, y con ese título ha pasado a la historia.

Voltaire había nacido en Chatenay, cerca de París, en 1694. Fue un escritor de talento y fecundidad indudables, y quizá el más caracterizado representante del movimiento iluminista del siglo XVIII. En él se encarnó perfectamente aquel espíritu antitradicional, racionalista y agnóstico del siglo de las luces. Con su brillantez como divulgador y su enorme capacidad crítica, logró ejercer una notable influencia en la difusión de unos principios filosóficos, sociales y políticos que aún siguen informando la cultura actual.

Su Tratado sobre la tolerancia, publicado en 1763, mantiene como tesis principal la necesidad de establecer la más amplia tolerancia y libertad dentro de la sociedad, como garantía de la paz y la concordia social, el sentido de humanidad y la erradicación de la violencia y la injusticia.

Cómo no acabar en la ley de la selva

Voltaire se plantea en un determinado momento una pregunta crucial: ¿por qué no he de hacer a otros lo que no querría que me hicieran a mí, si yo, haciendo eso, salgo ganando?

Para resolverlo, no duda en acudir a la idea de un Dios remunerador que castigará después de la muerte todos los delitos, también los ocultos. Voltaire pensaba que es tal la debilidad y perversidad del género humano, que necesita de la religión como freno en su maldad: "en todas partes donde exista una sociedad establecida –decía–, es necesaria una religión, pues las leyes vigilan sobre los crímenes conocidos, pero la religión lo hace también sobre los crímenes ocultos".

Pensaba Voltaire que si no se cuenta con Dios, no hay forma de evitar que la ley del mundo de los hombres acabe por ser la ley de la selva, la ley del más fuerte: "No querría vérmelas con un monarca ateo –explicaba– porque, en caso de que se le metiese en la cabeza el interés en hacerme machacar en un mortero, estoy bien cierto de que lo haría sin dudarlo. Tampoco querría, si fuese yo soberano, vérmelas con cortesanos ateos, que podrían tener interés en envenenarme; necesitaría tomar cada día antídotos de todo tipo. Es, pues, absolutamente necesario para todos que la idea de un Ser Supremo, creador, gobernador, remunerador, esté profundamente grabada en los espíritus".

Voltaire se separó así completamente de Bayle –considerado como el iniciador del iluminismo francés–, que había defendido la tesis de que una sociedad de ateos puede perfectamente subsistir en paz y concordia. Voltaire consideraba imprescindible el freno moral de la religión, y para reforzar la tolerancia acepta –por su simple utilidad práctica– un concepto de Dios impersonal y genérico.

Como ha señalado Fernando Ocáriz –cuyo estudio sobre el Tratado seguimos en estas páginas–, esa instrumentalización de Dios va llevando a Voltaire, poco a poco, a un gran escepticismo. Voltaire no postula propiamente la tolerancia del error (tolerancia que, ciertamente, puede y debe existir con frecuencia), sino la tolerancia como actitud exigida por la imposibilidad de llegar a la verdad: una tolerancia universal entendida como indiferencia, y fundamentada en el supuesto de que no existe la verdad ni el error, sino solo opiniones.

¿Intolerantes con el intolerante?

El problema de los límites de la tolerancia ha sido siempre el gran problema de fondo de la tolerancia, en el que han ido embarrancando pensadores del más diverso estilo.

Locke, por ejemplo, había formulado sus límites diciendo que "el magistrado no debe tolerar ningún dogma contrario a la sociedad humana o a las buenas costumbres necesarias para conservar la sociedad civil". La idea parece acertada, pero para quienes niegan que haya una verdad universal sobre el hombre, el problema está, como siempre, en qué criterio tomar para determinar lo que son buenas costumbres, o qué se entiende por dogma contrario a la sociedad humana.

Voltaire también señaló unos límites bien precisos a la tolerancia: "lo que no es tolerable –decía– es precisamente la intolerancia, el fanatismo, y todo lo que pueda conducir a ello".

Este postulado volteriano –"lo único que no se puede tolerar es la intolerancia"– resultó una expresión bastante feliz, puesto que, desde que fue lanzada en el siglo XVIII, ha sido repetida de forma lamentablemente frecuente hasta nuestros días.

Sin embargo, si lo analizamos un poco, podemos observar que no es serio decir que no puede tolerarse la intolerancia, pues esa idea tiene el inconveniente de que fundamenta los límites de la tolerancia en la tolerancia misma, e incurre con ello en una sutil contradicción.

—¿Por qué? Parece razonable decir que no puede tolerarse que haya gente intolerante.

Hay que precisar bien el sentido de las palabras. Hemos quedado en que hay cosas que no se pueden tolerar, y con ellas –por decirlo así– es preciso ser intolerante. Podrían ponerse muchos ejemplos.

La policía y los jueces son intolerantes con los asesinos y violadores, pues los persiguen y condenan. ¿Eso supone que se debe a su vez ser intolerante con la policía y los jueces por haber sido ellos intolerantes?

Los agentes de tráfico o de aduanas son también intolerantes con quienes no cumplen las normas de circulación o de aduanas. ¿Se debe ser intolerante con esos agentes por su intolerancia de impedir con sus multas esas infracciones?

Puede ser lícito –y a veces una obligación imperiosa– no tolerar algunas acciones que son dignas de castigo. Eso es ser intolerante con esos errores. Según el enunciado de Voltaire, habría que ser a su vez intolerante con esa intolerancia.

El gran postulado volteriano de que "no se puede tolerar la intolerancia" descansa sobre un círculo vicioso de bases inconsistentes.

La tolerancia volteriana se reduce a una curiosa forma de indiferencia –escondida tras una loable búsqueda de la paz y la concordia–, que parece querer tolerarlo todo. Y esto, como hemos visto, es bastante ingenuo, a no ser que con ello se busque ganarse demagógicamente el falso derecho a no ser importunado con exigencias que no encajen con las propias pretensiones.

La patente de corso volteriana

Voltaire dedica todo el capítulo 8º de su Tratado sobre la tolerancia a alabar el espíritu tolerante del pueblo romano. Cuando llega la hora de hablar de la crueldad de las persecuciones contra los cristianos, lo justifica (aparte de señalar que el número de los mártires no fue tan elevado como suponen los católicos, un curioso argumento) diciendo que fueron los cristianos quienes violentaron el culto tradicional, y que por tanto son ellos los verdaderamente intolerantes. Y que como intolerantes que eran, fueron justamente reprimidos de modo intolerante.

En otro momento, refiriéndose a Japón, justifica la atroz persecución contra los jesuitas en ese país, diciendo que los japoneses practicaban en su imperio doce religiones pacíficamente, y llegaron los jesuitas queriendo introducir la decimotercera. Y hablando sobre una situación similar en China, dice que "es verdad que el gran emperador Tont-Ching, el más sabio y magnánimo, quizá, que haya habido en China, ha expulsado a los jesuitas, pero no porque fuese intolerante, al contrario: porque los jesuitas lo eran".

Una y otra vez sale a relucir una intolerancia visceral hacia todo lo católico. A la hora de justificar la intolerancia, suele presentar precisamente casos en que es ejercida contra los católicos. Y cuando se trata de poner ejemplos de atropellos y de actitudes intolerantes ridículas, suelen aparecer siempre católicos como culpables de ellas.

Cuando habla sobre la discriminación de los católicos ingleses, comenta: "Yo no digo que los que no profesan la Religión del Príncipe (o sea, los que no son anglicanos) deban compartir los puestos y los honores con quienes profesan la religión dominante (los anglicanos). En Inglaterra, los católicos (...) no tienen acceso a los empleos públicos, y pagan el doble de impuestos, pero por lo demás gozan de todos los derechos de los ciudadanos". Es un consuelo –habría que decirle– que solo les hagan pagar el doble de impuestos, y que al menos les permitan vivir, aunque sin muchas facilidades para el empleo.

Como se ve con solo estos pocos ejemplos, la idea de que "hay que ser intolerante con el intolerante" es para Voltaire una patente de corso que le permite justificar actitudes intolerantes que difícilmente aprobaría un observador sensato.

Un eficaz artificio con el que el intolerante suele disfrazarse de hombre tolerante: él mismo juzga quién es el intolerante y qué castigo merece recibir en nombre de "su" concepto de tolerancia.

En los siglos anteriores, la intolerancia había sido cierta y lamentablemente frecuente en la historia, pero hasta entonces nadie se había atrevido a ejercer esa intolerancia en nombre de la mismísima tolerancia.

Un nuevo estilo de idolatría

Hay que reconocer en Voltaire un fondo latente de rectitud en muchas de sus tomas de posición frente a las importantes injusticias de la sociedad civil de su tiempo, y agradecer sus servicios contra ciertas actitudes de fanatismo frecuentes por entonces.

Sin embargo, puede decirse que su errado concepto de la tolerancia influyó muy negativamente en mentalidades posteriores.

Con el paso de los años, el hueco que en Voltaire ocupaban las creencias religiosas pasó a ser ocupado en gran parte por las ideologías. Se intentó elaborar una moral sin Dios en la que se quiso mezclar el moralismo iluminista con la frialdad de la ética kantiana.

Surgió un radical positivismo jurídico, teórico o práctico, según el cual el fundamento del Derecho sería solo la autoridad del Estado, que es quien define de modo único y absoluto lo que es justicia e injusticia. El concepto del bien, de la justicia y de la tolerancia quedaban así reducidos a los dictados de la ley vigente en cada momento.

Como era previsible, aquellos intentos pronto atrajeron una fuerte oleada de determinismos totalitarios. Determinadas dimensiones parciales del ser humano (clase, raza, nación, ideología) pasaron a considerarse valores absolutos –lo que Paul Tilich denominó "tendencias idolátricas de nuevas cuasi-religiones"– y, al hacerlo, se generaron clamorosas injusticias.

Su degeneración paulatina concluyó en el idealismo marxista, el comunismo stalinista, el nazismo hitleriano, el fascismo, y otros totalitarismos que trajeron consigo flagrantes atentados contra la vida y la libertad humanas.

Una historia de resistencia absoluta a una infamia

En la ciudad de Ulm –cuenta Claudio Magris– vivían los hermanos Hans y Sophie Scholl, y hoy, en reconocimiento a su memoria, una escuela superior lleva su nombre. Los dos hermanos fueron detenidos, condenados a muerte y ejecutados en 1943 por su activa lucha contra el régimen hitleriano.

Su historia es el ejemplo de la resistencia absoluta con que supieron rebelarse a algo que a casi todos parecía una obvia e inevitable aceptación de la infamia.

Combatían con las manos desnudas contra la impresionante potencia del Tercer Reich. Hacían frente al aparato político y militar del estado nazi provistos únicamente de un ciclostil con el que difundían las proclamas contra Hitler.

Eran jóvenes, y no querían morir. Les disgustaba alejarse del encanto de vivir, como dijo muy tranquila Sophie el día de la ejecución. Pero sabían que la vida no es el valor supremo, y que solo satisface realmente cuando se pone al servicio de algo que es más que ella, que la ilumina y calienta con tanta claridad como nos ilumina y nos calienta el sol. Por eso marcharon serenos al encuentro con la muerte, sin miedo, sabiendo que morían defendiendo algo grande, algo en lo que creían.

El caso es que estos dos hermanos murieron luchando contra un régimen –el Tercer Reich nazi– establecido a partir de unas elecciones democráticas libres. Hitler contaba con el respaldo mayoritario de la población, pero... ¿han de ser por eso justas sus leyes?

¿De dónde toman las leyes humanas su poder normativo? ¿De sí mismas?; si así fuera, todo mandato sería siempre justo, aunque lo diese un tirano para oprimir a los demás. ¿Del consenso de la mayoría y de unos requisitos técnicos sobre la forma de ser aprobada y promulgada?; entonces, sería justa cualquier atrocidad que fuera aprobada por una sociedad corrompida. ¿Se podría llamar justicia a eso? ¿Fue ilegítima la "intolerancia" de esos dos hermanos ante el Reich?

—Pienso que fue legítima. El problema es cómo evitar que los sistemas puedan derivar en atrocidades de ese tipo, cosa que no parece nada fácil.

La única manera de evitar esas aberraciones es procurando que la sociedad sepa reconocer en el hombre su inviolable dignidad, y que después elija legisladores que también lo hagan.

La historia parece empeñada en señalar que cuando una sociedad se niega a reconocer la verdad trascendente, triunfa la fuerza del poder. Ahí radica la esencia última de los totalitarismos modernos, que no es otra sino el secuestro y la relativización de la verdad, que lleva fácilmente, por su propia lógica interna, a que los gobernantes utilicen su autoridad con fines de poder: si no reconocen ninguna verdad por encima de ellos, la sociedad queda expuesta a que esa autoridad degenere con más facilidad.

Límites al derecho a obrar según las propias convicciones

Auschwitz no fue un producto de supersticiones ni de pasiones o sentimientos oscuros. Auschwitz es una determinación racional, un mal que se decide y se construye científicamente, con los ojos abiertos, en la calma de gabinetes de estudio.

Se trataba de construir un mundo y un hombre racionales, lo que implicaba la eliminación de todo hombre que no respondiera al concepto nazi de hombre sin taras. Se buscaba la supresión de todo rastro de superestructura ética o religiosa, artística o filosófica, que pudiera siquiera insinuar que el hombre es una realidad por encima de las ciencias naturales.

El Reich fue una poderosa maquinaria que actuó con gran coherencia respecto a sus convicciones. La pregunta es: si alguien tiene la convicción de que es necesario exterminar o subyugar a todos los que no sean de su propia raza, ¿tiene derecho a actuar según esa convicción? Parece evidente que no.

El derecho a actuar libremente según las propias convicciones no es un derecho absoluto, por no ser tampoco absoluta la libertad.

Es una realidad que, además de responder a la esencia misma de libertad y de los derechos de la persona, resulta bastante evidente para el sentido común. Creo que podría bastar con casi solo citar el ejemplo de Hitler o de Stalin para comprenderlo.

Es necesario defender la libertad. Las personas son libres de hacer lo que quieran; pero eso es muy distinto de decir que harán siempre bien haciendo lo que quieran, porque se puede emplear ilegítimamente la libertad.

Hitler era libre de exterminar a aquellos millones de personas –tanto es así, que efectivamente lo hizo–, pero eso es muy distinto a decir que con ello estuviera empleando legítimamente esa libertad.

Es más, si alguien –con medios lícitos– hubiera podido impedirle usar de esa libertad, no habría hecho nada ilegítimo: habría hecho un gran servicio a la humanidad; incluso habría sido ilegítimo que quien hubiera podido impedirlo con medios lícitos no lo hubiera hecho (perdón por el nuevo trabalenguas).

La libertad humana no es absoluta, sino relativa a una verdad y a un bien que son independientes de ella, y a los que debe dirigirse, aunque tenga efectivamente el poder de no hacerlo.

Por otra parte, cuando en uso de la libertad se opta por el mal o el error, es cierto que se actúa libremente, pero es cierto también que entonces la libertad se encamina –más o menos de prisa– hacia su autoliquidación, pues en lo sucesivo irá quedando cada vez más condicionada –y a partir de cierto momento, esclavizada– por la correspondiente adicción a la mentira o al vicio correspondiente.

Ese límite de la libertad no es un obstáculo, sino una condición para que la libertad exista realmente y para que pueda desarrollarse. Comprender el carácter no absoluto del derecho de las personas a obrar según sus propias convicciones es muy necesario para precisar el concepto de tolerancia.

De lo contrario, se caería de nuevo en el relativismo, donde las nociones de justicia e injusticia, bien y mal, no tienen más valor que el valor que tiene la opinión. Con el relativismo se pierde el sentido de ley o acción justa. El Derecho y la Moral quedan reducidos a consensos y acuerdos provisionales. Y acaba entonces por hacerse realidad aquella sincera y feliz afirmación de Karl Marx –explicando su concepción de la sociedad en su obra La ideología alemana–, cuando aseguraba que el Derecho no es más que un aparato decorativo del poder.

¿Quién dice cuál es la ley natural?

—De todas formas, hay quien afirma que la ley natural es un concepto ya superado, pues nadie puede fijar claramente cuál es.

No parece serio considerar la ley natural como algo ya superado. Hay que tener en cuenta que, al fin y al cabo, en ella está el origen del concepto moderno de derechos humanos.

Solo partiendo de una ley natural puede hablarse de que el hombre posee unos derechos naturales inalienables, que le pertenecen como individuo con carácter previo y preferente a cualquier sociedad civil (más bien, las sociedades civiles existen para garantizar esos derechos y de ello adquieren su legitimación).

—Bien, pero... ¿quién dice cuál es esa ley natural?

No voy a arrogarme yo esa función, por supuesto. Pero sí digo que carece de sentido racional pretender que sea cada uno quien determine para sí cuál es esa ley natural. Si se quiere hablar de derechos humanos inalienables y de carácter universal, resulta imprescindible reconocer que hay un fundamento trascendente, universal y objetivo en la Moral y en el Derecho.

Como ha escrito Alejandro Llano, si se partiera de que la verdad es algo puramente convencional e inaccesible, las opiniones encontradas serían solo expresión de intereses en conflicto, de manera que todas vendrían a valer lo mismo, porque en definitiva nada valdrían. Lo que imperaría sería entonces el poder puro, la violencia clamorosa o encubierta, tan dolorosamente presente con frecuencia en la actualidad internacional.

Hay muchísimas manifestaciones de la ley natural que aparecen bien claras para cualquiera: todo cuanto atenta contra la vida inocente; cuanto viola la integridad de la persona humana, como, por ejemplo, las mutilaciones, las torturas morales o físicas, los intentos sistemáticos de dominar la mente ajena; cuanto ofende a la dignidad humana, como son las detenciones arbitrarias, las deportaciones, la esclavitud, el turismo sexual y la trata de jóvenes; o las condiciones laborales degradantes, que reducen al operario al rango de mero instrumento de lucro, sin respeto a la libertad y a la responsabilidad de la persona humana. Todas estas prácticas y otras parecidas son en sí mismas infamantes, deshonran más a sus autores que a sus víctimas, y degradan incuestionablemente la civilización humana.

La existencia de una ley natural de origen divino ha formado parte, al menos desde Aristóteles, de la tradición filosófica occidental. Los intentos de reformular el sistema de valores en términos puramente racionales o filosóficos han solido dar resultados parecidos a las viejas concepciones religiosas de la moralidad y la dignidad humana.

Por ejemplo, el concepto de derechos humanos, proclamado en la Declaración de Independencia Americana y en la Declaración de los Derechos del Hombre de la Revolución Francesa, se funda en el presupuesto de que existen derechos naturales y una ley natural.

—Hablabas antes de origen divino. ¿Te parece imprescindible recurrir a Dios para fundamentar esos derechos humanos?

Pienso que el único fundamento inquebrantable de los derechos humanos está en el hecho de que Dios ha conferido al hombre esa singular dignidad.

De todas formas, es evidente que esto no obliga a creer en Dios a todo aquel que desee respetar esos derechos. Más bien, creer en Dios ayuda a proteger el enunciado de estos derechos. Lo cual, al fin y al cabo, es siempre una garantía más en quienes son creyentes.

—¿Y no te parece que bastaría con que cada uno busque su felicidad y respete a los demás, sin necesidad de nada trascendente?

Es la vieja tesis del individualismo, por la que si todos buscan su felicidad propia, se seguirá el mayor bien para el mayor número de personas. Es muy bueno, lógicamente, buscar la propia felicidad y respetar a los demás, pero si echamos una mirada a la historia, antigua o reciente, comprobamos que si eso se queda en una mera sacralización del egoísmo, es una utopía que no tiene suficientemente en cuenta las diferencias de poder entre los distintos individuos cuyos deseos entran en conflicto.

El miedo latente a la intolerancia nazi y stalinista

—Tras aquellos horrores del totalitarismo, muchos han defendido que lo mejor para evitar tales locuras era declarar que carece de sentido hablar de verdades objetivas. Prefieren que todas las verdades sean provisionales, porque dicen que así nadie tendrá fundamento para imponerlas a los demás por la fuerza.

Ese razonamiento adolece de un error de diagnóstico. Si las ideologías totalitarias imponen ilegítimamente la razón de Estado –o de raza, o de clase– es precisamente porque parten de un gran relativismo moral.

Por ejemplo, a lo largo de la historia, y especialmente durante las purgas estalinistas, el comunismo aplicó repetidamente el principio del relativismo marxista–leninista –enunciado por Georg Lukács– por el que "la ética comunista hace que el deber más alto sea aceptar la necesidad de hacer el mal".

Como no reconocían ninguna verdad absoluta que pudiera cruzarse en el camino de la revolución y la construcción de su ideal de Estado, cualquier atropello al ser humano podía ser justificado si se hacía con un fin adecuado. Y así irrumpió en la historia una nueva forma –quizá un poco más enmascarada– de decir que el fin justifica los medios.

Es preciso repetir que el mal no puede ser combatido con el mal. Como señaló Mahatma Gandhi, "de un mal puede surgir un bien, pero esto depende de Dios, no del hombre; el hombre debe saber solamente que el mal viene del mal, igual que el bien se explica por el bien. La lección que hay que sacar de la tragedia de la bomba atómica no es que nos libraremos de su amenaza con solo fabricar otras bombas más destructivas todavía. La humanidad no puede liberarse de la violencia más que por medio de la no violencia".

La tolerancia es más segura cuando se nutre de unas convicciones firmes.

Creer en verdades objetivas no dificulta la tolerancia. Se genera intolerancia cuando se niega una verdad objetiva muy importante: que es inmoral violentar las conciencias.

¿Por qué una opinión va a ser mejor que otras?

¿Poseedores de la verdad?

—Bien, yo no digo que tener la verdad suponga instintos homicidas, pero la historia nos enseña que los hombres que pensaban que siempre tenían razón han sido causantes de guerras, persecuciones, esclavitud, racismo y otras muchas desgracias.

Debo decir que a mí también me parecen muy peligrosos los hombres que piensan tener siempre razón.

Pero una cosa es pretender tener siempre razón, y otra bien distinta decir que existe una verdad universal sobre el bien y el mal, que todos debemos procurar descubrir.

Hay que decir, además, que esos relativistas light también acuden furtivamente a la verdad objetiva cuando les interesa. Por ejemplo, cuando presentan como malas las guerras, las persecuciones, la esclavitud o el racismo (y supongo que queda claro que estoy de acuerdo en que lo son), están ya dando por establecida una verdad objetiva previa sobre la que no discuten.

—De acuerdo, pero ¿qué derecho tengo yo, o cualquier otra persona, a decidir que mi opinión es mejor que las otras?

Es distinto decir de modo altivo "mi opinión es la mejor" (entre otras cosas, porque puede fácilmente no serlo), a decir que, en esa búsqueda de la verdad en que todos debemos estar empeñados, las opiniones que más se acerquen a ella son mejores que las opiniones que estén más lejos.

Lógicamente, el hecho de que exista una verdad universal no da derecho a nadie para ir por la vida como dando lecciones, como engreído poseedor único y absoluto de la verdad: eso sería fundamentalismo (cuestión que trataremos más adelante). Además, como ha escrito Alejandro Llano,

No somos nosotros los que poseemos la verdad, es la verdad la que nos posee.

Y como decía Ortega y Gasset, el hombre necesita absolutamente la verdad; y al revés, la verdad es lo único que esencialmente necesita el hombre, su única necesidad incondicional.

No se puede decir que la verdad no exista, ni que dé igual una verdad que otra, ni que la verdad se vaya a componer entre las opiniones de todos. Pero sí ha de aceptarse –aunque se tenga una firme certeza moral sobre una serie de verdades–, que muchos otros tendrán parte de la verdad en ámbitos muy diversos, y también nos iluminan con sus aportaciones y sus hallazgos en esa necesaria y liberadora búsqueda de la verdad.

—Piensas entonces que el problema se reduce a aficionarse a buscar la verdad.

Sí, y es preciso tener presente que: Los hombres somos a veces muy aficionados a buscar la verdad, pero bastante reacios a aceptarla.

A los hombres –decía Gilson–, no nos gusta que la evidencia racional nos acorrale. Incluso cuando la verdad está ahí, en su impersonal e imperiosa objetividad, muchas veces sigue en pie nuestra mayor dificultad: someternos a ella a pesar de no ser exclusivamente nuestra.

Un retorno al etnocentrismo persa  

Según explica Herodoto, los persas estaban convencidos de que ellos eran los mejores; y que a ellos les seguían las naciones limítrofes; y que, a su vez, las naciones limítrofes con ésas ocupaban el tercer lugar en este orden decreciente de bondad; y así sucesivamente, disminuye progresivamente su valía a medida que los círculos concéntricos se iban alejando más del núcleo persa.

Esa firme ligazón entre el bien y el bien propio, y una visión del cosmos que reserva un lugar especial para el pueblo al que uno pertenece, retratan bastante bien a aquella primitiva concepción etnocentrista del bien.

Fueron los filósofos griegos –explica Allan Bloom–, los primeros hombres que abordaron la distinción entre bien y bien propio. Empezaron a distinguir entre lo que era exigido por la naturaleza, y lo que era simplemente algo convenido o pactado; entre lo que podía considerarse justo, y lo que era simplemente algo aceptado por un colectivo de personas.

Los filósofos griegos estaban abiertos al bien como tal. Tenían que usar el bien, que no era suyo, para juzgar lo suyo. Comprendieron que si los hombres querían ser verdaderamente humanos, no podían conformarse con lo que les venía dado por su cultura, sino que habían de buscar además el bien. Aquella conciencia del bien, y del deseo de poseerlo, fueron adquisiciones humanizadoras de un valor inestimable.

Con el paso del tiempo, la cultura occidental fue buscando una apertura que encontrara en otras culturas nuevos y mejores estilos. De esos estudios, algunos pensadores de los últimos siglos llegaron a sacar la curiosa conclusión de que los valores y las culturas son terriblemente relativos y que, por tanto, no podemos conocer la verdad (si es que existe), sino simplemente estudiar lo que muchos hombres pensaron sobre la verdad.

Sin embargo, el hecho de que en tiempos y lugares diferentes hayan existido diferentes opiniones sobre el bien y el mal, en absoluto supone que dé igual una que otra. Ante las diferencias de opinión, lo razonable es plantearse cuáles de las expresadas son más cercanas a la verdad, en lugar de rechazarlas todas; lo sensato es tratar de analizar esas diferencias, examinando las razones y argumentos de cada opinión.

Si queremos una actividad intelectual plural y libre –sugiere Alejandro Llano–, hemos de sacudirnos el miedo a pensar por cuenta propia, a reconocer que hay diferencias y rivalidades, a entablar auténticos debates intelectuales, y no cejar hasta descubrir de qué lado está la verdad.

Nadie puede vivir sin una convicción de lo que es el bien y el mal. Todos la necesitamos. Cuando alguien niega que exista una verdad universal, lo que realmente hace es tomar para sí un concepto propio de lo que es la verdad y el bien. Y como el relativismo absoluto es imposible, irá considerando menos válido el concepto de bien a medida que se aleje del concepto suyo. Más o menos, lo mismo que sucedía con el etnocentrismo persa, solo que ahora poniéndose en el centro uno mismo, en vez de al pueblo persa.

¿Son peligrosas las convicciones fuertes?

Los relativistas sostienen que la cuestión no es ver quién tiene razón, sino más bien no pensar en absoluto que se tiene razón. Dicen que el verdadero peligro es el hombre con convicciones fuertes.

—De todas formas, ¿no te parecen peligrosos los hombres con convicciones demasiado fuertes?

Como ha señalado Daniel Innerarity, apelar a la tolerancia para desacreditar la posibilidad de convicciones fuertes sería un error de bulto, puesto que la tolerancia se apoya y se alimenta de una convicción.

El respeto a la libertad se nutre de convicciones firmes.

Además, pocas convicciones son tan fuertes como las del lenguaje relativista, que esconde un sorprendente dogmatismo. El relativismo no manifiesta dudas en sus convicciones sobre cómo debe ser la sociedad, sino que se mantiene muy firme en su propósito de imponer a todos su concepción relativista. Nunca explican por qué, si dicen que todos los valores son relativos, los suyos propios deben obligarnos a todos.

—¿Y no podría haber unos valores que obligaran a todos, pero cambiantes según los condicionamientos culturales de la época?

Ante preguntas de este tipo, Bloom solía contestar a sus alumnos planteando un caso práctico. Les decía, por ejemplo: si usted hubiera sido administrador británico en la India hace unas decenas de años, ¿habría permitido que los nativos sometidos a su jurisdicción quemaran, en el propio funeral, a la viuda de un hombre recién fallecido?

Porque si se sostiene que los valores son sustancialmente relativos y subjetivos, es difícil decir por qué eso debe impedirse. El relativista, si es consecuente, cae pronto atrapado en su propia lógica, pues se ve obligado a admitir lo inadmisible.

Los condicionamientos culturales de la época son importantes, y pueden introducir algunas variantes en la percepción moral de algunas cuestiones, pero eso es muy distinto del relativismo.

Someter al hombre a tortura, condenar al inocente, quitarle la vida o privarlo de los derechos inalienables que le pertenecen como persona son ejemplos de acciones de suyo reprobables. Así de estrecha es la relación del hombre con la verdad y el bien. Ninguna situación histórica, peculiaridad cultural o razón política puede suprimir su irrestricta validez.

El riesgo del fanatismo

—¿De todas formas, y aunque se ha avanzado mucho, no te parece que sigue siendo preciso que la sociedad sea más tolerante y haya menos gente fanática?

Sin duda. El fanático es uno de los más grandes enemigos de la libertad. El fanatismo es como una plaga nauseabunda que anida en el corazón de quien no quiere ver el mal que hace. El fanático se pasa la vida denunciando el mal, pero nunca lo encuentra dentro de sí mismo (habitualmente porque está sumergido en él).

El fanático pretende poner a los buenos a un lado y a los malos al otro, y situarse en el lado de los buenos, y decir que a los malos se les puede maltratar: ese es el errado maniqueísmo de la dialéctica del fanático.

El fanático olvida que el fin no justifica los medios, que no puede buscarse un fin bueno –y además, dudosamente bueno, en la mayoría de los casos– empleando medios inmorales. Hay que perseguir el mal, pero dentro de la ley y dentro de la moral, y teniendo en cuenta siempre los principios fundamentales de la tolerancia.

—¿Y te parece que fomentar la tolerancia es eficaz para erradicar el fanatismo?

Por supuesto. Pero la tolerancia debe aplicarse correctamente, y que tiene unos límites, pues –como señala Innerarity– hay ocasiones en que es imposible describir o presenciar una injusticia sin protestar contra esa injusticia, y juzgaríamos una vileza cualquier empeño por parecer neutral.

Es una falsa alternativa la que plantea una única alternativa entre fanatismo por un lado y relativismo o escepticismo por otro: Como tantos extremos, la ceguera furiosa del fanático y la ceguera cínica del escéptico se tocan, cruzan y pactan entre sí.

Toda sociedad necesita de valores firmes, de convencimientos no hipotéticos. Esta necesidad resultaba evidente para los fundadores del estado de derecho: la abolición de la tortura y la esclavitud no fue el resultado de una hipótesis, ni los derechos humanos fueron una propuesta, sino una proclamación. La aparente terquedad con que se alzan determinados valores humanos innegociables responde a una profunda sabiduría.

Tolerancia y comprensión

—De todas formas, no siempre es fácil vivir conforme a la moral. Hay que esforzarse para lograrlo, y hay que ser comprensivo, de alguna manera, con quienes no lo logran.

Sí, siempre que eso no desemboque en un tolerarlo todo con la excusa de que no es fácil hacer el bien.

Si alguien comete un robo, una violación o un asesinato, hay que ser comprensivo con él, y quizá haya circunstancias eximentes o atenuantes, pero de modo general esos hechos –en sí mismos– nunca deben tolerarse.

Es cierto que ser buen conocedor de la dificultad que entraña la lucha por el bien aleja al hombre del fanatismo y le hace profundamente comprensivo, y eso es bueno.

Pero la convivencia humana exige una lucha individual interior contra las malas tendencias que todo hombre tiene, puesto que esa lucha tiene consecuencias también para quienes le rodean. Ni las leyes ni los jueces deben inmiscuirse en el fuero interno de las personas, pero las leyes y los jueces no lograrían hacer nada por la convivencia humana si no hubiera en los ciudadanos un esfuerzo individual por vivir de un modo ético.

Hay que ser comprensivo, por tanto, pero sin olvidar que la buena convivencia social –y por tanto, la tolerancia– implican una seria exigencia moral personal.

—¿Y no crees que hay épocas en las que quizá esa lucha es más difícil, y hay que ser aún más comprensivo? Hay quien dice que la única bondad es la indulgencia.

No es lo mismo tolerancia que indulgencia. Pero, en cualquier caso, si no se aplica correctamente, también la indulgencia puede ser injusta, destructiva y cruel. Con indulgencia solo, no se puede promover el bien, ni educar a nadie, ni hacer que impere la justicia.

Hay que ser comprensivo siempre, pero la comprensión no lo arregla todo. No hay que olvidar, además, que la moral no está pensada solo para los buenos tiempos, sino que, de hecho, cuando más falta hace es en los malos tiempos. Los malos tiempos no justifican las malas acciones ni la mala vida. Como dijo Tomás Moro, Los tiempos no son nunca tan malos como para impedir que un hombre bueno viva en ellos.

Fundamento de la tolerancia

El problema del "mal menor"

Tolerancia viene del latín tolerare –soportar, sufrir, sostener, llevar–, y es un término cuyo significado, como hemos visto, puede variar bastante según el contexto en que se emplee.

Su uso más común se refiere a una disposición de indulgencia y comprensión hacia el modo de pensar o actuar de los demás, aunque sea diferente al nuestro. En este sentido, de respeto a la legítima diversidad, la tolerancia tiene su fundamento en el reconocimiento de las libertades y los derechos fundamentales de la persona, que a su vez se remite a la dignidad humana.

En su sentido más específico, la tolerancia hace referencia a permitir algún mal, cuando existen razones proporcionadas. Y esto se debe a que hay acciones ilícitas que deben ser prohibidas y castigadas, y otras que sin embargo es preferible tolerarlas, pues: En algunas circunstancias puede ser moralmente lícito permitir un mal –pudiendo impedirlo–, en atención a un bien superior, o para evitar males mayores. Es más, A veces, puede incluso ser reprobable impedir un mal, si con ello se producen directa e inevitablemente desórdenes más graves.

Ya Tomás de Aquino, por ejemplo, señaló que es propio del sabio legislador permitir transgresiones menores para evitar las mayores. Los que gobiernan, toleran razonablemente algunos males para que no sean impedidos otros bienes importantes, o para evitar males mayores.

Como puede verse, la tolerancia –en este sentido suyo más específico– se remite directamente al problema moral del mal menor. El deber de reprimir el mal no es una norma última y absoluta de acción, sino que es un deber subordinado a normas más altas y generales, que en algunas circunstancias permiten –o incluso exigen– no impedir que otros actúen mal, para así evitar males más graves.

Parece por tanto que el fundamento último de la tolerancia, y lo que justifica permitir el mal menor cuando podría impedirse, es el deber universal y primario de obrar el bien y evitar el mal.

Como señala Fernando Ocáriz, "cuando reprimir un error comporta un mal mayor, la tolerancia está justificada y, en muchos casos, es incluso éticamente obligatoria. Es evidente que esto nada tiene que ver con el maquiavelismo de hacer un mal para obtener un bien, lo cual es siempre ilícito. No impedir el error no es lo mismo que hacerlo; a veces será complicidad con él, pero otras no".

En cualquier caso, y como ya hemos visto, la tolerancia no puede basarse en el relativismo (tolerar por considerar que no hay nada inequívocamente bueno o malo), ni en el escepticismo (tolerar por negar que existan criterios firmes que nos permitan distinguir lo bueno de lo malo, o lo verdadero de lo falso), ni en el individualismo o el indiferentismo personal o social (tolerar por considerar que no se puede intervenir legítimamente en la vida de los demás).

Cualquier intento de fundamentar la tolerancia en esos principios chocaría muy pronto con insalvables dificultades para justificar por qué se han de señalar unos límites a lo tolerable.

Un discernimiento no siempre fácil

Como ha señalado José Luis Illanes, el hombre ha de ser en todo instante un realizador del bien: esa es su dignidad y su misión, y es precisamente en ese servicio al bien donde radica su señorío sobre la historia.

La tolerancia no puede entenderse como indiferencia ante un mal que en nada nos interpela.

La conciencia de todo hombre debe verse urgida por la llamada a hacer el bien y, por tanto, a poner los medios a su alcance para promover en cuantos les rodean un actuar digno del hombre, buscando también que los ambientes y estructuras en que se mueve reflejen ese mismo espíritu.

Ahora bien, esa tarea debe hacerse compatible con el respeto a la libertad de los demás, y ahí es donde entra en juego la tolerancia.

—¿Y qué criterio crees que hay que emplear para distinguir cuándo una persona debe impedir lo que considera malo y, en el caso de las autoridades, señalar las correspondientes leyes o disposiciones coercitivas?

Es preciso hacer una valoración moral, atendiendo con rectitud al bien común, que es la única causa legitimadora de la tolerancia.

Debe juzgarse valorando con la máxima ponderación posible las consecuencias dañosas que surgen de la no tolerancia, comparándolas después con las que serían ahorradas mediante la aceptación la fórmula tolerante.

Como ejemplo, cabría citar el caso de un juez que decide en una ocasión concreta no castigar determinado delito –y por tanto, tolerarlo–, después de haber comprobado que las pruebas de la culpabilidad se han obtenido de un modo ilícito (por ejemplo, mediante tortura, o a través de una escucha telefónica ilegal). Actuando así, el juez puede dejar impune un mal comprobado, pero evitar que su decisión fomente que en adelante otras muchas personas usen de ese tipo de prácticas ilícitas para obtener pruebas, por considerarlo un mal mayor.

En unos casos, es algo que se aprecia de modo casi espontáneo con el sentido moral natural de las personas. Otros casos serán más complejos, y ese discernimiento será difícil, o incluso muy difícil.

La necesidad de limitar el ejercicio de la libertad externa –la interna no es propiamente restringible– solo puede fundamentarse en el bien común, que la autoridad debe custodiar según el orden moral natural, y no según sus propios intereses.

Porque está claro que un dictador puede decidir como le venga en gana, si se habla de poder en el sentido de posibilidad material de actuar, y dentro de las posibilidades de poder que tenga en su mano.

Y una autoridad política establecida democráticamente puede gobernar y legislar como quiera –también en el sentido de posibilidad material de actuar–, en virtud de la delegación de poder que han hecho en ella los ciudadanos.

Pero si hablamos no solo de sus posibilidades físicas de actuar, sino de si sus acciones son justas o no, hay que señalar que la autoridad política tiene una serie de limitaciones en su poder.

Y no me refiero solo a las limitaciones que provienen del riesgo de perder las siguientes elecciones; o a que los medios de comunicación o la propia opinión pública denuncien sus abusos; o a que los mecanismos defensivos de la democracia puedan poner freno a sus pretensiones.

Me refiero a limitaciones de tipo ético. Porque está claro que la autoridad política puede actuar en contra de la ley natural y, a la vez, conseguir eludir esos riesgos que acabamos de señalar. Pueden llegar a hacer auténticas barbaridades sin perder elecciones, sin perder el apoyo popular, y sin que los mecanismos democráticos puedan impedirlo. De hecho, así ha sucedido –y por desgracia con bastante frecuencia– a lo largo de nuestra historia (vuelvo a referirme otra vez a Hitler y Stalin, por citar a los más conocidos).

Cuando una ley o un gobierno se desvinculan de su fundamento, que es la búsqueda del bien común, se convierten en leyes o gobiernos injustos. Quizá por eso decía Platón que la seña de identidad del auténtico político es haber reflexionado profundamente sobre el sentido de la vida y sobre las cuestiones primeras, de las que dependen todas las demás. Porque si una ley contradice la ley natural, ya no es propiamente ley, sino corrupción de la ley.

Autorización positiva del mal

—Entonces, ¿dices que las leyes tienen que seguir siempre la ley natural?

Al menos no deben contradecirla. Sí cabe, por las razones apuntadas, y en busca siempre de un bien mayor, no castigar –tolerar– algunos actos contrarios a la ley natural. Por poner un ejemplo clásico, no penalizar la prostitución, o el adulterio. Sin embargo, una cosa es tolerar el mal, y otra declararlo legítimo de modo positivo.

—¿Esa distinción no supone un exceso de sutileza? En la práctica, es casi lo mismo.

La distinción es importante, porque autorizar positivamente un error moral es presentarlo como objeto de un derecho de la persona. Y que las leyes den derecho a hacer el mal sería ir contra lo que debe ser el objeto de las leyes: el bien común.

—Pero a veces es contraproducente perseguir algo. Ahí está, por ejemplo, el caso de la ley seca de Estados Unidos en los años veinte: se quiso luchar contra el alcoholismo y solo se consiguió crear una enorme industria y una sangrienta mafia en torno al negocio clandestino del alcohol.

Efectivamente, hay ocasiones en que perseguir un mal puede ser contraproducente, y por eso a veces el bien común exige tolerancia con el mal. En aquella ocasión comprobaron que perseguir el alcohol era peor que tolerarlo (cosa que no sucede, por ejemplo, con la droga).

Pero al suprimir la ley seca no se autorizaba positivamente un mal, sino que simplemente se toleraba que algunas personas hicieran un uso irresponsable del alcohol. Autorizar un mal, en este caso, sería que una ley reconociera expresamente el derecho de todo ciudadano a emborracharse hasta perder el sentido.

De todas formas, y por encima de cualquier consideración sobre los resultados, si se eliminara esa distinción entre tolerar un mal y autorizarlo positivamente, se destruiría la conexión entre Derecho y Moral: el ordenamiento jurídico dejaría de estar supeditado a la búsqueda del bien común, y perdería por tanto su fundamento estable y objetivo.

—Supongo que cabe que las leyes se limiten a penalizar un comportamiento inmoral solo en algunos casos particulares, sin que eso suponga una expresa autorización para los demás.

Cabe esa posibilidad, por supuesto. Aunque no siempre eso será lícito. Por ejemplo, parece que el homicidio o la violencia sexual deben penarse siempre, y sería un error despenalizar esos delitos en algunos casos.

—Bien, pero puede haber casos especiales, de enajenación mental, por ejemplo, en los que quepa aplicar atenuantes, o incluso eximir completamente de la pena.

Eso es otra cosa distinta. Todos los ordenamientos jurídicos establecen para esos casos una exención parcial o total de la responsabilidad penal del autor. Pero los atenuantes y eximentes nada tienen que ver con la pena que corresponde al caso general, que no puede quitarse.

¿Hacer un mal para lograr grandes bienes?

Muchas veces se presenta la posibilidad de actuar de un modo éticamente reprobable con objeto de lograr grandes bienes o evitar males mayores.

Podría ponerse el ejemplo del uso de la tortura, o del crimen por razón de Estado. Existen muchos argumentos en su favor: aseguran que ayuda a perseguir la delincuencia, tienen un efecto disuasorio y favorecen la labor de la policía.

Sin embargo, la conciencia moral hace bien cuando se resiste a tomarlos en serio. En todos esos casos, cualquier grandilocuencia sobre la intencionalidad que pretenda justificar su estentórea brutalidad, no es más que una parodia para ocultar de nuevo que, para ellos, el fin justifica los medios.

Aunque a veces el hombre sea débil ante esa tentación, y pueda caer en semejante error moral, está claro que no puede en absoluto defenderse nada semejante. Hay cosas que nunca pueden ser queridas con recta voluntad, cualesquiera que sean la intención del sujeto y las circunstancias concurrentes.

La tolerancia..., ¿es buena o es mala?

Ese difícil discernimiento del que hemos hablado, hace que la tolerancia presente siempre un riesgo de aplicarse erróneamente, tanto por exceso como por defecto.

Esta inevitable ambivalencia, propia de todas las virtudes y valores morales, debe tenerse siempre en cuenta, para no caer en ninguno de los dos extremos: Tan erróneo sería pasarse de intolerante como de tolerante.

—De todas formas, supongo que es mejor pasarse de tolerante que de intolerante, digo yo.

En este punto conviene precisar bien el sentido de las palabras, pues varía bastante si hablamos de tolerancia en su sentido más específico (permitir un mal), o en sentido amplio (respeto y consideración hacia las opiniones o prácticas de los demás).

Si te refieres a que más vale tener mucho respeto y consideración hacia la libertad de los demás que tener poco, es evidentemente así.

Pero si dices que más vale pasarse permitiendo el mal que no permitiéndolo, no estaría ya tan claro, pues el laxismo legislativo es tan indeseable como la hiperconstricción legal; y el permisivismo, tanto como el autoritarismo.

Es necesario un equilibrio entre ambos extremos erróneos. Si ser muy tolerante es poseer un grado muy alto de discernimiento en cuanto a la tolerancia, estoy de acuerdo; pero si ser muy tolerante es indiferencia ante el mal y el error que haya a nuestro alrededor, no estoy de acuerdo.

La tolerancia del mal no tiene por sí sola una calificación moral unívoca: habrá ocasiones en que será lo más conveniente o necesario para evitar que se produzcan males mayores; y habrá otras en que tolerar un mal equivaldrá a complicidad en ese mal y, por tanto, será éticamente reprobable.

Tolerancia y progreso social

La actual y progresiva sensibilidad por la tolerancia, en su sentido amplio, de respeto a la diversidad, debe considerarse globalmente como un importante progreso social.

Pero si consideramos la tolerancia en su sentido más específico, referida a la tolerancia del mal, la búsqueda de la máxima tolerancia –como si ese fuera el objetivo decisivo, y no el bien común– no puede asociarse a ningún avance social: no parece que el aumento del permisivismo haya de estar ligado necesariamente al progreso.

La tolerancia del mal, bien entendida y aplicada, resulta muy necesaria para el bien común y, por tanto, para el progreso social. Aunque también podría decirse que, en cierto sentido, el verdadero progreso social se nota sobre todo cuando la tolerancia del mal va siendo cada vez menos necesaria... porque hay menos males que tolerar.

A medida que una sociedad avanza en el establecimiento de la paz y la concordia, y logra que haya muchos valores positivos que vayan cundiendo en las personas que la componen; y va habiendo cada vez una mayor toma de conciencia de las necesidades de los demás, de la solidaridad y del servicio a sus conciudadanos; cuando todo eso va tomando cuerpo en la sociedad, cada vez se hace menos necesario permitir el mal, porque cada vez habrá menos.

Es evidente que nunca llegaremos a su eliminación completa, puesto que mientras el hombre sea libre continuará habiendo mal en el mundo, pero sí caben avances, y avances importantes.

Para ello, es necesario que las leyes busquen siempre ser conformes con la ley natural.

—Pero en cuanto alguien procura que las leyes civiles no contradigan en nada a la ley natural, es acusado de pretender constituir en ley sus propias opiniones, de intentar imponer un único concepto de justicia (que además es el suyo), o de querer moralizar de modo paternalista a una sociedad que ya es adulta.

Hombre, son razones un poco demagógicas, puesto que eso podría achacarse a cualquier persona que hablara de cambiar una ley. Cuando alguien propone cambiar una ley por otra, siempre lo hace porque piensa que la ley que él propone –que es su opinión– le parece una ley más justa que la anterior: por tanto, en ese sentido siempre se le podría acusar de imponer su concepto de justicia y de pretender moralizar de modo paternalista a una sociedad que ya es adulta.

Tampoco puede decirse que sea imponer un único concepto de justicia, puesto que dentro de la ley natural cabe un inmenso abanico de posibilidades legislativas: ser conforme a la ley natural no lleva forzosamente a una única ley, sino a las infinitas leyes posibles que no contradigan el mandato primario de la naturaleza.

La psicosis de la neutralidad

El fracaso de Summerhill

El famoso internado británico Summerhill, escuela que ha sido el buque insignia de la educación tolerante y anti-autoritaria, ha sido noticia a lo largo de estos últimos años por sus repetidas amenazas de cierre debido al bajo rendimiento de sus escasos sesenta alumnos.

Summerhill, fundado en 1921 por Alexander Neill, tuvo un espectacular auge en la década de los sesenta, pero después fue perdiendo gradualmente alumnos hasta quedar semidesierta.

Su método pedagógico era realmente peculiar: no había exámenes ni calificaciones, la asistencia a clase era voluntaria y la vida del centro se regía en gran medida de modo asambleario por los propios alumnos.

El caso es que los alumnos del internado de Summerhill no salían de él bien preparados. Apenas iban a clase, y su formación académica y humana presentaba –según un informe del Ministerio de Educación británico– asombrosas deficiencias.

El intento de aquella escuela por educar en la tolerancia y erradicar el autoritarismo merece todos los elogios. Sin embargo, sus resultados mostraron que en el planteamiento de fondo había mucha ingenuidad.

El fracaso de esta escuela británica viene quizá a recordar –muy en contra de las previsiones de su fundador– el fracaso del permisivismo, y el hecho de que toda persona ha de aprender a esforzarse seriamente si de verdad quiere conseguir cualquier objetivo valioso en su vida. Y sobre todo en esas primeras etapas de la infancia y adolescencia en las que se va conformando el carácter.

Por otra parte, para aprender a esforzarse seriamente en algo, resulta muy práctico procurar sujetarse –libremente, pero sujetarse– a un plan exigente. Y esto es así porque hacer lo que uno entiende que debe hacer supone muchas veces un esfuerzo considerable. Por eso, una educación responsable ha de llevar a plantear –o plantearse– un alto nivel de exigencia personal.

Y eso no significa ningún atentado contra la tolerancia, sino simplemente saber lo que es educar.

No tendría mucho sentido, por ejemplo, partir de la idea de que lo óptimo es dar todas las facilidades para actuar mal si uno quisiera, con la excusa de que así la opción por el bien sería más plenamente libre y meritoria. Tan inadecuada sería una asediante y habitual privación de libertad como dar ingenuamente facilidades para elegir el mal.

En el camino de cualquier proceso formativo o educativo es de gran importancia facilitar prudentemente la buena elección. No hay educación ni formación sin una cierta constricción, y por eso no hay que escandalizarse de que haya reglas y normas, que expresan precisamente el tipo de educación que uno libremente ha elegido.

Por ejemplo, si colocamos un vaso de ginebra delante de una persona alcoholizada, probablemente no podrá evitar tomarlo. Quizá presuma de ser persona liberada, pero parece más bien haber perdido una gran cuota de libertad de elección, pues sus decisiones son cada vez menos libres.

Hay restricciones que ayudan a conservar la libertad, a saber emplearla positivamente, a encauzarla, a no perderla siguiendo caminos que no tienen salida o que terminan súbitamente en un precipicio o se pierden poco a poco en las arenas de un desierto.

Las utopías libertarias son como elixires que, después de probarse, resultan desencantadores y frustrantes. No existen esas panaceas ni paraísos terrenales, y los que habían creído en tales promesas se sienten engañados. El hombre es un ser de capacidades limitadas, que vive en un medio adverso, y cuya libertad solo se desarrolla realmente cuando adquiere conciencia del deber, autodominio y ética, no cuando se deja encandilar por las promesas de la permisividad.

La conquista de la voluntad y la educación de los sentimientos

Como ha señalado Enrique Rojas, la voluntad es piedra angular del éxito en la vida, facultad capaz de impulsar la conducta y de dirigirla hacia un objetivo determinado.

La mayoría de los problemas que las personas se encuentran en la vida no se deben a una falta de información o de inteligencia, sino a una voluntad debilitada que impide poner en juego las propias capacidades.

Una voluntad fuerte es un elemento imprescindible en la búsqueda de la felicidad. Y muchas personas carecen de esa fuerza de voluntad porque han sido educadas en un clima de permisivismo. Y muchas veces ese permisivismo se ha originado por un mal entendido sentido de la libertad y la tolerancia.

—¿Eres partidario entonces de una educación muy exigente, recia, muy basada en el cumplimiento del deber y con pocas concesiones al sentimiento?

Soy partidario de la exigencia, de la reciedumbre, de cumplir los propios deberes. También de no caer en el sentimentalismo, en el sentido peyorativo de la palabra. En cambio, soy muy partidario de una correcta educación de los sentimientos, que es extremadamente necesaria.

—¿Cómo estableces ese matiz diferenciador entre sentimientos y sentimentalismo?

Hay que educar enseñando a esforzarse día a día en hacer lo que uno entiende que debe hacer, aprovechar el tiempo, sacar partido a los propios talentos, procurar vencer los defectos del propio carácter, buscar siempre hacer algo más por las personas que están a nuestro alrededor, mantener una relación cordial con todos, etc. Pero todo eso es muy difícil sin una motivación, puesto que la voluntad mejor dispuesta es la más motivada, y en la motivación está la clave de la educación de los sentimientos.

Hay que buscar que coincidan los juicios del propio sentimiento con la verdad moral y los valores en los que uno quiere educar.

Como señaló Jaime Balmes, el corazón es un poderoso resorte que despliega y multiplica las facultades del hombre: cuando va por el camino de la verdad y del bien, los sentimientos nobles y puros contribuyen a darle fuerza y brío; pero los sentimientos innobles, o depravados, pueden acabar extraviando al entendimiento más recto.

La persona motivada –continúo glosando ideas de Enrique Rojas– ve la meta como algo grande y positivo que puede conseguir. En cambio, desde la indiferencia no se puede cultivar la voluntad.

El hombre ilusionado sabe lo que quiere y adónde va, está siempre en vela y no se desmorona. Incluso en los peores momentos, siempre hay un rescoldo de esperanza bajo las cenizas. Ahí se apoya esa capacidad de volver a empezar, que hace grandes a las personas.

Para mantener fuerte y bien dispuesta la voluntad que precisa para lograrlo, es esencial ejercitarse en pequeños vencimientos, aunque no reporten ningún beneficio inmediato. En esos vencimientos hay entrenamiento y aprendizaje. Hay que batirse con uno mismo, porque el enemigo principal habita en nuestro interior y tiene diversos nombres: pereza, apatía, orgullo, búsqueda desenfocada de comodidad, falta de visión de futuro de uno mismo, egoísmo, etc.

Viejos tópicos. ¿Que pruebe un poco de todo?

—De todas formas, lo propio de la educación no puede ser simplemente acostumbrar a la gente a que haga unas cosas, sin pensarlo más, y ya está. Quizá en épocas pasadas se forzaba demasiado a la gente, y me parece que eso es malo. Creo que hay que hacer pensar, y no formar personas de respuesta aprendida, no dárselo todo ya pensado. Hay que contar más con lo que desean ellos, y que prueben diversas posibilidades, y luego elijan lo que les parezca mejor.

En lo de hacerles pensar, y en no ser pesados ni impositivos, estoy totalmente de acuerdo. Y en que hay que valorar en mucho sus deseos y sus aptitudes y no querer meterlos a presión en un molde educativo que no les deja desarrollar su personalidad, también, por supuesto.

Pero hay que ser prudentes en eso de que pruebe un poco de todo y luego elija lo que le parezca mejor. Porque puedes hipotecar su libertad.

—Será más bien al revés, ¿no?

Por ejemplo, sin consultar al hijo, se le enseña a caminar, quiera o no quiera. ¿Por qué? Porque aprender a caminar es algo bueno, mejor que su contrario, independientemente de que más tarde quiera ejercitar o no esa habilidad, camine de una manera o de otra, vaya a un sitio o a otro, más rápido o más lentamente.

En cambio, si no se le enseña a caminar, su futuro estará mermado por ese handicap. Y a partir de determinada edad, llegará incluso a ser una función difícilmente recuperable; y siempre más costosa y difícil que si hubiera aprendido a caminar a su debido tiempo.

Para educar en la libertad hay que optar por el aprendizaje.

Un aprendizaje debidamente programado en función de la edad y capacidades del sujeto. Porque si se opta por no enseñar a caminar, pensando que es la opción que deja mayor margen de libertad para en el futuro aprender o no, se opta en la práctica –bajo la bandera de la libertad– por la más lamentable pérdida de libertad.

Los padres traen a sus hijos al mundo sin contar con ellos. Sin contar con ellos deciden el idioma que van a hablar, la alimentación que recibirán, dónde y cómo vivirán, el colegio al que irán, etc. Eso es lo natural, y renunciar a hacerlo sería como un triste tributo a una renuncia irreflexiva e injusta de la libertad.

Es cierto que si los padres no tomaran esas decisiones –supliendo así la falta de discernimiento de sus hijos–, conseguirían que su infantil libertad permaneciera intacta. Pero pretender a todo trance mantener intacta la libertad produce siempre una fuerte devaluación de la misma libertad. Con su falta de uso, se marginan muchas de sus grandes potencialidades.

La quimera de la "educación neutra"

Creo que a casi todos hoy día nos gusta presentarnos como personas neutrales, en el sentido de personas independientes, objetivas, ecuánimes. Ser hombre neutral es hoy casi sinónimo de persona cuyas opiniones son las únicas que están varadas en la objetividad.

Siempre me ha parecido que se trata de un deseo loable, que fomenta un buen entendimiento de la tolerancia y aleja las actitudes impositivas y prepotentes.

Sin embargo, si no se tiene un cierto cuidado, se corre serio peligro de pensar que la objetividad se asegura desvinculándose de todo, no formando parte de nada, no defendiendo nada.

La obsesión por la neutralidad es una de las mejores formas de acabar sin ninguna idea propia dentro de la cabeza.

Y eso es lo que fácilmente sucede con los que propugnan con gran seriedad la llamada educación neutra, que consiste básicamente en una educación en la que a nadie se puede transmitir convicciones firmes ni valores bien asentados.

¿El motivo? Siempre el mismo. Dicen que inculcar esos valores y esas convicciones sería una manipulación, un adoctrinamiento. Aseguran que con ello se restringiría su libertad, puesto que siendo tan jóvenes no pueden aún saber si desean o no esos valores y esas convicciones, y tampoco saben si cuando sean mayores querrán ejercitarlos.

En la educación neutra solo se inculca una firme convicción: la de no tener convicciones firmes. Y solo hay un valor intocable: la neutralidad. Hay un pequeño detalle que suele pasar inadvertido: no suelen explicar cómo saben que los niños sí desean esos sacrosantos principios de neutralidad que rigen inapelablemente su esquema educativo.

Por otra parte, un análisis mínimamente profundo revela que tal neutralidad es contradictoria. Optar por la tal educación neutra supone siempre elegir. Es más, supone determinarse por un tipo muy concreto de educación, elegir un sistema educativo informado por el dudoso valor de la neutralidad, que se pretende destacar como valor supremo de entre todos los demás valores posibles.

Uno de los puntos en que mejor se retrata la educación neutra es en todo lo relativo a las creencias religiosas. Escuela neutra significa tanto como educar en un sistema impermeable a la acción de cualquier principio religioso. Como ha señalado Aquilino Polaino, educación neutra y educación agnóstica se ensamblan bien, se superponen hasta casi la coincidencia, acabando por significar en este contexto una única y misma cosa. Neutralidad aquí es sinónimo de educar en el agnosticismo, y es dudoso que eso sea neutral.

Hay que pensar que el educando tampoco ha sido consultado sobre si desea o no una educación diseñada de esta forma, cuya consecuencia inmediata, aparte de otras, es el escepticismo vital, la duda bien establecida respecto de qué es bueno y qué es malo, y un categórico agnosticismo desde la más tierna infancia.

La quimera de la escuela neutra resulta en la práctica una falacia, puesto que detrás de cualquier comportamiento o modelo educativo siempre subyace –implícita o explícitamente– un código ético. Los profesores no se ocupan solo de instruir, sino de educar, y saben bien que hasta en el modo de dirigirse a un alumno subyace un significado, un sentido antropológico, y saben perfectamente que la tal neutralidad es imposible.

Los primeros pasos en el bien

Chesterton decía que el interior del hombre está tan lleno de voces como una selva: caprichos, locuras, recuerdos, pasiones, temores misteriosos y oscuras esperanzas. La correcta educación, y el correcto gobierno de la propia vida –decía–, consisten en llegar a la conclusión de que algunas de esas voces tienen autoridad, y otras no.

En la educación neutra, sin embargo, se insiste en no conceder autoridad previa a ninguna de esas voces (unas veces buscando que preste igual atención a todas, y otras evitando que oiga ninguna).

La neutralidad es una curiosa forma de comprometerse, vincularse y autodeterminarse. Lo que subyace detrás de esa actitud no es, probablemente, un profundo amor por la libertad, sino más bien un profundo miedo a la libertad, que lleva habitualmente a una espiral de progresivo empobrecimiento.

Por el contrario, las personas que aceptan el riesgo de usar la libertad, es cierto que quizá renuncian a muchas cosas, pero, a cambio, se enriquecen con las consecuencias de lo que han elegido y, en el caso de los padres, enriquecen con ellas a sus hijos. Cuanto mejor eligen los padres, y más se comprometen con los valores que han escogido, tanto más enriquecen a sus hijos al educarles en ellos.

Por esa razón, sería lamentable que a la hora de pensar en los valores en que los hijos deben educarse, o en la religión, unos padres dijeran que han decidido educar en la neutralidad, que desean en este punto ser independientes, con idea de que ya luego él o ella decidirán por sí mismos cuando sean mayores.

—Pero es lógico que sean él o ella quienes decidan cuando sean mayores, ¿no?

Por supuesto, pero para poder decidir a dónde se camina hay que haber aprendido a caminar. O, siguiendo con el ejemplo anterior, si un creyente educa a sus hijos en el agnosticismo, es muy difícil que luego ellos puedan decidir con libertad respecto a la religión.

Si una persona piensa que Dios realmente existe, y cree que su fe es la verdadera (porque si no piensa eso, el problema es que no tiene fe), parece claro que si no educa a sus hijos en esa fe, está orientando erróneamente sus vidas, puesto que les educa de espaldas a lo que considera verdadero.

Y si espera mucho tiempo, comprobará que hay situaciones que cuando llegan ya es demasiado tarde para salir de las redes del engaño que han tejido a su alrededor, y que las cosas no son luego revocables a nuestro gusto, como una fácil retórica de las buenas intenciones quisiera hacernos creer.

Además, nadie se enfrenta igual con su existencia si piensa que es una criatura de Dios, que si cree ser un simple fruto del azar evolutivo. Una persona no encara los problemas derivados de la responsabilidad moral de la misma manera si se considera a sí mismo que es mero fruto de un determinismo biológico, que si es consciente de su libertad y dignidad como persona creada y querida por Dios.

Es importante educarse desde muy pronto en el esfuerzo por hacer el bien y con ello agradar a Dios. Esa lucha es importante, porque ningún hombre conoce el mal que hay en él, hasta que no ha tratado de esforzarse por vencerlo. Solo los que resisten la tentación conocen su fuerza.

Los primeros pasos en el bien son muy importantes, de la misma manera que quizá los primeros pasos en el error son aquellos de los que más deberíamos guardarnos.

—Pero si se les educa en una religión, tampoco serían libres luego los hijos para dejarla...

En la práctica no sucede así. Adquirir un valor positivo es una tarea no siempre fácil; sin embargo, abandonarlo –ocasional o habitualmente– es bastante más sencillo.

Por ejemplo, educar a un hijo en la sinceridad requiere una serie de esfuerzos educativos por parte de padres y profesores. Si finalmente el chico o la chica adquieren la virtud de la sinceridad, eso no hace que dejen de ser libres para mentir siempre que quieran. Sin embargo, si no llegan a adquirir esa virtud, difícilmente serán en el futuro libres de mentir o no: estarán terriblemente condicionados por la tendencia a la mentira, y serán –en ese sentido– mucho menos libres.

O –poniendo una comparación automovilística–, por muchos miles de veces que uno haya frenado ante un semáforo en rojo, el día que le dé la gana puede llegar a su altura y pisar el acelerador. Sigue siendo libre. Lo que esclaviza y hace perder la libertad es la servidumbre del vicio y del error.

Educar con profundidad en unas determinadas creencias es una labor constructiva de verdadera artesanía, un reto para la familia y la escuela. Pero abandonar luego esas creencias, o actuar puntualmente en contra de ellas, no es cosa muy difícil (esto es fácilmente constatable), y es evidente que apenas restringe la libertad.

Sin embargo, si a un chico o una chica se le inculca desde su infancia el agnosticismo, y se hace que relativice todas las creencias religiosas, será realmente difícil luego abrir su mente a la trascendencia.

—Pero a muchos de los que tenemos cierta edad nos quedan todavía muchos recuerdos de autoritarismo riguroso en materia de religión, de formalismo minucioso, que nos han dejado una profunda actitud de rechazo.

Estoy de acuerdo. Pero ese rechazo no debe llevarnos al otro extremo, igualmente erróneo.

Cada matrimonio tiene una forma de entender la vida que le ha de llevar a hacer un proyecto sobre la educación de sus hijos que englobe todos los aspectos y valores, también los religiosos. Y si educan a sus hijos comunicándoles esas creencias, con ello no les privan de su libertad; es más, les privarían de ella si les abandonaran y les dejaran a merced de las circunstancias sin la debida educación.

Unos padres sensatos harán todo lo que esté en su mano para que sus hijos aprendan a administrar bien su libertad. Y no pensarán para ello en una escuela neutra, aséptica, desdibujada, que corre el peligro de dejarlos sumidos en el escepticismo o sometidos a las cadenas de su propia debilidad.

Los padres han de buscar una escuela donde se vivan unas convicciones que sean congruentes con su propio proyecto personal de vida.

De lo contrario, mucho me temo que la opción por la neutralidad, en su afán de formar un adulto neutral, concluya más bien formando un adulto en buena parte neutralizado por el escepticismo. No es nada infrecuente, por esas ironías del destino, que el tan ansiado independentismo permanezca lejano, a años luz del triste resultado que finalmente se alcanza.

Una fina escultura dentro de un bloque de mármol

Como asegura Bloom, el profesor, lo quiera o no, se halla guiado por el conocimiento, o al menos la intuición, de que existe algo que podría llamarse naturaleza humana, y que su tarea como educador consiste precisamente en ayudar a su realización en sus alumnos.

El profesor sabe que su propia visión de lo que es la naturaleza humana puede hallarse quizá un poco velada, y que su capacidad como educador puede ser más o menos limitada, pero comprende que su misión está encaminada hacia algo que le trasciende, que se encuentra por encima de él y que le suministra una pauta para juzgar el nivel de logro en su trabajo.

El profesor, como cualquier madre o padre de familia, corre el peligro de caer en diversos reduccionismos en su tarea de educador:
el peligro de adoctrinar, en vez de enseñar;
el de solo instruir, en vez de educar;
el de troquelar, en vez de desarrollar la personalidad.

Educar no es meter a los hijos, o a los alumnos, en un molde a presión. La verdadera labor del educador es mucho más creativa. Es como descubrir una fina escultura dentro de un bloque de mármol, quitando lo que sobra, limando asperezas y mejorando detalles.

Se trata de ir ayudando a quitar defectos para desvelar así la riqueza de una personalidad irrepetible, una forma muy personal de ser y de entender las cosas. Educar en la libertad significa, entre otras cosas:
ayudar a preguntarse a uno mismo qué significa ser libre, y a adquirir conciencia de que la respuesta no es ni evidente ni inalcanzable;
entender que no hay una vida sensata si uno no tiene mínimamente presente esa pregunta y reflexiona sobre las alternativas que se le presentan; y
saber que muchas de esas alternativas serán contrarias a las propias inclinaciones o apetencias, o a las de la época en que uno vive.

La persona educada en la libertad es aquella capaz de rechazar las respuestas fáciles y acomodaticias, y no porque sea persona obstinada, o por el simple deseo de ser original, sino porque busca otras respuestas de más digna consideración.

Por eso, el buen educador:
observa y escucha a sus educandos –los alumnos, los hijos, etc.– con sumo interés;
procura conocer cuáles son sus intereses, sus pasiones, sus curiosidades, sus anhelos, su experiencia en la vida;
se esfuerza en conocer y comprender a una generación que no es la suya; y
al final de su tarea, si es buen educador, sentirá un sincero agradecimiento hacia quienes ha tenido el privilegio de educar, porque habrá aprendido mucho de ellos.

Para educar bien hay que tener una sana pasión por encontrar verdades sobre la vida.

Y para hacerlo es preciso muchas veces bucear en otros lugares y otros tiempos, reservar un tiempo para leer, escuchar, pensar y hablar sobre estos temas.

Cada nave debe izar su propia bandera

Aristóteles decía que la buena educación consiste en acostumbrar a los niños desde su más tierna edad a alegrarse o entristecerse, sentir amor u odio, precisamente por lo que es digno de amor u odio.

La educación abarca todas las dimensiones de la persona, y al menos en sus primeras etapas necesita desarrollarse dentro de un marco de coherencia. Si en las edades escolares se reciben habitualmente en la escuela mensajes educativos difícilmente conciliables con los recibidos en la familia, el resultado suele ser una educación con abundantes contradicciones internas.

En edades posteriores, hay quizá una mayor capacidad de asumir mensajes y criterios contradictorios, pero en edades tempranas el resultado suele ser la descalificación de uno de los ámbitos (lo escuchado en la escuela o lo escuchado en la familia), o bien el escepticismo, o una confusa agregación de ideas incompatibles, que vienen a formar en su cabeza un resultado final fragmentario, falto de maduración y de reflexión personal, y cuajado de incoherencias en la personalidad y en los valores.

Si entendemos por educación algo más que un simple servicio de instrucción, a cargo del Estado, sobre los conocimientos mínimos que debe adquirir un ciudadano, parece muy necesario facilitar que haya complementariedad y coherencia entre la educación que se imparte en la familia y en la escuela.

Por esa razón, es importante que el Estado deje una amplia autonomía a los ciudadanos para crear instituciones educativas, y facilite después que los padres puedan elegir la que consideren más adecuada para sus hijos. Es algo que por fortuna está ya felizmente asumido en muchos países: basta con superar el prejuicio de considerar que solo el Estado sabe gestionar el interés público y atender sus necesidades.

—Pero el Estado tiene una serie de deberes y obligaciones en lo referente a la enseñanza, supongo.

Por supuesto, y no debe abdicar de su grave responsabilidad en este campo. Pero nunca ha sido buena solución establecer un fuerte intervencionismo estatal en materia de educación. Los objetivos prioritarios de unos poderes públicos preocupados por la justicia en el campo educativo deberían ser fundamentalmente dos: igualdad de oportunidades y fomento del pluralismo en las instituciones educativas.

El monopolio estatal de la enseñanza impediría el necesario y legítimo pluralismo. La sociedad civil debe tomar el protagonismo que le corresponde, pues no hace ninguna falta que el Estado se proponga tener en su plantilla a todo aquel que quiera dedicarse a la noble y necesaria tarea de enseñar.

Es preciso respetar el derecho preferente de los padres a elegir centro educativo para sus hijos de acuerdo con sus propias convicciones (así lo recuerda el artículo 26 de la Declaración Universal de los Derechos Humanos), y una efectiva libertad para elegir escuela exige facilitar el acceso a la enseñanza de iniciativa privada y diversificar las escuelas estatales.

Además –como señala José Manuel Cervera–, someter la enseñanza a la ley de la oferta y la demanda parece tener ventajas claras; mientras que el monopolio de las escuelas estatales en sus zonas presenta un inconveniente básico: esos centros tienen un público cautivo y el presupuesto asegurado, con independencia de que mejoren o empeoren, o de que los alumnos aprendan o no.

Es preciso que los padres –o los propios hijos, cuando ya son mayores– puedan elegir el centro más acorde con su modo de pensar y de entender las cosas. Eso sí, la integridad exige que las cosas se llamen por su nombre, y no sería correcto que una escuela se especializara en formar escépticos bajo la bandera de la neutralidad: cada nave debe izar su propia bandera.

Una buena educación en la libertad

Cualquier educador sabe que la libertad es un concepto complejo, y su interpretación simple y anárquica se autocondena. Es más, sabe bien que una liberación importante es la liberación de la tiranía del permisivismo.

Una educación en la libertad ha de educar para la libertad, pero empobrecerá penosamente si trata de educar solo por medio de la libertad.

Los jóvenes necesitan recibir y sentir certidumbres para liberarse de la experiencia casi carcelaria del escepticismo. Necesitan una educación que les libere del viejo pero persuasivo tabú de que la duda permanente es signo de modestia y de tolerancia, mientras que demostrar certidumbres es dogmático y dictatorial.

No puede olvidarse que hay convicciones que fundamentan la tolerancia, y hay dudas que hacen tolerar la intolerancia más brutal.

La duda no es más que una estación de transbordo, un empalme hacia las respuestas, como estas lo son hacia su aplicación.

Aunque parezca paradójico, una educación liberal se nutre de convicciones firmes.

Libertad religiosa en una sociedad plural

Un curioso caso de laicidad

Hace pocos años, el Tribunal Supremo norteamericano tuvo que salir al paso de una curiosa interpretación del principio de aconfesionalidad del Estado.

Las autoridades educativas del Estado de Nueva York permitían el uso de las escuelas públicas, fuera del horario de clases, a las más diversas organizaciones ciudadanas.

Se cedían las aulas y salones de actos para charlas y conferencias sobre las cosas más variopintas. Para todo, excepto para aquello que tuviera algún carácter religioso: se alegaba que permitirlo violaría el principio de separación entre Iglesia y Estado.

A raíz de una denuncia interpuesta por un pastor evangélico al que negaron el uso de la escuela para poner unas películas sobre la concepción cristiana de la familia, el Tribunal Supremo ha acabado finalmente por darle la razón.

Con una buena dosis de sentido común, la sentencia ha reprobado a las autoridades educativas neoyorquinas, señalando que en vez de defender la tolerancia religiosa estaban lesionando –con esa discriminación– la necesaria libertad de expresión de los ciudadanos.

En el futuro, la jurisprudencia norteamericana podrá defender mejor a sus ciudadanos de este tipo de excesos de celo, propios de lo que podría denominarse la intolerancia laicista.

El engaño de la intolerancia laicista

El engaño de la intolerancia laicista es casi siempre el mismo. Se parte de la idea de que las leyes no deben reflejar principios derivados de ninguna religión, con objeto de lograr así que sean válidas para todos los ciudadanos de cualquier fe o de ninguna.

Con ese artificio dialéctico, presentan su posición –que denominan la posición laica–, no como uno de los términos en discusión, sino como la solución impuesta previamente y que debe ser punto de coincidencia inicial para todos, ganando así de antemano el debate.

Como es obvio, este tipo de victorias ideológicas a priori son poco conciliables con el pluralismo y con las normas más elementales del buen uso de la inteligencia.

El hecho de que una opinión se denomine a sí misma "laica" y no coincida con ninguna religión no significa que esté instalada en el vacío filosófico, ni que sea neutra, ni que sea válida para todos.

Es caer en un curioso dogmatismo, una especie de confesionalismo ideológico impuesto en nombre del mismo abuso del que se acusa a los demás.

Por otra parte, tratar de imponer que solo es admisible una religiosidad dispuesta a transigir en todo lo que la máquina del Estado diga o haga, es una ingeniosa manera de amordazar las inteligencias de los ciudadanos.

Marcar con la sospecha de intolerancia a todo aquel que mantiene convicciones religiosas profundas es muy poco tolerante.

La laicidad estatal

La laicidad estatal bien entendida tiene un sentido positivo. Como acertadamente señaló una reciente sentencia de la Corte Constitucional Italiana, la laicidad del Estado no implica indiferencia del Estado ante las religiones, sino garantía del Estado para la salvaguardia de la libertad religiosa, en régimen de pluralismo confesional y cultural.

En Alemania, por ejemplo, las leyes son extremadamente favorables a las confesiones religiosas, debido fundamentalmente al reconocimiento por parte del Estado alemán de la inmensa labor caritativa, social y educativa de las grandes iglesias tradicionales.

El Estado debe rechazar cualquier intento de ser usado como brazo secular de tal o cual iglesia, de la misma manera que las iglesias deben también rechazar cualquier intento estatal de restringir su libertad encerrándolas en el ámbito de lo privado.

—¿Eres partidario de que haya diálogo institucional entre el Estado y las diversas confesiones religiosas?

Actualmente, las relaciones entre el Estado y las diversas confesiones religiosas se reducen fundamentalmente a dos sistemas: el de concordatos o acuerdos bilaterales con cada iglesia (España, Italia, etc.), y el de establecer un marco legislativo común para todas (Estados Unidos).

Ambos sistemas están funcionando, cada uno con sus ventajas y sus inconvenientes, y no es fácil decir cuál es mejor. A veces hay conflictos, pero quizá de ellos salen con frecuencia debates constructivos que abren nuevos espacios de libertad.

Lo que sí parece siempre rechazable es cualquier intento de restringir la libertad de movimientos de esas iglesias negándoles la necesaria cobertura jurídica, con la pretensión –clásica en el viejo dogmatismo liberal– de confinarlas en el ámbito de lo privado.

Sería una peligrosa especie de celoso monopolio estatal en cuanto a la visión del hombre. Y es fácil –como casi siempre sucede con los monopolios–, que para quien goza de él le parezca la mejor solución, pero no por eso dejaría de ser un torpe abuso por parte del Estado.

Fundamentalismos

El fundamentalista –explica Rafael Navarro-Valls– racionaliza una verdad, que considera universal, y de esa racionalización deduce el derecho a imponerla a los demás.

Los relativistas, por el contrario, dicen que la libertad no tiene el deber de reconocer la verdad, por considerar que no hay nada inequívocamente verdadero o falso.

—¿Y cuál crees que la solución válida?

Una tan distinta del fundamentalismo como del relativismo: la unidad entre libertad y verdad, de la que ya hemos hablado. La verdad metafísica es una verdad universal, pero una verdad que nadie puede pensar para otros: debemos pensarla nosotros mismos.

La libertad debe buscar la verdad, pero no debe luego imponerla, sino proponerla, que es algo bien distinto.

Aunque, lógicamente, eso no quita que haya algunas verdades que uno pueda querer imponer. Por poner un ejemplo, nadie diría que el derecho a defender la propia vida frente al ataque de un agresor injusto es una simple opinión, sino una verdad que estamos dispuestos a imponer a cualquiera que intente negarla (sobre todo si lo hace en la práctica, intentando quitarnos la vida).

Pero el fundamentalismo va mucho más lejos. El fundamentalista pretende tener el monopolio de la verdad (como esos profesores a los que les molesta que los niños sepan algo que no les ha enseñado él mismo), y sobre todo el fundamentalista se considera luego con derecho a imponer esa verdad a los demás.

Para el fundamentalismo –explica Jorge Vicente Arregui–, la religión es el fundamento único del sistema social: la sociedad es religiosa, los vínculos sociales son religiosos y, por tanto, el sistema cultural entero es religión.

En el fundamentalismo religioso no hay ningún espacio social que no acabe por confundirse con la religión, ni diferencia alguna entre las esferas de la vida humana: cultura y religión se identifican en una única esfera que todo lo abarca. El fundamentalismo es siempre crispado, es miedo a la libertad, dejación absoluta del hombre en el sistema.

La instrumentalización que el fundamentalismo hace de Dios es absoluta: es un simple fundamento del sistema. No es un Dios vivo, sino como una especie de cimiento de hormigón armado. Como ha señalado Frossard, los fundamentalistas son personas empeñadas en hacer la voluntad de Dios, lo quiera Dios o no lo quiera.

El concepto fundamentalista de la religión es, en el fondo, profundamente ateo, puesto que no considera a Dios siquiera como un interlocutor, sino como una simple pieza de cierre, como la clave de la bóveda de su impenetrable sistema cultural.

¿Busca la Iglesia un nuevo mundo católico bajo su dominio?

—Se ha acusado a veces a los católicos de estar buscando, con lo de la nueva evangelización, un retroceso en la historia para reedificar un Occidente dominado por ellos, con idea de hacer así una especie de nuevo mundo católico bajo la guía del Papa.

No digo que no haya algún católico que lo haya pensado, porque hay gente para todo, pero la Iglesia católica en absoluto tiene esas intenciones. Por el contrario, ha afirmado repetidamente la importancia de respetar la libertad religiosa y de aceptar las reglas y los riesgos de la dialéctica social de la libertad, la tolerancia y el pluralismo.

—Pero esto no ha estado siempre así de claro a lo largo de la historia del cristianismo, me parece.

La defensa de la tolerancia religiosa es patente en los orígenes del cristianismo. Era algo, además, muy fácil de entender para los primeros cristianos, que habían sufrido en su carne toda la crueldad de la intolerancia religiosa del Imperio Romano.

Cabe citar, por ejemplo, la famosa frase de Tertuliano no es propio de la religión obligar a la religión: para los primeros cristianos, la convicción de tener la verdad no les hacía pensar en imponerla coactivamente, sino todo lo contrario: como el acto de fe es libre, lo propio es la tolerancia, y eso no por simple conveniencia social, sino desde la raíz misma de la religión. Según la clásica distinción que acuñaron los primeros Padres de la Iglesia, no hay dificultad alguna en rechazar el error y, al tiempo, tratar con la mayor cordialidad al que yerra.

Es verdad que, como dices, la historia, con bastante frecuencia, no siguió luego esos derroteros. El error no tiene derechos, se decía; y por tanto, tampoco el errante. Y como el error es malo, se puede utilizar la fuerza para reducir al errante al verdadero camino.

—Y parece que fueron los católicos quienes más olvidaron la tolerancia religiosa.

El empleo de la fuerza para combatir la heterodoxia –continúo glosando ideas de Rafael Gómez Pérez– no fue un hecho particular del catolicismo, sino algo corriente en todas las partes, culturas y confesiones hasta bien entrado nuestro tiempo.

Baste pensar en la intolerancia de Lutero contra los campesinos alemanes, que produjo decenas de miles de víctimas; o en las leyes inglesas contra los católicos, cuyo número era aún muy elevado al comienzo de la Iglesia anglicana; o en la suerte de Miguel Servet y sus compañeros quemados en la hoguera por los calvinistas en Ginebra.

Hay que decir, para ser justos, que ese era el trato normal que se daba en la época a los delitos, y el de opinión era considerado como el más grave. En esto coincidían Lutero, Calvino, Enrique VIII y Carlos V o Felipe II. En una época en que todo el mundo se sentía y confesaba cristiano –con influencia en casi todas las manifestaciones de la vida– la herejía (o lo que se suponía tal) era un grave delito contrario a los mismos cimientos de la convivencia.

No se puede olvidar que, para bien o para mal –probablemente, para mal– política y religión estuvieron bastante confundidas durante la mayor parte de la historia de Occidente. Y fuera de Occidente ocurría algo muy parecido.

Además, las posturas heréticas iban con frecuencia dirigidas a la conquista del poder. Así sucedió, por ejemplo, con el luteranismo, cuyo rápido avance se debió en buena parte a la habilidad con que Lutero logró el apoyo de algunos príncipes alemanes que, de ese modo, conseguían distanciarse del emperador Carlos V.

En los primeros siglos, sin embargo, los cristianos fueron extraordinariamente tolerantes en materia religiosa. La historia dio luego muchas vueltas –en algunos vericuetos se llegó a prácticas que avergüenzan–, pero teológicamente nunca ha estado cerrado el camino de la tolerancia. Y, afortunadamente, hace ya mucho tiempo que es rara la intolerancia en países de mayoría católica.

Es más, echando un vistazo a la situación mundial en este siglo, puede decirse que la tolerancia ha germinado fundamentalmente en los países de mayor tradición cristiana. En cambio, la intolerancia se ha mostrado con gran crudeza en los países gobernados por ideologías ateas sistemáticas (Tercer Reich nazi, la URSS y todos los países que estuvieron bajo su dominio, China, etc.). También la violencia del integrismo islámico sigue bastante presente en los países donde su religión aún no ha alcanzado el poder político (Senegal, Níger, Mauritania, Chad, Egipto, Marruecos, Tanzania, Argelia, etc.); y donde ya lo han alcanzado (Arabia, Irán, etc.), la tolerancia religiosa es prácticamente inexistente. Y otros países asiáticos no islámicos (India, China, etc.) no parecen mejorar mucho la situación.

Sin embargo, curiosamente, se sigue hablando más de la Inquisición, desaparecida hace ya mucho tiempo, que de las actuales persecuciones religiosas, dolorosamente actuales en tantos lugares.

Violencias perpetradas en nombre de la fe

—De acuerdo, pero ¿qué dice la Iglesia católica de todos esos errores que aparecen en su historia?

La Iglesia lamenta los errores de sus miembros, recordando todas las circunstancias en que, a lo largo de la historia, se han alejado del verdadero espíritu del Evangelio y han ofrecido al mundo, en vez del testimonio de una vida inspirada en los valores de la fe, el espectáculo de modos de pensar y actuar que eran verdaderas formas de antitestimonio y de escándalo.

La Iglesia busca sin cesar la conversión y la renovación, animando a sus miembros a purificarse mediante el arrepentimiento de sus errores, infidelidades, incoherencias y lentitudes.

De hecho, Juan Pablo II no dudó en hacer un reconocimiento público y una petición de perdón por los errores que los miembros de la Iglesia católica hubieran podido cometer en estos dos milenios. Reconocer los fracasos de ayer es siempre un acto de lealtad y de valentía, que además refuerza la fe y facilita hacer frente a las dificultades de hoy.

La Iglesia no desea permanecer en silencio ante tantas violencias que han sido perpetradas en nombre de la fe, especialmente en algunos siglos. "Es cierto –señalaba Juan Pablo II– que un correcto juicio histórico no puede prescindir de los condicionantes culturales del momento, bajo cuyo influjo pudieron creer de buena fe que un auténtico testimonio de la verdad comportaba la extinción de otras opiniones, o al menos su marginación. Muchos motivos convergen con frecuencia en la creación de premisas de intolerancia, alimentando un ambiente pasional del que solo los grandes espíritus verdaderamente libres y llenos de Dios lograban de algún modo sustraerse. Pero la consideración de todos esos atenuantes no dispensa a la Iglesia del deber de lamentar profundamente las debilidades de tantos hijos suyos, que han desfigurado su rostro, impidiendo reflejar plenamente la imagen del Señor crucificado, testigo insuperable de amor paciente y de humilde mansedumbre. De estos trazos dolorosos del pasado emerge una lección para el futuro, que debe llevar a todo cristiano a tener bien en cuenta el principio de oro señalado por el Concilio: La verdad no se impone sino por la fuerza de la misma verdad, que penetra con suavidad y firmeza en las almas".

La Iglesia católica no teme en absoluto reconocer esos errores, porque el amor a la verdad es fundamental (no hay una verdad buena y otra mala: la que conviene a la Iglesia y la que puede molestarla), y también porque esas violencias no pueden atribuirse a la fe católica, sino a la intolerancia religiosa de personas que no la asumieron correctamente.

El libre mercado de las ideas

La Iglesia católica se propone una nueva evangelización, pero basada en el anuncio y el testimonio, llevado a cabo respetando las conciencias y en medio de la pluralidad de religiones, iglesias y confesiones que configuran las creencias del hombre de hoy.

La fe exige siempre la libre adhesión del hombre, y no teme entrar en el libre mercado de las ideas.

La verdad se debe buscar siempre de modo apropiado a la dignidad humana, es decir, mediante la investigación, la enseñanza, la educación, y una comunicación en la que unos y otros exponen la verdad que creen haber encontrado, a fin de ayudarse mutuamente en esa búsqueda.

—¿Y la Iglesia católica busca influir en los Estados?

La Iglesia no busca ningún poder político. Pero su fe no es un simple sentimiento vago y descomprometido que pueda permanecer impasible ante la injusticia. Por eso la Iglesia recuerda con frecuencia a los católicos que no es posible vivir seriamente el Evangelio sin que repercuta profundamente –a través de una responsable acción personal– en las estructuras sociales y en la ordenación misma de la sociedad.

La gestión política de la sociedad no entra en la misión de la jerarquía eclesiástica (esa tarea forma parte de la vocación de los laicos que actúan por propia iniciativa de ciudadanos), pero su mensaje abarca todo el orden moral y, particularmente, la justicia, que debe regular las relaciones humanas.

Por eso la jerarquía de la Iglesia, además de proclamar principios morales referentes al orden social, tiene el derecho y el deber de emitir, en una situación determinada, un juicio moral, para denunciar el mal y ayudar a sacar a la luz el bien, animando así a los católicos a buscar soluciones de forma positiva.

Un nuevo y sorprendente sistema represivo

Como ya hemos señalado, la Iglesia católica reitera que la verdad se impone solo por la fuerza de la misma verdad, que penetra con suavidad y firmeza en las almas, y que la conversión a la fe, o la vocación a una determinada institución de la Iglesia, debe proceder de un don de Dios que solo puede ser correspondido con una decisión personal y libre, que ha de tomarse siempre con entera libertad, sin coacción ni presión de ningún tipo.

En este sentido la tradición cristiana habla desde muy antiguo de propagar la fe y de hacer proselitismo, para referirse al celo apostólico por anunciar su mensaje e incorporar nuevos fieles a la Iglesia o a alguna de sus instituciones.

Sin embargo, en los últimos decenios ha comenzado a difundirse otra acepción de ambos términos, que suele asociarse a actuaciones en las que, para atraer hacia el propio grupo, se usa de violencia o de coerción, o de algún modo se pretende forzar la conciencia o manipular la libertad de los demás. Esos modos de actuar, como es obvio, resultan ajenos por completo al espíritu cristiano y son totalmente reprobables.

Pero el deseo de propagar la propia fe, o de hacer proselitismo, en su sentido clásico y despojados de todas esas connotaciones negativas que hemos señalado, son cosas muy legítimas. Si negáramos a las personas su libertad de ayudar a otras a encaminarse hacia lo que se considera la verdad, caeríamos en una peligrosa forma de intolerancia.

Es preciso respetar –dentro de sus límites propios– la libertad de expresar las ideas personales, y la libertad de desear convencer con ellas a otras personas.

Al fin y al cabo, es algo que está –entre otras cosas– en la esencia de lo que es la educación, la publicidad o el marketing, y es un derecho básico cada vez más reconocido, tanto desde instancias jurídicas como sociológicas.

Por ejemplo, el Tribunal Europeo de Derechos Humanos de Estrasburgo condenó hace unos años al Estado griego por conculcar este derecho, y recalcó que la libertad de enseñar la propia religión no implica solamente manifestarla colectivamente, en público y en el círculo de los que comparten la propia fe, sino que comporta en principio el derecho de intentar convencer a otros, pues sin esa posibilidad, la libertad de cambiar de religión o de convicciones correría el peligro de quedar en letra muerta.

La libertad religiosa pertenece a la esencia de la sociedad democrática y es uno de los puntos fundamentales para verificar el progreso auténtico del hombre en todo régimen, sociedad o sistema. Cualquier atentado –directo o consentido– del poder contra la libertad religiosa es siempre síntoma de un totalitarismo, más o menos velado, en la vida intelectual.

Conculcar el derecho a expresar o propagar las propias ideas o creencias religiosas sería entrar de nuevo en un peligroso sistema represivo, propio de regímenes autoritarios, en los que se restringe la libertad religiosa como si fuera algo subversivo.

Sería un intrusismo del Estado en un ámbito donde la tolerancia religiosa reclama siempre una libre discusión, un libre debate y una libre aceptación.

El problema de las sectas

La tolerancia religiosa constituye un importante avance social en casi todos los países occidentales, donde en los últimos siglos la religión dominante ha solido respetar –salvo algunas excepciones– a quienes profesaban otras creencias minoritarias (algo que, como hemos recordado, no puede decirse que suceda de modo habitual en el resto del mundo).

Junto a eso, en los últimos años hay en esos países una seria preocupación –que comparto– por la aparición de lo que se ha llamado el fenómeno de las sectas. Se trata de un renacer de sentimientos religiosos bastante complejo, que debe analizarse con calma para no caer en actitudes persecutorias sistemáticas, que serían muy poco congruentes con la necesaria libertad religiosa.

Es preciso delimitar con claridad el problema. Para los romanos, secta era un bando, una escuela, un grupo de personas que seguían a un líder. Más adelante, se denominaron sectas a las doctrinas religiosas que se separaban de un tronco principal. Hoy, cuando se habla del problema de las sectas, solemos pensar en doctrinas que se propagan recurriendo a la violencia o al engaño, o ejerciendo una influencia ilegítima sobre las personas.

Como es lógico, hay que perseguir a quienes se apartan de la legalidad. Y si una secta utiliza medios ilegales, o comete cualquier irregularidad que deba castigarse, tendrán que intervenir los tribunales y hacer que se aplique la ley.

Pero no se les castigará por sus creencias, sino por violar la legalidad penal, civil, laboral, fiscal o administrativa vigente (secuestro de personas, violencia física o psíquica, proxenetismo, prostitución, inducción al suicidio, ejercicio ilícito de la medicina, evasión de impuestos, etc.). Y se castigaría igual a cualquiera que obrara así, fuera una secta, un grupo de amigos, un partido político o un club de cazadores.

Sin embargo, sería una clara manifestación de intolerancia perseguirlas simplemente porque adoptan o propagan estilos de vida que, siendo lícitos, son contrarios a la mentalidad dominante. Eso es lo que han hecho algunos movimientos antisectas, que califican como sectaria cualquier forma de experiencia religiosa que, desde su particular punto de vista, consideran más intensa de lo que su laicismo esté dispuesto a consentir.

Más preocupante aún es que algunos de esos movimientos antisectas parecen considerar lícito cualquier medio para conseguir los fines que se proponen. Es cierto que hay aspectos muy discutibles en muchas sectas, y que sus actuaciones son a veces claramente inmorales, y en algunos casos, incluso delictivas. Y efectivamente es preciso hacer una crítica enérgica, y pedir que se castigue con rigor cualquier conducta ilícita. Pero nunca puede ser correcto emplear para ello la violencia o el engaño, como de hecho hacen con frecuencia algunos de esos movimientos antisectas, cayendo en los mismos desafueros que ellos denuncian en las sectas.

Otro sutil secuestro del pluralismo

Como señala Sheed, la complejidad del tejido social y la inevitable imprevisibilidad del ser humano hace difícil al Estado una organización impecable y sin sobresaltos. De ahí la tendencia de los dictadores a preferir súbditos dóciles y manejables, a fin de poder dominarlos mejor.

Probablemente por eso, la educación es un ámbito donde se plantea hoy un serio secuestro del pluralismo. Como ha señalado Rafael Navarro-Valls, llama la atención cómo algunos gobiernos manifiestan con frecuencia un notable empeño por establecer –si no en la teoría, al menos en la práctica– un sistema educativo lo más parecido posible a un monopolio con un servicio único de enseñanza.

Esa pretensión por parte del poder político supone un serio riesgo de facilitar un sometimiento intelectual en la educación. El carácter arbitrario con que los poderes públicos pueden actuar cuando hay un monopolio estatal de la enseñanza puede llevar con facilidad a una violencia contra las conciencias de los ciudadanos.

Es extremadamente peligroso convertir la educación en una especie de tierra de nadie, apta para ser colonizada por cualquier ideología en el poder.

Por otra parte, un monopolio estatal de la enseñanza que, en aras de la neutralidad, margine la dimensión religiosa de la persona, no deja de ser en el fondo como una especie de teocracia agnóstica, una sutil imposición de un agnosticismo global (adornado del politeísmo ético que rodea a su vacía neutralidad en los valores) y de un puritanismo laicista que manda a la hoguera cualquier intento de considerar en el proyecto de enseñanza un sentido antropológico profundo, o un desarrollo ético y moral más allá de una simple definición preliminar.

Hacer Familia nº 68