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Pensar para vivir en paz: filosofía para el siglo XXI
Jaime Nubiola


Pensar para vivir en paz: filosofía para el siglo XXI

Hace unos pocos meses el filósofo y conocido escritor Umberto Eco recordaba, al recibir el doctorado honoris causa por la Universidad Hebrea de Jerusalén, que en el trasiego del mundo actual las universidades son de los pocos lugares en los que es posible la comparación racional entre las diversas visiones del mundo. Esto es así porque en las universidades no sólo hay el silencio del estudio, sino también el diálogo de la contrastación de pareceres. "Nosotros -decía Eco-, la gente de la universidad, estamos llamados a librar, sin armas letales, una infinita batalla por el progreso del saber y de la compasión humana."

Me parece que esta doble invitación a los profesores universitarios, a aquellos que hemos dedicado nuestra vida a buscar la verdad y a enseñar esa búsqueda a otros, tiene una extraordinaria importancia. No sólo es misión nuestra el crecimiento del saber, sino también el ensanchamiento de la compasión humana. Nos encontramos en una sociedad que vive en una amalgama imposible de un supuesto fundamentalismo cientista acerca de los hechos y de un escepticismo generalizado acerca de los valores. Se trata de una mezcolanza de una ingenua confianza en la Ciencia con mayúscula y de aquel relativismo perspectivista que expresó tan bien el poeta Campoamor con su "nada hay verdad ni mentira; todo es según el color del cristal con que se mira". Tal división entre ciencia y ética, que asigna la verdad a la ciencia y a sus enunciados y la simple opinión a las valoraciones y a las cuestiones vitalmente más importantes, resulta a comienzos de este nuevo siglo del todo insoportable. Los seres humanos anhelamos una integración razonable de las diversas facetas de nuestra vida, una articulación de nuestra reflexión teórica con nuestra experiencia, del pensamiento con la vida.

En este nuevo siglo la misión que compete a quienes se dedican a la universidad, y muy en particular a la filosofía, es, con seguridad, la de tratar de suturar las brechas que el positivismo todavía dominante ha causado en la comprensión que los seres humanos tenemos de nosotros mismos. El formidable desarrollo de las ciencias y la tecnología en los últimos siglos muestra de modo fehaciente la humana capacidad de progresar en la comprensión de los problemas y en la identificación de los medios para afrontarlos con éxito. Sin embargo, es preciso tener en cuenta que el desarrollo efectivo de las ciencias no lleva al acabamiento de los problemas mediante su definitiva solución, sino que más bien, por el contrario, en muchos campos conduce a la detección de nuevos problemas todavía más difíciles o más profundos que hasta ahora habían sido pasados por alto. En este sentido puede decirse que, conforme crece el saber, lo que sobre todo aumenta es el no saber, esto es, nuestra conciencia de las muchas cosas que todavía no sabemos ni entendemos.

Resulta a veces muy luminosa la distinción de Gabriel Marcel entre misterios y problemas. Mientras que los problemas son las cuestiones para las que contamos con medios intelectuales para abordarlas e incluso a veces solucionarlas, los misterios son aquellas otras grandes cuestiones que afectan a las vidas humanas (la muerte, el mal, el sentido del dolor) que no pueden ser solucionadas o domesticadas por las ciencias. Sin embargo, muchas de las cuestiones éticas y sociales no han de quedar sustraídas a la razón humana para ser transferidas a instancias religiosas o a otras autoridades. La aplicación de la inteligencia a los problemas morales es en sí misma -como ha escrito el filósofo de Harvard Hilary Putnam- una obligación moral. De la misma manera que el trabajo cooperativo de los científicos a lo largo de sucesivas generaciones ha logrado un formidable dominio de las fuerzas de la naturaleza, un descubrimiento de sus leyes básicas y un prodigioso desarrollo tecnológico, cabe esperar que la aplicación de la razón humana a las cuestiones éticas y sociales producirá resultados semejantes.

Frente al diagnóstico de los postmodernos que abogan por la disolución de la filosofía en la literatura y frente al fundacionalismo cientista de los herederos del Círculo de Viena, el reciente resurgimiento del pragmatismo en filosofía es un camino intermedio, con pretensiones quizá más modestas, pero que por estar anclado en la experiencia aspira a afrontar mejor el reto de dar razón del efectivo crecimiento histórico de la verdad. Se trata de un enfoque esencialmente operativo y práctico, heredero de la tradición aristotélica y de los mejores resultados de la teorización contemporánea acerca de la investigación científica, que concibe la verdad como aquello que los seres humanos -tanto los científicos y los filósofos como los ciudadanos de a pie- primordialmente anhelamos y buscamos.

Adoptar esta perspectiva significa destacar que la búsqueda de la verdad no es un problema "teórico", sino que se trata más bien de una cuestión genuinamente práctica que a todos afecta. Como ha escrito Alejandro Llano, "la filosofía no siempre había concedido a la verdad práctica la atención que merece. Pero sólo es viable rehabilitarla cuando no se extrapola. Porque cuando el valor de la praxis humana se absolutiza, el valor de la verdad se disuelve". Absolutizar el valor de la praxis sería pensar que la verdad es meramente algo fabricado por los seres humanos y en ese sentido, algo arbitrario, relativo y por tanto, a fin de cuentas, de escaso valor. Lo que quiero afirmar, en cambio, es que las verdades se descubren y se forjan en el seno de nuestras prácticas comunicativas; que la verdad -como dejó escrito Platón en el Fedón- se busca en comunidad.

Destacar la dimensión comunitaria de la búsqueda de la verdad acentúa el carácter social y público de la verdad, esto es, su objetividad, que trasciende las perspectivas subjetivas, localistas y particularizadas. El desarrollo tecnológico, los libros, las ciencias, las artes, la filosofía, las discusiones que impregnan de modo generalizado nuestro vivir no dejan lugar al escepticismo. El reconocimiento de que las divisiones entre los seres humanos singulares -y entre los pueblos-en gran medida son consecuencia de que cada uno está convencido de poseer en exclusiva la verdad, ayuda a entrever las vías para regenerar los espacios comunicativos. Se trata de articular enriquecedoramente lo nuevo con lo antiguo, de aunar unas generaciones con otras, de tender -como ha escrito Richard Rorty- puentes nuevos entre las tradiciones, las culturas y los saberes. Para ello es preciso llegar a forjar nuevas relaciones de comunicación entre las personas basadas en el amor a la verdad, en el respeto al pluralismo y en la aceptación de las limitaciones personales, las de cada uno y las de la propia colectividad, pero aunadas esas personas por una común convicción acerca del extraordinario valor creativo de su efectiva cooperación: ¡pensemos entre todos para poder vivir en paz!

La Gaceta de los Negocios (Madrid)
22 de noviembre de 2003