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Ser y parecer por el vestido

Cristina Abad Cadenas

En esas ocasiones en que la calma social se ve sacudida por el drama de las agresiones sexuales, suele haber alguna persona –varón casi siempre– que cuestiona si no será la mujer la que provoca con su forma de vestir el abuso de fuerza del hombre. Y con frecuencia se oye la respuesta de voces feministas que consideran machista tal ocurrencia.

Desde hace meses, algunas de esas protestas se han unido en el movimiento SlutWalk, surgido a raíz de la recomendación de un policía de Toronto, durante una conferencia en la Universidad de Leyes de York celebrada a principios de año, de “evitar vestirse como una fulana” para alejar el peligro de un asalto sexual. El movimiento, cuyo nombre significa literalmente “la marcha de las fulanas”, se ha extendido por Canadá, París, Londres, México y otras capitales, con la ayuda de las redes sociales. Y su argumento es: "no es no" y un vestido no significa "sí". "Que no me digan cómo debo vestirme, que le digan al agresor que no viole".

Es posible que el comentario del agente Michael Sanguinetti esté fuera de lugar. La misión de la policía es mantener el orden público, la seguridad de los ciudadanos, y garantizar el cumplimento de la ley. Y no se puede afirmar con propiedad que una falda corta o un escote alteren el orden público. Hace años que el delito de escándalo dejó de estar vigente en las sociedades occidentales. Ver cómo el peso de la ley cae sobre mujeres de algunos países de Oriente Medio, no por llevar ropa corta, sino por el mero hecho de prescindir del velo o del burka, se nos antoja intolerable e injusto.

El vestido dice algo

Sin embargo, hay algo en todo esto que roza el sentido común. Vestimos, no sólo para protegernos del frío, vestimos para expresarnos, para sentirnos reconocidos, para sabernos parte del grupo. Por la ropa y la actitud identificamos a un hippie, a un trendy, a un gótico, a un rastafari. Ningún yuppie de Manhattan acudiría a un consejo de administración con una cresta en la cabeza y pulseras de pinchos en las muñecas. Como tampoco acudiría en traje de baño. La apariencia suele coincidir con la realidad y cada modo de vestir tiene su lugar y su momento.

En otro orden de cosas, estos días ha entrado en vigor una ordenanza municipal en Barcelona que prohíbe que las personas vayan totalmente desnudas, casi desnudas o en traje de baño u otra prenda de ropa similar por la calle o los espacios públicos no autorizados, bajo pena de multa. Y en el Estado de Texas otra ley impide la subida al transporte público de personas que lleven pantalones bajos que dejen ver las nalgas o la ropa interior. “Súbetelos o búscate una alternativa”, se puede leer en los carteles colgados en las paradas del autobús.

Hasta hace poco, también reconocíamos por su forma de vestir a una mujer cuyo propósito era provocar el apetito sexual de un hombre, ofrecerle sus servicios y cobrar por ello. La elección de las prendas estaba dirigida a despertar la pulsión instintiva del hombre. Hoy, determinadas propuestas de la moda hacen difícil distinguir a una prostituta de una chica que no lo es: minifalda ceñida, escote pronunciado, plataformas, pose insinuante…

Difícil distinguir

Ciertamente el acoso, el maltrato, la violación, son delitos abominables, y el hombre no es un animal que se guíe por la ley de estímulo-respuesta, tiene raciocinio, voluntad y conciencia. Sin embargo, es lógico pensar que vistiendo de forma similar a una prostituta una mujer se pone en peligro de atraer a hombres que demandan esa actividad, o a depredadores habituales, o, al menos, permite al varón concluir que el objetivo que la mujer pretende con ese reclamo es el favor sexual, cuando quizá no lo es. La situación cobra tintes más dramáticos cuando se trata de una menor.

Por otra parte, la promiscuidad en determinados ambientes, no sólo por parte del hombre sino también de la mujer, y la cacareada libertad sexual, no hace extraño ni inusual que se busquen relaciones ocasionales, lo que dificulta distinguir a una chica digamos normal, de una prostituta, más allá de la frecuencia con que cambian de pareja y el cobro del servicio.

Junto a esto, resulta curioso que algunos grupos feministas alcen airados la voz ante la injusta identificación de un tipo de féminas con otro por la forma de vestir, o ante la presentación de la mujer como objeto sexual en la publicidad, mientras piden el reconocimiento público de la prostitución como un trabajo digno con derecho a la seguridad social, y el título de trabajadora del sexo para quien lo ejerce. No debería parecer tan insultante.

En el fondo, lo que subyace bajo reacciones como la de movimiento SlutWalk no es la indignación por la asimilación con estas mujeres. Es sencillamente la negación a que se reconozca la existencia de alguna diferencia entre hombre y mujer, por ejemplo, que en la mujer predomina la emotividad y en el hombre la pulsión que le llevaría al equívoco en el mejor de los casos.

Por mucho que se niegue, por mucho que digan “un vestido no significa sí y yo decido sobre mi cuerpo” hay una cosa cierta. Desde que se ejerce la “profesión más antigua de la tierra”, las prostitutas han basado su poder de atracción en el vestir, y con frecuencia han sufrido, por desgracia, la fuerza bruta de muchos de los hombres a los que atraían, al margen de ser muy dueñas de su cuerpo.

Por muchos motivos, en el ejercicio de las relaciones sociales, a las mujeres no nos conviene utilizar sus mismas armas, si no queremos obtener parecidos resultados.

Aceprensa, 14-VI-2011

 

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Amores que matan

Francisco de Borja Santamaría

El asesinato de Marta del Castillo a manos de su exnovio ha conmocionado por sus especiales circunstancias a la opinión pública. El nombre de la joven sevillana se añade así tristemente, a la lista –que en 2008 alcanzó la cifra de 70- de mujeres asesinadas por sus parejas o exparejas.

Mi insistencia en esta cuestión es, una vez más, que la razón primordial de la violencia padecida por las mujeres no deriva tanto, aunque estén presentes, de estereotipos machistas en los asesinos, sino de una brutal perversión de la dinámica amorosa. En efecto, este grado de violencia –que en ocasiones va seguida del suicidio del asesino- se circunscribe al ámbito de la relación de pareja (presente o pasada), lo cual evidencia que el motor de tan siniestro comportamiento se encuentra íntimamente relacionado con los avatares de esa relación. En términos prácticos, y de cara a su prevención, esto significa que el acento no hay que ponerlo tanto en inculcar en los varones el valor de la igualdad de sexos –lo que hay que hacer, pero por otros motivos-, cuanto en educarlos afectivamente.

Esto ya lo he afirmado anteriormente en esta misma tribuna. En lo que deseo hacer hincapié ahora es en que la educación afectivo-sexual que se está llevando a cabo resulta patéticamente pobre. Los mensajes que reciben los niños/as-adolescentes en la escuela y en los distintos programas impulsados o subvencionados por las administraciones reducen la educación afectivo-sexual al adiestramiento en el uso de métodos anticonceptivos; un planteamiento que transmite y refuerza la concepción enormemente trivial del sexo que difunde hasta la saciedad la cultura del entretenimiento (series televisivas, películas, revistas dirigidas a jóvenes, videojuegos, etcétera). Se trata de una concepción de la sexualidad en la que su articulación con la dimensión personal y profunda del otro ha sido literalmente laminada. La dinámica amorosa queda, de este modo, seriamente deteriorada, dificultando enormemente la consecución de una relación de pareja armónica y enriquecedora.

Seguramente la violencia que padecen las mujeres posee múltiples causas y raíces y tal violencia probablemente no se verá reducida exclusivamente mediante una mejora en la educación afectivo-sexual. Pero no es difícil imaginar que, mientras nuestra cultura no supere el alto nivel de erotismo en que se ha instalado y las élites culturales y artísticas continúen, como lo están haciendo en este momento, idolatrando el placer sexual  al margen de su integración en una concepción rica, sutil y profunda del amor, las relaciones de pareja continuarán siendo terriblemente tormentosas, llegando en algunas ocasiones a la violencia extrema que todos deploramos de modo tan reiterado como ineficaz

Arvo.net, 18-02-2009