Desde hace mucho tiempo, la testosterona es considerada la hormona de la agresividad. La tienen en mucha más abundancia los varones, que cometen más delitos que las mujeres. Los análisis hechos a presidiarios la descubrían en mayor concentración en los reos de crímenes violentos. En fin: "No fui yo, fue la maldita testosterona, que se apoderó de mí".
Ahora resulta que de lo dicho, nada. El mes pasado, en el último congreso anual de la Sociedad norteamericana de Endocrinología, celebrado en Washington, se han presentado estudios que contradicen esa creencia. Recientes experimentos muestran que es el déficit de testosterona lo que puede aumentar la agresividad. Si se remedia la deficiencia, los sujetos –todos varones– se vuelven apacibles. No como abuelitas, habría tal vez que precisar, pues según otro experimento, realizado con ratones, el exceso de estrógeno –la llamada hormona femenina– predispone a la conducta violenta. Parece que las teorías anteriores atribuían a la testosterona lo que se debe a otros factores: por ejemplo, la tensión nerviosa afecta a la secreción de hormonas, y en las cárceles la gente está más tensa.
Si alguna conclusión hay que extraer de estas noticias, no debería ser absolver a la testosterona y echar las culpas al estrógeno. Tal vez el próximo congreso de endocrinólogos dé marcha atrás, a la vista de nuevos experimentos. Además, las hormonas eran inocentes desde el principio. Las tendencias que marcan los humores no son la causa de la conducta, sino un dato con que cada cual ha de contar para formar el carácter. La testosterona, o lo que sea, puede hacer que nos sintamos agresivos; pero actuar así o de otra manera es cuestión de virtud.
Esto, tan sabido, puede quedar en la sombra ahora que se busca un gen o una hormona para cada rasgo humano. Se tiende a pensar que llevar una conducta violenta u homosexual es para algunos una necesidad, impuesta por la herencia. Lo cual no es verdad, salvo que uno se lo crea.
Aceprensa, 5 Julio 1995 |