EL mundo en que vivimos pretende hacernos creer que la felicidad es un bien de consumo. Vamos, que uno es feliz cuando se compra un coche, un bolso, unos zapatos, un teléfono móvil, o pasa unas vacaciones de oferta. Siempre, claro, están los matices: esta marca no me hace tan feliz como aquella otra, que no puedo permitirme; esta compra no me ha salido bien del todo, debería probar de nuevo; estaba contento con este cachivache, pero parece que el nuevo modelo es mejor; etc. Como conclusión se podría decir que la felicidad depende del mercado, y de un mercado condicionado tanto por la oferta y la demanda -que determinan los precios- como por el azar o la suerte.
Aliada fundamental de este sistema es la publicidad, encargada de convencernos de que la felicidad está ligada a una nueva adquisición. Si publicidad engañosa es aquella que promete lo que no puede ofrecer, la que nos fascina con pronósticos de felicidad se lleva la palma de la mentira.
Y no es tanto porque los bienes que nos ofrece el mercado, cada vez con mayor variedad, sean defectuosos para cumplir la función primera que los justifica. Sino porque la propaganda incide en algo más etéreo, y al mismo tiempo más comprometido. Así, el detergente no se limita a limpiar, sino que elimina con antelación el berrinche por la mancha grasienta. El automóvil no sólo va a servir para desplazarnos, sino que va a resolver con éxito nuestra vida amorosa, o cuando menos la sexual. El teléfono móvil no simplemente facilitará una comunicación ubicua, sino que principalmente vendrá a clausurar nuestra soledad, aunque no dispongamos de un solo número en nuestra agenda. Todo lo que constituye la función primera del objeto en venta se da por sabido o pierde importancia frente a lo que realmente augura la publicidad: dicha sin fin y sonrisas a mansalva.
La felicidad prometida no es engañosa porque no sea posible una alegría como consecuencia del consumo, sobre todo si se acierta con la compra. Se trata de que la felicidad es un bien que no se puede adquirir en el mercado, de modo que todo eslogan que la vincule a una operación económica no es más que una falsedad, que por cierto parece no ser demasiado advertida por el común de las gentes.
Algo de responsabilidad tenemos, no hay que olvidar la humana libertad que acarreamos. Sobre todo porque con progresiva inconsciencia estamos desertando del uso de la memoria, utilísimo instrumento que sirve al hombre para no tropezar demasiado con la misma piedra, a falta de un instinto animal que se ocupe de esa labor. Nuestra desmemoria se lo pone fácil a quienes pretenden vendernos la burra de una felicidad de supermercado. Básicamente porque un nuevo producto, o un tres por dos, viene a apaciguar nuestra decepción por el malogro de la anterior compra. De este modo, es posible ir de fracaso en fracaso casi hasta el infinito, sobre todo si uno se traga la mentira constante de la publicidad. Si al final sobreviene el hastío, la sensación es el cansancio y la actitud el cinismo ante cualquier esperanza de felicidad, aunque esta vez sea cierta.
Lo peor es que esta mentalidad consumista alcanza territorios tan serios como el del amor. Las parejas se rompen porque sus miembros se tratan como meros objetos de consumo. De ahí que se caiga en un continuo volver a empezar, zanjando la anterior decepción con una paletada de amnesia. Pero el corazón no olvida, y el amor queda por el camino. Sin él, ninguna nueva adquisición, aunque ésta consista en una persona estupenda, cumplirá la misión que la publicidad promete. La felicidad, como el amor, nunca puede encontrarse en las rebajas.