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El difícil equilibrio de amarse a sí mismo
Aquilino Polaino-Lorente

1 de Noviembre 2004 

El término autoestima está de moda. Sin embargo, su significado más profundo todavía no ha sido desvelado como merece, y eso con independencia de que sea un concepto de muy amplia circulación social en la actualidad. Cuanto más frecuente es su uso, más parece que su auténtico significado pasa inadvertido a muchos.

En cierto modo es normal que importe tanto, puesto que atañe a la dignidad de la persona y hace referencia a la índole del yo. La autoestima denota la íntima valoración que una persona hace de sí misma. Hasta cierto punto es natural que importe tanto, puesto que atañe a la dignidad de la persona y hace referencia a la índole del yo.
William James, en su libro The Principles of Psychology, opina que la autoestima depende por completo de lo que nos propongamos ser y hacer, y que está determinada por la relación de nuestra realidad con nuestras supuestas potencialidades. Según él, puede expresarse con una fracción: el denominador es igual a nuestras pretensiones y el numerador, a los éxitos alcanzados.

Cuanto mayor sea el éxito esperado y no logrado, más baja será la autoestima. Por el contrario, cuanto menores sean las aspiraciones o mayores los éxitos, tanto mayor será la autoestima. Con esta teoría se hace depender a la estima de los logros, metas y éxitos (resultados), con independencia de las cualidades, peculiaridades y características de cada persona (principios).

No obstante, cualesquiera que sean los éxitos obtenidos o incluso cuando todavía no se ha logrado ninguno como ocurre con los niños la autoestima ya está presente.
Hay personas que han triunfado en la vida de acuerdo con lo que la opinión pública entiende por triunfar. Han logrado éxito en su profesión y con su familia, gozan de prestigio social, disponen de un excelente futuro y, sin embargo, se estiman en muy poco. Son triunfadores que dan pena.

Lo contrario de otros casos que, desde la exclusiva perspectiva del éxito social, serían calificados de fracasados y, sin embargo, resulta que su estima personal es alta. Por tanto, la autoestima no puede atribuirse principal o exclusivamente al éxito.

Este «eficacismo» o pragmatismo utilitarista no se compagina con la realidad. Hoy se concibe la autoestima más como un resultado del rendimiento personal y social que como un principio a través del cual se reconoce la dignidad de la persona. Más una propiedad que deriva de lo conquistado (lo adquirido) que de lo dado (el don innato).
De acuerdo con esta visión, poco o nada tiene que ver la autoestima con la bondad o maldad de lo que uno hace, sólo depende de lo acertado o desacertado de las acciones emprendidas, conforme a determinados criterios relativos a una especial productividad.
La autoestima se nos presenta así como simple consecuencia de los resultados del hacer. Cuantificables según una mera dimensión económica y de prestigio social, pero no de lo bien o mal realizados, que en última instancia es lo que hace que alguien se considere bueno o malo y, en consecuencia, se estime o desestime.

Se confunden así el ser y el tener, lo objetivo y lo subjetivo, el yo y los resultados.
Pero ¿qué significa su magnificación? ¿Estamos acaso en una etapa cultural de acendrado individualismo? ¿Puede tal vez reducirse la autoestima a sólo la autoexaltación del yo? ¿Constituye este concepto, por el contrario, un modo de enriquecimiento cultural en servicio de la dignidad de la persona?
¿Cómo se compone la autoestima?

Se ignora casi todo acerca del origen de la autoestima y de los factores que contribuyen a su desarrollo en cada persona. En realidad, tiene mucho que ver con el conocimiento personal, pero no sólo con ello. No es aventurado admitir que las relaciones tempranas de afecto entre padres e hijos contribuyen en buena medida a configurar la futura autoestima.

Además, la estimación de cada persona respecto de sí misma no acontece en el vacío. No es fruto de una autopercepción aislada, solitaria y silenciosa. Surge, claro está, de la percepción de sí mismo, pero entreverada con la experiencia que cada persona tiene del modo en que los demás le estiman. Es decir, que un referente obligado y necesario con el que hay que contar aquí es, precisamente, la estimación percibida en los otros respecto de sí mismo.

Hay otros muchos factores. Por ejemplo, el ideal del yo del que se parte, de la persona ideal que cada uno quiere llegar a ser. En ocasiones se elige un modelo y compararse con él se adopta como criterio. Según los resultados que se obtengan, lleva a estimarse o no. Este criterio sirve de referente inevitable respecto del modo en que cada uno se estima a sí mismo. Este modelo no cae del cielo, sino que se diseña y construye de una manera implícita, tomando a menudo como inspiración a las personas relevantes con las que uno se ha relacionado y que suelen suscitar admiración. La admiración empuja a elevar a esas personas a la categoría de modelos.

Importa mucho cómo se atribuye valor al modelo, porque de ese valor dependerá el criterio por el que se opte para evaluar la autoestima personal.

Cuanto menor sea la edad de quienes diseñan modelos como inspiración para vertebrar el propio yo, tanto más importante es su función. Esto reviste especial relevancia en la etapa de la adolescencia.

Otro ingrediente imprescindible es el propio cuerpo o, más exactamente expresado, la percepción del cuerpo. No hay estima sin corporalidad. Pero la percepción del propio cuerpo casi nunca es objetiva.

A menudo hay sesgos, atribuciones erróneas, comparaciones injustas y muchas distorsiones, como consecuencia de haberse plegado a los criterios extraídos de los modelos impuestos por las modas. Sin apenas espíritu crítico, en muchos casos confunden y tergiversan la estima personal e inducen a la persona a juicios erróneos acerca de su cuerpo.

Ello pone de manifiesto que la persona se estima también en función de cómo perciba su cuerpo y de cómo considera que lo perciben los demás, con independencia de que esa percepción sea real o no; en función del valor estético que atribuya a su figura; de la peor o mejor imagen que considere que da de sí misma, etcétera.

Es muy difícil que la autoestima escape a este factor porque el cuerpo no es separable aunque sí distinguible del propio yo. El cuerpo media toda relación entre el yo y el mundo, más aún, manifiesta el yo al mundo. A través del cuerpo el yo se hace presente al mundo y el mundo se hace presente a la persona. Tanto importa a la autoestima personal la figura del cuerpo que, en circunstancias especiales, su distorsión fundamenta la aparición de trastornos psicopatológicos muy graves, como la anorexia.

Además, la autoestima es un concepto muy poco estable y demasiado versátil que, lógicamente, va modificándose a lo largo de la vida. No sólo por las naturales transformaciones que sufre la persona a consecuencia del devenir, sino también por los profundos cambios de ciertas variables culturales (sesgos, atribuciones erróneas, modas, nuevos estilos de vida…) sobre las que resulta muy difícil ejercer cierto control y escapar de sus influencias.

La autoestima atraviesa de parte a parte el entramado que configura la trayectoria biográfica de la persona. Conviene estudiar qué modificaciones sufre en función de la historia personal, los aciertos y desaciertos, las acciones dignas e indignas de la gente con que se entreteje eso que constituye la columna vertebral fundante de cada ser humano.

Un modelo personal con cuatro ingredientes

A continuación se pasará revista a los cuatro ingredientes más importantes que se dan cita en la génesis de la autoestima:

1)El conocimiento personal

El primer factor es qué piensa la persona acerca de sí misma, sea porque se conozca bien o porque considera que quienes la conocen piensan bien de ella. En efecto, la autoestima es función del propio conocimiento, de lo que conocemos acerca de nosotros mismos.
El mejor o peor modo de conocimiento resulta imprescindible para conducirse mejor a sí mismo en libertad. Pero la persona nunca acaba de conocerse. Antes termina la vida que el conocimiento personal; esto pone de manifiesto la inmensidad de la condición humana y lo limitado de nuestros conocimientos.

A pesar de tanta ignorancia personal, las personas suelen amarse. ¿Qué hace que alguien se ame tanto a sí mismo? Aquello que, una vez conocido o imaginado, lo juzga como valioso. La atribución de valor a las características personales es uno de los factores sobre los que se fundamenta la autoestima.

Cuando una persona considera que es un buen deportista, su autoestima crece; si se sabe capaz de hacer una excelente comida, su autoestima crece. Si ha sido calificada por quienes la rodean de amable y simpática, su autoestima crece. Y no tanto porque los demás así la hayan calificado, sino porque lo percibe en función de algún comentario indirecto acerca de ella.

2) Factores emotivos

En función de lo que se piensa, se siente. Si el juicio que una persona tiene de ella misma es positivo, normalmente experimenta también sentimientos positivos acerca de sí misma. El modo como los expresa reobra también sobre su autoestima. En cierto modo, la autoestima condiciona la expresión de las emociones, pero a su vez la expresión reafirma, consolida o niega la autoestima de la que se parte.

Las personas se estiman también más en función de que manifiesten mejor sus emociones. La expresión de los propios sentimientos está muy vinculada a la autoestima, especialmente entre los más jóvenes. En esto queda mucho por hacer. Muchos adolescentes no pueden, no saben o no quieren manifestar sus sentimientos en público por miedo a hacer el ridículo. Como es lógico, un sentimiento que no se manifiesta es un sentimiento que no puede ser compartido por quienes los rodean. Por ello, el encuentro, la comunicación y la misma comprensión humana resultan gravemente afectados y pueden generar numerosos conflictos.

Qué duda cabe que la afectividad y el emotivismo están hoy a la alza. Basta reparar en las tiradas de las «revistas del corazón» o en las audiencias de los seriales televisivos..
Esto manifiesta que la empatía está presente, que los afectos de los otros nos afectan. Nada de particular tiene que, en este contexto, la autoestima el afecto de los afectos haya sido descrita en forma emotiva.

En el fondo, podemos decir que la autoestima es el sentimiento que cada uno tiene de sí mismo, el sentimiento del yo acerca del yo, que es necesariamente complejo. Aquí coinciden y se superponen el yo-sujeto que siente y el yo-objeto sobre el cual se siente. En esta experiencia tal vez hay de por medio demasiado yo y muy escaso conocimiento de uno mismo.

3) Autoestima y comportamiento

La autoestima no sólo depende de los gestos, sino de lo que cada persona hace especialmente con su vida. Porque el hacer humano hace a la persona que lo hace; el hacer humano supone un cierto quehacer de la persona humana; el hacer humano obra sobre quien así se comporta, lo modifica minusvalorándolo o avalorándolo. Ninguna acción deja indiferente a quien la realiza y, por consiguiente, modifica también el modo en que se estima.

A pesar de que tiene cierta verdad, la afirmación pragmática «la persona es lo que hace» no me parece suficientemente rigurosa y exacta. La autoestima también depende de lo que la persona hace, especialmente aquello que tiene una mayor incidencia en el hacerse a sí misma.

En realidad, la propuesta anterior sólo podría admitirse si se ampliara el segundo término, pues la persona y su autoestima no puede reducirse sólo a su mero hacer. Para completar el enunciado habría que añadir otras funciones como, por ejemplo, lo que la persona piensa, siente, vive, proyecta, etcétera.

Nunca las partes sustituyen al todo, incluso en el caso de la autoestima, sería un flaco servicio a la persona. No obstante, late allí una parte de verdad. La acción sigue siempre a la persona, como el actuar sigue al ser. De tal ser, tal obrar. Primero, el ser; después, el obrar.

La bondad de lo hecho, lo que califica la acción realizada califica también a quien lo hizo. Pues esa persona añadió mediante su acción un nuevo valor a la cosa sobre la que intervino.

La acción estimable hace más estimable a quien la realizó. Si lo hecho por alguien comporta un valor añadido a su propio ser, es lógico que esa persona se estime un poco más. La acción añade valor al agente y a la estima que se fundamenta en ese valor.

4)Autoestima y estimación de los demás

Otro factor importante para la génesis y desarrollo de la estima personal es el modo como percibimos que los otros nos estiman, la experiencia de sentirnos queridos, al modo en que experimentamos lo que los demás consideran valiosas determinadas cualidades personales.

Este factor comienza desde antes del nacimiento los padres estiman al hijo que vendrá, antes de su alumbramiento, aunque de ello no tengamos ninguna experiencia. Una vez que nace el niño, sí que experimenta de continuo la estima de sus padres. A esto se le conoce como apego infantil.

El apego, la confianza y la autoconfianza son elementos claves y originarios de la autoestima. Es muy difícil que un niño llegue a confiar en sí mismo si antes no ha experimentado confianza en sus padres. Y es que confiar en otros y en sí mismo forman parte del sentimiento de confianza básico, integrado en la autoestima.
Pero la autoconfianza no sigue la ley del todo o nada, admite gradualidad, lo que permite acrecerla.

Hoy se habla de que cada niño construye modelos prácticos del mundo y de sí mismo, en virtud de la interacción que haya tenido con sus padres. Experiencia que condicionará en el futuro su autoestima y sus proyectos. Estos modelos serán tanto más seguros, vigorosos, estables y confiados cuanto más apegado haya estado a su madre, más accesible y digna de confianza la haya experimentado y cuanto más disponible, estimulante y reforzadora haya sido la conducta de su padre.

Por el contrario, el modelo práctico que el niño tiene de sí mismo será tanto más inseguro, débil, inestable y desconfiado en función de que perciba y atribuya a la interacción con sus padres rasgos de hostilidad, desconfianza, rechazo o dudosa accesibilidad.

De estos modelos prácticos, que autoconstruye el niño, dependerá, de alguna forma, el modo en que más tarde serán los modos en que otros respondan a su comportamiento. Esto determinará su valía personal, su estilo emocional y, en una palabra, su autoconcepto y autoestima.

El apego depende de los dos elementos que se concitan irrenunciablemente en esa relación: el niño y los padres. La vinculación entre madre e hijo depende del repertorio de conductas innatas del niño (temperamento) y de cuáles sean sus conductas (comportamiento de apego), pero también y principalmente de la sensibilidad y conducta materna y paterna.

En consecuencia, el apego describe la necesidad básica que experimenta todo niño de buscar, establecer y mantener cierto grado de contacto físico y cercanía con las figuras vinculares, a través de las cuales moldea y configura las experiencias vivenciales de seguridad, confianza, emocionabilidad y estima, referidas tanto así mismo como a los otros y al mundo.

La fatiga de ser uno mismo

La fatiga es una característica que afecta hoy a la mayoría de las personas. Eso es lógico si contemplamos el ir y venir, el movimiento incesante, la vida azacanada y urgida a que el activismo de cada día somete al vivir humano. Pero más allá del natural cansancio físico, consecuencia del ajetreo, la fatiga añade ciertas peculiaridades a esta situación vital y humana.

Asistimos a un cierto desfondamiento de la vida personal. Hombres y mujeres parecen no hacer pie en sus propias existencias. Hacen muchas cosas, desde luego, pero tal vez ninguna les satisfaga.

El avance tecnológico en especial, en el ámbito de la informática y las telecomunicaciones nos ha introducido y arrastrado a un nuevo escenario, un tanto revolucionario e imprevisible. Se han multiplicado nuestras capacidades y el rendimiento de nuestro trabajo al incrementarse los recursos técnicos de que hasta ahora disponíamos, y parece como si nuestras facultades se hubieran potenciado de forma casi ilimitada.

No obstante, hoy más que nunca las personas se sienten solas y, sobre todo, se ignoran a sí mismas. Por eso importa poco que hagan tantas cosas. En muchos casos sus actividades no contribuyen a su realización personal ni a que se estimen mejor. Hacen lo que no quieren, y lo que quieren, eso es, precisamente, lo que no hacen.
Tampoco se trata de estresarse todavía más estirando el escaso tiempo del que se dispone. Michael Ende, en su libro Momo, denuncia muy bien, a través de las palabras que dirige el señor Gris al barbero, este perverso afán de ahorrar el tiempo más necesario e importante: el que se ocupa en relacionarse con los demás. He aquí sus consejos:

«¡¿Qué no sabe cómo ahorrar tiempo?! Pues, por ejemplo, ha de trabajar más deprisa y dejarse de cosas superfluas. Al cliente, en vez de media hora, dedíquele sólo un cuarto de hora. Evite las conversaciones que hacen perder el tiempo. La horita que está con su madre puede reducirla a media. Lo mejor que puede hacer es llevarla a una buena residencia de ancianos barata, si puede ser para que la cuiden. Entonces habrá ganado una hora entera cada día».

La fatiga no suele estar causada sólo por la falta de tiempo, sino por lo que se hace en un tiempo que forzosamente es el que es, un bien escaso que huye y se consume de forma incesante. ¿Tiene algo de particular que en una situación como ésta experimenten tan insoportable fatiga? ¿Acaso se conocen mejor a sí mismos gracias a la informática? ¿Es que no experimentan tal vez una cierta nostalgia de sí mismos, de los primeros años de su vida, de lo que constituye el sentido que alumbra y vertebra su entera biografía?
Tanta insatisfacción vital acumulada se aproxima mucho a la frustración crónica, en la que ni siquiera se vislumbra cómo escapar de ella. En esas circunstancias, la insatisfacción no suele restringirse al recortado horizonte vital, sino que invade la vida personal. Ahora es la propia vida la que ha sido alcanzada por la insatisfacción. La vida se ha hecho demasiado pesada como para continuar tirando de ella cada día. Pero apenas si hay una salida digna. Tal vez por eso las personas dejan de estimarse a sí mismas, a pesar de que a todas horas se habla de autoestima.

Mientras tanto, persiste la fatiga psíquica, el cansancio se acrece, las ilusiones se extinguen, el horizonte vital se estrecha y la mente se repliega y atrinchera en ella misma, desesperada por no saber a qué atenerse para solucionar el problema. En esto consiste lo que algunas personas quieren significar cuando aluden a una pérdida de la autoestima.

No es extraño que, después de leer tantos libros sobre autoestima, el fatigado lector experimente confundido el deseo de gritar: «¿Dónde está, autoestima, tu pujanza y vitalidad? ¿Dónde tu alegría de vivir, tu seguridad?».

Se nos dice que debemos estimarnos más cada día, pero no sabemos cómo. Además, estimarse por estimarse sin ninguna razón particular apenas si sirve para algo.
¿Es que no está también el hombre fatigado de estimarse un día y otro, una hora y la siguiente, a pesar de tantas frustraciones? ¿Acaso resuelve sus problemas el hecho de estimarse, de recomenzar cada día, cansinamente, ese leve y frágil proceso de autoexaltación?

No, tal modo de proceder en absoluto resuelve los problemas humanos. Más bien emergen nuevas preocupaciones por el propio cuerpo, el bienestar y la calidad de vida, la salud, los problemas económicos, etcétera; preocupaciones todas ellas que no cesan. Unas preocupaciones condicionadas a su vez por la excesiva ocupación que del cuerpo se ha hecho.

¿De qué sirven al hombre tantos cuidados y atenciones, si siempre está fatigado? ¿Podrán tanta sauna, masajes y jacuzzi devolverle su prestancia y frescura, gallardía y seguridad que caracterizan a los sanos? ¿Se alivia quizá la fatiga de ser uno mismo cuando se presta mayor atención al cuerpo?

La fatiga de ser uno mismo revela las profundas transformaciones que se han producido en las actitudes, el modo de habérselas con la individualidad. Lo que a su vez guarda cierta relación con los profundos cambios normativos que han convulsionado los actuales estilos de vida.

¿Cómo encontrar la autoestima perdida?

Para encontrar la autoestima perdida una vez que se ha extraviado por haberla erigido en la dirección del propio comportamiento, lo que debemos hacer es conocer mejor los propios sentimientos. Es una tarea personal que cada cual debe hacer como le plazca, pero que sin duda puede ser también ayudada por otros. Este es el propósito al que debe tender la educación de los sentimientos.

Se conocen mejor los sentimientos cuando se está avisado de que la acción valorativa de la realidad, que se nos entrega a través de los sentimientos, no es siempre justa ni verdadera; que muchas realidades, personales o no, merecen un aprecio o valor distinto del que procuran los propios sentimientos; que ninguna otra persona debiera ser despreciada, ignorada o condenada a la indiferencia sólo porque en eso concluyan los sentimientos que suscita; que en cada persona, también en sí misma, hay muchos más valores positivos que negativos aunque, por los sentimientos, la persona sólo alcanza a percibir, en ocasiones, los negativos; que la realidad percibida es siempre positiva, aunque los sentimientos suscitados por su percepción concluyan lo contrario; que por muy vital que sea la experiencia a que determinados sentimientos conducen a la persona, los propios sentimientos son siempre engañosos y deben ser corregidos, rectificados y enderezados, de acuerdo con la verdad.

No olvidemos que los sentimientos también hunden sus raíces en el sustrato biológico: nuestro cuerpo. Los sentimientos tienen que ver con algunas funciones corporales, especialmente con el sistema nervioso y el endocrino. Ambos tienen muy poco que ver con las circunstancias que nos rodean, hasta el punto de que pueden funcionar con casi total autonomía e independencia de ellas y suscitar los correspondientes efectos, emociones y sentimientos.

La autoestima se encuentra y recupera cuando se rectifica el error que causó su pérdida o cuando se educan los sentimientos erróneos que causaron tal extravío.
Los sentimientos no son dueños de ellos mismos y, por ende, tampoco saben moderarse como debieran. Moderarlos no siempre significa aminorar su intensidad o duración. En ocasiones moderar los sentimientos significa acrecerlos, estimularlos, reforzarlos. En ocasiones significa también hacer lo contrario.

La facultad que tiene que determinar esa moderación no es la vida afectiva, sino la razón. Corresponde a ésta determinar el fin, establecer la meta a la que los sentimientos de la persona han de llegar. Corresponde a la razón además de establecer el fin integrar y armonizar todas las funciones psicobiológicas de la persona para que se alcance la meta establecida con el concurso valiosísimo e irrenunciable de todas ellas. Un propósito sin el que la vida carecería de valor, con independencia de cuáles fuesen los sentimientos que se experimentasen.

En conclusión, corresponde a la razón establecer el fin y los medios necesarios para lograr la meta que da sentido a la vida personal, y también a las diversas funciones que, armonizadas e integradas a ella, permiten su consecución.

La consecución del fin es lo que nos hace felices. La autorrealización de la persona se halla en función de la felicidad que se quiere alcanzar. Pero sólo se podrá alcanzar ese fin si la razón y el corazón, la voluntad y la imaginación, la memoria y los apetitos en una palabra, la entera persona y sus funciones se coordinan e integran en una unidad funcional superior y de más poderoso alcance.

La felicidad, la armonía psíquica, la vida lograda, la armonía interior, y como quiera llamarse, así lo exigen. Pero no se piense que el poder hegemónico de la razón y la voluntad es tan poderoso. De hecho, la razón y la voluntad en muchas ocasiones manifiestan su impotencia para someter, como se supone que deberían, a las emociones.
En consecuencia, la educación de los sentimientos debiera estar presidida por el eficiente consejo socrático de que el sometimiento de los sentimientos y emociones a la razón no ha de hacerse de un modo despótico sino político. Ese sometimiento debe ser acompasado, sin estridencias ni exclusiones, sin despreciar o anular los sentimientos, sino fortaleciéndolos y cooperando con ellos.

En la persona habrá siempre una cierta lucha (brutal y despiadada, unas veces; parsimoniosa y rutinaria, otras), sin la cual no podrá alcanzar su fin.

Platón describe magistralmente lo que acontece cuando no se establece esa lucha porque los sentimientos no se educan, es decir, porque no se educa para la libertad. El siguiente fragmento del Teeteto constituye un diagnóstico certero y luminoso de lo que acontece hoy en los jóvenes y menos jóvenes que se ignoran a sí mismos: «Sus almas se hacen pequeñas y retorcidas. Por la esclavitud que ya de jóvenes sufrieron, se vieron privados de perfección, rectitud y libertad, y obligados a la práctica de la falsedad, arrojando a tan grandes peligros y temores a sus almas todavía tiernas, que, al no poder soportar lo justo y lo verdadero, se volvieron hacia la mentira y la injusticia, con el consiguiente retorcimiento y quebranto de sí».

La vigencia actual del diagnóstico platónico coincide y ha sido verificada por otros muchos autores contemporáneos, quienes también atribuyen estos errores a la ausencia de la educación en los sentimientos. «La educación escribe Lledó juega aquí, de nuevo, un papel decisivo. Es una sociedad sin modelos importantes, sumida en un miserable afán de lucro, mentalizada su juventud con pequeños móviles utilitarios, corrompida la inteligencia con las bajas propuestas de los que luchan para perpetuar la esclavitud, el amor era la fuente que podía lanzar al hombre hacia otro lado de la realidad». Pero no parece que hoy se tenga la preocupación de educar los sentimientos amorosos.

El abandono a la libre espontaneidad de los sentimientos no debiera considerarse como indicio de autenticidad, sino como ausencia de autocontrol. He aquí otra consecuencia más de la omisión de la necesaria educación de las emociones. El mundo personal oscila entre la naturaleza que somos y la realidad a la que aspiramos. Un mundo en el que se encuentran y chocan entre sí las poderosas tendencias fisiológicas y el irrenunciable y vigoroso anhelo de justicia y perfección.

En esa confrontación está en juego la felicidad. Si no se logra armonizar, el drama de la vida humana comparecerá en la escena.

Ese equilibrio lo proporciona el conocimiento. No hay conocimiento sin amor, del mismo modo que no hay amor sin conocimiento. Amor y conocimiento irrumpen en la persona que experimenta la nostalgia de ser ella misma. Una nostalgia que se vehiculiza a través del recuerdo de la autoestima esencial de la que se gozó en el origen.
En el aprendizaje de las habilidades y destrezas para esa lucha ha de consistir la educación de los sentimientos y apetitos. Sólo así, los sentimientos y la autoestima estarán donde deben estar para que la persona sea feliz: exactamente en ese término medio entre el exceso y el defecto, que es lo que se conoce como virtud.

Las virtudes constituyen el punto de equilibrio en lo relativo a los sentimientos y apetitos, de manera que sean los más adecuados en frecuencia, intensidad, duración y cualificación respecto de los fines establecidos. La educación en los sentimientos no es al fin otra cosa que la educación ética.

Esta armonización no consiste tanto en reprimir las tendencias humanas como en optimizarlas. La ética, además de educar los sentimientos, es la ciencia que enseña a dirigir el propio comportamiento para alcanzar la felicidad.

Fuente: istmo.mx