En sus películas hay mucho más que cine. Gracias a The Killings Fields (1984), el mundo se hizo cargo de las atrocidades que los jemeres rojos habían perpetrado en Camboya. La Misión (1986) permitió que millones de espectadores se asomaran a la vez a las paradojas de la Historia y del corazón humano. Su última película se titula There Be Dragons y explora las fronteras del perdón y de la reconciliación. Está ambientada en la Guerra Civil española y uno de sus protagonistas es san Josemaría Escrivá de Balaguer. Se estrenará en España el 25 de marzo.
Texto Redacción NT
Roland Joffe.
¿Es el cine un medio útil para cambiar el mundo?
Sí, sí que es un medio para cambiar el mundo. Pero que sea útil o no es algo que depende de cómo se utilice. El verdadero poder del cine es que crea un vínculo emocional: el cine habla a la parte emocional de las personas, y no a la racional. Hoy se echa en falta esa dimensión irracional de la vida de las personas: nos estamos volviendo demasiado racionales, y ese exceso puede acercarnos a la locura. También es cierto que si lo irracional se trata de forma inadecuada, desensibiliza a la gente. El cine está cambiando a la sociedad, sí, pero puede que no lo esté haciendo para mejor. Por ejemplo: el cine está acostumbrando a la gente a la muerte y a la destrucción como algo que se experimenta y que no tiene ninguna consecuencia. Juega a lo irracional, pero no conecta con lo que los trágicos habrían llamado la purgación –la catarsis– por medio de la pena y el miedo. El cine moderno no conduce a esa purgación: deja a las personas simplemente con la violencia. Y eso las desensibiliza.
¿Es posible hacer una película que invierta esa tendencia?
Sí, siempre que se encuentre un sentido en ese patrón de irracionalidad del que hablaba. Si la gente lo encuentra gracias al cine, entonces sus vidas se vuelven más profundas, se enriquecen.
¿Hay alguna película que le haya enriquecido a usted?
Soy una rara avis porque me opongo a mi propia forma de arte. Soy muy crítico cuando veo películas. Y también soy un poco antropólogo: sufro de los mismos defectos que padecen los antropólogos. Se supone que ellos deben conectar con los sujetos de sus investigaciones mientras los observan. Es muy difícil para mí conectar con el fondo de una película porque la veo en términos técnicos. El desapego no es bueno, pero es el precio que uno debe pagar por estar tan profundamente involucrado en la industria del cine.
¿Alguna de sus películas ha tocado las conciencias de la gente? ¿Hay alguna que les haya animado a cambiar?
Me preguntaron esto mismo después de la primera película que rodé. Se titulaba The Spongers y era un telefilm que realicé para Tony Garnet, en la BBC. La historia se basaba en una noticia del periódico sobre una mujer que había asesinado a su familia en el aniversario de la coronación de la reina. A todos nos conmovió el suceso y Tony Allen, un buen escritor, lo convirtió en un relato sobre las familias de la clase trabajadora. La historia de la película era muy impactante. Después de un pase, alguien me hizo la misma pregunta, y yo le expliqué que no podía contestarla. Se levantó entonces una mujer del público y dijo que ella respondería en mi lugar. “Soy concejal de la ciudad de Brighton –comentó- y habíamos propuesto que se hicieran los mismos recortes de gastos que usted muestra en la película. De hecho, hice que el comité fuera a la BBC a verla. La consecuencia fue que no se hicieron los recortes inicialmente previstos, sino otros”. La reacción que explicó aquella mujer revela que, en el terreno práctico, una película puede marcar una diferencia. Como decía antes, el gran poder del cine es la conectividad.
El perdón es uno de los grandes temas de There Be Dragons y es también uno de los ejes de The Killing Fields. ¿Por qué le interesa tanto?
Creo que es difícil vivir una vida plena como ser humano sin romper muchos huevos. Si echo un vistazo a los que yo he roto, descubro rápidamente un número considerable. Yo mismo he sido a veces un huevo que otros han roto. Y cuando he pensado sobre lo que eso supone, he caído en la cuenta de que hay una pregunta muy importante sobre nuestro modo de vivir. Sería más o menos la siguiente: ¿puedo hacerme cargo de la posición que ocupo en el mundo hasta ser consciente de que mi sufrimiento personal forma parte de una red? Mi sufrimiento puede parecerme algo muy propio, muy individual, pero forma parte de un patrón complejo. Nada se termina cuando crees que termina. Cuando de verdad termina es cuando superas tu dolor individual o tu culpa individual. El perdón realmente sincero tiene mucho que ver con un entendimiento real y abierto de nuestra fragilidad como seres humanos. Pero este planteamiento resulta duro de mantener en un ambiente felizmente seducido por las almas valientes y fuertes de las que hablaba Camus, por las almas que supuestamente se hacen cargo de la vida. Esa seguridad puede conducir a la idea de que somos la única medida de nosotros mismos, al convencimiento de que podemos con todo lo que nos pongan por delante. A mí me parece interesante la idea de que formamos parte de una red. En ese sentido, guardar rencor a alguien es una actitud destructiva: en vez de superar de un modo creativo los inconvenientes que la vida nos presenta, nos quedamos enfadados, como congelados, y destruimos la potencialidad que tiene la vida.
Por lo que dice, el perdón y la conciencia de la propia fragilidad van muy unidos. ¿Le gustaría ver más perdón en el mundo, más fragilidad?
Desde luego que sí. En las mismas fechas en las que empecé a trabajar en There Be Dragons vi dos entrevistas en la CNN que me llamaron la atención. Fue además en el espacio de una semana. Una de las entrevistas era a una mujer hutu de Ruanda que estaba tomando el té con un hombre al que ella misma presentó como miembro de una tribu tutsi que había asesinado a su familia. El entrevistador, muy sorprendido, le preguntaba: “¿Y por qué toma el té con él?, ¿le ha perdonado?”. “Sí –respondía ella–, le he perdonado”. Y explicaba a continuación que aquel hombre iba todas las semanas a tomar el té con ella. “Lo hace para vivir en mi perdón”, añadía. Al oírle, uno se da cuenta de que ese era el modo que ella tenía de tratar con su pena. Y de que ese era el modo que aquel hombre tenía de tratar con su dolor. Del sufrimiento humano de ambos salía algo creativo. En aquel acto fenomenal de la voluntad había un propósito. El sufrimiento tiene un propósito. Cuando escuché la entrevista, pensé de forma quizá extraña que aquella mujer estaba dignificando su propia vida al perdonar al hombre hutu. Me conmovió su sencillez –era una campesina–, pero también el poder que tenía. Era un poder real.
Ha hablado de “acto de la voluntad”. ¿Es la voluntad, por tanto, la que permite el perdón? ¿Por qué algunas personas perdonan, y otras no?
No puedo responder esa pregunta: no puedo decir por qué algunas personas hacen unas cosas y otras no. Es un misterio inefable con el que todos convivimos. Quizá habría que plantear la cuestión de otro modo. Por ejemplo: “Parece que está implícito en los seres humanos que tengan el potencial de perdonar; ¿por qué entonces algunas personas se sienten incapaces de explotar ese potencial?”. La pregunta supone un giro interesante sobre la anterior, porque permite llegar a una posición ideológica: ¿qué influencias hay dentro de un hombre a la hora de afrontar esta cuestión? Si a ti te enseñaron en la infancia que la venganza es algo importante, que tu dignidad como ser humano se sostiene al ejercer la venganza, entonces acabas en un ciclo donde la venganza se autoperpetúa, como un meme de Richard Dawkins. Según él, un meme es una unidad teórica de información cultural transmisible de un individuo a otro, o de una mente a otra, o de una generación a la siguiente. Creo que hablar de la venganza en esos términos es una deformación. Lo interesante es proporcionar a la gente las herramientas y los argumentos necesarios para que entiendan que lo mejor que pueden hacer es dejar que pase la necesidad de venganza. Ese deseo de que alguien pague una cuenta pendiente es una respuesta muy primitiva y visceral. El otro ejemplo que quería comentar, también procedente de la CNN, es el de un palestino. Su hija había sido asesinada junto a un muro que fue derribado por un bulldozer israelí. Ante ese hecho, su reacción fue la de promover una fundación para mejorar las relaciones entre los israelíes y los palestinos. Es una actitud de mucha fuerza y de mucha belleza, que se salía de la espiral de venganza tantas veces presente en su propia cultura. El planteamiento de aquel padre era: “Mi hija está muerta. A ella no le debo nada. En cambio, debo una experiencia a los vivos, para evitar que lo que ha ocurrido se convierta en un patrón repetitivo”. Es una postura sagaz, aguda, intensamente humana. Y mucho más valiente de la que yo hubiese tomado en su lugar.
Su nueva película está recorrida por la metáfora de los dragones. Los hay ocultos en el interior de las personas y en el subsuelo de la sociedad. ¿Cree que la venganza, el orgullo o el individualismo al que también ha aludido son algunos de los dragones del mundo occidental?
Sí, creo que sí. Supongo que yo mismo soy un producto de eso, que no escapo a esa idea de que, de algún modo, uno es autónomo y autocreador. A mí me encantaba la visión existencial del mundo –al menos lo que entendía de ella–, pero pienso que resulta peligrosa porque es autorreferencial y conduce a la arrogancia, como ya descubrieron los griegos. Y también conduce a cierta aridez: si soy autocreado, no hay nada fuera de mí; y eso lleva –me parece– a la visión posmoderna de que nada es real en cualquier caso. Que todo sea filtrado por el cerebro no significa que no haya nada fuera del cerebro. Esta aridez supone un problema. Necesitamos realmente que exista un ambiente donde haya algo mayor que nosotros, pero no sé cómo podemos encontrarlo a través de planteamientos puramente humanos. Si no tenemos clara la necesidad de ese ambiente, podemos acabar abocados –bajo la apariencia de racionalidad– a un comportamiento totalmente irracional.
Pasemos a la historia de su nueva película. San Josemaría, el fundador del Opus Dei, es uno de los protagonistas. Si tuviera que escoger un aspecto que haya descubierto en él o en su vida, ¿cuál sería?
Creo que la idea de conciencia individual. Leí una carta suya en la que cuenta cómo algunos de los estudiantes que se movían a su alrededor cometieron errores. Eso le rompía el corazón, pero no decía nada. Me encanta eso, porque revela una idea muy real de cómo son los seres humanos y de qué necesitan. Otra cosa que me sorprendió mucho es su convencimiento de que se puede encontrar a Dios en el día a día. Es muy fácil malinterpretar esa idea, como si se tratase de algo trivial, como si a Dios se le pudiera encontrar en la panadería, pero no creo que sea eso lo que quiere decir. Él se refiere a lo cotidiano: no sólo al panadero haciendo su pan, sino al panadero preguntándose si debería divorciarse de su mujer cuando está haciendo pan. Me di cuenta de que lo que él decía era algo de gran profundidad, pero expresado de un modo muy sencillo. Fue precisamente entonces cuando pensé que la historia de la película debería situarse en la Guerra Civil. En España hubo una época en la que el día a día era la Guerra Civil: ¿significa eso que Dios estaba allí? Y si es así, ¿cómo estaba presente? Estas cuestiones nos llevan a lo que se ha llamado el “problema del mal”, aunque yo no creo que haya un “problema del mal” que haga difícil la existencia de Dios. La vida incluye cosas que son malas y tenemos que vérnoslas con ellas. Eso es algo totalmente distinto. Así que creo que Josemaría fue muy valiente, muy avanzado. También me gusta mucho su sentido del humor.
Un momento del rodaje de There Be Dragons
Ha mencionado el día a día de la Guerra Civil. ¿Cómo resumiría el efecto que esos tres años de enfrentamientos tuvieron en él y en la gente que le rodeaba?
Creo que él optó por la defensa del individuo en un momento en el que se imponían los movimientos de masas. Los años treinta del siglo pasado fueron probablemente la mayor época de movimientos de masas. Todo estaba mecanizado, todo se producía en cadenas de montaje, incluido el pensamiento. Marx fue incorporado a una especie de máquina extraordinaria destinada a fabricar montones de comunistas. Era un equivalente a lo que hacía la Ford para producir en serie el Modelo T. Y también hubo quien pensaba que se podían crear miles y miles de Ford T de corte fascista. Y sin embargo, ahí estaba Josemaría con un mensaje claro: “No sois parte de una gran máquina, no sois un Modelo T ni nada por el estilo. Tenéis vuestra propia conciencia y debéis asumir la responsabilidad que se derive de vuestras acciones. No voy a deciros lo que deberíais pensar, lo tenéis que descubrir vosotros mismos”. Si nuestras vidas tienen profundidad, podemos hacernos esa pregunta: ¿quién soy yo y qué tengo que hacer? También se puede esquivar la cuestión, y no tener un pensamiento original, y limitarse a pagar los impuestos. Pero lo que ni aún entonces se puede esquivar es la presencia de la pregunta.
En la época en la que usted sitúa la historia no era fácil elegir el propio camino. Eran las ideologías totalitarias las que los imponían.
De ahí el interés de lo que hizo Josemaría. Creo que él demostró una profunda sinceridad intelectual. Él lo llamaba sinceridad con su Dios, y digo “su” Dios porque estoy hablando de él, no de mí. Él respetaba seriamente lo que suponía que era un ser humano. Es un tema muy profundo. En la película, a Josemaría se le plantea la cuestión de cómo debemos aceptar a cada persona como ser humano. “Y si se equivocan, ¿qué?”. Sí –dice él–, también si se equivocan. Esto es algo que tiene un poder extraordinario. El terrible talón de Aquiles de una sociedad clasista es que se convierte en un método para criticar a los enemigos internos, en una medida para juzgar a los demás. A mí me parece que una de las verdades extraordinarias que Jesús nos trae es que no hay una medida de lo correcto. Y tampoco hay un Dios crítico. Jesús no está en la cruz juzgando; está en la cruz sufriendo, que es algo completamente distinto. De algún modo, lo que está diciendo desde allí es que comparte la plenitud de nuestra humanidad. Eso nos conduce de nuevo al ejemplo del perdón, al caso de la mujer ruandesa. Ella no juzga al hombre con el que comparte el té como correcto o equivocado, aunque haya asesinado a sus hijos. Obviamente, ella sigue sintiendo que sus hijos hayan sido asesinados, eso es algo que le afecta. Pero su empeño es conectar con la humanidad de ese hombre tutsi. Es entonces cuando se da un paso adelante. ¿Y no es eso lo que Josemaría enseña una y otra vez a las personas que están pasando por experiencias angustiosas?
Nuestro Tiempo N° 667 marzo - abril 2011 |