Istmo, 1 julio, 2000. Ejemplar: 249 Sección: Miscelánea
Hay personas que tienen una especial propensión al resentimiento, que se sienten con mucha facilidad, que reaccionan desproporcionadamente ante estímulos de poca entidad o acumulan rencores infundados. Unas veces pueden ser determinadas acciones las que producen esos efectos, como un comentario crítico, una llamada de atención, una mirada de indiferencia o de desprecio, un determinado tono en la voz, una ironía; otras veces la reacción procede de una omisión de los demás, como quien se siente herido porque no lo felicitaron el día de su cumpleaños, porque alguien no lo saludó, no le dio las gracias o no lo invitó a la fiesta; o tal vez porque siente que no valoran lo que hace, no lo toman en cuenta, no le piden su opinión o no le hacen caso.
Cuando a una persona, ante estos estímulos, parece que se le viene el mundo encima, se siente sumamente agredida, o se entristece y se llena de amargura, cabe preguntarse si su forma de reaccionar es normal.
Solemos decir que una persona está sentida o resentida cuando, por algún suceso concreto, se encuentra interiormente dolida y retiene el agravio.
En cambio, cuando el resentimiento se ha convertido en un estado permanente del sujeto, más que estar resentido habría que utilizar la expresión ser resentido.
Cuando alguien ya no sólo está, sino que es resentido, sus reacciones suelen aflorar continuamente y a veces en forma agresiva, incluso ante estímulos que no incluyen contenido ofensivo. Esto suele derivarse muchas veces de alguna situación personal deficiente que no se ha sabido aceptar y que pesa de forma permanente, consciente o inconscientemente. Pueden ser los fracasos personales o algún defecto físico notorio. Max Scheler decía: «los enanos y jorobados, por ejemplo, que se sienten humillados por la mera presencia de los demás hombres, revelan por eso tan fácilmente este odio peculiar, esta ferocidad de hiena pronta al asalto. El odio y enemistad de esta especie, justo porque primordialmente carece de fundamento en la obra o conducta del enemigo, es el más hondo e irreconciliable que existe. Se dirige contra la existencia y el ser mismo del prójimo, no contra cualidades y acciones transitorias. Goethe tiene presente esta especie de enemigos cuando dice: ¿Que te quejas de enemigos? ¿Podrían ser amigos aquéllos para quienes el ser que eres es, en secreto, un eterno reproche?» [i].Dentro del estar y el ser resentido caben, ciertamente, diversos grados, pero en todos ellos hay factores comunes que favorecen la inclinación a la susceptibilidad y al resentimiento.
¿A qué responde tal inclinación? ¿Cuáles son las disposiciones interiores que potencian esta tendencia? ¿Es posible combatirla y con qué medios?
Vale la pena afrontar estas cuestiones que, bien resueltas, pueden ahorrarnos muchos problemas subjetivos en nuestra vida y, consecuentemente, señalarnos un camino que en última instancia apunta hacia la verdadera felicidad.
Egocentrismo y olvido de sí
La tendencia a girar en torno a sí mismo, a convertir el propio yo en el centro de los pensamientos y en el punto de referencia de todas las acciones, se llama egocentrismo y es el principal aliado del resentimiento. La persona egocéntrica se hace muy vulnerable porque da demasiada importancia a todo lo que a ella se refiere.
Especialmente si se trata de cosas negativas de parte de los demás, suele reaccionar de manera desproporcionada, porque su subjetividad, al estar vertida sobre sí misma, es como una caja de resonancia que multiplica notablemente el efecto auditivo. Esta reacción emocional ordinariamente se retiene, por la concentración del sujeto en su propio yo, se convierte en resentimiento y, consecuentemente, en infelicidad.
El psiquiatra Rojas advierte que «una de las cosas que entristece más al hombre es la egolatría, origen muchas veces de sufrimientos inútiles, producidos por una excesiva preocupación por lo personal, exagerando en demasía su importancia» [ii]. El beato Josemaría Escrivá afirmaba que «las personas que están pendientes de sí mismas, que actúan buscando ante todo la propia satisfacción, (…) son inevitablemente infelices y desgraciadas.
Sólo quien se olvida de sí, y se entrega a Dios y a los demás (…), puede ser dichoso en la tierra, con una felicidad que es preparación y anticipo del cielo» [iii]. Si el olvido propio es el camino que conduce a la felicidad, podemos afirmar que es también el mejor antídoto contra el resentimiento, porque reduce considerablemente la resonancia subjetiva de los agravios y evita retenerlos.
¿Cómo olvidarnos de nosotros mismos?
Acabamos de leer la respuesta: mediante la entrega a Dios y a los demás, es decir, viviendo hacia fuera de nosotros mismos de forma positiva, con metas que supongan un servicio a los demás y a Dios. A los demás, porque nuestros actos los mejoren, les ayuden a progresar en todos sentidos; a Dios, porque nos propongamos cumplir su voluntad.
El sentimentalismo
Los sentimientos juegan un papel muy importante en la conducta, entre otras cosas porque son una fuente de energía que intensifica la acción humana y confiere fuerza a las decisiones de la persona para que alcance su cometido.
Más aún, el Catecismo de la Iglesia Católica advierte la insuficiencia de la voluntad, cuando no está secundada por los sentimientos (cuya fuente radica en el corazón, metafóricamente hablando): «La perfección moral consiste en que el hombre no sea movido al bien sólo por su voluntad, sino también por su apetito sensible (…), por su corazón» [iv].
Esto quiere decir que los sentimientos constituyen una fuerza que puede mover al bien, sumándose a la fuerza de la voluntad. Además, cuando en las cosas que debemos hacer especialmente si se relacionan con personas metemos el corazón, como suele decirse, la calidad de nuestras acciones se incrementa considerablemente porque se humanizan. Lo contrario, la ausencia de sentimientos, produce frialdad o indiferencia que no resulta agradable Sin embargo, para que los sentimientos jueguen un papel positivo en la conducta han de estar gobernados por la inteligencia y la voluntad.
Cuando esto no ocurre, porque la persona no controla sus emociones, sino que es dominada por ellas, entonces se incurre en el sentimentalismo. En este caso la vulnerabilidad se incrementa, porque los estímulos sensibles encuentran un eco exagerado ante la ausencia de control racional en las reacciones emocionales.
Cualquier ofensa o agresión genera una reacción desproporcionada que fácilmente se convierte en resentimiento, porque la intensidad de la emoción más aún si no se externa esa emotividad lesionada suele estrechar el campo de la conciencia y disminuir la capacidad para modificar voluntariamente la reacción.
Hay que tener en cuenta, además, que los sentimientos, si no están sometidos a las potencias superiores, suelen ser egocéntricos: terminan en el mismo sujeto del que proceden, con un enfoque interesado y egoísta. Por ejemplo, el afecto se convierte en una búsqueda de uno mismo, se ama a alguien para recibir afecto, compasión, o cualquier otro tipo de complacencia.
Y ya hemos visto que el egocentrismo favorece notablemente el resentimiento.La solución ante el sentimentalismo consistirá, entonces, en fortalecer la voluntad para que tenga la capacidad de no dejarse dominar por las pasiones y sentimientos, de manera que los encauce adecuadamente en la dirección señalada por la recta razón.
Y la voluntad se fortalece mediante su ejercicio, como ocurre con los músculos del organismo, que requieren de un entrenamiento continuado para adquirir y mantener una fuerza de la que carecían originalmente. La voluntad se hace fuerte, por ejemplo, mediante el esfuerzo diario por vivir el orden en el trabajo, comenzando y terminando a tiempo, poniendo intensidad al realizarlo, acabando los asuntos que se han emprendido, etcétera.
La imaginación
La imaginación suele influir también de manera determinante en el resentimiento.
Si bien es una facultad que puede enriquecer nuestras percepciones, favorecer nuestra creatividad o ayudarnos a descubrir soluciones ante los problemas; cuando escapa a nuestro control y actúa indiscriminadamente por su cuenta, nos aleja de la realidad, deforma el conocimiento y puede ser una fuente de complicaciones interiores.
Ordinariamente la imaginación descontrolada acaba exagerando las cosas de manera que, por ejemplo, una pequeña ofensa se interpreta como una gran agresión, o una aparente omisión se juzga como ocasionada con intención de desprecio, humillación o desafecto.
Por eso, la imaginación no controlada suele ser origen de resentimientos muchas veces gratuitos, porque no proceden de ofensas reales sino imaginarias[v].En estos casos, hace falta tener la autocrítica necesaria para cortar con determinación esos procesos imaginativos antes de que tomen cuerpo, lo cual exige también lucha personal que, con la ayuda de Dios, nos va haciendo capaces de encauzar nuestra imaginación en la dirección conveniente, de manera que no se convierta en un enemigo íntimo que sea fuente de susceptibilidades y resentimientos.
El esfuerzo continuado por no permitir que nuestra imaginación actúe por su cuenta nos acaba confiriendo la capacidad de controlarla.
Un círculo vicioso
Cuando a la falta de dominio sobre la imaginación se suma la ausencia de control de los sentimientos, se produce un círculo vicioso muy complejo.
El sentimiento o pasión actúa sobre la imaginación, exaltándola y provocando que conciba la realidad deformada, como el que se pelea y se imagina que el adversario pretendía acabar con él, cuando no eran éstas sus intenciones. A su vez, la imaginación influye sobre el sentimiento, provocando una reacción emocional más intensa: al suponer imaginativamente la malicia del agresor o el desamor, la ira aumenta en la misma proporción.
El proceso puede continuar sucesivamente, alternándose el estímulo de la emoción sobre la imaginación y de ésta sobre el sentimiento, de manera que se establezca el círculo vicioso.
En pocas palabras, la imaginación exaltada por la pasión aumenta las cosas, por pequeñas que sean es como ver a través de una lupa poderosa, donde todo aparece desmesuradamente grande, y el sentimiento se desborda al ser motivado por una imaginación deformada.
Si este círculo tiene lugar en la persona egocéntrica, que vive centrada en sí misma y suele retener los agravios, el resultado inevitable será la susceptibilidad, esa facilidad para sentirse ofendido o dolido por acciones u omisiones de los demás, como puede ser una reprensión, un desaire, un olvido, una palabra y hasta una mirada.
Es significativo que esto sea especialmente frecuente en la adolescencia por la inmadurez propia de esta edad tendencia a centrarse en sí mismo y por no tener aún formado el carácter.
¿Yo inseguro?
El resentimiento es una reacción emocional negativa que permanece dentro del sujeto. La permanencia hace que la herida provocada por la ofensa recibida se vuelva a vivenciar una y otra vez. Esto tiene que ver con algún tipo de debilidad, con la incapacidad para «dar salida» a la reacción provocada por la agresión. Esta falta de fortaleza en el carácter, para no retener los agravios, muchas veces procede de la inseguridad personal.
La persona insegura, con una baja autoestima, carece de confianza en sí misma y vive con el temor constante de sentirse agredida, ignorada o rechazada por los demás. La inseguridad tiene diversas manifestaciones que propician resentimientos y que ordinariamente están vinculadas también con el egocentrismo. Hay quienes experimentan una necesidad desproporcionada de afecto y conciben el amor como exclusiva receptividad: «La persona que sólo desea ser querida, pero que no se atreve a querer, suele ser muy inmadura.
Cuando de la necesidad de ser querida se hace una clave para la vida a veces la única, la persona que así se comporta se hace mucho más dependiente del afecto que recibe. Una persona así está tan subordinada a quienes le dan el afecto que necesita, que acaba por vaciar y hasta perder el sentido de su libertad» [vi]. La consecuencia es la susceptibilidad derivada del egocentrismo, que juzga como omisiones imperdonables las innumerables expectativas que considera insatisfechas por parte de los demás. La inseguridad frecuentemente inclina a llamar la atención, por caminos variadísimos. Por ejemplo, «a muy temprana edad aprendemos que enfermarse es una de las maneras más eficaces de llamar la atención. Para algunos es la única. Cuando nos enfermamos, nuestros amigos y parientes se apresuran a congregarse en derredor nuestro e inmediatamente nos sentimos más amados y más seguros. Algunas personas jamás superan esta idea y se las arreglan para pasarse toda la vida enfermas, o se caen de las escaleras y se rompen las piernas cada vez que se sienten ignoradas o rechazadas. Evidentemente, esta conducta es más subconsciente que consciente. Sin embargo, el hecho es que quienes sienten amor y seguridad sufren muchas menos enfermedades y accidentes que aquellos que no se sienten realizados y tienen una gran dosis de inseguridad» [vii]. Cuando estas personas no consiguen ser el centro de atención, se sienten mal y fácilmente se resienten. Si a la inseguridad se asocia una cierta dosis de pesimismo, la persona puede considerarse víctima y fomentar la autocompasión: no me quieren, no me valoran, no me hacen caso, etcétera. Este victimismo ordinariamente se traduce en quejas que pocas veces alcanzan lo que se proponen: «De una cosa estoy seguro: quejarse es contraproducente. Siempre que me lamento de algo con la esperanza de inspirar pena y recibir así la satisfacción que tanto deseo, el resultado es el contrario del que intento conseguir. Es muy duro vivir con una persona que siempre se está quejando, y muy poca gente sabe cómo dar respuesta a las quejas de una persona que se rechaza a sí misma. Lo peor de todo es que, generalmente, la queja, una vez expresada, conduce a lo que quiere evitar: más rechazo»[viii].En casos extremos, patológicos, la inseguridad puede convertirse en temor obsesivo a ser agredido, lo cual conducirá a un cúmulo de resentimientos difícilmente controlables. «En las personalidades paranoides, por ejemplo, es posible que los actos de los demás sean considerados por el individuo enfermo como una amenaza hacia su yo o como una agresión. Estas interpretaciones erróneas pueden convertirse en verdaderas ideas delirantes de persecución o daño, y dar como resultado una respuesta agresiva y violenta con deseos de venganza por un daño no sufrido pero interpretado erróneamente como tal, o huir y aislarse para evitar esos constantes ataques»[ix]. Sin llegar a tales extremos, también es verdad que el cansancio y la enfermedad en general, que debilitan física o psíquicamente a la persona, favorecen el resentimiento porque disminuyen las defensas para manejar adecuadamente las reacciones ante las ofensas recibidas.
Superación de la inseguridad
¿Cómo combatir la inseguridad y sus diversas manifestaciones, para reducir la inclinación al resentimiento?
Sugerimos a continuación algunos medios:· Tener clara la misión que nos corresponde en la vida y abocarnos a ella, de manera que el sentido de nuestra existencia proceda del proyecto y los objetivos que nos hayamos propuesto, · Crecer continuamente como personas humanas, mediante la adquisición de valores y el perfeccionamiento de los que ya se tienen. Esto provocará que aumente la autoestima y coincida con la auténtica humildad que consiste en la verdad sobre nosotros mismos.· Fortalecer el carácter, acometiendo retos que exijan vencimiento personal.· Vivir para los demás, con objetivos claros de servicio, y de este modo conseguir el olvido propio.· Valorar las capacidades y cualidades personales sin dejar de ver los defectos para apoyarnos en ellas. Valorar también los buenos resultados que consigamos en nuestra vida, en cualquier terreno. En ambos casos, atribuyendo a Dios el origen de esas capacidades y resultados.· Fomentar la confianza en los demás, para saber contar con ellos y sentirnos apoyados.· Ser conscientes de que somos hijos de Dios y de que Dios es infinitamente bueno y poderoso.
Saber dar gracias
Un medio especialmente eficaz para evitar el resentimiento, porque se opone frontalmente al egocentrismo y a las demás disposiciones interiores negativas que hemos analizado, lo constituye la gratitud, entendida como capacidad de reconocer los dones y beneficios recibidos. Esta virtud implica la aptitud para descubrir todo lo positivo que hay en nuestra vida y percibirlo como un regalo por el que nos sentimos movidos a dar las gracias.
Es precisamente lo opuesto al resentimiento: «Resentimiento y gratitud no pueden coexistir, porque el resentimiento bloquea la percepción y la experiencia de la vida como don. Mi resentimiento me dice que no se me da lo que merezco»[x]. En cambio, quien no espera nada, ni exige nada para sí, se alegra por lo que recibe y ordinariamente le parece que es más de lo que merece. Además, suele experimentar el deseo de corresponder, aunque tantas veces se considere incapaz de hacerlo en la misma proporción de lo recibido.
Con palabras de Polaino-Lorente, «cuando una persona se siente querida por muchas otras, sin apenas merecerlo, es lógico que entienda esos afectos y su propia vida como un regalo.
Surge de forma inevitable, entonces, el agradecimiento. Si no disponemos de ninguna cosa adecuada para agradecer un regalo de esa naturaleza, sólo hay una opción posible: pagar con la misma moneda, agradecer el regalo el querer regalando algo de la misma naturaleza, es decir, queriendo»[xi]. Quien actúa y reacciona de esta manera es incapaz de resentirse.
La gratitud, como cualquier otro hábito, se puede adquirir y desarrollar mediante la sucesiva repetición de actos: reconociendo interiormente los dones recibidos, expresando exteriormente la acción de gracias y procurando corresponder con obras dentro de las propias posibilidades. Afortunadamente es posible superar la tendencia al resentimiento.
[i] SCHELER, M. El resentimiento en la moral. Caparrós Editores. Madrid. 1993, pp. 61-62; (GOETHE, Westöstlicher Diwan).
[ii] ROJAS, E. Una teoría de la felicidad. Dossat 2000. Madrid. 196620, p. 235.
[iii] ESCRIVÁ, J. Es Cristo que pasa. MiNos. México. 19959, n. 23.
[iv] Catecismo de la Iglesia Católica. Coeditores Católicos de México. México. 19994, nn. 1770 y 1775.
[v] «La mayor parte de los conflictos, que se plantean en la vida interior de mucha gente, los fabrica la imaginación: que si han dicho, que si pensarán, que si me consideran… Y esa pobre alma sufre, por su triste fatuidad, con sospechas que no son reales». ESCRIVÁ, J. Amigos de Dios. MiNos. México. 19927, n. 100.
[vi] POLAINO-LORENTE, A. Una vida robada a la muerte. Planeta. Barcelona. 1997, p. 200.
[vii] MATTHEWS, A. Por favor sea feliz. Selector. México. 1996, p. 34.
[viii] NOUWEN, H. El regreso del hijo pródigo. PPC. Madrid. 1999, p. 79.
[ix] QUINTANILLA, B. Venganza y resentimiento, en ISTMO nº 226. México. 1996, pp. 26-27.
[x] NOUWEN, H. El regreso del hijo pródigo. pp. 92-93.
[xi] POLAINO-LORENTE, A. Una vida robada a la muerte. p. 200.
Fuente: istmo.mx |