Enero, 2001.
Dis-culpar o perdonar
Si camino por la calle y de pronto tropiezo, pierdo el equilibrio e involuntariamente arrojo al suelo a un transeúnte, lo que procede es pedirle una disculpa. Si la víctima del accidente se da cuenta de que mi acción ha sido, en efecto, involuntaria, me dis-culpará, es decir, reconocerá que no fui culpable. En cambio, si ese mismo transeúnte, al llegar a su casa, insulta a su esposa, no bastará con que posteriormente solicite ser dis-culpado: deberá pedir perdón porque ha sido culpable de la ofensa cometida. Por tanto, se disculpa al inocente y se perdona al culpable. Disculpar es un acto de justicia porque el agresor merece que se le reconozca que no es culpable, tiene derecho a la disculpa, mientras que el perdón trasciende la estricta justicia porque el culpable no merece el perdón; si se le perdona es por un acto de amor, de misericordia.
No cabe duda que resulta más fácil disculpar que perdonar. Cuando me doy cuenta de que alguien no tiene la culpa, no encuentro en mí ninguna resistencia para disculparlo porque lo natural es precisamente reconocer su inculpabilidad. En cambio, cuando descubro que el ofensor es culpable de su acción, de ordinario surge una reacción natural, inspirada en el sentido de justicia, que inclina a exigir que el agresor cargue con las consecuencias de su actuar, que pague por los daños cometidos. El perdón, entonces, implica ir en contra de esa primera reacción espontánea, sobreponerse a la inclinación de exigir lo que parece dictar la justicia, pero que es superado por la misericordia. Lo que no tiene sentido, porque se trataría de un esfuerzo estéril, es perdonar lo excusable, lo que merece una simple disculpa. Y esto puede ocurrir si no se distingue, en la práctica, lo disculpable de lo perdonable.
En la vida ordinaria es frecuente que muchas acciones en apariencia ofensivas se interpreten como agresiones culpables, cuando en realidad no lo son porque carecen de intencionalidad. Tal ocurre con las omisiones involuntarias. Una buena dosis de reflexión, unida a la actitud de ponerse en el lugar del otro, permite comprender con objetividad tales acciones u omisiones y descubrir que en múltiples casos no es necesario perdonar; basta con disculpar, porque el supuesto agresor actuó por error, ignorancia o simple distracción. Así, además, quien sufrió el agravio se ahorra del peso extra que supone tener que perdonar.
Otras veces ocurrirá que descubriremos circunstancias atenuantes que reducen el grado de culpabilidad, como el padre de familia que llega a casa cansado, después de un día problemático en su trabajo, y reacciona con mal humor ante la música estruendosa que están oyendo sus hijos; o la esposa que no recibe al marido con todo el afecto que él esperaría, porque está con los nervios de punta después de una jornada en la que ha tenido que atender múltiples asuntos domésticos. También podrá suceder que existan circunstancias más permanentes que, si se comprenden, simplifican mucho el problema del perdón, trasladándolo al terreno de lo excusable; los padres que captan con profundidad el temperamento de sus hijos o la etapa de la vida por la que están pasando no se sorprenden por las reacciones correspondientes a esas circunstancias y, cuando son ofensivas, muchas veces las disculpan sin necesidad de perdonarlas, por los atenuantes que descubren.
Ciertamente, no se trata de cerrar los ojos a la realidad, sino de distinguir con la mayor precisión posible lo culpable de lo excusable, porque «con una excusa perfecta, no necesitamos perdón; pero si una acción requiere ser perdonada, es imposible una excusa». El verdadero realismo conduce a la comprensión objetiva de los demás, que no consiste en juzgarlos como si fueran objetos lejanos o enemigos potenciales, sino en mirarlos con amor para descubrir todos los atenuantes que han de incluirse en el juicio y así reducir el perdón a lo estrictamente culpable.
En el extremo de la justicia
En el Antiguo Testamento prevalecía la ley del Talión, inspirada en la estricta justicia: «ojo por ojo, diente por diente». Jesucristo viene a perfeccionar la Antigua Ley e introduce una modificación fundamental que consiste en vincular la justicia a la misericordia, más aún, en subordinar la justicia al amor, lo cual resulta tremendamente revolucionario. A partir de Él, las ofensas recibidas deberán perdonarse, porque el perdón formará parte esencial del amor. «Quiere, desde el primer momento, que quede claro que él no pide “un poco más de amor”, que “su” amor no es “ir un poquito más allá de lo que señalaría la justicia”, sino hacer, por amor, lo contrario de lo que exigiría la justicia, yéndose al otro extremo por el camino del perdón y del amor».
La misericordia que Jesús practica y exige a los suyos choca, no sólo con el sentir de su época, sino con el de todos los tiempos: «Han oído ustedes que se dijo: Ama a tu prójimo y odia a tu enemigo. Yo, en cambio, les digo: Amen a sus enemigos, hagan el bien a los que los odian y rueguen por los que los persiguen y calumnian». «Al que te golpee en una mejilla, preséntale la otra; al que te quite el manto, déjalo llevarse también la túnica». Estas exigencias del amor superan la natural capacidad humana, por eso Jesús invita a los suyos a una meta que no tiene límites, porque sólo desde ahí podrán intentar lo que les está pidiendo: «Sean misericordiosos, como su Padre es misericordioso». Para este ideal podrán contar con la ayuda de Dios.
¿Qué es perdonar?
A diferencia del resentimiento producido por ciertas ofensas, el perdón no es un sentimiento. Perdonar no equivale a dejar de sentir. Hay quienes consideran que están incapacitados para perdonar ciertos agravios porque no pueden eliminar sus efectos: no pueden dejar de experimentar la herida, el odio ni el afán de venganza. De aquí pueden derivarse complicaciones en el ámbito de la conciencia moral, especialmente si se tiene en cuenta que Dios espera que perdonemos para perdonarnos Él. La incapacidad para dejar de sentir el resentimiento, en el nivel emocional, puede ser, en efecto, insuperable, al menos en el corto plazo. Sin embargo, si se comprende que el perdón se sitúa en un nivel distinto al del resentimiento, esto es, en el nivel de la voluntad, se descubrirá el camino que apunta a la solución.
El empleado que ha sido despedido injustamente de la empresa, el cónyuge que ha sufrido la infidelidad de su pareja, los padres que han padecido el secuestro de un hijo, pueden decidir perdonar, a pesar del sentimiento adverso que necesariamente están experimentando, porque el perdón es un acto volitivo y no un acto emocional. Entender esta diferencia, entre sentir una emoción y tomar una decisión, es ya un paso importante para clarificar el problema. Muchas veces en la vida debemos actuar en sentido inverso a la dirección que marcan nuestros sentimientos, y de hecho lo hacemos porque nuestra voluntad se sobrepone a nuestras emociones. Por ejemplo, cuando sentimos desánimo por algún fracaso que hemos tenido en la realización de una tarea y, en lugar de abandonarla, nos sobreponemos y seguimos adelante hasta concluirla; cuando alguien nos ha molestado y sentimos el impulso de agredirlo, pero decidimos controlarnos y ser pacientes; cuando experimentamos inclinación hacia la pereza y sin embargo optamos por trabajar. En todos estos casos se manifiesta la capacidad de la voluntad para dominar los sentimientos. Lo mismo ocurre cuando perdonamos, a pesar de que emocionalmente nos encontremos inclinados a no hacerlo.
El perdón es un acto de la voluntad porque consiste en una decisión. ¿Cuál es el contenido de esta decisión? ¿Qué es lo que decido cuando perdono? Al perdonar opto por cancelar la deuda moral que el otro ha contraído conmigo al ofenderme y, por tanto, lo libero en cuanto deudor. No se trata, evidentemente, de suprimir la ofensa cometida, de eliminarla y hacer que nunca haya existido, porque carecemos de ese poder. Sólo Dios puede borrar la ofensa y conseguir que el ofensor regrese a la situación en que se encontraba antes de cometerla. Pero nosotros, cuando perdonamos de verdad, desearíamos que el otro quedara completamente eximido de la mala acción que cometió. Por eso, «perdonar implica pedir a Dios que perdone, pues sólo así la ofensa es aniquilada». Este modo de proceder es radical e incluye diversas consecuencias para quien perdona. Veámoslas.
Modificar los sentimientos negativos
La decisión de cancelar la deuda al ofensor es un acto de amor y exige también el deseo de eliminar los efectos subjetivos que la ofensa produjo en mí, como son el odio, el resentimiento, el afán de venganza. Perdonar «es dejar de odiar, y ésa es, precisamente, la definición de la misericordia: es la virtud que triunfa sobre el rencor, sobre el odio justificado (por lo que trasciende la justicia), sobre el resentimiento, el deseo de venganza o de castigo. Es entonces la virtud que perdona, no por la supresión de la infracción o de la ofensa, -lo que no podemos hacer- sino por la interrupción del resentimiento hacia quien nos ofendió o perjudicó». Es cierto que, como hemos dicho, esta decisión no elimina de inmediato las tendencias emocionales, los sentimientos generados por la agresión, pero lleva a no consentirlos y a poner los medios para tratar de modificarlos progresivamente.
La eliminación de esos sentimientos negativos, provocados por la ofensa, puede resolverse por una vía indirecta. En lugar de reprimirlos sin más -con lo que no conseguiríamos eliminarlos- es más efectivo tratar de darles un giro que los haga cambiar de signo. Al sentir la herida, podemos pensar en el daño que el otro se ha hecho a sí mismo al ofendernos, y dolernos por él; podemos también pedir a Dios que lo ayude a enmendar su acción errónea, a pesar de que estemos aún experimentando sus efectos. Dicho con mayor propiedad, «no está en nuestra mano no sentir ya la ofensa y olvidarla; pero el corazón que se ofrece al Espíritu Santo cambia la herida en compasión y purifica la memoria transformando la ofensa en intercesión».
La cancelación de la deuda que se produce al perdonar implica a la persona que perdona. No es un acto en el que la propia subjetividad quede al margen, como si se tratara de un negocio que se resolviera fríamente. Perdonar exige restablecer la relación que se tenía con el otro, antes de que cometiera la ofensa. Si la relación era estrecha, exigirá el restablecimiento del amor anterior. No basta con cancelar la deuda pero mantenerse al margen. Es preciso que ningún sentimiento despertado por la ofensa ensombrezca la relación amorosa que existía. Cuando alguien ha sido ofendido por un amigo, no podrá decirle: te perdono, pero de ahora en adelante guardaremos nuestras distancias. Si realmente lo ha perdonado, las distancias han de desaparecer. Deberá tratarlo como si nada hubiera ocurrido, aceptarlo a pesar del daño ocasionado, aun cuando la herida no haya desaparecido todavía. Claro que, en este caso en el que la amistad exige reciprocidad, se requerirá que el otro rectifique, porque si mantiene su disposición ofensiva, la relación no se podrá reconstruir, por más que el ofendido perdone.
Perdón y prudencia
Cuando alguien ha producido un daño y mantiene su intención de seguirlo cometiendo, es perfectamente válido que el afectado acompañe su perdón de las medidas de prudencia necesarias para evitar que el otro siga realizando su propósito. Si alguien viene a mi casa y roba o intenta agredir a una persona de la familia, lo puedo perdonar, pero evitaré que vuelva a entrar a la casa, al menos mientras no me conste que sus intenciones han cambiado. Este modo de proceder no responde sólo al derecho que tengo de proteger lo personal, sino también al afán por ayudar al ofensor. Si perdonar es un acto de amor y el amor consiste en buscar el bien del otro, en la medida en que ayude al enemigo a evitar acciones que lo dañan, le estaré haciendo el bien. Si además de cerrarle las puertas de mi casa para que no concrete sus malos propósitos, puedo influir de alguna forma en su conducta, deberé hacerlo si quiero llevar el perdón hasta sus últimas consecuencias.
Del mismo modo, en algunas ocasiones el bien del agresor puede requerir de una acción punitiva por parte del que ha de perdonar. Una reprensión o incluso un castigo pueden ser compatibles con el perdón, si lo que se busca es el bien del otro. Una madre puede llamar enérgicamente la atención a su hija que la ha desobedecido, y al mismo tiempo perdonarla; incluso imponerle algún castigo, si ese recurso fuese lo más acertado para que se corrigiera. También aquí es necesario, en muchos casos, sobreponerse a los propios sentimientos si en verdad se busca el bien de los demás. Es más cómodo perdonar y quedarse pasivo ante el error del otro, que perdonarlo y tomar las medidas correctivas que lo mejoren. Perdonar no significa necesariamente cancelar el castigo o las deudas materiales, que si se hiciera en algunos casos no favorecería el bien del ofensor, sino eliminar la deuda moral que el otro contrajo conmigo al ofenderme.
Puede suceder que, después de perdonar y renunciar a toda venganza personal, permanezca, amparado en el sentido de justicia, un sentimiento sutil: el deseo de que un tercero -el destino o Dios mismo- ejecute la venganza. Sería como decir al ofensor: «yo te perdono, pero ya te las verás con Dios». Quien procediera de este modo en realidad no estaría perdonando. «El perdón humano no equivale a vehicular la venganza humana a través de la divina: decidir no vengarse porque Dios lo hará por mí es una coartada que atenta directamente contra la piedad y contra el honor. Por tanto, quien sepa que más allá del tiempo Dios decide el castigo, ha de pedir: “perdónanos a todos”».
En resumen, perdonar es un acto radical de la voluntad, que incluye un aspecto objetivo y otro subjetivo. Por una parte, la decisión de cancelar la deuda moral derivada de la ofensa, restablecer la relación con el ofensor y buscar su bien, según convenga en cada caso; por la otra, tratar de eliminar los sentimientos adversos provocados por la ofensa, sustituyéndolos o cambiándolos por otros de signo positivo.
“Perdono pero no olvido”
¿Qué relación existe entre perdonar y olvidar? ¿Perdonar es olvidar? ¿Olvidar es perdonar? ¿Qué significa la expresión «perdono pero no olvido»?
Hemos visto que el acto de perdonar consiste en una decisión de la voluntad. La acción de olvidar, en cambio, tiene lugar en el ámbito de la memoria, que no responde inmediatamente a los mandatos de la voluntad. Yo puedo decidir olvidar una ofensa y que se borre aquel recuerdo, pero no lo consigo. La ofensa sigue ahí, en el archivo de la memoria, a pesar del mandato voluntario. Lo primero que esto me dice es que olvidar no es lo mismo que perdonar, porque yo puedo decidir perdonar y perdono, mientras que mi decisión de olvidar no tiene el mismo resultado. El perdón, entonces, puede ser compatible con el recuerdo de la ofensa.
En cambio, la expresión «perdono pero no olvido» significa que, en el fondo, no quiero olvidar, y ese no querer olvidar equivale a no querer perdonar. ¿Por qué? Cuando se perdona, se cancela la deuda del ofensor, lo cual es incompatible con la intención de retenerla, de no querer olvidarla. En consecuencia, si bien no podemos identificar el perdón con el hecho de olvidar el agravio, sí podemos decir que perdonar es querer olvidar. Se lee en la prensa la siguiente noticia que expresa, con otras palabras, esta idea: «Unas 24 horas después de que Cuauhtémoc Cárdenas se reunió con el próximo Presidente de la República, Vicente Fox, se le preguntó: ¾ ¿Acepta la disculpa de Fox? ¾ Él la presentó. ¾ ¿La acepta? ¾ Yo sólo me reuní con él. ¾ ¿Lo perdona o no? ¾ Seguiremos platicando. Ya por la mañana de ayer el ex candidato presidencial había afirmado: “No soy un hombre de rencores, pero los insultos se registran, todos lo hacemos ¿no?”».
Ordinariamente, si la decisión de perdonar -que incluye el deseo de olvidar, de no registrar los insultos- ha sido firme y se mantiene, el recuerdo de la ofensa irá perdiendo intensidad y, en muchos casos, acabará extinguiéndose con el paso del tiempo. Pero aun si esto último no ocurriera, el perdón se habría otorgado, porque su esencia no está en el hecho de olvidar, sino en la decisión de liberar al ofensor de la deuda contraída. Una señal elocuente de que se ha perdonado, aunque no se haya podido olvidar, es que el recuerdo involuntario de la ofensa no cuenta en el modo de conducirse con el perdonado. «Tal vez no sea posible olvidar, pero hay que proceder como si hubiéramos olvidado. El verdadero perdón exige obrar de este modo. Porque el verdadero amor “no lleva cuentas del mal” (1 Cor 13, 5)».
Por otra parte, ¿podemos decir que olvidar es perdonar? Ya hemos visto que se trata de dos acciones distintas. Una ofensa se puede olvidar sin haber sido perdonada, aunque si el agravio ha sido intenso, difícilmente se olvidará si no se perdona. Por eso, cuando la ofensa ha sido grande y se ha decidido perdonarla, el olvido puede ser una clara confirmación de que realmente se ha perdonado. Borges narra, con brillante imaginación, un supuesto encuentro de Caín y Abel, tiempo después del asesinato, que ilustra lo que acabo de decir: «Caminaban por el desierto y se reconocieron desde lejos, porque los dos eran muy altos. Los hermanos se sentaron en la tierra, hicieron un fuego y comieron. Guardaban silencio, a la manera de la gente cansada cuando declina el día. En el cielo asomaba alguna estrella, que aún no había recibido su nombre. A la luz de las llamas, Caín advirtió en la frente de Abel la marca de la piedra y dejó caer el pan que estaba por llevarse a la boca y pidió que le fuera perdonado su crimen. Abel contestó: “¿Tú me has matado o yo te he matado? Ya no recuerdo; aquí estamos juntos otra vez como antes”. “Ahora sé que en verdad me has perdonado -dijo Caín- . Porque olvidar es perdonar. Yo trataré también de olvidar”».
Fuente: istmo.mx |