Fotografía Ernest Cole y David Golblatt, extraídas del catálogo Apartheid. El espejo sudafricano
El reciente Mundial de Fútbol ha demostrado que Sudáfrica funciona. Hay pobreza, inseguridad, desigualdades y violencia, pero el apartheid que ensombreció su historia es apenas un recuerdo del pasado. Hace 25 años, con Mandela en la cárcel y una minoría blanca al frente del timón, la guerra civil parecía inevitable. Sin embargo, todo el país emprendió conjuntamente el camino de la reconciliación y logró cambiar el rumbo de los acontecimientos. Lo ocurrido en Sudáfrica revela que algunas utopías aún son posibles.
—Educación inferior. Algunas disposiciones de la época del apartheid establecían que la educación de los escolares blancos debía ser superior a la de los negros. Estos no podían superarles ni en conocimientos ni en aspiraciones profesionales.
En El factor humano, el libro que dio pie a la película Invictus, el periodista John Carlin, describe una entrevista memorable mantenida en noviembre de 1985 y que fue como un prólogo de todo lo que vino a continuación. Era la época de la llamada “guerra popular”. “Los espectadores de televisión de todo el mundo –cuenta John Carlin– se habían acostumbrado a ver a Sudáfrica como un país de barricadas humeantes en el que los jóvenes negros lanzaban piedras contra policías blancos armados de fusiles. En el que los vehículos blindados de las Fuerzas de Seguridad avanzaban como naves extraterrestres sobre muchedumbres negras aterrorizadas”. Nelson Mandela aún estaba preso, aunque hacía ya tres años que le habían conducido desde el recinto siniestro de Robben Island hasta la cárcel de Pollsmor, cerca de Ciudad del Cabo. Allí, los médicos le detectaron algunos problemas de próstata y, temiendo que fuera un cáncer, decidieron operarle de urgencia. La intervención fue un éxito, aunque exigió al paciente tres semanas de ingreso, las primeras que pasaba fuera de la cárcel desde hacía 23 años. Fue precisamente durante aquella convalecencia de Nelson Mandela en el hospital cuando se produjo ese encuentro que acabaría abriendo posibilidades insospechadas en la historia del país.
El momento era propicio: Reagan se había citado con Gorbachov después de décadas de guerra fría, y podían descubrirse en el mapamundi aún dividido por el telón de acero algunos indicios de cambio. Animado seguramente por esos signos de esperanza, el presidente Pieter Willen Botha propuso a su ministro de Justicia, Kobie Coetsee, que se reuniera con Mandela en el hospital. Apunta John Carlin con cierto fundamento que ser ministro de Justicia en Sudáfrica equivalía a ocupar el cargo con “el título más contradictorio del mundo”. Lo cierto fue que Coetsee accedió a visitar al preso más famoso del continente, a pesar de que la entrevista le incomodaba sobremanera: “La imagen que me había formado de él era la de un líder decidido a hacerse con el poder, si llegaba la oportunidad, sin importarle el coste en vidas humanas”, reconocería tiempo después. Sin embargo, se encontró con un hombre sonriente y entrañable que le estrechó la mano con verdadero afecto, que le habló en afrikáans –el idioma habitual entre la población blanca de ascendencia holandesa, que Mandela había aprendido en la cárcel–, que le preguntó por algunos conocidos comunes, y que se mostró muy cordial en todo momento. “Sin embargo –concluye John Carlin–, los dos eran conscientes de que la importancia de la reunión no residía en las palabras que intercambiasen, sino en las que se quedaran sin decir. El hecho de que no hubiera ninguna animosidad ya era una señal, transmitida y recibida por ambos, de que había llegado la hora de explorar la posibilidad de un cambio fundamental en la forma de relacionarse políticamente la Sudáfrica negra y la Sudáfrica blanca. Fue, como diría Coetsee, el comienzo de una nueva práctica: hablar en vez de luchar”.
La historia de los diez años siguientes fue trepidante: Frededrik De Klerk sustituyó en 1989 a Botha y, estimulado por los pasos que ya había dado este, inició el desmantelamiento del apartheid (‘separación’, en lengua afrikáans). La empresa era titánica: no en vano, cuatro millones de blancos habían tenido sometidos a 25 millones de negros gracias a más de 1.700 leyes y disposiciones que garantizaban la segregación hasta en las circunstancias más prosaicas y que acabaron dando forma a lo que el propio Mandela llamó “un genocidio moral”: no hubo campos de concentración como en el Tercer Reich o en la Unión Soviética de Stalin, pero se perpetró “el cruel exterminio del respeto de un pueblo por sí mismo”. También se movieron las piezas en el tablero político, y tanto el Congreso Nacional Africano como otros partidos de izquierda dejaron de ser organizaciones clandestinas y perseguidas. Mandela fue liberado en 1990 y cuatro años después resultó elegido presidente en las primeras elecciones democráticas celebradas en el país. Terminaba así lo que Dominique Lapierre, autor de un concienzudo relato sobre la transición sudafricana, ha calificado de “prodigiosa epopeya”. El ya legendario partido de rugby que los Springboks disputaron a Nueva Zelanda el 24 de junio de 1995 fue el colofón de una “gran historia” que contenía una “lección eterna”, en palabras de Jonh Carlin. El propio Mandela le explicó al autor de El factor humano que utilizó la final de aquel Mundial de Rugby como un instrumento para conseguir el gran objetivo estratégico que se había propuesto: reconciliar a los blancos y los negros y crear las condiciones para una paz duradera en un país que, sólo cinco años antes, cuando él salió de prisión, contenía todos los elementos para una guerra civil.
Los ecos del Mundial. Quince años después, otro campeonato del mundo, esta vez de fútbol, ha revalidado en muchos aspectos la compleja y exitosa transición sudafricana. Es verdad que el país sigue acumulando carencias, desigualdades y violencia, pero ahora los problemas tienen otro signo. “El veneno del apartheid ha muerto –ha insistido más de una vez Dominique Lapierre–. Ahora hay otros problemas, pero no tienen que ver con el color sino con la economía. Los pobres quieren lo de los ricos, y la criminalidad tiene que ver con eso. El apartheid está muerto y bien muerto”.
Las cifras de la Sudáfrica actual siguen siendo inquietantes. Joaquín M. Pujals citaba recientemente algunas en un reportaje de la revista digital Fontera D titulado “El apartheid económico”: “El 20% más rico de la población (casi todos blancos) acapara el 60% de la riqueza. El salario medio anual de un trabajador negro apenas supera los 1.000 euros, mientras que el de un blanco se acerca a los 7.000. Un 24% de los hogares carece de agua corriente y un 20% de electricidad. Con más de la mitad de los jóvenes en paro, los índices de criminalidad son también espectaculares: hay un asesinato cada 45 segundos y una violación cada 30”. Diversos estudios –añade Pujals– aseguran que Sudáfrica es el país con mayores desigualdades sociales del planeta, un dudoso honor que sólo le disputa Brasil.
Sin embargo, nadie cuestiona que el balance del Mundial ha sido muy positivo. “No sólo se ha desarrollado sin problemas –explica la periodista Lali Cambra, especialista en el Sur de África y residente en Ciudad del Cabo desde 2004, en otro reportaje de Frontera D–, sino que ha servido para que un montón de agoreros racistas, muchos de ellos voceros de la prensa anglosajona ante la que el resto inclina la testuz, se tengan que tragar sus titulares: ni baños de sangre, ni tiros, ni violaciones, ni muertos en avalanchas masivas, ni estadios a medio hacer, ni seguidores abandonados en aeropuertos sin transporte, ni falta de habitaciones de hotel”. A su juicio, los sudafricanos no sólo han sido buenos, como pidió el presidente Zuma cuatro semanas antes del partido inaugural, sino que “han sido mejores, acostumbrados a dar lo más de sí mismos, unidos, cuando más alto es el listón”. Cambra recoge en su texto una reflexión de Udesh Pillay, que trabaja en el Consejo de Investigaciones en Ciencias Humanas: “El Mundial nos ha provisto de un momento para el que unirnos y enorgullecernos de ello, lo que es una buena base para lidiar con asuntos de desarrollo de forma conjunta”.
Ese orgullo compartido de los sudafricanos cuenta con antecedentes significativos. La final del Mundial de Rugby de 1995 tuvo ciertamente un valor emblemático que Clint Eastwood ha retratado con maestría en Invictus, pero sin salir del ámbito deportivo ha habido otros acontecimientos que también han contribuido a consolidar ese nuevo talante de la nación arcoíris. Uno fue la expedición al Everest de 1996. El desenlace deportivo quedó eclipsado por la tragedia –doce muertos– que aquella primavera ensombreció las laderas de la montaña más alta del mundo, pero lo más destacado de los alpinistas sudafricanos era su espíritu. Uno de ellos, Edmund February, de 40 años, de raza negra, se lo explicó de manera muy gráfica al periodista y montañero Jon Krakauer cuando coincidieron en el campamento base: “Mis padres me pusieron el nombre por Edmund Hillary. Subir al Everest ha sido uno de mis sueños desde que era un crío. Pero por encima de eso, la expedición constituye el símbolo de una nación joven que busca la unificación y el camino hacia la democracia, que trata de curar las heridas de su pasado. Yo crecí con el yugo del apartheid en el cuello, y eso es algo que no se puede olvidar. Pero ahora somos otra nación. Tengo mucha fe en la dirección que ha tomado mi país. Demostrar que los sudafricanos, negros y blancos, podíamos lograr ascender juntos el Everest era un proyecto estupendo”.
Siempre ha habido un proyecto, y siempre ha habido unos retos de carácter político, institucional o económico. Sin embargo, la historia reciente de Sudáfrica, el éxito de su transición, no se entiende sin el planteamiento que adoptaron individualmente la mayoría de sus habitantes: el fin del apartheid hay que relacionarlo con el cambio de actitud de Botha, con la llegada de De Klerk y con las primeras elecciones democráticas, desde luego, pero para hacerse cargo de su alcance habría que asomarse a la habitación de aquel hospital donde Mandela se entrevistó con Kobie Coetsee, y al vestuario donde Françoise Pienaar, el veterano capitán de los Springboks, trataba de deshacer los prejuicios de algunos jugadores, y a la minúscula tienda de campaña donde Edmund February se protegía de los vientos helados del Himalaya junto a sus compañeros blancos de cordada, y a las gradas bulliciosas donde aficionados de todos los colores hacían sonar a la vez sus vuvuzelas. Todos compartían el mismo espíritu de reconciliación, y por eso fue posible la epopeya.
En busca de la reconciliación. El proceso de transición que vivió Sudáfrica gracias a las disposiciones de tantos ciudadanos ilusionados con su futuro es un modelo paradigmático, sobre todo en un continente como el africano. Una misionera católica que vivió durante años en Ruanda y que asistió en primera fila a los enfrentamientos de hutus y tutsis que desangraron el país en la década de 1990 solía decir que muchos africanos desconocen el concepto del perdón, y que cualquier ofensa, por pequeña que sea, desencadena una espiral de venganzas imposible de atajar. “Siempre tienen alguna cuenta pendiente”, lo resumía.
En ese sentido, la salida del régimen del apartheid no puede entenderse sin un principio nuclear: la búsqueda de la reconciliación. Ya no se trataba sólo de suspender las leyes injustas o de liberar a los presos: era preciso además cerrar todas las heridas del pasado y poner a cero el cronómetro de la historia. El rencor y los agravios históricos eran incompatibles con el futuro que se pretendía para Sudáfrica.
Para articular institucionalmente ese empeño, en 1994 se estableció un organismo de inspiración peculiar que aspiraba a funcionar de forma semejante a un tribunal de Derecho. Se llamaba Comisión para la Verdad y la Reconciliación, y en la ley que la puso en marcha se afirmaba abiertamente que su objetivo era la reconciliación nacional. No se mencionaba en aquella norma la necesidad de lograr el perdón personal de las víctimas a sus verdugos, ni se expresaba principio religioso alguno, pero se proponía que unos y otros relatasen sus experiencias en sesiones de carácter público. Para los primeros se creó el Comité para las Violaciones de Derechos Humanos; para los segundos, el Comité para la Amnistía.
Se trató, eso sí, de una comisión y de unos comités presididos por el arzobispo anglicano Desmond Tutu, y que contaban con otras figuras religiosas del país. Tutu fue otro de los grandes artífices del giro que dio la historia de Sudáfrica a finales del siglo XX. Él puso un rostro visible a la lucha contra el apartheid mientras Mandela estuvo en la cárcel. Recibió el premio Nobel de la Paz en 1984, y el 12 de febrero de 1990 brindó su casa para que Mandela, liberado el día anterior, ofreciera su primera rueda de prensa ante 200 periodistas llegados de todo el mundo.
La peculiaridad del apartheid. La primera sesión pública de la Comisión se inició con una oración y con el canto de un himno religioso por parte de una amplia mayoría de los presentes. En la misma línea, el arzobispo Tutu pidió en numerosas ocasiones que se rezara por el éxito de los trabajos de la comisión y no dudó en justificar estas actuaciones en el carácter cristiano del pueblo sudafricano. Fue el propio presidente de la Comisión para la Verdad y la Reconciliación quien entendió que el hecho de contar la verdad sólo permitiría alcanzar la reconciliación si se acompañaba del perdón. En realidad, se propuso algo más que la mera reconciliación: la Comisión para la Verdad y la Reconciliación buscaba sanar y curar las heridas del país entero durante los años del apartheid. Esta vez se trataba de no dejar ninguna cuenta pendiente. Para ello, el perdón ofrecido por las víctimas y solicitado por sus verdugos debía ser tan público como fuera posible y, en efecto, así fue, pues las audiencias se retransmitieron en directo por televisión y contaron con una atención completa de todos los medios de comunicación.
Ahora bien, ¿cómo lograr que de manera espontánea las víctimas otorguen perdón y los victimarios lo pidan? Cuando las víctimas expresaban espontáneamente su disponibilidad para el perdón, los miembros de la Comisión lo subrayaban, presentándolo como ejemplo y paradigma, y señalando incluso el sentido religioso del perdón. Del mismo modo se procedía cuando eran los verdugos quienes mostraban su arrepentimiento ante el Comité para la Amnistía. No puede extrañar que algunos comentaristas afirmaran que el país entero se convirtió aquellos meses en un enorme confesonario. Desde las sociedades secularizadas del hemisferio norte, el método podía parecer una intromisión de lo religioso en la esfera neutral de lo político. Puede incluso que algunos torcieran el gesto y considerasen de mal gusto la expresión pública del dolor y del arrepentimiento, como si fuera, no ya un confesonario, sino un vulgar talk-show vespertino. Y, sin embargo, hay algo que se escapa al juzgar en esos términos lo que ocurrió en Sudáfrica.
Lo que sucedió en aquel país que evitó una guerra civil gracias al empeño colectivo de sus habitantes fue algo más radical. Y es que para valorar la actuación de la Comisión para la Verdad y la Reconciliación hace falta recordar un hecho fundamental. La peculiaridad del apartheid radica, para el caso de Sudáfrica, en que la población blanca tenía los derechos y libertades propios de un Estado democrático de Derecho. Es decir, no parece que criticar el régimen del apartheid o combatirlo activamente y sin violencia o simplemente votar a un partido “para blancos” dispuesto a terminar con el apartheid supusiera perjuicio alguno para los blancos: no peligraban sus derechos, ni los perseguían, ni corrían peligro su vida o su integridad. También algunos blancos –y algunos muy significados y muy conmovidos– fueron a recibir a Mandela cuando salió de la cárcel. En Sudáfrica, un ciudadano blanco gozaba de los derechos y libertades comunes a las democracias modernas. El problema radicaba entonces en que una enorme mayoría de la población blanca, o bien había apoyado o bien no había hecho nada por terminar con el régimen del apartheid. El partido anti-apartheid más característico tuvo un único diputado durante muchos años y logró su mejor resultado en las elecciones parlamentarias de 1981 y 1989, en las que apenas llegó al 20%. Las sentencias que aplicaban leyes características del régimen del apartheid las dictaron jueces de todos los pelajes e ideologías políticas. En definitiva, la oposición, la resistencia o la simple crítica al apartheid fueron minoritarias y fácilmente individualizables entre los blancos. Y esto es lo que distingue el régimen del apartheid de otras situaciones de transición. Para los blancos, no se trataba de un régimen de terror que convirtiera la crítica en motivo suficiente para la cárcel o la eliminación física. Ni de un régimen que impidiera la libertad de información y ocultase la realidad a sus propios ciudadanos. O que obligara a colaborar con el sistema bajo amenazas de daños graves para uno mismo o para sus familiares. Los blancos tampoco estaban ante el final de una guerra, durante la cual la debilidad del Estado de Derecho hubiera sido aprovechada en ambos bandos por algunos para cometer crímenes impunemente, sin que los ciudadanos comunes pudieran considerarse responsables, siquiera indirectamente, de tales crímenes, pues o no los conocían o estaban movilizados militarmente.
La salida del perdón. Ante esta situación, pierden su consistencia todas las nociones del ideal de democracia deliberativa sobre las que los ciudadanos de las sociedades modernas han construido sus comunidades políticas. En efecto, ¿qué sentido tiene hablar de conceptos como consenso, deliberación pública, términos justos de cooperación social, reciprocidad, empleo de razones morales generales, búsqueda de un fundamento que minimice el rechazo de la posición contraria, intento de hallar puntos de acuerdo que no pertenezcan a una doctrina sobre lo bueno, reconocimiento en el otro de sinceridad y compromiso para lograr términos justos (equitativos) de cooperación social? O dicho sin preguntas retóricas: la población negra no tenía ninguna razón para esperar nada de esto de la población blanca (o al menos, de la mayor parte de los blancos). Y aunque la tuviera, la pregunta permanece: ¿por qué la población negra va a querer construir una comunidad política con la mayoría de la población blanca, la misma que ha mantenido o permitido el apartheid? Más aún: ¿es razonable formar parte de la misma comunidad política con quienes, sin sufrir coacción alguna, han permitido los crímenes del apartheid? Parece obvio que para buscar un consenso político, primero hace falta considerar al otro capaz de buscarlo. Sin embargo, ¿no ha quedado claro que durante todos los años del apartheid la mayor parte de la población blanca no quería ningún consenso con quien perteneciera a otra raza? ¿Cómo reconocer sinceridad y compromiso en quien ha apoyado o ha permitido con total libertad el régimen del apartheid?
Esta situación sólo podía resolverse coherentemente de dos maneras. La primera, por lo expuesto hasta aquí, con la expulsión de esa mayoría de la población blanca de Sudáfrica. La segunda, con la solución que aportó la Comisión para la Verdad y la Reconciliación. La disyuntiva puede resultar exagerada: es verdad que quizá se podría haber actuado de otros modos, pero en ningún caso se trataría de soluciones coherentes. Lo definitivo en el caso de Sudáfrica fue que se puso de manifiesto la necesidad de formular una serie de juicios sobre el bien humano que iban mucho más lejos de lo que pretende el ideal deliberativo común de las democracias modernas. La Comisión para la Verdad y la Reconciliación los formuló con claridad y sin complejos cuando señaló cuáles eran los fines que perseguía. Y no tuvo inconveniente en recordar que se trataba de aspiraciones que sólo podrían entenderse bien desde una concreta doctrina religiosa (la cristiana). El planteamiento era claro: únicamente si el perdón ocupaba un lugar central sería posible una salida pacífica del régimen del apartheid. Y el perdón sólo encuentra una justificación fuerte en una doctrina religiosa. Al margen de ella, apenas cabe defenderlo como parte de una terapia psicológica que ayude a las víctimas a recuperar su autoestima. Esta última es además una cuestión muy discutible, y que depende en último término de dónde encuentre cada individuo su autoestima: si en perdonar o en no perdonar, o incluso en vengarse.
Las lecciones de Sudáfrica. La excepcionalidad del caso sudafricano podría llevar a pensar que lo sucedido allí no es exportable a otras transiciones políticas. Sin embargo, las peculiaridades del proceso descrito más arriba no deberían hacer olvidar algo común: el carácter trágico del pasado político. Cada tragedia tiene sus condiciones distintivas (en este caso, qué papel representaron los actores del drama), pero todas coinciden en unos hechos pasados penosos y amargos. Esta realidad no se da sólo en los procesos más recientes (las transiciones en la Europa del Este o en los regímenes militares del Cono Sur en América, por ejemplo), sino en otras más lejanas: desde las revoluciones del siglo XVIII hasta la Transición española, pasando por las revoluciones nacionales en la Europa del XIX (por citar solamente algunos casos), todas comparten situaciones precedentes de guerras, luchas y autoritarismo, aunque sean en intensidad y sentido distintos.
Sin que las dimensiones de los hechos trágicos sean comparables, en todas estas situaciones late la conciencia de salir de un pasado doloroso para construir una realidad política diferente. Y se pretende para ese proceso un carácter fundacional, originario, inaugural. Todas las comunidades políticas han pasado por el trance al menos una vez en su historia, y todas han descubierto que es justamente en esa tesitura cuando realmente se han definido a sí mismas. Algunas lo han hecho formulando los bienes que desean hacer presentes en la sociedad, quizá por contraposición a los males inmediatos que se acaban de sufrir. Hay ejemplos elocuentes: el artículo 1º de la Ley Fundamental de Bonn de 1948 (“La dignidad humana es intangible”) o la inclusión del “pluralismo político” como valor superior en el artículo 1º de la Constitución española de 1978.
En todo caso, las conclusiones que se pueden extraer del caso de Sudáfrica revelan que la nueva identidad del país no podía crearse con los valores abstractos y puramente estratégicos (consenso, deliberación pública, términos justos de cooperación social, reciprocidad, etcétera.) que presenta el ideal de la democracia deliberativa. Porque tales valores –que además responden, se quiera o no, a una doctrina sobre el bien, por más que lo nieguen sus defensores– no aportan apenas nada a una comunidad política que se enfrenta a un pasado trágico. En cambio, la reconciliación y el perdón son conceptos perfectamente concretos, que exigen un esfuerzo individual.
En el fondo, los procesos de transición a la democracia permiten comprobar que la comunidad política proporciona una identidad que concreta de modo fecundo el espíritu humano. El ideal deliberativo responde a una concepción de lo político como mero instrumento para buscar en lo privado la propia identidad, de ahí que se formule en términos de pura estrategia. Pero es en los momentos verdaderamente importantes de las comunidades políticas –en las situaciones originarias, fundacionales, que se manifiestan en los procesos de transición– cuando esos valores abstractos se muestran insuficientes, aunque sólo sea porque no son capaces de asumir el pasado trágico y de crear una identidad a la altura de las expectativas compartidas por la población.
En un proceso de transición a la democracia se tocan las fibras más profundas de una comunidad política. Hay en esos casos un debate conjunto sobre los principios que se desean, sobre los bienes que más se aprecian, sobre el modo de mirar al pasado. Y hay una relación estrechísima entre ese empeño colectivo y la consideración del propio yo. Es decir, sobre la visión que se tiene del ser humano. Sudáfrica, en ese sentido, es un caso para la esperanza: algunas utopías aún son posibles.
Nuestro Tiempo N° 664 (septiembre-octubre 2010), págs. 6-19.
Cinco siglos de enfrentamientos
1487. El portugués Bartolomé Díaz alcanza el extremo meridional de África. Lo llama Cabo de las Tormentas por el mal tiempo, pero el rey Juan II propone después rebautizarlo como Cabo de Buena Esperanza. El finisterre africano pasa a formar parte de la ruta europea hacia Oriente.
1652. La Compañía Holandesa de las Indias Orientales establece un pequeño asentamiento en el Cabo de Buena Esperanza. Durante los siglos XVII y XVIII, la colonia holandesa se extiende lentamente. Hay algunas guerras con los pueblos de la tribu xhosa por la ocupación de la tierra.
1797. Gran Bretaña ocupa la región y se apropia de la colonia del Cabo de Buena Esperanza en 1806.
1833. Inglaterra declara la abolición de la esclavitud en todas sus colonias
1880-1881. Primera Guerra Bóer, que enfrenta a holandeses y británicos. Los primeros resisten con éxito el asedio de los segundos. Los bóers son los colonos holandeses, también llamados afrikaners. Su lengua es el afrikáans, emparentado con el holandés.
1867. Se descubren yacimientos de diamantes que animan el crecimiento de la economía y de la inmigración. En 1887 aparece en la cordillera de Witwatersrand el mayor filón de oro del mundo. Se cuenta que Paul Kruger, uno de los líderes de la resistencia bóer, se dirigió a los ingleses atraídos por el oro con unas palabras que acabaron resultando proféticas: «En lugar de regocijaros, haríais mejor en llorar, pues este oro será causa de un baño de sangre en nuestro país».
1889-1902. Segunda Guerra Bóer. Los británicos derrotan a los holandeses. El Tratado de Vereeniging declara la soberanía británica sobre todas las repúblicas sudafricanas. Una de las primeras disposiciones que se adoptan establece que los negros no pueden votar.
1910. Se crea la Unión Sudafricana a partir de las colonias del Cabo, Natal, Transvaal y Río Orange.
1934. Se crea el Partido Unificado, que busca la reconciliación de los afrikáners con los blancos angloparlantes. La coalición se rompe en 1939, al estallar la Segunda Guerra Mundial: Sudáfrica forma parte del bloque aliado, pero un sector del Partido Radical (de origen bóer) simpatiza con la Alemania nazi.
1948. El Partido Nacional llega al poder y pone en marcha el régimen del apartheid (que en afrikáans significa ‘separación’). Se promulgan decenas de leyes, decretos y disposiciones que marginan a los negros hasta extremos degradantes. Por ejemplo, se considera legal que un blanco gane más que un negro por el mismo trabajo. O se limita la educación de los negros para que nunca alcancen el nivel de los blancos. Se establecen asentamientos separados en todas las ciudades de cierta importancia.
1960. Durante un manifestación contra el apartheid celebrada el 21 de marzo en Shaperville, la policía carga contra una multitud negra y mata a 69 personas. Sudáfrica se independiza de Gran Bretaña, pero sigue siendo perteneciendo a la Commonwealth.
1961. El 31 de mayo se proclama la República de Sudáfrica después de que un número creciente de países de todo el mundo hubiese condenado la práctica del apartheid. Las críticas de la comunidad internacional arrecian con la independencia: muchos estados rompen relaciones diplomáticas y comerciales con Sudáfrica. El país es excluido de los Juegos Olímpicos y de los campeonatos mundiales de fútbol y de rugby. Mientras tanto, se consolidad en el interior distintos movimientos anti-apartheid. El más pujante es el Congreso Nacional Africano (CNA), creado en 1912 en la localidad de Bloemfontein, y declarado ilegal tras lo ocurrido en Shaperville. Sus promotores ponen en marcha campañas de resistencia, huelgas, marchas y protestas que son duramente reprimidas por el Gobierno.
1963. Nelson Mandela, uno de los líderes del CNA, es detenido en junio. Se le juzga un año después en Rivonia y lo condenan a cadena perpetua por “traición”. Ingresa en la prisión de Robben Island.
1985. Mandela se reúne en secreto con el ministro de Justicia, Kobie Coetsee. Ambos son conscientes de que el país necesita un cambio. El presidente, Pieter W. Botha, promueve otros encuentros, y él mismo conversa con Mandela en varias ocasiones.
1990. El 11 de febrero, Nelson Mandela es puesto en libertad. El gobierno presidido por Frederik De Klerk abre oficialmente un proceso de negociación con el CNA. Se suspenden las leyes que discriminaban a los negros.
1993. Los extremistas blancos del Afrikaner Volksfront y los extremistas negros de Inkhata tratan de boicotear la transición sudafricana. Son meses de crímenes, atentados y tensión. “Aquellos días de 1993 fueron verdaderamente críticos –diría después el arzobispo anglicano Desmond Tutu–. Lo que sé con seguridad es que, si Mandela no hubiera estado presente, el país se habría desgarrado”.
1994. Se celebran las primeras elecciones democráticas en el país. El CNA obtiene dos tercios de los votos nacionales y casi el 89% del voto negro. Mandela resulta elegido presidente y toma posesión el 10 de mayo.
Nuestro Tiempo N° 664 (septiembre-octubre 2010), pág. 10.
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El preso 466/64 de Robben Island
Texto: Andrea Bonilla
Ilustración: Luis Grañena
En 1964, un nuevo reo se sumó a la población reclusa de Robben Island. Era un reo joven, atlético e idealista. Se había comprometido con el futuro casi imposible de su país, había perdido la batalla y una condena a cadena perpetua le había privado de casi toda esperanza. Por supuesto, era negro. Nadie podía sospechar entonces que acabaría convirtiendo Robben Island en el altavoz que necesitaba para llamar la atención de la comunidad internacional. Con el apartheid –una sucesión de leyes injustas– le habían privado de sus derechos; con las rejas, de su independencia; con la celda, de la comunicación; pero jamás le despojarían –y esto él lo sabía– de su dignidad y libertad interior. Era el preso 466/64: Nelson Mandela. En él estaba encarnado todo un pueblo, su pueblo.
Robben Island, un diminuto islote situado a doce kilómetros de la costa sudafricana, alojaba en sus entrañas a numerosos presos políticos desde el final de la Segunda Guerra Mundial. El líder del Congreso Nacional Africano (CNA) permanecería en aquel penal 18 de los 27 años que pasó entre rejas. Lejos de abatirle o de diluir sus aspiraciones, el tiempo en Robben Island fue para Mandela una época de aprendizaje y reflexión. Él daba gran importancia a la educación y, consecuentemente, dedicó a la lectura y al estudio buena parte del tiempo que le dejaba libre el cruel trabajo en la cantera. En concreto, invirtió muchas horas en el aprendizaje del afrikáans –el idioma mayoritario entre los blancos de ascendencia holandesa– y en la aproximación a la historia y a la mentalidad afrikáner. Lo suyo estaba muy lejos del planteamiento del ajedrecista que trata de intuir las jugadas de su adversario para urdir el jaque mate: Mandela estaba convencido de que Sudáfrica no sería Sudáfrica sin los afrikáners. También ellos formaban parte del país. Entendía, por tanto, que eran imprescindibles en el futuro. Y para cautivarles –pensaba– era preciso conocerles. Con ese planteamiento, los largos años de prisión fueron un incansable y estimulante entrenamiento mental. En la isla, el único contacto con el pueblo afrikáner eran los guardias. Mandela fue poniendo en práctica con ellos su carisma y capacidad de seducción. Quizá más tarde –se decía– se presentase la oportunidad de hacerlo con los gobernantes y con el resto de la Sudáfrica blanca. De todos modos, esas disposiciones magnánimas tenían poco que ver con las de su juventud.
Antes de ser conducido a Robben Island, Mandela ya acumulaba una trayectoria densa y compleja. Tenía 22 años cuando se entregó a la lucha contra el apartheid. Como tantos otros jóvenes contagiados por la descolonización a veces accidentada de su continente, aspiró inicialmente a una democracia negra, y adoptó luego los planteamientos y las estrategias del comunismo. Sin embargo, con el tiempo se convenció de que el respeto a todas las razas y a todas las etnias era una premisa insustituible. Y esa fue la brújula que orientó sus pasos a partir del 11 de febrero de 1990, cuando, ya cumplidos los 72 años, respiró de nuevo el aire puro de la libertad. En el primer discurso que pronunció tras su excarcelación tuvo palabras de perdón, de compromiso y de comprensión que apaciguaron los temores de los blancos y alentaron las esperanzas de los negros. En mayo de aquel mismo año se iniciaron oficialmente las negociaciones entre el CNA y el Gobierno que conducirían a la abolición del apartheid.
No fue un empeño fácil. El Estado trató de reducir el racismo y la desigualdad con acuerdos, firmas y concesiones, pero la violencia crispó calles y barrios, jaleada por extremistas tanto blancos como negros. Se impuso una vez más la enorme fuerza de voluntad de Mandela, que consiguió sujetar sus propios instintos y sentimientos, y aplacó a la vez los impulsos vengativos de su pueblo. El decisivo punto de inflexión de la historia sudafricana se produjo en 1994, cuando Mandela fue elegido presidente en unas elecciones democráticas. Sus principios e ideales modelaron un gobierno multicolor en el que estaban representadas todas las minorías nacionales: negros, blancos, indios, musulmanes, cristianos, comunistas, conservadores y liberales.
El apartheid había desaparecido del paisaje jurídico, pero quedaba lo más difícil: ganarse el favor de los blancos. Movido como hasta entonces por la generosidad y el perdón, Mandela se sirvió del deporte en su lucha para construir una nueva nación. Y no de un deporte cualquiera, sino del rugby, una de las principales señas de identidad de la población afrikáner. Ver cómo el 24 de junio de 1995 43 millones de sudafricanos de todos los colores animaban a su selección en la final contra los temidos All Blacks de Nueva Zelanda fue la confirmación definitiva de que Sudáfrica había logrado empezar de nuevo su historia. Surgirían después otros problemas y otras diferencias, pero la increíble epopeya encabeza por Nelson Mandela tuvo aquel día un final feliz.
Nuestro Tiempo N° 664 (septiembre-octubre 2010), pág. 16-17.
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