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Los inconvenientes de sentirse manchado.
Personajes culpables en el cine de los últimos años
Eduardo Terrasa

 

A la hora de detectar cuáles son las principales preocupaciones de la cultura contemporánea, resulta especialmente revelador hacer un repaso a los temas más recurrentes en el cine. Y uno de los temas que más se repite responde a una preocupación bastante incómoda, una preocupación que no cuadra bien con el contexto cultural en el que vivimos, una preocupación asombrosamente religiosa: el sentimiento de culpa.

 

 

     Si uno se propone analizar las películas de, pongamos, los últimos veinte años, se con un montón de personajes que se sienten terriblemente culpables, ya sea por un delito determinado (y que se quiere esconder), ya sea por un conjunto indefinido de acciones y actitudes que generan una sensación difusa de culpabilidad (de la que se quiere encontrar el porqué). Normal, puede pensar uno, el error y la injusticia son una constante en la vida humana: resulta lógico que el sentimiento de culpa esté tan presente, y además constituye uno de los recursos dramáticos más eficaces.


     Es verdad. Pero, a la hora de presentar este sentimiento, el cine recurre a unas imágenes y símbolos que no obedecen, al menos en bastantes casos, a un simple recurso de guión, sino que traslucen una experiencia profunda, aunque tal vez inconsciente. Y si uno presta atención, encuentra que estos símbolos encarnan unos significados concretos, representan la condensación de un largo vivir (más que de un largo pensar): constituyen la expresión imaginativa de un conjunto de experiencias aún no del todo razonadas. No hay que olvidar que los símbolos se mueven en el campo de la espontaneidad prerreflexiva, pero no por eso carecen de sentido; es más, constituyen un buen fundamento para toda reflexión posterior. De ahí que los símbolos puedan generar en el público una mentalidad y unas actitudes ante la vida.

El ser humano como un ser trágicamente manchado

     Voy a comenzar aventurando una hipótesis: en los relatos contemporáneos, el sentimiento de culpa aparece casi siempre bajo el símbolo de la mancha, es decir, es presentado de una forma arcaica. Esta manera de experimentar la culpa, muy extendida en una cultura de raíces puritanas, tan aficionada a los detergentes y a la ropa blanca, trae consigo inquietantes consecuencias. Para ilustrar, y espero que también para demostrar, esta afirmación, recurriré a una película con un título significativo: Sin perdón, de Clint Eastwood (1991).


     El supuesto héroe, ya veremos si se le puede calificar así, de Sin perdón se llama William Munny. Él fue un pistolero, asesino peligroso, borracho de mal carácter, capaz de matar a un hombre casi sin motivo. Once años atrás se casó, inexplicablemente, con una mujer angelical que le cambió la vida, y ahora es un pacífico granjero que cuida de sus dos hijos. Desde que ella murió hace tres años, él persevera en el bien por fidelidad a la memoria de su mujer, y por sus hijos. Pero la mancha del pasado (o más en concreto, de su mal carácter) sigue en él. De hecho, Munny entra en escena cuidando unos cerdos enfermos, manchado de inmundicia, cayendo una y otra vez en el fango. Un día, un joven pistolero viene a buscarle (representando la voz del pasado) para que se asocie con él con el fin de eliminar a dos vaqueros y así cobrar una importante recompensa.


     Munny y su joven socio acaban matando a sangre fría a los dos vaqueros. Pero la escalada de violencia no se detiene, y Munny, llevado por su carácter y por el afán de vengar la muerte de un amigo, un tercero al que él mismo ha metido en el negocio, acaba matando al sheriff y a sus ayudantes, y alguno que otro más que pasaba por allí. Durante toda la película, él ha procurado olvidar su pasado, se repite a sí mismo que este será su último trabajo de pistolero, que lo hace para costear la educación de sus hijos, y afirma una y otra vez que él ya no es el de antes. Pero al final, el joven pistolero, arrepentido de las muertes, se marcha dejándole toda la recompensa, y le acusa de que continúa siendo el mismo asesino de siempre.


     Nos encontramos aquí con todo el simbolismo de la mancha. La mancha se experimenta como algo real, externo, que infecta y contamina por contacto. Munny siempre está sucio y manchado, se cae una y otra vez del caballo, cree que todo lo malo que le sucede es un castigo por sus crueldades (hasta los animales le rechazan), y ni la misma lluvia torrencial es capaz de lavado. Esa mancha parece imborrable: su mal carácter sigue estando ahí, sólo la bondad de su mujer lo mantuvo a raya durante unos años.


     Ante la mancha, se experimenta un terror: el terror a ser reprobado, marginado como impuro. Es el miedo que él siente ante la memoria de su mujer. Pero la mancha no es algo que se queda sólo en la persona: es algo que mancha todo lo que le rodea. De alguna manera, el ser humano es un factor contaminante (afirmación tan presente en el ecologismo) que introduce un desorden en el mundo y genera tristeza. Todo se va corrompiendo alrededor (en el fondo, él ha sido el causante de la muerte de su amigo), y todo intento de restablecer el orden perdido no hace más que empeorar la situación.

Diversas fórmulas para el lavado

     El gesto por el que se quita una mancha es el del lavado. Puede consistir en un lavado ritual, aunque con un sentido religioso muy ambiguo -como en O’Brother-; o en una purga psíquica que alivie la angustia de la mancha. Son lavados con una fuerte carga emotiva. Se busca salir fuera de sí, de la propia piel, para abandonar la mancha y sentirse limpio. A veces se trata de un baño en agua o de lluvia, otras de un baño de música (Alta fidelidad) o un baño de sangre (Uno de los nuestros) o de fuego, un baño sexual, o una elemental purga fisiológica, una terapia psiquiátrica, o la droga... Todos ellos con un afán de alienación más que de evasión, porque lo que se persigue es una sensación de salud física y psíquica que aporte una engañosa sensación de dominio sobre sí mismo. Y junto a esto, otro rito muy socorrido es el de traspasar la mancha a otro: el chivo expiatorio, que por alguna circunstancia concentra y carga con la culpa de los demás.


     Como estos baños no terminan de resultar, el recurso más inmediato es fregar con mayor intensidad. Así, se va llegando a la conclusión de que el hombre debe ser sometido a una purificación violenta: el castigo. Este castigo se ve como algo necesario para restablecer el orden personal y social. Pero el castigo conlleva una destrucción, al menos simbólica, del trasgresor. Quitar la mancha supone amputar algo del manchado, sacrificar al manchado para que el orden se restablezca (en el mundo, en la sociedad y en el interior del mismo culpable). Llegamos así al lugar de la violencia y de la venganza, así como al de las catástrofes, individuales y colectivas, como forma de purificación ante el sentimiento de culpa; como se comprueba también en Sin perdón: la paliza al viejo pistolero, la muerte del sheriff, la matanza final.


     De todo esto se deduce que el símbolo de la mancha lleva consigo una visión trágica de la existencia, con la peculiar estructura narrativa propia de la tragedia. El hombre sería, según esta visión, un ser determinado por un mal que de alguna manera le posee. El dios que se encuentra detrás de esta existencia, si es que existe, es un dios malo e incomprensible, un creador caprichoso. La vida del hombre resulta por eso un espectáculo, algo a lo que se asiste, pero no algo en lo que uno pueda creer y con lo que sentirse vinculado, y mucho menos algo en lo que se pueda pensar y llegar a alguna conclusión. Sólo queda mirar y compadecerse de la mala suerte del hombre.


     Lo trágico pesa sobre el ser humano, sobre su vida y su acción; es un destino que se muestra, o más bien que se esconde, como fuerza despersonalizada o falsamente personalizada en la sociedad, el gobierno, un poder secreto, una confabulación, un grupo terrorista, un psicópata o como sea que aparezca en la película de turno. La mancha se encuentra encarnada en el carácter malo o defectuoso e insuperable del hombre, como una compulsión: cae fuera de su libertad, es algo que determina su conducta y sus reacciones.

Dios, ¿un espíritu burlón?

     Vamos a dar un salto atrás en el tiempo, aunque sin salimos de la mancha, para analizar una de las películas que se han convertido en punto de referencia del cine contemporáneo: Blade Runner, de Ridley Scott (1982). La película nos presenta a unos seres, llamados replicantes,  exactamente iguales que los humanos pero producto de una elaboración artificial. Carecen de recuerdos donde contextualizar sus emociones, y su tiempo de vida se encuentra muy restringido; es decir, no tienen pasado ni futuro y por eso les resulta imposible comprender y vivir su propia historia.


     Un grupo de replicantes se rebela y uno de ellos consigue llegar hasta la fortaleza del científico que los diseñó, a quien se dirige como a su creador (en un sentido religioso). El replicante confiesa ante su creador que ha hecho cosas malas, es más, que encuentra en sí mismo algo malvado, pero que la responsabilidad de todo ese mal debería recaer sobre él, ya que es su creador. El científico aparece como un ser caprichoso, a quien le gusta jugar al ajedrez con los demás (adivinando sus jugadas). El replicante le pide que responda a sus problemas y enigmas. Pero ante la incapacidad de su inventor para dar contestaciones o para cambiar el rumbo de las cosas, el replicante lo asesina con crueldad.


     Al final de la película, este replican te, representado de una manera explícita como un crucificado sin cruz (parece que se acaba de desclavar del madero porque conserva un clavo en la mano), da una lección a los humanos al salvar la vida del protagonista, un policía cuya misión era eliminarlo, y al aceptar con resignación la limitación de su propia vida. Recibe la muerte como una purificación, como se ve en el símbolo de la lluvia y de la paloma que escapa de sus manos, superando así la misma limitación y enseñando a los demás el camino (en un sentido redentor). El replicante es una metáfora del ser humano que por fin es consciente de la precariedad de su existencia y la acepta con resignada lucidez. Como en Sin perdón, nos encontramos con una visión trágica, y, al hilo del análisis de los símbolos, supongo que vienen fácilmente a la cabeza un buen número de películas que comparten este planteamiento.

El efecto purificador de la tragedia

     Lo trágico busca aliviar la limitación de la existencia humana por la vía de la compasión. Es una especie de llanto solidario y purificador ante la belleza de la misma tragedia representada. Dicho de otro modo, la solución que aporta la tragedia es la tragedia misma: se cierra sobre sí misma. Es el "sufrir para comprender". Por eso, el momento purificador se centra en la muerte o en la caída (moral) del héroe; pero se trata de una caída cargada de sosiego y de sabiduría, en la que el héroe reconoce la limitación y el mal como algo insuperable.


     Ahora bien, esta moderación y sabiduría (esta resignación) representa la renuncia a la condición humana, no su curación. Uno lo que busca en la vida es poder ser feliz y, en la medida de lo posible, también bueno, y no sólo lúcido y resignado. Si no, la historia humana quedaría sin salida ni salvación. El problema es que el modelo narrativo del que se parte resulta insuficiente.


     Para la Modernidad, el hombre debería despertar de un mal sueño (el sueño de la dependencia de la religión) para realizar plenamente su libertad. Pero este héroe moderno que pretende autodiseñarse nunca llega a un final liberador propiamente dicho, no alcanza la resolución de su existencia. Porque el hombre choca una y otra vez con su propia limitación y maldad, y pretender ignorarlas equivaldría a caer en la desmedida, y así sucumbir p a causa de su orgullo pretencioso (como nos da a entender el sabio replicante). Por eso, al e final acaba en un sueño resignado, tan pos- moderno. Este es el triste ciclo de la conciencia moderna, y todo nuevo intento es una repetición inútil del anterior.

La sátira: el mismo perro con distinto collar

     La experiencia de la culpa como mancha también puede ser expresada mediante el género satírico (esa crítica social de corte cínico tan de e moda). En el intento de superar esta experiencia de la mancha, la burla descarga sobre s el protagonista satirizado todas las culpas de la sociedad, como si se tratara de un chivo expiatorio al que, en definitiva, hay que mirar e con cierta compasión (la peculiar y tramposa compasión de la risa), ya que después de todo s él está cargando con las culpas de los demás, además de con las propias. Pero la sátira es una crítica que no se toma en serio a sí misma, ya que supone pactar con la limitación como única postura inteligente posible, y por eso casi siempre esta crítica se transforma en disculpa.


     La risa satírica sitúa al espectador por en­cima de las miserias, lo separa de ellas de una manera estética y las cubre con el manto de una comprensión cargada de complicidad. Aquí, el espectador se identifica con el personaje satirizado no por la vía del llanto compasivo, como en la tragedia, sino por la risa que se despierta en él al descubrir sus propias miserias reflejadas y neutralizadas en el personaje. A los sentimientos de terror y de compasión trágicos corresponden aquí la burla y la complicidad. En el fondo, se persigue la misma finalidad de la tragedia, pero de una manera burlesca. Por eso tampoco aporta una salida, ya que la sátira es también la única respuesta a lo que plantea la sátira.


     Esto se percibe de una manera muy clara en La hoguera de las vanidades, de Tom Wolfe, novela llevada al cine con poco acierto y nada de gracia por Brian de Palma (lo mejor es quedarse con la novela y olvidarse de la película). A Sherman McCoy lo persiguen y condenan por algo de lo que también son culpables los demás. Todos se escandalizan de que él haya engañado a su mujer, de que haya atropellado a un joven de color y de que haya huido sin prestarle ayuda. Pero todos saben que en sus vidas hay manchas iguales o peores: intenciones torcidas, móviles inconfesables, adulterios... Unos persiguen a McCoy por intereses políticos, otros por mezquinos intereses profesionales, otros por simple envidia, y la misma víctima del atropello no es más que un atracador en plena faena. Nadie se comporta de una manera auténtica: todos saben que McCoy no es más culpable que los demás. Pero resulta que a él le ha tocado pagar, en él tienen que descargar las iras de todos: él es la víctima en la que desagua la catarsis colectiva. Sin embargo, el chivo expiatorio de esta novela no resulta trágico, sino más bien patético. Lo que esta hoguera de vanidad busca despertar en el lector es una engañosa risa compasiva.


     Ya sea a través de la tragedia o a través de la sátira, la forma que tienen la mayoría de los relatos contemporáneos de purificar al público de sus manchas y limitaciones es el espectáculo, pero un espectáculo que no va más allá de él mismo. No hay nada real que fundamente esa salida, no existe nada sólido que traiga una solución. El espectáculo sólo despierta unas emociones liberadoras, catárticas en un sentido nuevo (aunque creo que bastante superficial), y nada más. Se trata de una ilusión que se agota en sí misma, que necesariamente resulta pasajera, de ahí que haya que recurrir a ella una y otra vez; y por eso el espectáculo siempre debe continuar.

La confesión como purga

     Por otra parte, encontramos también en estos relatos un tipo muy especial de salida ante la culpa entendida romo mancha: lo que podríamos llamar el rito de la confesión, en un sentido de arrojar fuera la culpa, no de pedir perdón. Esta confesión obra romo un exorcismo y exige una autocrítica, a veces meticulosa y enfermiza, que consiste en revelar el sentido oculto y vergonzoso de la propia conducta, reconocer las intenciones torcidas que lo infectan todo, romo terapia liberadora; y, a ser posible, también romo terapia de grupo, en la que la mancha de unos neutralice la mancha de otros. Así lo vemos en la confesión del replicante y en la obsesión de McCoy por contar a alguien lo ocurrido, o en la descorazonadora confidencia final en Delitos y faltas, de Woody Allen, otro experto en culpabilidad. Parece que confesar lo manchado separa de la mancha, es como escupirla fuera y enterrarla.


     Esta necesidad de confesión la encontramos en estado puro en una película reciente: Magnolia, de Paul Thomas Anderson (1999). Los numerosos personajes de esta película coral han cometido un pecado terrible: infidelidad, abandonar a un ser querido moribundo, prostitución, abuso de menores, casarse por dinero, drogadicción, cobardía... Pero estos pecados permanecen ocultos. La vida de cada personaje transcurre con relativa normalidad, a pesar de que algo podrido pervive en ellos. El gran problema de todos es el remordimiento, un remordimiento que acaba siendo feroz. La única salida posible es la confesión, pero una confesión que no consiste más que en soltar palabras inútiles, dichas demasiado tarde, palabras que ya nada pueden solucionar. Porque en el fondo nadie puede perdonar algo terrible a nadie, ningún ser humano tiene esa capacidad, ni la fuerza moral para hacerlo (como parece concluir la película). Pero si nadie puede perdonar, entonces la confesión queda sin sentido.


     El problema aquí es que la mancha, la maldita mancha que no se quita, es una experiencia ciega, y que continúa siendo ciega después de la confesión; por eso, como veremos, este tipo de confesión se encuentra tan lejos de la confesión cristiana. La confesión de la mancha sólo da salida y expresión a la sobrecarga emocional de quien se siente culpable, evitando así que se cierre sobre sí misma como una herida del alma y se pudra. Pero se trata de una confesión que nunca da un sentido a lo ocurrido, que simplemente desplaza el enigma, y así el gesto resulta un simulacro, nunca llega a convertirse en un verdadero reconocimiento. Por eso, consiste casi siempre en una sinceridad crispada, resentida, enfermiza, casi vivida como vómito.


     Así, el fenómeno del remordimiento, un remordimiento sin salida y sin explicación, siempre congela el pasado, bloquea toda acción, y hace al hombre incapaz de avanzar. De ahí que la mancha muchas veces se experimente como un estado de alienación personal, como una incapacidad para continuar la propia vida, y sólo una catástrofe (una fuerza sobrecogedora, como se ve en la lluvia de ranas del final de Magnolia) puede relativizar algo esta frustrante sensación.


     La humilde confesión del pecador queda así suplantada por la desconfianza radical, la suspicacia y, al fin, por el desprecio de sí mismo, por la ruindad y por el deseo de autodestrucción.


     Otras veces, encontramos en algunos relatos otra salida de emergencia que consiste en situar al personaje en un paraíso anterior a toda decisión, donde no quepan ataduras o manchas, para afincarlo en una inocencia infantil donde nada vaya en serio, donde los fallos resulten siempre inofensivos, donde la vida se convierta en un juego intrascendente y superficial, porque se entiende que vivir de verdad siempre acaba manchando, como se ve en El pequeño salvaje, de Truffau.

Una maldición anónima

     En los relatos que hemos analizado, descubrimos una visión de la culpabilidad como mera experiencia interior, con todo su equipo de demonios, de fantasmas y de disfraces. El hombre es culpable en la medida en que se siente (culpable. A primera vista, esto supone una autonomía liberadora frente a toda ley de Dios y (frente a toda acusación. La culpa sería una experiencia meramente humana, como un enigmático huésped de su mente, y por eso el hombre podría liberarse de ella por sí mismo, sin necesidad de acudir a nada trascendente.


     Pero a la larga, esta culpabilidad comienza a convertirse en una culpabilidad sin nombre, sin límites, sin sentido ni  salida: una acusación sin acusador, un tribunal sin juez, un veredicto sin autor. Sentirse maldito sin que haya nadie que le maldiga a uno (en esto consistía la maldición que pesaba sobre Kafka y sobre casi todo el cine de Orson Welles).


     El problema reside en que las razones éticas y sociales que pueden explicar esta sensación de culpa siempre resultan insuficientes, porque la dimensión de la culpa no se define y neutraliza con palabras humanas, ya que posee una trascendencia que las supera siempre. Y como las razones humanas no acallan la culpabilidad, esta aparece cada vez más como mancha inexplicable. De ahí el fondo inmoral (patente o latente) y desesperanzado de estos personajes y películas.

El simbolismo del perdón

     Después de tanta crítica, ya va siendo hora de que saque alguna conclusión positiva de todo esto. Hay una película sorprendente, de un director con cara de sorprendido -Amateur, de Hal Hartley (1995)-, en la que el protagonista, Tom, sufre un accidente que le produce una amnesia total. Tom es recogido por una mujer peculiar (en la línea de las mujeres inocentes y valerosas de Dostoievski, que sobreviven en un ambiente sórdido, aunque dibujada con tierno humor), que en su deseo de hacer el bien se siente llamada a salvar a ese hombre. Poco a poco nos vamos enterando de que Tom era un gánster violento y cruel. Pero él sigue sin recordar nada; es ella quien va descubriendo su pasado, lo perdona y lo acepta. Es como si ella asumiera la memoria de él, asumiera su historia inconfesable, para así neutralizarla en su amor inocente. Tom acaba muriendo sin conocer del todo su pasado (había sido demasiado malvado para poder asumirlo), pero confiándose al conocimiento amoroso y lleno de perdón de ella. "¿Conoce usted a este hombre?", le pregunta el policía que acaba de matar a Tom por un malentendido. "Sí, le conozco", contesta ella. Así termina la historia.


     Creo que en esta película, frente al simbolismo de la mancha, nos encontramos con el simbolismo cristiano del pecado y del perdón. Lo que caracteriza radicalmente esta experiencia de pecado es que se refiere a otro: al otro trascendente y esencialmente presente que es Dios. Se peca delante de Dios. Se trata de una ruptura, la ruptura de un pacto o una alianza, de un diálogo que ya estaba establecido y que se articula como llamada y respuesta, la traición de una confianza previa. Por eso, el pecado es una realidad religiosa antes que ética. No se trata de la trasgresión de una norma abstracta, o de un valor, sino de la lesión de un lazo personal. No se puede reducir el pecado al incumplimiento de un simple mandamiento moral, que sólo remitiera a Dios como a un legislador, que se ha limitado a promulgar la ley y luego se ha refugiado en ella como juez. La experiencia del pecado se constituye cuando el hombre cae en la cuenta de que detrás y antes de toda ley abstracta se encuentra una voluntad personal, una voluntad que no legisla en el vacío, sino que es ante todo una llamada confiada, una invitación al diálogo personal.


     En la experiencia cristiana, el pecado es una falta, una ofensa infligida a alguien que es bueno y poderoso, y no, como en la mancha, una simple sustancia perniciosa. Los símbolos cristianos hablan de un recorrido temporal y no de un simple contacto contaminante y paralizante; sugieren un camino, una historia, una meta, un mapa, un peligro de perderse, un regreso, un viaje... Ahora hay una orientación en el tiempo, unas señales de dirección, y no unos simples tabúes que limitan un espacio contaminado. Cambia la experiencia y con ella cambian también los símbolos y la estructura narrativa. La única manera de comprender la experiencia de la culpa, tan presente en los relatos contemporáneos como preocupación vital y como problema irresoluble, es trascender el símbolo de la mancha y entenderla como pecado ante Dios. Con todo esto no quiero decir que el símbolo de la mancha sea equivocado (de hecho, forma parte esencial de la visión cristiana, como se ve en el bautismo, que nos limpia del pecado), sino sólo que resulta insuficiente. La purificación es necesaria (purificarse de los egoísmos, de los defectos, de las malas inclinaciones, de los pecados), pero se trata de una purificación que debe realizarse en el tiempo, viviendo la propia historia, recorriendo comprometidamente las etapas de la vida. Una purificación entendida como peregrinación (como en Una historia verdadera, de David Lynch).


     En la idea cristiana, el pecado es interior a la existencia, nace de la intimidad del hombre, y no es algo extrínseco ajeno a su voluntad. El hombre no se encuentra contaminado irremediable y fatalmente, sino que en él cabe aún la posibilidad de apartarse del mal: la libertad no está del todo derrotada. Por eso, cuando el penitente confiesa sus pecados ante Dios, él sí sabe cuál es el sentido de su falta, su pecado no es algo que permanezca ciego. La conciencia es iluminada por la gracia para que pueda comprender su mal y así arrepentirse de él con sentido, porque, para ser perdonado y superado, el pecado debe ser comprendido como tal, y así la limpieza que se alcanza resulta real y significativa: cambia la vida del pecador.


     Pero reconocer el pecado no equivale a saberse justificado. Aún queda otro paso, el paso radical que encontramos en el cristianismo (y ahora me vaya poner en plan teólogo, porque aquí ya no hay películas que valgan). Para ser justificado, para encontrarle un sentido a la propia maldad con el fin de volverla superable, el hombre debe ser justificado por Otro. Pero ¿cómo? No de una manera meramente declarativa, como si de una amnistía se tratara. Se necesita un perdón más profundo y personal, una justificación que podríamos llamar (con la tradición cristiana) por incorporación. Y me explico: es necesario que alguien que sea totalmente bueno incorpore en él mi memoria y mis miserias, cargue con mis pecados, los injerte en su propio ser, para así darles salida y solución. Y esto sólo Dios puede hacerla. Para salvar al hombre de su mal, Dios ha querido unirse a ese hombre, no sólo en su humanidad (una unión genérica con todos), sino también en su historia cargada de culpa (una unión en la concreción irrepetible de cada vida). Cargar con el mal del hombre supone cargar con el peso de su historia, de cada historia, para así convertir la historia del pecado en historia de salvación.


     Esta incorporación no consiste en una simple participación formal del espectador en el drama, como en la tragedia o en la sátira, sino en una incorporación real, comprometida, personal. El ser humano queda incorporado a Cristo, y así vive la misma vida de Cristo, a la vez que Él se hace verdaderamente presente en la suya. Lo que hace uno lo hace el otro: Jesús vive en las obras buenas del cristiano, al mismo tiempo que carga con todo lo malo; y el cristiano, a su vez, se apropia de la riqueza de la vida de Jesús. Esta es la única manera de ser salvado de verdad.

 

Nuestro Tiempo, N° 562, abril de 2001