Itsmo, 27 mayo, 2000. Ejemplar: 248 Sección: Miscelánea
Para Max Scheler «el resentimiento es una autointoxicación psíquica», esto es, un envenenamiento de nuestro interior, que depende de nosotros mismos.
Todos experimentamos una inclinación natural hacia la felicidad. Entre los obstáculos que dificultan la realización de este deseo, el resentimiento suele ser el principal, para la mayoría de las personas. No es difícil encontrarnos con gente que aparentemente reúne todas las condiciones para ser feliz y, sin embargo, no lo es porque está llena de resentimientos que le amargan la vida. ¿Qué hacer para evitar este veneno o eliminar los resentimientos que ya se tienen? Lo primero que hace falta es entender su naturaleza: qué son, de dónde proceden y cómo actúan en nuestro interior.
El resentimiento suele aparecer como reacción a un estímulo negativo que hiere el propio yo, y ordinariamente se presenta en forma de ofensa o agresión. Evidentemente no toda ofensa produce un resentimiento, pero todo resentimiento va siempre precedido de una ofensa. Comencemos por analizar los tipos de agravios que podemos recibir y sus características.
Resentimiento objetivo, exagerado o imaginario
La ofensa que causa resentimientos puede presentarse, en primer lugar, como acción de alguien contra mí: cuando me agreden físicamente, me insultan o me calumnian. En segundo lugar, en forma de omisión: cuando no recibo lo que esperaba, como una invitación, un agradecimiento por el servicio prestado o el reconocimiento por el esfuerzo realizado. En tercer lugar, atribuyo la ofensa menos a una persona determinada como en los casos de la acción o la omisión y más a las circunstancias: se puede estar resentido por la situación socioeconómica personal, por algún defecto físico, o por las enfermedades que se padecen y no se aceptan.
En cualquiera de los casos, el estímulo que provoca la reacción de resentimiento puede ser real y ser juzgado por el sujeto con objetividad. Puede tener fundamento real pero estar exagerado por el sujeto, como aquél que considera que recibió un golpe de graves consecuencias cuando apenas lo tocaron, o el que piensa que nunca le agradecen sus servicios porque en una ocasión concreta no le dieron las gracias, o quien se considera invadido de cáncer cuando sólo tiene un tumor incipiente. Finalmente, la reacción puede responder a un estímulo imaginario, como el que interpreta una frase desagradable como un intento de difamación, o el que no recibe el saludo de alguien que tal vez ni siquiera lo vio y lo traduce como desprecio, o el que se considera marginado socialmente por culpa de los demás. Todas estas variantes muestran, por lo pronto, en qué medida el resentimiento depende del modo como se mire una misma realidad o, más concretamente, de cómo se juzguen las ofensas recibidas con objetividad, exageradamente o de forma imaginaria, y explican el que muchos resentimientos sean completamente gratuitos, porque dependen de la propia subjetividad que se aparta de la realidad, exagerando o imaginando situaciones o hechos que no se han producido o no estaban en la intención de nadie.
La respuesta personal
El resentimiento es un efecto reactivo ante la agresión, que en cuanto tal es decir, si no interviene la razón humana encauzando o rectificando la reacción tiene carácter negativo. Consiste en la respuesta ante la ofensa que se experimenta íntimamente. Por eso, lo determinante en el resentimiento no radica en la ofensa en cuanto tal sino en la respuesta personal. Y esta respuesta depende de cada quien, porque nuestra libertad nos confiere el poder de orientar de alguna manera nuestras reacciones. Covey advierte que «no es lo que los otros hacen ni nuestros propios errores lo que más nos daña; es nuestra respuesta. Si perseguimos a la víbora venenosa que nos ha mordido, lo único que conseguiremos será provocar que el veneno se extienda por todo nuestro cuerpo. Es mucho mejor tomar medidas inmediatas para extraer el veneno». Esta alternativa se presenta ante cada agresión: o nos concentramos en quien nos ofendió con su agravio y entonces surgirá el veneno del resentimiento, o lo eliminamos mediante una respuesta adecuada, no permitiendo que permanezca dentro de nosotros. Esto explica que el mismo fracaso de una empresa o idéntico desaire provocado por un poderoso, pueden sufrirlo varias personas a la vez y con la misma intensidad, pero que en unos cause sólo un sentimiento fugaz de dolor, mientras que otros queden resentidos para toda la vida. ¿Es posible realmente orientar nuestras respuestas ante las ofensas para que no se conviertan en resentimientos?
La dificultad para configurar la respuesta conveniente radica en que el resentimiento se sitúa en el nivel emocional de la personalidad, porque esencialmente es un sentimiento, una pasión, un movimiento que se experimenta sensiblemente. Quien está resentido se siente herido u ofendido por alguien o por algo que influye contra su persona. Y es bien sabido que el manejo de los sentimientos no es tarea fácil. Unas veces no somos conscientes de ellos, con lo que pueden estar actuando dentro de nosotros sin que nos demos cuenta; hay quienes experimentan una especial dificultad para amar a los demás, porque no recibieron afecto de sus padres en la infancia, pero no pueden resolver el problema por desconocer la causa. Otras veces ocurre que el resentimiento queda reforzado por razones que lo justifican, cuando el sujeto no sólo se siente herido, sino que se considera ofendido. Mediante este proceso intelectual el resentimiento arraiga más, pero sigue siendo un movimiento emocional, una vivencia sensible; si un marido es insultado por su esposa, siente el agravio y nace en él el resentimiento; si, además de sentirlo, piensa que ella lo odia, esta consideración reforzará el sentimiento que está experimentando.
La inteligencia al auxilio
Sin embargo, estas dificultades no son insuperables si hacemos buen uso de nuestra capacidad de pensar. El conocimiento propio, mediante la reflexión periódica sobre nosotros mismos, por ejemplo, nos permite ir conectando las manifestaciones de nuestros resentimientos con las causas que los originan y, en esta medida, nos vamos encontrando en condiciones de entender lo que nos pasa, lo cual favorecerá la solución posterior. Si al analizar los agravios recibidos hacemos un esfuerzo por comprender la forma de actuar del ofensor y por descubrir los atenuantes de su modo de proceder, nuestra reacción negativa no sólo no quedará reforzada por tales consideraciones, sino que en muchos casos desaparecerá por debilitamiento del estímulo; cuando un hijo recibe una reprensión de su padre porque se portó mal, si es capaz de entender la intención del padre que sólo busca ayudarle mediante esa llamada de atención, podrá incluso quedar agradecido. Esto refleja en qué medida nuestra inteligencia puede influir, descubriendo motivos o proporcionando razones, para evitar o eliminar los resentimientos. Se trata de una influencia indirecta Aristóteles hablaba de un dominio político y no despótico de lo racional sobre lo sensible, que modifica las disposiciones afectivas y favorece la desaparición del veneno. Esto es especialmente claro en los casos en los que la supuesta ofensa se interpretó inicialmente de manera exagerada o imaginaria.
Voluntad fuerte y elástica
Otro recurso con que contamos para echar fuera de nosotros el agravio, sin retenerlo, incluso en los casos de ofensas reales, es nuestra voluntad. En efecto, cuando recibimos una agresión que nos duele, podemos decidir no retenerla para que no se convierta en resentimiento. Eleanor Roosevelt solía decir: «Nadie puede herirte sin tu consentimiento», lo cual significa que depende de nosotros que la ofensa produzca o no la herida. Gandhi afirmaba ante las agresiones y el maltrato de los enemigos: «Ellos no pueden quitarnos nuestro autorrespeto si nosotros no se lo damos». Ciertamente esto no es asunto fácil, porque dependerá de la fortaleza de carácter de cada persona para orientar sus reacciones en esa dirección. Marañón advertía que «el hombre fuerte reacciona con directa energía ante la agresión y automáticamente expulsa, como un cuerpo extraño, el agravio de su conciencia. Esta elasticidad salvadora no existe en el resentido». Es interesante que la voluntad fuerte el carácter en este terreno se caracterice por ser elástica, más que dura o insensible, en cuanto que su función consiste en echar fuera el agravio que realmente se ha sufrido, en no permitir que se convierta en una herida que contamine todo el organismo interior.
En quien carece de esa capacidad de dirigir su respuesta por falta de carácter, porque no ha sabido fortalecer su voluntad, la ofensa, además de provocar una emoción negativa, se retiene, y el sentimiento permanece dentro del sujeto, se vuelve a experimentar una y otra vez, aunque el tiempo transcurra. En esto precisamente consiste el resentimiento: «Es un volver a vivir la emoción misma: un volver a sentir, un re-sentir». Algo muy distinto del recuerdo o la consideración intelectual de la ofensa o de las causas que la produjeron. Más aún, una ofensa puede ser recordada al margen del resentimiento, por la sencilla razón de que no se tradujo en una reacción sentimental negativa y, en consecuencia, no se retuvo emocionalmente. En cambio, el resentimiento es un re-sentir, un volver a sentir la herida porque permanece dentro, como un veneno que altera la salud interior: «la agresión queda presa en el fondo de la conciencia, acaso inadvertida; allí dentro, incuba y fermenta su acritud; se infiltra en todo nuestro ser; y acaba siendo la rectora de nuestra conducta y de nuestras menores reacciones. Este sentimiento, que no se ha eliminado, sino que se ha retenido e incorporado a nuestra alma, es el resentimiento». Es significativo que algunas personas que están resentidas refieren las ofensas de que han sido víctimas con tal cantidad de detalles que uno pensaría que acaban de ocurrir; cuando se les pregunta cuándo tuvieron lugar esos terribles hechos, su respuesta puede remontarse a decenas de años. La razón por la que son capaces de describir lo sucedido con lujo de detalles es porque se han pasado la vida concentradas en tales agravios, dándoles vueltas, provocando que la herida permaneciera abierta. «Por tanto, podemos concluir que: resentimiento = sentirse dolido y no olvidar».
…por algún desaire que me hicieron
La forma de reaccionar ante los estímulos suele estar muy relacionada con los rasgos temperamentales. Por ejemplo, el emotivo siente más una agresión que el no emotivo; el secundario suele retener más la reacción ante el estímulo ofensivo que el primario; y el que es activo cuenta con más recursos para dar salida al impacto recibido por la ofensa que el no activo. También la cultura y la educación, junto con el factor genético, influyen en la manera de reaccionar y, por tanto, en el modo como el resentimiento se origina y se manifiesta.
Hay un modo de reaccionar ante las ofensas que se caracteriza sobre todo por su pasividad; consiste sencillamente en retraerse o distanciarse de quien ha cometido la agresión, en ocasiones incluso retirándole la palabra. Los mexicanos solemos calificarlo con el verbo sentirse y Peñalosa lo describe con precisión y buen humor: «La susceptibilidad está a flor de piel. Es tan fácil ofender al mexicano. Basta con rozarle la ropa; darle un pequeño empujón, involuntario desde luego, en el tumulto del autobús; quedarse viendo por un segundo a la esposa, así sea para constatar su fealdad, porque dos segundos ya no se resistirían; saludarlo con la cara seria, simplemente porque uno trae dolor de muelas. Al mexicano no hay que lastimarlo ni con el pétalo de una rosa. Porque se siente. Sentirse es verbo reflexivo que conjugamos todo el día, y que no es fácil hallarle digna explicación filológica, por la sencilla razón de que “sentirse” es verbo que registra más el alma mexicana que la gramática española. Estar sentido con alguien es lo mismo que estar dolido, triste, enojado por algún desaire que nos hicieron. Muchas veces real y, muchas más, aparente.
La imaginación del mexicano trabaja horas extras viendo moros con tranchete, donde no hay moros ni tranchetes. En fuerza de su natural susceptible cree advertir aquí una mala cara, allá una mala voluntad, siempre en espera de lo peor, temeroso a cada paso de la emboscada, con lo que él mismo se abre una fuente de sufrimientos y pequeños odios más o menos gratuitos».
Otras veces la reacción se manifiesta en simples lamentaciones y protestas verbales, que son como un desahogo de quien está sentido, sin que se traduzcan en acciones ulteriores. Es el caso, por ejemplo, del hermano mayor en la parábola del hijo pródigo que Nouwen glosa de la siguiente manera: «No es de extrañar que, en su ira, el hijo mayor se queje al padre: “…nunca me has dado ni un cabrito para celebrar una fiesta con mis amigos. ¡Pero llega ese hijo tuyo, que se ha gastado tu patrimonio con prostitutas, y le matas el ternero cebado!”. Estas palabras demuestran hasta qué punto este hombre está dolido. Su autoestima se siente herida por la alegría del padre, y su propia ira le impide reconocer a este sinvergüenza como su hermano. Con las palabras “ese hijo tuyo” se distancia de su hermano y también de su padre.
Los mira como a extraños que han perdido todo el sentido de la realidad y se han embarcado en una relación inapropiada, considerando la vida que ha llevado el pródigo. El hijo mayor ya no tiene un hermano. Tampoco tiene ya un padre. Se han convertido en dos extraños para él. A su hermano, un pecador, le mira con desdén; a su padre, dueño de un esclavo, le mira con miedo».
No quiero olvidar la ofensa
En cambio, cuando el sentimiento de susceptibilidad que se retiene incluye el afán de reivindicación, de venganza, de desquite, entonces se trata propiamente de un resentimiento, en el sentido clásico del término. El resentido no sólo siente la ofensa que le infligieron, sino que la conserva unida a un sentimiento de rencor, de hostilidad, hacia las personas causantes del daño, que le impulsa a la revancha: «En estos casos (…) se irá asociando poco a poco con sentimientos de venganza, de un ajuste de cuentas, no dejando las cosas tal y como han quedado. El razonamiento se formula así: “me has hecho mucho daño con tu manera de actuar y lo pagarás antes o después, sea como sea”». O con palabras de Lersch: «En la venganza existe siempre un ajuste de cuentas. Su motivación dice así: Tú me has hecho este daño y debes pagar por él. Sólo sabiendo que el otro sufre igual desgracia, el mismo daño, queda aliviada la conciencia del mal sufrido». En estos casos, por tanto, la reacción incluye la intención de realizar una acción semejante a la recibida.
En ocasiones ocurre que el resentido no puede actuar contra aquél que considera le ha dañado, por el motivo que sea, y entonces su acción puede recaer sobre quienes nada tienen que ver con el asunto. El padre de familia que es agresivo en casa frecuentemente está dando cauce a los resentimientos acumulados en su vida profesional, convirtiendo a los suyos, mujer e hijos, en las víctimas de sus frustraciones. Paralelamente, la mujer interiormente herida puede proyectar su situación quizá no con actitudes agresivas, pero sí con irritación, mal humor, indirectas por las que rezuma molestia, lo que tiene una repercusión muy profunda en el ambiente familiar, donde el marido y los hijos esperan de ella una conducta conciliadora, serena y alegre.
El resentido retiene interiormente la ofensa porque no quiere olvidar. Se siente herido o dolido por el trato recibido en determinado momento y ante unas circunstancias concretas que, como decíamos, puede recordar y describir con todo detalle, porque ha vivido concentrado en aquel suceso. También suele ocurrir que vuelva sobre el hecho una y otra vez, ante ciertos estímulos recordatorios. La detonación del resentimiento puede venir años después de los hechos que lo hicieron germinar; en un momento determinado, dan cumplida cuenta de la venganza que guardaban. Los años de espera y el minucioso análisis de ese haber salido perdiendo en aquella situación concreta han ido acrecentando la pasión que puede llevar a acciones inimaginables.
Sin embargo, el verdadero daño lo padece el resentido, aunque su intención se dirija contra un tercero. Alguien decía con acierto que «el resentimiento es un veneno que me tomo yo, esperando que le haga daño al otro». En efecto, puede ocurrir que aquél contra quien va dirigido el rencor ni siquiera se entere, mientras que quien lo está vivenciando se está carcomiendo por dentro. Un veneno tiene efectos destructivos para el organismo y el resentimiento lo que produce es frustración, tristeza, amargura en el alma. Es probablemente, como decíamos al principio, el peor enemigo de la felicidad porque impide enfocar la vida positivamente y aleja a la persona del bien que le corresponde como ser humano.
Ante la presión de los agravios
Entender la naturaleza del resentimiento, decíamos, es el primer paso para poder evitarlo o eliminarlo en caso de que ya esté presente. Resumamos lo dicho: se trata de un sentimiento que aparece como reacción emocional negativa ante un estímulo que es percibido como ofensa al propio yo y que permanece en el interior del sujeto, de manera que se vuelve a vivenciar, a sentir una y otra vez (se re-siente). El estímulo que lo provoca puede ser una acción, una omisión o una circunstancia, percibidas objetivamente, de manera exagerada o incluso imaginaria. Cuando la reacción ante la agresión es puramente pasiva se expresa con el verbo sentirse, mientras que el resentimiento propiamente dicho incluye el aspecto activo de intentar vengarse o reivindicarse.
Además de comprender las características del resentimiento, hemos mencionado otros medios que sirven de antídoto ante este veneno. Hemos hecho hincapié en que, en muchos casos, suele haber un error de apreciación y de interpretación de los hechos ocurridos, y una voluntad débil que no sabe impedir el arraigo del resentimiento. Cuando la inteligencia es capaz de juzgar los hechos con objetividad, eliminando la exageración y lo imaginario de sus interpretaciones; cuando logra comprender los motivos y las circunstancias que llevaron a actuar de ese modo a los supuestos agresores; entonces muchos resentimientos reducen su intensidad o incluso desaparecen. Si, por otra parte, la voluntad es fuerte y no consiente en los agravios recibidos, no permite que las heridas permanezcan dentro porque las expulsa como a un cuerpo extraño, entonces los efectos se reducirán a sentimientos dolorosos pero pasajeros, que no reunirán las características propias del resentimiento y no producirán su efecto venenoso.
Todo esto se facilitará considerablemente si se cuenta con la ayuda de Dios, que clarifica nuestra inteligencia favoreciendo la objetividad en el conocimiento y la capacidad de comprensión y potencia nuestra voluntad fortalece nuestro carácter, para que no se doblegue ante la presión de los agravios.
Fuente: istmo.mx |