Por: Pablo Prieto Rodríguez
En el centro de la civilización de la imagen está la mujer: ella es, hoy más que nunca, imagen del mundo. ¿Pero en qué consiste concretamente tal imagen?, o en otras palabras, ¿qué entendemos realmente por "aspecto femenino". A estas preguntas responde el presente artículo. En él, el autor desentraña el sentido más profundo de términos como "imagen", "look" o "aspecto" aportando un sentido novedoso a unos conceptos habitualmente asociados a lo superficial.
Aspecto proviene del latín aspectus, que significa "mirada". A muchos sorprenderá esta etimología, pues el vocablo castellano parece significar justamente lo contrario: lo que es mirado, o mejor, la apariencia externa que algo ofrece, y principalmente alguien. Esta última acepción, no obstante, también la poseía el vocablo latino, sólo que fue perdiéndose en su derivación castellana.
Los antiguos, según deducimos de esta consulta al diccionario, concebían el aspecto como unido a esta experiencia tan sutil, y al mismo tiempo comente, de la mirada que se da y se recibe recíprocamente en el trato cotidiano. Tal simultaneidad entre ver y ser visto queda particularmente de manifiesto en la palabra look. Como sabemos, este vocablo inglés se usa en todos los idiomas para designar el aspecto característico de una moda, un estilo, un modo de vestir, etcétera.
Este significado se consolidó a partir de 1947, cuando Christian Dior tituló "New Look" una de sus colecciones de moda. Con ello se ponía de relieve que "mirar" (look en inglés) está inseparablemente unido al hecho de "ser mirado", e incluso de "hacerse mirar", y que cada aspecto personal se configura en función de este intercambio visual. No se agota, efectivamente, la apariencia humana en su mera descripción física, ni se reduce a simple dato óptico, como lo demuestra la enorme dificultad para crear un rostro humano mediante animación por ordenador. Ello se debe a que el rostro humano es, fundamentalmente, una respuesta. Actuando como un espejo, en efecto, mi rostro refleja continuamente el de mi interlocutor, al tiempo que lo interpreta, lo responde y lo interroga. No significa esto que nos miremos cara a cara como los enamorados. Para que haya reciprocidad basta con moverse en el "campo magnético" de la mirada ajena, allí donde ésta se hace sentir llenando el espacio con su novedad. Si toda relación del hombre con el espacio es intencional, pues suscita una actitud, una disposición espiritual... tanto más al contacto con otra presencia humana.
Cuando alguien, por ejemplo, penetra en la habitación donde trabajo, mi "estar-en" se convierte súbitamente en "asistir-a": me veo envuelto en ese acontecer que es la existencia del otro, respecto al cual "tomo postura" en sentido rigurosamente literal. Se instaura entonces entre nosotros un diálogo silencioso, al cual se incorporan los objetos que miramos, que entran así en el juego de nuestra reciprocidad. Según estemos solos o en compañía, en efecto, nos fijamos en unas cosas u otras, o al menos de distinto modo; nuestra mirada cambia cualitativamente; la realidad cobra significados diversos. La Decoración y el Diseño conocen bien cómo varía la "lectura" de los objetos domésticos en función del tipo de convivencia en que se encuadran.
En el fondo, este entreveramiento o cruce de miradas no es sino la manifestación más elemental de lo que los autores personalistas llaman "reciprocidad de las conciencias", fenómeno por el cual el hombre sólo se conoce a sí mismo plenamente en el diálogo y en su apertura a la comunión interpersonal. De ahí las profundas implicaciones morales del aspecto, pues en él queda comprometida la vivencia de la propia intimidad y su realización en el plano familiar y social.
La reciprocidad de la mirada se prolonga en el cuerpo
Si la mirada humaniza el espacio y el tiempo tornándolos significativos, tanto más ocurre con la dimensión espaciotemporal del hombre mismo, es decir, su corporeidad. En efecto, tendemos a interpretar el aspecto físico de nuestro prójimo a la luz de su mirada, recapitulando en ella toda la figura, al modo de una estructura con sentido unitario. Así configurada, la corporeidad aparece como un rostro grande, que "habla" y "mira" mediante la fisonomía, el gesto y el arreglo; en una palabra, comparece como un look.
Vivido así, el aspecto funciona como palabra fundamental de la persona, siempre idéntica y sin embargo incesantemente nueva, con la cual formulamos esa pregunta y esa respuesta que somos nosotros mismos. Esta reciprocidad, no ya de la mirada, sino del aspecto o look, viene a ser la estructura íntima de la presencia típicamente personal.
Sin embargo, la recapitulación de las partes en el porte, de lo físico en lo visual, del cuerpo en la figura, etcétera, no es un proceso psicológico automático sino que entronca con la libertad. Es, dicho con otras palabras, un desarrollo cultural de la naturaleza, muy especialmente en el caso de la mujer. La recapitulación visual es inseparable de la interpretación ética y de la invención estética: de ahí la extraordinaria riqueza de las artes de la compostura: vestido, maquillaje, peinado, elegancia, etcétera. Guando estas se falsifican traicionando la naturaleza dialógica del aspecto, dan lugar a graves dependencias psíquicas y morales, que hoy, como sabemos, se ven potenciadas por el mundo de la imagen. El look sexualizante, por ejemplo, carece de toda reciprocidad y en él nada "habla" de tú a tú; al contrario, la persona se hurta al diálogo y renuncia a actuar desde sí misma.
Síntesis de fisonomía, arreglo y convivencia
Hemos hablado de "formular" o "pronunciar" la palabra fundamental del aspecto. La estructura somática de esta palabra es lo que llamamos fisonomía, incluyendo en este concepto un elemento permanente -del tipo corporal y las facciones-, y otro cambiante -el gesto-. Uno y otro se reconducen al rostro, en el cual en cierto modo se resumen y condensan. No obstante, el límite entre lo dado por la naturaleza (facciones) y lo modificado por la libertad (gesto) es impreciso, pues con el tiempo la gesticulación habitual imprime su huella en los rasgos faciales y en el tipo corporal, configurándolos de modo estable. En este sentido, es cierto el dicho popular de que, a partir de cierta edad, la persona es responsable de la cara que tiene.
Sobre la fisonomía, y prolongando el gesto, actúa el arreglo. Llamamos así al conjunto de operaciones, instrumentos y usos con que cada persona asume su aspecto y lo dispone para la convivencia. Para este fin no vale cualquier adorno arbitrario, por bello que sea: es necesario antes "leer" en la propia fisonomía aquellos rasgos que mejor expresan la intimidad o verdad interior, para luego acentuarlos culturalmente. El arreglo
cualifica lo que el cuerpo especifica. Se trata de una auténtica respuesta artística a aquello que la naturaleza insinúa y el sujeto capta con mayor o menor sensibilidad. En la medida en que se logra, vestido, maquillaje y complementos se in-corporan a la persona y se compenetran con ella: sólo entonces, cuando brota de dentro, podemos decir que hay verdadero arreglo.
Este nexo intrínseco entre arreglo e intimidad hay que defenderlo frente a cierto esteticismo cosificante, que se empeña en interpretar la belleza femenina como "obra de arte". Es un grave error, vestigio de la estética decimonónica, que define el arte únicamente en función de sus producciones (estatuas, cuadros, joyas, etcétera) y no de la actividad humana de que proceden. Sin embargo, el arreglo, atavío o compostura, aunque podamos considerarlo ciertamente como palabra artística, no da lugar en rigor a una "obra de arte" sino a una presencia personal. Y a diferencia de la artística, la humana es una belleza con rostro, que sabe y responde de sí.
El arreglo es también instrumento privilegiado con que la persona vive su condición sexuada. Las dos versiones, irreductibles y complementarias, en que se da el ser humano implican sendos modos, radicalmente diversos, de habérselas con su cuerpo. Y es lógico que el arreglo, que es su humanización, refleje esta dualidad originaria y la acentúe. Aquí es donde se funda la especial relevancia que el arreglo presenta en la mujer. En ella el cuerpo es menos unitario visualmente que el masculino, menos simple y esquemático, y más proclive a ser visto "por partes", ya que éstas (senos, nalgas, caderas) no se integran en el porte con tanta rotundidad y sencillez como en el varón. Por otro lado, ella vive su intimidad de un modo más corporal, lo que confiere a su cuerpo una expresividad, plasticidad y sutileza peculiares, aunque también lo hace más vulnerable a la ofensa y la degradación: la mujer desnuda está más desnuda que el varón desnudo.
Todo lo cual confiere al arreglo femenino un carácter de tarea, creación y riesgo inexistente en el masculino. Ella necesita una mayor dosis de imaginación y arte para "traducir" visualmente la unidad interna propia de su intimidad, lo cual, aunque parezca un defecto, es en realidad una rica experiencia de conocimiento propio y autodominio, desconocida para el varón. Si en él tal unidad comparece en términos de sencillez y gravedad, en ella se traduce en armonía y gracia, que es una forma de unidad más personal y honda, ética y estéticamente más comprometida. Eso significa que lo humano en cuanto tal se manifiesta visualmente en la mujer, con mayor claridad que en el varón. En cualquier caso, debido a esta mayor mediación del arreglo, la mujer es sin duda más dueña y creadora de su aspecto, aunque también más dependiente de él. Mientras que el masculino se acerca a la literalidad de la fisonomía, el femenino es más bien una invención, en el doble sentido de hallazgo y creación personales.
Pero el arreglo no es una configuración rígida y estática del aspecto, sino que participa de su vida y movilidad. Las insinuaciones, calidades y sugerencias que contiene varían al compás de la convivencia cotidiana. Si la persona puede situarse en los distintos ambientes es precisamente en virtud de su compostura, elegancia y urbanidad, con las cuales amplifica su gesto y su palabra. Los acontecimientos a lo largo del día, sobre todo en el contexto urbano, se incorporan así al aspecto, y con él al diálogo incesante que éste mantiene. Surge entonces un interesante feedback donde la figura (rostro, atavío, cosmética, etcétera) interactúa con los distintos escenarios, suscitando significados y resonancias imprevisibles. Es una experiencia que nunca puede reflejarse en toda su riqueza mediante la fotografía o el cine y que merece la pena valorar. Recordemos que lo propio de la presencia humana es su intencionalidad: nunca es un mero estar-ahí, como los objetos, sino un personarse o retraerse; es tomar, de modo inesquivable, postura moral ante las cosas, y sobre todo las personas.
Digamos, para resumir, que el arreglo verdaderamente valioso, fundado en la naturaleza dialógica del aspecto, consiste en una aprobación implícita de la existencia del otro; arreglándose, la persona anticipa y celebra el encuentro con los demás y se dispone a asistir a esas vidas que enlazan con la suya. También existe, por desgracia, un arreglo fraudulento y equívoco, con el cual la persona dimite de sí y se somete a muy variadas dependencias afectivas o sexuales, gregarismos ideológicos o mimetismos sociales.
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