Firmado por: Rocío Mier y Terán
El vestido es para nosotros un «modo», es decir, no un mero tener extrínseco, sino una manera de completar la propia humanidad.
Los primeros vestigios históricos manifiestan dos características humanas: el adorno y lo sagrado. En las cuevas de Lascaux, en Francia, se encuentran pinturas de bisontes (60,000 a.C.). Se han descubierto joyas y rostros coloreados con vistas a realizar ritos religiosos. No sólo aparecen utensilios para la caza, sino que éstos se adornan. El adorno surge desde el inicio de la civilización. La reflexión sobre la moda (modo) no está al margen del adorno. Cuestionar la apariencia es intentar ver más allá de ella: qué es el aparecer, qué oculta. Vivimos una época particularmente sensible a lo estético. Adorno y apariencia son cuestiones de primera importancia.
Desde el rock hasta el New Age manifiestan un retorno al ritmo natural. Entendiendo por natural lo primero, lo carente de logos. Se prefiere en estos círculos la danza y la magia a la ciencia y la técnica, es decir, a la razón.
Hoy, el lenguaje es poético. Es decir, hay una tendencia actual a conocer desde la sola apariencia y las emociones. Se prefiere lo misterioso y subjetivo; lo oculto, pero manifestado por una apariencia que remite a «algo más». Pero, ¿qué oculta el aparecer? La apariencia refiere a algo velado, mediato. Bajo esta óptica nos adentraremos en una reflexión sobre la moda.
Detrás de la apariencia
La moda, entendida como manifestación o mediatez, no es en soledad. Exige quién manifieste y quién desvele, por eso es eminentemente social. Un claro ejemplo es el fenómeno del hippie. Éste puede ser entendido desde la sola apariencia; el modo de vestir implicaba el rechazo al stablishment. Ropa étnica y telas artesanales, nada de trajes ni corbatas considerados como meros convencionalismos: cabellos sin cortar, ausencia de maquillaje en un deseo de quitar lo artificial —la máscara—. Un movimiento cuya apariencia remitía a sus principios.
Si bien es cierto que la moda es social, también lo es el deseo humano de un rostro, de una diferencia. Siguiendo con el ejemplo del hippismo: cuando las juventudes sin ideales ni protesta lo copiaron, ese modo de vestir se uniformó y cayó en el anonimato, en su disolución. Aquí reside su paradoja y riqueza: la moda es diferencia personal a la vez que consenso social. La diferencia es individual, el consenso, universal.
La íntima relación entre el carácter social-individual de la moda se aprecia con claridad en el fenómeno social de las celebraciones. Al vestir de blanco —que significa día—, la novia refiere y desoculta ante los otros su pureza y juventud. En los funerales, el negro —noche—, desoculta la rigidez y frialdad de la muerte por un color. El lenguaje corporal cambia según los ritos y celebraciones: lo negro en los funerales establece la pauta de una conducta y actitud: sobriedad, duelo; en las actuales fiestas juveniles, los jeans significan trato casual, comodidad de cuerpo y espíritu.
Por esta razón, algunos historiadores parten de la moda para sondear el espíritu de una época. Anatole France decía que si volviera a nacer en otro siglo y sólo pudiera tener un libro para descubrir la época, escogería una revista de moda para situarse. La moda busca tanto la integración a una comunidad como la diferenciación: identidad personal o identidad de un grupo.
Si la moda representa mediante el vestido, entonces la mera tela y su confección no es lo elegante, bello o verdadero. La elegancia se presenta como un logos que se manifiesta mediante la apariencia exterior. La moda y el carácter bello propios del vestido, implican mediatez, desocultamiento. He aquí lo importante: remiten a algo más allá de lo dado, aunque lo dado no pueda suprimirse.
A la moda le es propio manifestar belleza «en y mediante» lo aparente. Lo inmediato será aquello que no aparece y hacia lo cual nos remite lo dado. La moda es, en este sentido, desocultamiento corporal (sensual) del espíritu. Podemos afirmar que es síntesis de cuerpo y espíritu; de intimidad y exterioridad. Entendida así, convierte la apariencia y la fantasía en medios de manifestación del espíritu, de lo bello.
La moda también es síntesis en el tiempo, y por esto, necesariamente cambiante. Pero no consiste en un mero fluir dionisiaco y sensual cuya esencia sea el vértigo y la paradoja. Es siempre reformulación de un pasado: implica una creación libre e innovadora, a la vez que vuelve a traer algo desde el interior. La moda es una re-presentación, y supone experiencias pasadas. Al ser un plus añadido a lo dado, se convierte en juego innovador. En su incesante devenir, manifiesta la cultura de su tiempo, porque es la manifestación sensible y artificial del hombre en el tiempo.
Dimensión estética
La moda —como cualquier otra realidad— admite ser considerada bajo distintas ópticas. En nuestra época nadie dudaría de su importancia económica. Sin embargo, nuestro primer interés es situarnos en la dimensión estética, que supone partir de su manifestación plural y cambiante para «descubrir» su apariencia.
El adorno y el lujo nos sitúan en la perspectiva estética de la moda. El adorno carece de finalidad práctica, no supone algo útil; pretende realzar, destacar o poner de relieve lo ya dado. Es distinto del carácter medial de la técnica, que encuentra en la utilidad lo propio. Lo bello carece de valor útil; a nadie se le pregunta con qué finalidad utiliza una pulsera.
La moda ilumina, realza, porque manifiesta belleza —pulchrum—.Este carácter medial se puede expresar con la metáfora de la luz. Ésta —en palabras de Gadamer— no es algo en sí misma, sino aquello que permite que «otro» sea visto. Lo propio de la luz es iluminar. En este sentido, la belleza es luz porque es el brillo de la apariencia. Si la moda es apariencia y representación, el desocultamiento en su dimensión estética consiste en el brillo de «algo» que queda velado más allá del vestido. Así, crear la moda y vestirse, es un arte.
La apariencia estética consiste en cualidades sensibles, y precisamente por este carácter, resulta imposible definirla o conceptualizarla. El lenguaje peculiar de la moda no es discursivo, lo cual no significa que sea irracional, pues sus representaciones transmiten algo más allá de la imagen; es mensaje y testimonio de la subjetividad mediante la sola apariencia, su comunicación se da al establecer contacto con sentimientos y ánimos compartidos por la sociedad. Los acuerdos y presunciones varían según la cultura, pero hay un interés común en las personas que se re-encuentran en el íntimo reducto de su manifestación sensible y que les aporta, precisamente, un «sentido común». Este primer acuerdo —que es estético— puede ser elevado por convencionalismos o acuerdos de otro orden: moral, religioso o cultural.
La moda es siempre una apariencia que manifiesta o desvela algo. Como su significación no es conceptual, hay que descifrarla. El lenguaje estético de la moda es propiamente sensual. La apariencia no puede, de suyo, tener más que condiciones emocionales. Sin embargo, manifiesta una preferencia personal o social. La moda, en su dimensión estética, se presenta como la dimensión subjetiva de una colectividad en la que se establecen meros juicios de gusto a través de representaciones.
Cuestión de gusto
El gusto es la representación subjetiva de la apariencia, algo que no incluye concepto ni contenido alguno, sino que es referido en cuanto agradable o desagradable a la propia subjetividad personal, por eso «en gustos se rompen géneros» y cada quien cree tener «buen gusto». Esto nos lleva a comprender lo que ocurre en cada uno de nosotros al hablar de «gustos» y «preferencias estéticas».
Todos experimentamos la dificultad para establecer criterios en cuanto a gustos. La moda y las preferencias de cada quien son particulares, porque el gusto es una idea indeterminada que cobra significado sólo en la exposición individual de cada sujeto, de tal modo, que es esencialmente plural. Por esto, los franceses han creado infinidad de perfumes a lo largo del tiempo.
Lo inaudito de la moda es que intenta llegar de modo global a las preferencias personales de cada sujeto, como un intento de universalizar la facultad de gustar. Trabaja sobre cualidades sensibles y apariencias que han de agradar subjetivamente a un grupo social. Desde esta perspectiva, la moda aparece como un intento serio, pero paradójico. Pretende llegar a las representaciones subjetivas de cada uno —al parecer algo imposible— ya que la moda establece modelos y paradigmas que no pueden agotar el gusto personal de cada comunidad, por lo que sólo un «visionario» podrá encontrar una peculiar especie de sensus communis referido a cada subjetividad, y conectarlo o comunicarlo socialmente.
Entonces, la propedéutica de lo bello para la cuestión del gusto no estriba en preceptos o recetas, sino en la cultura y desarrollo del espíritu humano: un sentimiento de acuerdo o simpatía para poder manifestar racionalmente la interioridad, base de toda sociabilidad.
La propedéutica para este tono, al ser natural al hombre, no puede estar más que en el ejemplo, la aceptación de la dignidad de cada persona y el respeto que merece en cuanto espíritu. Si se rechaza su apariencia y se la encorseta en normatividades y preceptos, la persona no será capaz de avanzar en la propia dinámica que la configura. Se trata de reforzar la autoestima. Porque consiste en un acuerdo sensual del espíritu; conviene evitar el hueco énfasis en las meras formas y convencionalismos. Sólo hasta entonces aparece la inmediatez de lo que en la apariencia se oculta: el espíritu.
Afirmación exterior del espíritu
No cabe apariencia sin fundamento.En el hombre, la apariencia es espíritu. La moda es un modo de manifestación exterior del espíritu. Por ello, el cuerpo no es para el vestido, sino el vestido para el cuerpo.
El cuerpo humano no está finalizado. El oso polar, tiene determinado el cubriente necesario a su cuerpo para que se adapte a su hábitat natural. En cambio, en el cuerpo de las personas hay indeterminación. El vestido es para nosotros un «modo», es decir, no un mero tener extrínseco, sino una manera de completar la propia humanidad. Nos cubrimos porque nuestro cuerpo no está adaptado a las necesidades climatológicas ni a otras cuestiones interiores de nuestra racionalidad; nosotros hemos de adaptarlo.
La moda manifiesta sensible y corporalmente la interioridad. El adorno es natural en el ser humano, porque representa uno de los modos en que el espíritu se manifiesta finalizando lo corpóreo. También el modo de hablar, los gestos, los movimientos, el juego y el baile reflejan el modo en que nuestro espíritu se gesta.
Por esta razón, la moda adquiere especial relevancia en los jóvenes. Expresa la afirmación exterior del deseo interior del espíritu por afirmar su autonomía. Por la moda, el adolescente se expresa rebelde, como búsqueda incesante y todavía frágil de la propia identidad. La moda es exploración, novedad e incertidumbre. Sólo la reflexión autoconsciente de lo corpóreo le abrirá las puertas al «estilo personal» que ya implica carácter y autodominio.
En el joven, estar a la moda es la necesidad de ejercer y explorar una actividad que expresa el proceso interior de su propia historia y desarrollo. Por esta manera de estar de la juventud se descifra su ánimo y capacidad de ideales.
Suprimir la moda supone un racionalismo, un puritanismo que niega como propiamente humano el cuerpo. Por el contrario, si la absolutizamos, deviene pura exteriorización y el cuerpo se convierte en un accesorio para el vestido y no a la inversa.
Moda: juego del espíritu
Si consideramos a la persona humana como una dialéctica entre exterioridad e interioridad, se percibe que los juicios del gusto, aunque son de la apariencia sensible y de la imaginación, manifiestan un refinamiento del espíritu. Lo mismo ocurre para la estética de las «maneras» o «buenos modales». En este lenguaje corporal se manifiesta la sociabilidad de la persona y su autoestima.
El factor estético de la moda y el lenguaje corporal son ineludibles al ser humano, e implican pluralismo por la identidad personal. La moda es un modo de jugar del espíritu que representa la apertura de la persona. Por eso Tomás de Aquino dice que el arte no sólo imita a la naturaleza sino que la perfecciona y le aporta algo que ella, de suyo, no puede tener.
La vestimenta posmoderna de los jóvenes también manifiesta un espíritu. Los dibujos de las telas refieren a la naturaleza y los astros. Ésta es una época cósmica y mitológica. Modelos parisinos con maquillajes que asemejan panteras o leopardos, a la vez que perfumes como opio, veneno o animal, representan la afirmación de la sensualidad, el rescate del cuerpo y las emociones; algo que la modernidad había anulado. Aparece un acuerdo que suele asumir la diferencia olvidada.
Diferenciación y estilo
La aparente uniformidad en la moda no es homogeneidad, sino manifestación de una diferencia que establece rangos. La determinación y estereotipo actual de la moda aportan una apariencia «homogénea» y una «diferencia» personal. También el gran tlatoani azteca llevaba un vestido peculiar y su penacho medía mucho más que el de cualquier otro ciudadano. Del mismo modo, un mero listón coloreado de 30 centímetros marca la diferencia en los mexicanos entre la investidura presidencial y el resto de los mortales. Vestimos al muerto y le adornamos, aunque no signifique nada para él: el elemento estético es el medio que conduce a lo inmediato, su alma se dirige al más allá.
A través de la moda configuramos la armonía de nuestras propias diferencias. El vestido deja paso a la imagen. La estética del «vestido» y de las «maneras» proyecta socialmente nuestra interioridad. A través de ellas seducimos o alejamos al otro. Es la proyección del «pathos» que tiene como fundamento un «ethos» y un «logos». La moda es cambiante porque nunca es perfecta realización; cabe el reinvento, a la vez que cabe el ascenso o deterioro del espíritu.
Cuando el fluir de la moda y el vestido se asumen como propios, aparece el «estilo». El estilo se convierte entonces en algo «natural» al ser humano. Quien lo posee ha trascendido las meras emociones y apariencias para manifestar, con el cuerpo y sus cubrientes, la propia racionalidad. Aparece entonces la armonía y el equilibrio. Cuerpo, modales, movimientos y ropa están integrados. El uso adecuado levanta el espíritu.
El que descubre su propio estilo posee ya una identidad personal; ha aprendido a manifestarse dignamente. Aparece la virtud, que trabaja siempre con el cuerpo y no puede evadirlo. Tener estilo es tener temple personal frente a lo fluidizo de la moda. El estilo puede re-elaborarse, pero ha adquirido un tono humano más allá de la sola apariencia. Adquirir un estilo implica haber trabajado las emociones que, de suyo, son cambiantes.
El estilo en el vestir adecua proporcionalmente las acciones al cuerpo y al contexto social. Se sabe qué usar en cada ocasión. Se tiene intuición estética para no desfasar el adorno ni los movimientos. Ni se exhibe el cuerpo encorsetándolo a una tela ni se le deja suelto de tal modo que no aparezca. Se logra la justa medida en los movimientos.
La persona se ha reencontrado a sí misma situándose: es apertura e intimidad en una historia y sociedad concreta. El cuerpo se afirma como el propio yo y desvela su dignidad dando importancia a su cuidado, pero no absolutizándolo: se comprende que el cuerpo es por algo que lo unifica.
Dimensión antropológica de la moda
En la medida en que el vestido y el cuerpo se hacen uno se asumen como virtud. Pero, ¿cuál es la explicación para que esto sea posible?
El cuerpo y el espíritu dicen una relación trascendental en el ser humano. La importancia decisiva de esta unidad intrínseca de alma y cuerpo llevó a Tomás de Aquino a sostener que el alma unida al cuerpo es más perfecta que separada. Lo que hay, es una persona. De este modo las palabras (que manifiestan logos); los gestos (que manifiestan pathos); las manos (que manifiestan el alma y la inteligencia), y los movimientos (que reflejan carácter), son la misma persona articulada. Por eso, las caricias de una madre a su hijo no son sólo algo físico, manifiestan amor.
La dialéctica antropológica de la persona corpórea se establece aquí: en la medida en que el ser humano es capaz de poseer libremente lo ajeno por el espíritu, es también capaz de manifestarse exteriormente por lo corpóreo.
Vestirse implica hacer propio lo ajeno, poseer lo distinto, asumir lo cambiante como perenne, integrar armónicamente al cuerpo como propio yo. Considerar al cuerpo separado de la persona es una objetivación inválida. El cuerpo, al ser finalizado por el alma espiritual, no es objeto ni medio.
La posmodernidad ha acertado frente a la modernidad en querer afirmar y rescatar al cuerpo, pero lo ha hecho desde los presupuestos de la razón pura kantiana: solamente se conoce al cuerpo, pero no se le tiene como yo; se le objetiva intelectualmente y deviene objeto, medio, algo separado. Entonces el cuerpo ya no tiene una dignidad propia como sujeto. Por ello el cuerpo hoy se afirma, pero como «objeto de deseo» o «de uso indiscriminado».
Muy distinta es la visión del cuerpo de la filosofía tomista donde el cuerpo es personal, interioridad, disposición potencial del alma. «Gracias a mi corporalidad soy quien soy, puedo expresarme y actualizarme, puedo obrar el bien y el mal». El cuerpo es el sitio de mi subjetividad.
Existe una tendencia actual a aceptar el cuerpo como sometido por mi espíritu o como pura extensión. En cambio, la dimensión del ser personal entiende el cuerpo como vivificado por el alma. Si prescindimos de esta realidad, la moda y las maneras aparecen como algo elitista que sólo se adquiere por educación y cultura, pero que no tiene relevancia trascendental respecto del yo.
El ser personal es una sustancia individual de naturaleza racional. Con esto se implica que somos naturales, que estamos abiertos por el espíritu y somos libres. El ser personal es irrepetible (trans-específico). Somos sujetos: un «quien» —yo—, o un «otro de mí» —tú—. Hacerse «público» es perder la intimidad. Hay un nivel de prostitución previo al cobro por el sexo: exhibir el cuerpo es prostituir el ser personal. Al exhibirlo se convierte en pura exterioridad y «ha dado gato por liebre»; puso como externo y público algo que justamente no lo era. Una bajeza de manifestación del espíritu es la pérdida del pudor. Sin pudor la persona se queda vacía; ha puesto todo afuera. La desvergüenza está en negarse a sí mismo. La persona completa, el yo, se disuelve en anonimato cuando no reserva nada de intimidad. El pudor, bien entendido, es la tutela de la persona: su indivisibilidad.
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