Marco Legal / Matrimonio
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Reflexiones en torno al matrimonio a la luz del derecho natural
IV. Matrimonio y Persona Humana.
Javier Hervada

Ley natural y espontaneidad del amor.
25. Entre los diversos problemas que la mentalidad moderna plantea con respecto al matrimonio hay dos de ellos que son de especial interés para la ciencia del Derecho Natural. Ambos se relacionan con la ley natural y tienen como base el deseo de autenticidad.
La primera de estas cuestiones se resume en la posible contraposición entre amor y ley natural. ¿Cuál es la regla de la vida matrimonial, la ley natural o los impulsos del amor? El segundo problema podríamos describirlo brevemente con otra pregunta: ¿ es el matrimonio una institución que está reglada por la naturaleza humana, o debe ser más bien dejada a la autonomía de la persona?
Comenzando con el primero de los temas enunciados, parece oportuno exponer con más detalle algunas orientaciones actuales, que han planteado la cuestión con gran crudeza. Se trata de tendencias que proclaman la autenticidad como uno de los fundamentos de la actuación del hombre. La autenticidad estaría en la espontaneidad del amor, en el libre fluir de la relación amorosa, frente a la inautenticidad representada por toda ley, incluso la ley natural, que, propiamente, sería el producto cultural de una mentalidad «instalada» y «alienante».
Tales tendencias parten de la base de que el hombre es auténtico cuando sigue la inclinación espontánea que encuentra en sí, porque toda inclinación es «natural», conforme a su ser: niegan, por lo tanto, que la persona pueda tener un desorden en sus inclinaciones naturales, es decir, que pueda tener tendencias moralmente desordenadas. Con ello se excluye que algo que el hombre siente en sí, como inclinación grabada en su ser, pueda ser un desorden. El desorden no existe, porque no hay bien ni mal morales en el hombre; lo que hay es simplemente su ser, que debe ser asumido tal cual es. En eso consiste la autenticidad.
Borradas las barreras entre ley natural e inclinación desordenada, la espontaneidad del amor aparece como la regla de la acción. El mal está en el obrar sin amor. Aplicado este criterio al amor conyugal, la conclusión es clara. Lo auténticamente humano, lo libre de desorden, es que la espontaneidad del amor sea lo que guíe la relación varón-mujer. Mientras haya amor no hay desorden. ¿El matrimonio?, ¿la ley natural? Frutos de la mentalidad grecorromana, productos burgueses; o, en el mejor de los casos, término final del amor entre varón y mujer, cuando ha alcanzado una cierta estabilidad y madurez.
En otros casos, tal línea de pensamiento se repudia, pero sin librarse de algunas de sus consecuencias. De ahí que, sin llegar a tales extremos, se haya hecho frecuente en algunos ambientes pensar que es posible establecer una cierta dialéctica o contraposición entre las exigencias del amor conyugal y la ley natural. Parece como si las exigencias del amor fuesen difícilmente compaginables con la ley natural. Nace, entonces, la pregunta, ¿puede haber tal contraposición entre el amor conyugal y la ley natural que da origen al matrimonio y regula la vida conyugal?


En realidad tales posturas representan una parcela del tema más amplio de las relaciones entre amor y ley. Si el amor es la fuente creadora de toda decisión humana y el centro de la existencia, ¿no será el amor la más elevada regla del vivir del hombre, el principio supremo de orden, en lugar de la ley?
No faltan modos de decir usados por preclaros autores, de cuya rectitud y sabiduría no es lícito dudar, que parecen abonar una respuesta afirmativa a esta última pregunta. De todos es conocida la audaz afirmación de San Agustín: «Ama y haz lo que quieras». ¿No parece ese «haz lo que quieras» una liberación de la ley? Hacer lo que uno quiere, ¿no equivale a desprenderse de toda norma impuesta, de toda imposición que venga desde fuera de uno mismo? Según esto, podría concluirse que el amor es fuente originaria de orden, porque es, para el hombre, la norma más elevada de acción.
Por otra parte, existen razones de sobra para comprender que no es posible, ni contraponer amor y ley natural, ni entender que el amor sea una regla suprema cuyo seguimiento libere de la ley natural.


Una afirmación incidental de Pieper, en su libro sobre El Amor, nos puede introducir en el camino de nuestras reflexiones: «El amor -escribe- y sólo el amor, es lo que tiene que estar en orden para que todo el hombre lo esté, y sea bueno» (220).
Fijémonos en el matiz: el amor tiene que estar en orden. Según el amor esté o no ordenado, el vivir del hombre será recto o desordenado. Ya lo decía San Agustín muchos siglos antes: «Todos viven de su amor, hacia el bien o hacia el mal» (221).
Es el mismo San Agustín quien en La Ciudad de Dios plantea su famosa teoría de los dos amores: «Dos amores fundaron, pues, dos ciudades, a saber: el amor propio hasta el desprecio de Dios, la terrena, y el amor de Dios hasta el desprecio de sí mismo, la celestial» (222).
Hablando con propiedad de lenguaje, no es que haya dos amores, visto el tema desde la perspectiva en que estamos situados. Hay un solo amor, pero este amor puede ser ordenado o desordenado, virtuoso o vicioso. Por eso, aunque es habitual que, al hablar del amor, se sobreentienda el amor ordenado, cuando se quiere dejar inequívocamente claro que uno se refiere al amor ordenado, se suele añadir un adjetivo: verdadero, auténtico, ordenado, genuino, etc.
Hay, decía, un solo amor. En efecto, el amor no es otra cosa que el primer movimiento de la voluntad en cuanto, de modo concreto, se orienta y adhiere intencionalmente al objeto amado. En otras palabras, es el primer movimiento de la inclinación al bien, grabada en la naturaleza, en el corazón del hombre. Lo que ocurre es que, junto al amor verdadero hay un amor falso, junto al amor ordenado hay un amor desordenado, junto al amor virtuoso hay un amor vicioso. ¿Por qué? Porque el hombre tiene en sí un factor de desorden en su inclinación al bien, de modo que, además de la ley natural, tiene también la inclinación al mal (la concupiscencia), que se le aparece con ropaje de un cierto bien. Si el amor es el primer movimiento de la voluntad, la apertura primaria de la voluntad en cuanto se inclina al bien, cuando esta inclinación está desordenada, el amor nace desordenado. El amor nace ordenado o desordenado según un orden o desorden fundamental de la persona. Y es lógico que así sea: el amor es acto, actualización de la voluntad, que depende, por ser acto, de la potencia (de la voluntad). Según el orden fundamental de la voluntad, así será el orden del amor que de ella nace.
La conclusión que de esto se deduce es clara: no porque haya amor, hay ya una conducta recta. Sin la idea de orden, el amor se falsea y se degrada, como se falsea y se degrada la conducta humana (223).


El amor en sí no mide originalmente el obrar humano. La espontaneidad del amor no es fuente primaria del orden, porque el amor es una realidad medida, ordenada, por un criterio distinto al de su espontaneidad. Sólo en un momento posterior, cuando hablamos de un amor ordenado, entonces sí que el amor es la ley -y ley suprema- del vivir y del obrar del hombre. Entonces sí que adquiere toda su validez el «ama y haz lo que quieras» de San Agustín. Entonces sí que el amor resume y compendia todos los preceptos de la ley natural (Cfr. Math 22, 36-40).
Llegados a este punto, se impone responder a una pregunta, que nace de cuanto acabamos de decir. ¿Cuál es el orden del amor? Hace siglos el tantas veces citado San Agustín escribió una definición de la virtud especialmente significativa para responder a la pregunta que nos acabamos de hacer: «Virtus ordo est amoris» (224). La virtud es el orden del amor. Para nuestro objeto podemos invertir el orden de la frase sin alterar su sentido y tendremos la respuesta que buscamos: el orden del amor es la virtud.
Ahora bien, las virtudes morales, que son las que nos interesan aquí, representan fundamentalmente la adecuación de la voluntad a los dictados de la recta razón, esto es, la adecuación a la ley natural. El orden del amor es, en consecuencia, la ley natural.
Decíamos antes que el amor es el primer movimiento de la inclinación al bien, grabada en la naturaleza, en el corazón del hombre. Pero la inclinación al bien -a los distintos bienes-, grabada en la naturaleza del hombre, no es otra cosa que la ley natural. Es obvio, por lo tanto, no sólo que el amor es de ley natural, sino que la ley natural es el orden del amor. Y porque la ley natural es el orden del amor, los preceptos de ley natural representan explicitaciones de la recta dinámica del amor (Cfr. Rom 13,8-10).
Apliquemos esto al amor conyugal. ¿ Cuál será, podemos preguntarnos, el orden del amor conyugal? Es claro que este orden estará representado por todas aquellas virtudes que son comunes a cualquier amor. Siendo, sin embargo, el amor conyugal un amor específico, hay también una virtud específica que lo ordena en razón de sus peculiaridades. El orden específico del amor conyugal es la virtud de la castidad.
Sin entrar en cuestiones morales que no son del caso, cabe señalar que esta virtud se refleja en un orden objetivo del matrimonio y del amor conyugal, representado por los que tradicionalmente se han llamado los tres bienes del matrimonio: la ordenación a la prole, la fidelidad y la indisolubilidad. El amor entre el varón y la mujer es honesto y verdaderamente conyugal, cuando los esposos se aman con un amor indisolublemente fiel y cuando lo ponen al servicio de la procreación y educación de los hijos.


Por eso los tres bienes citados no son una limitación o represión: son amor, lo que ordena y ennoblece el amor conyugal, más exactamente. Parafraseando el pasaje de San Agustín antes citado, podríamos decir que dos amores hicieron dos uniones entre el varón y la mujer; el amor casto hasta el olvido de sí hizo el matrimonio; el amor deshonesto hasta el olvido del otro engendró la unión extramatrimonial.
Hasta ahora hemos visto el tema sobre el que estamos reflexionando desde la perspectiva interna de la persona. Hemos llegado a la conclusión de que el amor de una persona nace ordenado o desordenado según esté ordenada o no su voluntad por una orientación fundamental hacia el bien real, es decir, por la virtud. Es preciso, ahora, que nos situemos en otro plano, en el de la relación entre el sujeto que ama y el objeto amado, entre las personas que se aman.
También desde esta perspectiva llegamos a la misma conclusión a la que hemos llegado antes. En efecto, las relaciones del hombre con los demás hombres y con el resto de los seres creados se funda en unas relaciones ontológicas objetivas, que tienen un orden inherente a ellas. Este orden es un orden objetivo, fundado en la posición respectiva de los seres entre sí.
La relación entre los padres y los hijos, por ejemplo, es ante todo una relación ontológica, derivada de la generación. No es el amor el que constituye a alguien en padre o madre naturales de su hijo, sino el hecho de la generación. Tampoco es el amor el que da origen al deber de criar y educar a los hijos, ni al deber de respeto y obediencia de los hijos a sus padres. Lo que engendra esos deberes es el hecho mismo de la generación. Y así, cuando una madre desamorada abandona a sus hijos y hace caso omiso de sus deberes, no decimos que obra rectamente, porque no habiendo amor, es natural que los abandone; decimos que es una madre desnaturalizada, que incumple sus deberes. Quienes engendraron al hijo están obligados a criarlo y a educarlo. Hay entre los padres y el hijo una relación ontológica que da origen a unos deberes y unos derechos.
Las relaciones entre personas tienen una dimensión objetiva, en donde radica una objetiva ordenación del comportamiento recíproco. Esta objetividad y no los espontáneos dictados del amor son la regla primera y fundamental del trato mutuo. Por ejemplo, el dueño de un animal enfermo, de difícil curación y con agudos sufrimientos, no obra mal si, por compasión, quita la vida al animal. ¿Puede hacer lo mismo el padre con el hijo, el esposo con la esposa, el amigo con el amigo, si así se lo dicta su compasión, que es un efecto del amor? ¿Podría alguien por amor obligar a su amigo a bautizarse, o a casarse con determinada persona? Evidentemente no, las relaciones entre personas tienen unas exigencias de justicia (y en primer término están los derechos fundamentales de la persona), que no existen en el caso de las relaciones entre los hombres y los animales.
El amor no rompe esas exigencias; el hecho de existir amor no cambia estas relaciones ontológicas objetivas, que se mantienen tal cual son, con todas sus exigencias. Es más, el amor verdadero comprende que estas exigencias derivan de la dignidad de la persona, por lo cual las asume y perfecciona.
Este orden objetivo entre las personas es el Derecho natural, en cuanto se manifiesta en exigencias de justicia, y la normatividad que constituye su regla es la ley natural. Luego, también desde este punto de vista, la ley natural se manifiesta como aquel orden previo, por el cual el amor es ordenado o desordenado. También, desde esta perspectiva, el amor nos aparece, no como regla primera, sino como realidad reglada. Es cierto que el amor sobrepasa las leyes, pero sobrepasar las leyes -observa Rafael Gómez Pérez (225)- no significa, como es obvio, incumplirlas, sino cumplirlas sobreabundantemente, realizar lo debido, y más en beneficio de todos.
El amor conyugal no es ninguna excepción. Nace en el seno de una relación natural, dada por la naturaleza, y que responde a una estructura accidental de la persona humana, en cuya virtud cada hombre es varón y mujer. Existe por naturaleza una ordenación mutua, en función de unas necesidades y finalidades de la especie, en cuya virtud hay entre el varón y la mujer una mutua atracción. Es este sustrato natural el supuesto previo en cuyo seno nace el amor conyugal entre un varón y una mujer concretos.
La unión varón-mujer -el matrimonio- responde a una estructura natural del ser humano; no es un invento de los hombres, sino el resultado de una preexistente ordenación por naturaleza de la mujer hacia el varón y viceversa. Responde, por lo tanto, a la ley natural.


El matrimonio es el desarrollo, normal y adecuado, de la permanente e invariada tendencia o inclinación natural de la persona humana a la unión varón-mujer en orden a la procreación de los hijos, conforme a las exigencias de orden que son inherentes a esa tendencia. Ese orden objetivo se resume en los tres bienes del matrimonio antes citados y dimana de las finalidades de la unión, de acuerdo con la condición de personas que es propia de los cónyuges.
La inclinación natural a la que acabamos de referirnos es la ley natural sobre el matrimonio, a tenor de la definición que Santo Tomás de Aquino da de esa ley: «la inclinación natural hacia los actos y fines que le son propios» (226), que son propios del hombre, de la criatura racional. La inclinación del varón y de la mujer hacia su unión tiene, en consecuencia, un orden inherente, impreso en la naturaleza humana, cuyo seguimiento conduce al matrimonio a su plenitud y cuyo incumplimiento impide que esa perfección se alcance.
Con ello quiere decirse, entre otras cosas, que el varón y la mujer se presentan en su mutua relación como personas humanas, con toda la dignidad propia del hombre, y, por lo tanto, que hay una serie de exigencias de justicia que presiden su relación y que el amor mutuo debe asumir.
Hay, en efecto, que partir del hecho fundamental de que el hombre es persona y por ello es un ser dotado de dignidad. Con esta expresión se quiere manifestar que el hombre se presenta ante sí mismo y ante los demás, no como una cosa o como un objeto inanes, sino como portador de valores y respetabilidad, como portador de derechos y deberes inherentes a su condición de persona.
Esto tiene una importante consecuencia. La estructura del ser humano orientada a la unión varón-mujer se presenta como un valor de la persona, cuyo respeto es exigencia de la propia dignidad humana. Lo que llamamos ley natural no es una especie de imposición extraña que limite las casi infinitas posibilidades de la humana libertad. Por el contrario, es expresión de la dignidad y del valor de la persona humana, que se manifiesta tal cual es a través de ella. Hablar de ley natural es hablar de exigencias de la dignidad de la persona y de su adecuado desenvolvimiento. Exigencias de la persona ante Dios y consigo misma (deber de orden moral), pero también frente al otro y ante él como deber de justicia.
De este modo, las citadas exigencias aparecen como el fundamento de la autenticidad de la persona en la esfera de la relación varón-mujer. La persona, siguiéndolas, obra en conformidad a su estructura personal y como efecto de la fidelidad a Dios y a sí misma y como fruto de la justicia con el otro. El desorden entraña siempre una inautenticidad y, en su caso, una radical injusticia. Ni alteraría su carácter injusto el eventual consentimiento del otro, por cuanto las exigencias de justicia que nacen de la dignidad de la persona no dependen de la voluntad del sujeto en el que radican.
El amor conyugal auténtico, aquel que es total y pleno, asume la ley natural, porque ama al otro como persona y es consciente de su dignidad. No sólo no rehúye lo que es justo, sino que ama la justicia como orden de su mutua unión.
Es, pues, conclusión cierta, que la ley natural es el orden del amor conyugal. De donde se deduce que no puede haber disociación entre la ley natural y las exigencias del amor conyugal. Bien claro lo dice el n. S 1 de la const. Gaudium et spes, refiriéndose al tema concreto de la transmisión de la vida: «...La Iglesia recuerda que no puede haber verdadera contradicción entre las leyes divinas y aquellas que favorecen un auténtico amor conyugal».
Y es que, en definitiva, el verdadero amor busca lo mismo que la ley natural. La madre hace por amor al hijo lo mismo que le dicta la ley natural: alimentarle, cuidarle, educarle. El verdadero amor busca el bien, lo mismo que la ley natural. Por eso, el auténtico amor conyugal y la ley natural que regula el matrimonio, buscan y quieren los mismos bienes.

Ley natural y matrimonio.
26. El segundo tema de los enunciados -¿es el matrimonio una institución que está ordenada por la naturaleza humana, o debe ser más bien dejada a la autonomía de la persona?-, surge a tenor de ciertas corrientes, cuyo rasgo común es un personalismo excesivo. Para tales corrientes, la autonomía del hombre es un valor absoluto -es decir, no limitado-, y la autenticidad se manifiesta, sobre todo, en la espontaneidad. Reduciendo a una serie de preguntas las tesis mantenidas por los seguidores de tales posturas, podríamos resumirlas así: ¿No hay una libertad en la búsqueda de nuevas fórmulas para la relación varón-mujer? ¿Por qué sujetarse al matrimonio tradicional, al que califican de burgués? Dado su carácter personalísimo, ¿por qué no se deja la plasmación de tales relaciones a la imaginación y a la energía singular de cada pareja, en lugar de definir social e institucionalmente lo que es el matrimonio? ¿No representa esto un inaceptable ataque a la libertad personal y al libre despliegue de los sentimientos?
Lo primero que se constata fácilmente en tales opiniones es la desaparición de un factor, que es el que se quiere poner de relieve al calificar al matrimonio de institución natural. Este factor es el de naturaleza. En lugar del concepto de naturaleza humana aparece, por un lado, el concepto de persona y, por otro lado, el de estructura social.
Cuando al hombre se le aplica la noción de persona y se le despoja de la noción de naturaleza, desaparece automáticamente toda posibilidad de hablar de un orden objetivo, porque es la naturaleza lo que es capaz de ser norma de conducta; no la persona considerada como pura existencia. Por eso el orden grabado en el ser del hombre es denominado Derecho natural y no Derecho personal o de la persona. La persona es sujeto de derechos subjetivos y de deberes, pero -sin considerar su naturaleza- no es ley o norma.
En este supuesto -cuando al hombre se le despoja del factor naturaleza-, la ley o norma no puede ser otra cosa que una estructura social impuesta, el resultado de una fuerza social organizada. Y si esto fuese verdad, lo sería igualmente que el varón y la mujer podrían plasmar sus relaciones en una multiplicidad de fórmulas, que irían desde el matrimonio uno e indisoluble, hasta la poligamia o el encuentro pasajero. Calificar de inmorales las formas no coincidentes con el matrimonio, sería solamente una calificación social convenida, esto es, convencional.
La cosa cambia de todo punto, cuando se parte de la noción de naturaleza. Con ella se quiere expresar que el hombre no es pura existencia, un simple devenir, sino que el vivir y el obrar humanos son consecuencia de un ser estructurado, de una esencia que es principio de operación. Esta esencia, como principio de operación, es la naturaleza, elemento común a todo hombre. «La noción de naturaleza humana -ha escrito J. M. Auber (227)- quiere simplemente expresar lo que constituye al hombre en su totalidad, insistiendo sobre lo que lo especifica, lo hace diferente de los otros seres y lo constituye en dignidad, especie de fondo común que se descubre a través de todos los actos de todos los hombres». En otras palabras, la persona humana tiene una estructura óntica determinada. Y decir que el hombre tiene una estructura óntica determinada, equivale a afirmar que tiene una conformación y unas disposiciones determinadas, reguladas de acuerdo con un orden impreso por Dios en la naturaleza humana.
La persona, en cambio, es la realización individual y concreta de la naturaleza humana, y por este título resume y manifiesta en el ser humano que constituye, las exigencias y finalidad de tal naturaleza, es decir, la ley natural. En otros términos, es el soporte, el sujeto de los derechos y deberes que emanan de la naturaleza humana.
La estructura jurídica (tanto la que integra la esencia del matrimonio, como el conjunto de exigencias que ordenan el desarrollo de la vida conyugal) es una dimensión inherente al matrimonio considerado en su compleja totalidad. Es la manifestación jurídica de unas realidades personales –propias de la persona humana- que, por serlo, se presentan como exigencias naturales a un modo típico de desenvolvimiento de una personalidad ante otra personalidad. Son las exigencias intrínsecas a la dinámica del verdadero amor conyugal que, por ser personal -propio de una persona- y referirse a otra persona, se vierte en relaciones de solidaridad, fidelidad y responsabilidad mutuas. Relaciones que, en la medida en que se dan entre dos personas y comportan inexcusabilidad y exigencia (la personalidad es exigente ante los demás) son relaciones de justicia, conceptuables como relaciones jurídicas.
En otras palabras, la dinámica del amor conyugal no es un puro hecho, un mero acontecer basado en instancias psíquicas o sentimentales imprevisibles, que se imponen a la persona o se generan en ella por el incontrolable juego de fuerzas naturales (228). La dinámica del amor conyugal es la dinámica de la persona que ama, transcendida -como vida personal que es- de voluntad, libertad y responsabilidad; el amor conyugal verdadero es un aspecto del amor de la persona, movimiento de la potencia voluntaria, cuyo dinamismo -fundado en la responsabilidad, en la libertad y en el propio dominio (no hay responsabilidad, como decía con palabras de Scheeben, si no hay dominio; en eso se distingue la persona de los demás supposita) no es un puro hecho sino un deber-ser (229). Y en ese deber-ser se funda la relación jurídica. Esta dimensión de responsabilidad voluntaria, trascendida de deber-ser, de tal modo es inherente a la dinámica del amor, que, cuando falta, cuando es sólo hecho, ese dinamismo se corrompe y engendra formas aberrantes, aún cuando tengan una apariencia semejante con el dinamismo del verdadero amor conyugal. Formas aberrantes, corrompidas en su misma raíz (230).
La persona humana tiene una estructura óntica (naturaleza) determinada. El hombre, cada hombre, no se da a sí mismo su propio ser, no sólo porque no opera él su paso a la existencia, sino también porque la estructura de su ser le es dada. El hombre jamás es pura existencia, sino que siempre es totalmente naturaleza. Y de igual modo que, en cuanto individuo, siempre es expresión y realización de un universal esencial, así su libre decisión histórica, en la que se realiza a sí mismo, jamás está determinada sólo por una ética de situación meramente formal, sino por leyes e imperativos de esa naturaleza, dada de antemano y constantemente presente y ofrecida a su libre realización (obtención de los fines a los que ha sido llamado como plenitud de su ser). De tal modo que, si se da una decisión falsa, es decir, dirigida contra esa naturaleza y sus estructuras, la persona sufre necesariamente una contradicción interna. Este hecho revela el sentido más radical de la libertad del hombre y de su responsabilidad. El hombre es libre y responsable en la medida en que, poseyéndose, es capaz de ser fiel a sí mismo (a su ser recibido). En este orden de ideas, ha de afirmarse que las exigencias de la persona ante sí misma (debe-ser) y ante los demás (su derecho a desarrollarse y a ser tratada como persona) tienen un último fundamento divino. Sin embargo tales exigencias no son meros mandatos extrínsecos, a modo de código o ley que se imponen extrínsecamente. Son manifestaciones de la Voluntad divina, pero grabadas -inherentes- en el ser del hombre como exigencia de su propia ontología; a la persona le ha sido dado un ser exigente, un ser que ha de alcanzar su perfección (deber-ser). Por lo mismo, el deber-ser de la persona -en tanto la relación con Dios es permanente y viva- es un deber-ser que dice relación a Dios (en su dimensión más profunda, más íntima y más radical es un deber-ser ante Dios y en relación a él), pero que es también inherente a su misma condición ontológica creada. No debe olvidarse en este punto que la creación es, primariamente, producto de una bondad que desea comunicarse, lo mismo como ser que como bien. Por eso, la creación de la persona representa la donación por Dios de un ser bueno llamado -en virtud de su apertura óntica a ser- a poseerse y a realizarse en el bien. Se trata, pues, de un deber-ser inherente a la propia condición y dignidad ónticas de la persona. Por eso la ley natural está impresa en el corazón del hombre, no sólo como conocimiento, sino también como apertura ontológica (exigencia) del ser personal y como consecuencia del propio ser.
Decir que el hombre tiene una estructura óntica determinada equivale a afirmar que tiene una conformación y una disposición determinadas. Un aspecto de esa estructura del ser humano es la dimensión sexual y su ordenación a la integración del hombre y de la mujer en el matrimonio. Esto es lo que significa decir que el matrimonio responde a una ley natural. Con esta expresión se pone de relieve que Dios, al crear al hombre, ha estructurado ónticamente su ser de tal suerte que el matrimonio forma parte de su dinamismo personal, de su horizonte vital.
Esta estructuración óntica se plasma: a) en que cada hombre está constituido naturalmente en varón y mujer; b) en la mutua y natural atracción del varón y la mujer; c) como consecuencia de lo anterior, en la tendencia o impulso natural a unirse en matrimonio. Esta estructuración óntica recibe en filosofía el nombre de inclinatio (en cuanto que es dinámica) y no debe confundirse con el instinto o libido que es sólo la manifestación de orden sensitivo de la atracción entre varón y mujer. La inclinatio al matrimonio está impresa en el ser humano, esto es, abarca tanto el orden vegetativo y sensitivo como el espiritual y racional del hombre.
No se agota con lo dicho toda la realidad de la inclinatio natural. A esto hay que añadir que la naturaleza humana está estructurada de tal manera que el desenvolvimiento del matrimonio obedece a unas potencias naturales -naturalmente reguladas-, esto es, a unas fuerzas físicas y espirituales preestructuradas del ser humano, cuyo seguimiento -por su propia y natural configuración- conduce al matrimonio a su plenitud, y cuyo incumplimiento impide que se alcance. También este orden abarca la totalidad de la persona humana: plano vegetativo, sensitivo y racional.
Al reflejo racional de toda esta estructura óntica corresponde un dictamen de la recta razón natural que, conociendo por connaturalidad y reflexión esta realidad (instancia personal), impulsa al hombre al matrimonio y guía su desenvolvimiento conforme al orden natural (231).
A todo lo dicho hasta ahora hay que añadir el principio de finalidad. La institución del matrimonio, como la misma creación del hombre y del mundo en general, responde a una finalidad. El matrimonio ha sido instituido para alcanzar unos fines determinados, pensados y queridos por Dios. Estos fines están presentes en la naturaleza humana de dos modos: como principios dinámicos -potencias naturalmente ordenadas, tendencia asimismo ordenada- y como bienes cuya consecución enriquece la personalidad del hombre. En este sentido, el orden al que hacíamos referencia antes no es otra cosa que la natural y preestablecida ordenación de la inclinatio hacia estos fines, según el propio modo de ser de esa inclinatio.
El dinamismo matrimonial, como acabamos de ver, forma parte de la estructura óntica del hombre, es un desarrollo del ser mismo del hombre, como respuesta a la apertura a ser. En este sentido es también un deber-ser (un orden exigente).
Respondiendo el matrimonio a una estructura óntica, a un constitutivo del ser humano (la inclinatio natural), la estructura jurídica del matrimonio está determinada por las exigencias inherentes a dicha estructura óntica (lex naturae). Esto es, la inclinatio natural, puesto que es estructura del ser humano y de su tendencia a los fines que constituyen su perfección, se presenta como exigente, se manifiesta como exigencias de la persona y de su desenvolvimiento en el marco de la sexualidad. Exigencias de la persona con Dios y consigo misma (deber-ser de orden moral), pero también frente a los demás y, particularmente, en relación con el propio cónyuge y ante él. Y en la medida en que las exigencias innatas de la estructura óntica personal se presentan ante los demás como exigencias de justicia, la conformidad con la inclinatio natural que es la base del matrimonio se revela ante el otro cónyuge como exigencia de justicia, como deber-ser de naturaleza jurídica. Hay, pues, una estructura jurídica en el matrimonio (una lex matrimonii con dimensión jurídica), pero esa estructura es la dimensión jurídica de la estructura de la persona humana en cuanto poseedora de una inclinatio natural (estructura óntica) (232).
Las consideraciones anteriores llevan implícita una clara consecuencia. El matrimonio no es una institución jurídico-social en cuyo interior se legitime el desarrollo de la sexualidad. El matrimonio, por el contrario, es el desarrollo de la inclinatio natural, el desarrollo mismo de la sexualidad conforme a la estructura ontológica de la persona humana, conforme a la naturaleza personal del hombre. Es la realización de la persona humana (su recto desenvolvimiento) en el orden de la sexualidad, en cuanto ésta se orienta a la unión con el sexo opuesto (233).

Matrimonio y Derecho positivo.
27. Para terminar este apartado podemos preguntarnos: ¿cuál es la función del Derecho positivo humano respecto del matrimonio? Más exactamente, ¿ qué representa un sistema legal matrimonial, como el que se encuentra en los Códigos civiles o en leyes especiales de tantos Estados?
La dimensión jurídica del matrimonio es una dimensión de justicia inherente a la propia estructura óntica de la naturaleza humana. El matrimonio no se limita sólo a tener un fundamento de Derecho natural. No es como tantas otras instituciones que se fundan en el Derecho natural, sin ser en realidad más que modos humanos acordes con ese Derecho, e incluso en el sentido de ser formas históricas -por lo tanto humanas- que derivan inmediatamente de él, como única forma conocida y posible en la práctica -dentro de un contexto histórico y cultural determinado- de aplicarlo. No, el matrimonio no es una forma histórica de aparición de una tendencia natural, ni una institución humana, resultado de una inmediata concreción de la ley natural (234). Su estructura jurídica primaria y nuclear no recibe ninguna fuerza de las fuentes humanas del Derecho, ni tampoco una forma histórica operada por las fuerzas que estructuran la sociedad (235). El matrimonio es el desarrollo normal y adecuado de la permanente e invariada tendencia de la persona humana a la unión con persona de otro sexo (236), de acuerdo con las exigencias de justicia que son inherentes a esa tendencia.
Según lo que acabo de decir, la estructura jurídica matrimonial no reside primariamente en el sistema legal, sino en las personas, en cuanto ellas son el sujeto del Derecho natural (grabado en la naturaleza de todo hombre). La dimensión jurídica del matrimonio es un prius -es anterior- a cualquier sistema legal concreto. La legislación positiva no da origen al matrimonio, ni de ella recibe la fuerza su dimensión jurídica. Los «sistemas matrimoniales», o legislación positiva del matrimonio dentro de un ordenamiento jurídico concreto, se limitan a ser «sistemas de formalización» (237) de la estructura jurídica del matrimonio y de su celebración. En cuanto sistemas de formalización regulan y ordenan el matrimonio y el ius connubii de los contrayentes, incluso con requisitos ad validitatem, pero sin sobrepasar esos límites; esto es, formalizan (regulan, ordenan), pero no crean el matrimonio ni su juridicidad.
En relación con el tema de la formalización -de los sistemas legales sobre el matrimonio- es preciso delimitar el ámbito de su incidencia sobre la materia matrimonial. La formalización se ciñe a aquellos aspectos del matrimonio que son capaces de ser objeto de ordenación y regulación por la autoridad social. Quedan fuera aquellos aspectos del matrimonio que, aún siendo propia y verdaderamente jurídicos, pertenecen a la autonomía de la persona, lo mismo contemplada como contrayente que como cónyuge. Asimismo quedan fuera de la posible formalización aquellos aspectos jurídicos que, perteneciendo al núcleo de Derecho natural, se presentan como completos.
De acuerdo con esto, los «sistemas matrimoniales» comprenden: a) Las normas que regulan el pacto conyugal en lo que se refiere a sus requisitos formales, a la capacidad y a la legitimación de los contrayentes; b) la ordenación de los vicios y defectos de la voluntad, la eficacia de los factores volitivos añadidos al consentimiento matrimonial y la defensa de la libertad de los contrayentes; e) la separación de los cónyuges y las causas de nulidad; d) la eficacia del matrimonio contraído en orden a las demás relaciones y situaciones jurídicas reguladas por el ordenamiento jurídico concreto. Todo ello, por supuesto, de acuerdo con la naturaleza y esencia del matrimonio.
En cambio, quedan fuera de la posible formalización: la esencia del matrimonio, las propiedades esenciales, los fines, el contenido de la relación matrimonial, el desarrollo de la vida conyugal, la esencia del pacto conyugal, etc.
De ello se deduce que las fórmulas legales con que un ordenamiento plasma el conocimiento que en un momento histórico determinado se tenga de las materias matrimoniales no formalizables, no deben ser interpretadas con un valor absoluto, es decir, de tal manera que se entiendan como configuraciones legales del matrimonio dotadas de un valor instituyente. El ordenamiento jurídico de creación humana carece de fuerza instituyente respecto a los aspectos del matrimonio señalados como no formalizables.
Podría ocurrir que un legislador pretendiese dar esa fuerza instituyente, por ejemplo, a una definición de matrimonio. Esta pretensión, por exceder de la competencia del legislador, carecería de fuerza vinculante. Quien bajo el imperio de esa ley desease contraer matrimonio -el único y verdadero matrimonio-, lo contraería, no según la definición legal, sino según está instituido en la naturaleza humana. El posible contraste entre la definición legal y el matrimonio, según está instituido naturalmente, sólo podría tener eficacia por vía de vicio del consentimiento -es decir, como factor de nulidad- siempre que un contrayente -o los dos- de tal manera quisiesen contraer matrimonio según la configuración legal, que excluyesen positivamente el único y verdadero matrimonio. En cambio, nunca tendrá la definición legal la fuerza de instituir un matrimonio «deforme», esto es, con rasgos contrarios e insuficientes respecto al único y verdadero matrimonio; la definición legal no afecta para nada -salvo indirectamente en cuanto puede dar origen a un vicio de consentimiento- a la fuerza creadora del pacto conyugal.
Por lo que atañe a aquellos aspectos del matrimonio que, siendo formalizables, están en relación directa con el ius connubii (capacidad, legitimación, requisitos formales, etc.), hay que añadir que la autoridad social sólo tiene un poder limitado de intervención. Contraer matrimonio es un derecho fundamental de todo hombre, a la vez que representa un acto de disposición personalísimo, en relación a la propia persona; esto es, se trata de un acto de disposición sobre el que, en principio, no tiene la autoridad social poder de intervención y tutelado, en consecuencia, por una esfera de libertad (ausencia de poder). La intervención del poder social se legitima en la medida en que regula el ius connubii, amparando y defendiendo la libertad de los cónyuges y su bien personal, así como al matrimonio mismo. En otras palabras, el ius connubii no admite mayor intervención que aquella que corresponde a reglar su ejercicio, evitando aquellas manifestaciones, que, desde el punto de vista del matrimonio mismo y del bien personal de los cónyuges, merecen la tacha de desviación o abuso.

V. Los tres rasgos esenciales del matrimonio.
28. Por vía de hecho y por vía de ideología, se han extendido en nuestros días con gran rapidez una serie de actitudes vitales contrarias al Derecho natural que atañen, tanto al matrimonio, como en general a las relaciones extramatrimoniales. El divorcio, las relaciones adulterinas y la contracepción se admiten en determinados ambientes como hechos normales entre casados. Las relaciones extramatrimoniales se aceptan en ciertos sectores como cosa natural y normal entre solteros, e incluso se niega, de diversas formas (despreciando la «institución» para sustituirla por la unión amorosa), el matrimonio y en su lugar se prefiere la relación de hecho. Tampoco faltan las uniones promiscuas, especialmente entre los que a sí mismos se consideran «contestatarios» frente a la «inautenticidad» de las estructuras sociales.
En parte (y sólo en parte), tales actitudes vitales han sido o van siendo reconocidas por los ordenamientos jurídicos. Desde la admisión del divorcio o la tolerancia de las uniones de hecho (a veces parcialmente reconocidas a determinados efectos jurídicos) hasta las leyes antinatalistas, que inciden en la noción misma de matrimonio que está en la base de las leyes matrimoniales, hay toda una serie de hechos que pueden plantear al iusnaturalista -yen general al jurista no positivista- la pregunta: ¿ cómo reconocer que una unión entre varón y mujer es verdadero matrimonio?, ¿ cuáles son los rasgos esenciales que señalan la existencia de un verdadero matrimonio y la rectitud de la vida conyugal?
Ni el problema, ni la solución son modernos. Lo que hoy se plantea todo iusnaturalista -todo hombre de recta conciencia- se lo plantearon en su tiempo los primeros escritores cristianos.
El problema fundamental, tal como surgió (¿ son las relaciones carnales pecado o cosa honesta y buena?), no se refería sólo al contraste entre matrimonio y situaciones extramatrimoniales, sino también a la bondad misma de los actos conyugales, puesto que lo que podía aparecer como contrastante ante la conciencia cristiana eran también las relaciones conyugales, corrompidas en el ambiente pagano por la pasión y el desorden. De ahí que, para señalar con qué requisitos la unión de varón y mujer es buena y recta, no se hiciese una simple alusión al hecho de estar casados (distinción entre matrimonio y relaciones concubinarias, fornicarias o adulterinas), sino, en general, a aquellas condiciones en las que las relaciones carnales eran ordenadas, entre ellas, estar casados.
Sistematizando una constante de los escritores anteriores que permanecieron en la ortodoxia, el genio de San Agustín –dando origen a una fórmula que ha mantenido su vigencia hasta nuestros días- agrupó dichas condiciones en tres, a las que señaló como aspectos del bonum coniugale, de la bondad del matrimonio: el bonum pro lis, el bonum fidei y el bonum sacramenti: « Raec omnia bona sunt -escribe en su obra De bono coniugali-, propter quae nuptiae bonae sunt; proles, fides, sacramentum» (238) . Las relaciones carnales son honestas y buenas cuando se ordenan a tener hijos (bonum prolis), cuando se mantienen en los límites del matrimonio (bonum fidei) y cuando los cónyuges no se divorcian (bonum sacramenti).
Si el bonum fidei y el bonum sacramenti señalaban la frontera de la bondad de las relaciones matrimoniales frente al adulterio y a la fornicación, el bonum prolis indicaba la línea de separación entre relaciones conyugales honestas y relaciones conyugales desordenadas: «Neque quia incontinentia malum est, ideo connubium, vel quo incontinentes copulantur, non est bonum: imo vero non propter illud malum culpabile est hoc bonum, sed propter hoc bonum veniale est illud malum; quoniam id quod bonum habent nuptiae, et quo bonae sunt nuptiae peccatum esse nunquam potest. Roc autem tripartitum est; fides, proles, sacramentum. In fide attenditur ne praeter vinculum coniugale, cum altera vel altero concumbatur: in prole, ut amanter suscipiatur, benigne nutriatur, religiose educetur: in sacramento autem, ut coniugium non separetur, et dimissus aut dimissa nec causa prolis alteri coniungatur. Raec est tanquam regula nuptiarum, qua vel naturae decoratur fecunditas, vel incontinentiae regitur pravitas» (239).
Esta teoría de los bienes del matrimonio a obedecer a una preocupación moral: Implicaba una precisa visión de la ontología del matrimonio. Si los bona matrimonii son las condiciones que señalan la bondad del matrimonio, es obvio que son requisitos del mismo ser del matrimonio, puesto que no se trata con ellos de explicar una bondad que adviene al matrimonio, sino la bondad inherente a una realidad natural, obra del Creador. Como el matrimonio ha sido creado por Dios, es bueno; luego lo que señala la frontera entre lo bueno y lo malo, indica la línea de separación entre el matrimonio y lo que es obra del desorden. A este razonamiento se añadió la idea de identificación entre ser y bien, ya advertida por San Agustín, en quien tuvo decisiva importancia para su itinerario intelectual, y -posteriormente- uno de los puntos claves de la metafísica medieval. Esta idea de identificación entre bien y ser, vino a dar carácter definitivo a la consideración de los bona matrimonii como aspectos del ser mismo del matrimonio.
Cuando en el medioevo se establecieron las bases científicas para el estudio del matrimonio, los autores se preocuparon de integrar sus distintos aspectos según las categorías filosóficas entonces en uso. El bonum prolis, como era lógico y según una constante muy antigua, fue incluí do dentro del principio de finalidad (con las consiguientes precisiones y distinciones). En cambio, el bonum fidei y el bonum sacramenti, identificados con la unidad (monogamia y fidelidad) y la indisolubilidad, fueron categorizados como propiedades esenciales (dentro del predicable llamado propio).
Son varias las consecuencias que se deducen de la tesis sobre la bondad del matrimonio que acabamos de exponer, de las cuales destacaremos las que siguen:
a) El matrimonio es bueno en sí mismo. y de tal modo lo es, que ningún matrimonio válido es en sí mismo ilícito. Contraer matrimonio en determinadas circunstancias puede implicar el quebrantamiento ilícito de una ley o de un compromiso anterior. Pero esto no significa que el matrimonio en sí sea ilícito, sino que lo es haber quebrantado la ley o el compromiso. Son oportunas aquí unas palabras de San Agustín sobre las vírgenes que se casaban estando ligadas con el voto de continencia: «In coniugali quippe vinculo si pudicitia conservatur, damnatio non timetur: sed in viduali et virginali continentia, excellentia muneris amplioris expetitur; qua expetita et electa et voto debito oblata, iam non solum capessere nuptias, sed etiamsi non nubatur, nubere velle damnabile est ... non quia ipsae nuptiae vel talium damnandae iudicantur; sed damnatur propositi fraus, damnatur fracta voti fides, damnatur non susceptio a bono inferiore, sed ruina ex bono superiore: postremo damnantur tales, non quia coniugalem fidem posterius inierunt, sed quia continentiae primam fidem irritam fecerunt» (240).
No cabe duda de que, en ciertas circunstancias, puede ser reprobable la decisión de casarse o de contraer un matrimonio concreto, como lo es el quebrantamiento de una ley al contraer. Pero el pacto conyugal y el matrimonio contraído no son reprobables en sí mismos; lo pueden ser las circunstancias, mas tales circunstancias no hacen en sí ilícito ni al pacto ni al matrimonio. No es posible un matrimonio no lícito, malo en sí mismo. Si fuese pensable un matrimonio con todos sus elementos esenciales, pero ilícito, malo, o por lo menos no bueno, tal matrimonio sería necesariamente nulo. Esto explica la radical persistencia del ius connubii, aún cuando se asuma un estado incompatible con su ejercicio; sólo la ley puede hacer nulo el matrimonio subsiguiente. En el matrimonio no hay maldad, aunque pueda haberla en quebrantar una ley o la fidelidad a un compromiso anterior.
b) Siendo el matrimonio una relación jurídica, sólo existe cuando en él se dan las notas de uno (bonum fidei) e indisoluble (bonum sacramenti), y cuando contiene radicalmente los derechos y deberes que constituyen la ordinatio ad prolem (bonum prolis): el derecho al acto conyugal, el derecho-deber de no atentar contra la prole, el derecho-deber de recibir y educar a los hijos.
c) Lo mismo cabe decir de la vida matrimonial. La ley natural se resume en los tres bienes indicados: 1. La fidelidad conyugal y la tendencia a una cada vez mayor integración vital. Porque unidad no significa sólo la unidad «matemática» de uno con una. No hay por qué negar que esta versión «matemática » de la unidad es la expresión primaria y básica de la unidad. Pero esta unidad matemática es el resultado de algo más hondo: la plenitud y la profundidad de la unión. Tan plena y profunda es la unión, que excluye cualquier otra unión o relación, incluso circunstancial u ocasional, con otra mujer o varón distintos del propio cónyuge. Es tan plena y profunda la unión, que sólo puede ser una. Por eso la unidad se manifiesta también en la fidelidad. La infidelidad no rompe la unidad matemática del matrimonio (no genera un nuevo vínculo), lo que rompe y lesiona es la unidad en aquello que ésta comporta de unión plena, exclusiva y excluyente. Por otra parte, la ley natural, en este caso como en tantos otros, no es un precepto simplemente negativo: «no adulterarás, no tendrás más que un cónyuge». En cuanto la ley natural es tendencia e inclinación natural, constituye primariamente una regla positiva: tender cada vez más a la plenitud y totalidad de la unión vital, de la integración entre ambos. 2.) Por las mismas razones indicadas, la vida matrimonial tiende a la perpetuidad y a la inseparabilidad. La superación de los obstáculos que a ello se oponen es ley natural de la vida matrimonial. 3.) La realización vital del matrimonio –la vida matrimonial- ha de estar ordenada, abierta y al servicio de la procreación y educación de los hijos. Digamos algunas palabras sobre la ordenación del matrimonio a los hijos.
Decir que el matrimonio es una integración de personas en lo que son diferentes, supone admitir que varón y mujer se unen plenamente en cuanto tienen de diferente. El amor conyugal en consecuencia, es un amor pleno y total del varón a la mujer en cuanto mujer (feminidad) y de la mujer al varón en cuanto varón (virilidad). La sexualidad –caracteres primarios y secundarios- es algo más que función reproductiva, pues abarca amplias manifestaciones de la persona humana, pero en ella está impresa de modo inherente y constitutivo dicha función, que descansa en la estructura primaria del sexo. Por lo tanto, la unión de varón y mujer –la integración personal-, que obedece en su institución a la finalidad procreadora, contiene la tendencia a la procreación y educación de los hijos. La prole es, en este sentido, un bien que se obtiene por el matrimonio en virtud de la potencialidad inherente a la integración de varón y mujer (aunque en parte esa potencialidad exceda los factores constitutivos de la unión, considerada en su esencial estructura). Y es inherente, porque deriva de una estructura determinada de la sexualidad -varón y mujer- integrada en el matrimonio en virtud de la unión en que consiste. Ni es tampoco la función reproductora un simple añadido, sino el aspecto constitutivo primario de la diferenciación sexual, aunque no sea el único. Hay, pues, que admitir en la naturaleza humana una ordinatio ad procreationem que se refleja en el doble plano corpóreo-espiritual de la naturaleza. En este sentido, un amor conyugal verdadero tiene también por objeto a la persona del otro sexo en cuanto potencialmente es padre, en el caso del varón, o madre, en el caso de la mujer. Y en la medida en que el matrimonio consiste en la unión de dos personas en cuanto sexualmente diferentes, en el matrimonio existe -en el plano jurídico y en el de la realidad social- una esencial ordinatio ad prolem.
¿ En qué medida y en qué extensión existe esta ordinatio ad prolem en el matrimonio? La ordinatio ad finem no es ningún elemento autónomo ni distinto de la esencia, sino una estructura ordinal-orden, disposición y medida- de la esencia (241). Según esto, la ordinatio ad prolem no es nada distinto del matrimonio, sino disposición y orden suyos, hacia la procreación y educación de los hijos, y en cuanto que se trata de una realidad dinámica, es una tendencia hacia estos fines.
Por otra parte, la inclinatio naturae, en la medida en que es ley natural, se plasma en normas de Derecho natural. Quiere esto decir que la vida matrimonial debe desenvolverse conforme a la ordinatio ad prolem.


Ahora bien, la ordinatio ad prolem, repetimos, no existe fuera del matrimonio en tanto es ordinatio esencial suya, sino en forma de disposición de éste. Por lo tanto, sólo se da dentro de los límites de la propia integración de sexos, esto es, en la medida en que existe impresa en la estructura ordinal de la esencia del matrimonio. ¿Qué se quiere decir con esto? Sencillamente que la ordinatio ad prolem consiste en un orden inherente a la realización correcta (según la [ex naturae) del matrimonio. Cuando éste se desarrolla conforme al orden natural, el matrimonio cumple su finalidad, es completo a se y nada falta al bonum matrimonii (tampoco la ordinatio ad prolem, pues es una dimensión inherente y esencial, preconstituída en la propia realidad del matrimonio).
Significa esto que las realidades matrimoniales de tal modo contienen a se la ordenación esencial a los hijos, que el recto dinamismo matrimonial conduce -en cuanto de él depende- inherentemente al fin. En otras palabras, que no hay distinción entre: a) la manifestación del amor conyugal en la unión corporal y esta unión como principium prolis, pues la naturaleza humana está preconstituída de tal manera que el acto generativo y la unión corporal amorosa son un único e idéntico acto. Por consiguiente, la ruptura de la ordinatio ad prolem inherente al acto conyugal naturalmente realizado es una disordinatio, un desorden que atenta a la entidad del mismo acto, pues sólo se puede realizar desordenadamente ese acto -en virtud de su natural estructura- realizando otro acto diferente; es decir, corrompiéndolo esencialmente. Ese acto diferente, corrompido, ya no es, ni el acto amoroso previsto por la naturaleza, ni el principium prolis. Es un fraude y una injuria (injusticia) al cónyuge, pues ni su origen puede estar en el amor conyugal (no es el acto amoroso, aquel al que tiende el amor conyugal, pues el bien al que específicamente tiende es la cópula natural como unión y como principium prolis), ni en el amor al fin (los hijos), sino en el despersonalizante deseo de placer (conversión de la persona en objeto de placer). b) Tampoco la hay entre la unidad de vida (comunidad conyugal de vida) como manifestación de la umon de los cónyuges y la ordenación del matrimonio a la prole en cuanto comporta la recepción y educación de los hijos, pues esa comunidad está naturalmente constituida como el cauce propio para esa recepdón y educación (242).
Significa también que la procreación efectiva de los hijos es el efecto (el fin) de la vida matrimonial rectamente vivida, pero que no es algo desvinculado -un además- de la relación interpersonal, sino su natural resultado. Lo cual implica dos consecuencias: 1.a) Que no cabe una vida conyugal cerrada a los hijos, pues esto sólo es posible hacerlo mediante una corrupción de la propia vida conyugal. 2.a) Que no es ordenado desear y engendrar hijos fuera del dinamismo propio de la vida conyugal, a través de medios distintos a la vida matrimonial (inseminación artificial) .
No hay, pues, razón para plantearse problemas de justificación del matrimonio estéril. Tal matrimonio es completo en sí (también por lo que respecta a la ordinatio ad prolem esencial) y tiene suficiente razón de bondad.
d) Por último, los tres bienes indicados identifican al auténtico amor conyugal. Como ha enseñado el Concilio Vaticano II, el verdadero amor conyugal es un amor indisolublemente fiel y al servicio de los hijos. La razón se encuentra en la propia esencia del amor conyugal y en la dignidad de la persona humana. Lo amado en el amor conyugal es la persona total del otro, en cuanto es varón o mujer. El varón y la mujer, en virtud de su valor y dignidad como personas, sólo son adecuadamente amadas cuando el amor conyugal es pleno y total. Es esa plenitud y totalidad lo que reflejan los bienes del matrimonio. Se ama plena y totalmente al otro, en primer lugar, cuando se le ama solamente a él, con exclusión de terceros. En segundo término la plenitud y la totalidad exigen que sea un amor perpetuo, capaz de comprometerse para toda la vida. El rechazo del compromiso -y del compromiso perpetuo- es signo de un amor insuficiente e inmaduro, cuando no degradado. Una tal actitud es, de suyo, una señal inequívoca de inmadurez personal en esta materia, que encierra un espíritu de grave injusticia. Quien no quiere comprometerse para toda la vida, carece de verdadero amor conyugal; lo que ofrece es un amor falseado, que ofende, por gravemente injusto, al otro; y quien recibe un amor así, ofende su propia dignidad de varón o de mujer. Finalmente, el amor pleno y total ama al otro en todo aquello en que es varón o mujer y, por lo tanto, ofrece y acepta aquel aspecto primario de la estructura de la persona en cuanto varón o mujer: la capacidad de ser padre o madre. No se puede decir que se ama plena y totalmente al varón o a la mujer, si se rechaza en todo o en parte su fecundidad potencial.
De esta forma, los tres bienes citados constituyen lo que ya en otra ocasión he llamado la «regla de oro del matrimonio y del amor conyugal».

Notas

220. Ed. castellana (Madrid 1972), pág. 44.
221. Contra Faustum, 5, 11 (PL, 42, 228).
222. De Civitate Dei, 14, 28.
223. El orden del que hablamos -no hace falta decirlo- no es aquella ordenación exterior que proviene de las convenciones sociales, de la costumbre o de las formas humanas de conducta. Nos referimos al orden intrínseco del amor, a aquel que es inherente a él mismo; en categorías filosóficas, hablamos del orden como trascendental del ser. Esto supuesto, es preciso ponerse en guardia frente a una posible idea equivocada. Podría parecer, en efecto, que el amor ordenado equivale a un amor limitado, frenado de algún modo; bien limitado, pero limitado al fin y al cabo. Algo así como una renuncia parcial al "amor, necesaria y buena en aras de valores superiores, porque asi lo exige la adecuación a la moralidad y al bien. Y no es esto. El orden es un trascendental -no una superestructura añadida-, que, al igual que los demás trascendentales -bondad, belleza, unidad, verdad-, no es otra cosa que el ser mismo, visto en el caso del orden desde el punto de vista de su disposición hacia el fin; como dijera Santo Tomás," el orden (en cuanto trascendental) no es ningún ser (no es una superestructura añadida), sino algo por lo que el ser es. Una rueda, por ejemplo, es tanto más rueda cuanto más perfectamente es círculo; si una parte de ella se desordena, v. gr., si adquiere una forma parabólica, la rueda pierde en parte su razón de rueda, y si tanto se desordenase su estructura que se hiciese cuadrada, dejaría de ser rueda. El amor es tanto más amor cuanto más ordenado es. El amor desordenado es imperfección y degradación del amor, es menos amor. El amor ordenado es el amor, aquel que es verdadero, bueno y bello. Siendo el amor el primer movimiento hacia el bien, y siendo el orden la disposición hacia el fin (que es el bien en cuanto apetecible, en cuanto posible objeto de amor), el orden del amor es su apertura, disposición u ordenación al bien; como esa disposición y ordenación del hombre al bien es lo que llamamos la ley natural, queda claro que la ley natural es el orden del amor y aquella disposición suya por la que el amor es verdadero amor.
224. De Civitate Dei, 15, 22.
225. La fe y los días (Madrid 1973), pág. 62.
226. I-lI, q. 91, a 2.
227. Ley de Dios-leyes de los hombres) ed. castellana (Barcelona 1969), pág. 74.
228. Esta imposición sólo es posible por una despersonalización. Cfr. al respecto S. Tomás, I-H, q. 10, a.3.
229. Traté de la noción de deber-ser en El Derecho como orden humano, en «Ius Canonicum», V (1965), págs. 401 ss.
230. De ahí la distinción entre matrimonio y otras formas externamente similares como el concubinato. Esta distinción es una necesaria consecuencia de la recta comprensión del matrimonio como unidad en las naturalezas y de su finalidad, que señala la profunda diferencia entre ambas situaciones. Mientras el matrimonio es una realidad natural que es un bien, el concubinato y cualquier otra forma no calificable de matrimonio son situaciones reprobables y gravemente inmorales. Por eso, la validez jurídica del matrimonio no es un requisito más o menos importante, es el ser o no ser del matrimonio. Decir que un hecho concubinario es matrimonio, al que falta un mero requisito jurídico como es el de la validez, no está de acuerdo con la ley natural ni con la verdad.
231. Cfr. nota 11.
232. De este modo, las citadas exigencias aparecen, no sólo como el fundamento de la autenticidad de la persona en esta esfera, como antes decíamos, sino como supuesto de la libertad. Podemos citar, al respecto, unas lúcidas palabras del Premio Nobel, doctor Heisemberg: «La libertad de volar consiste en el conocimiento de las leyes de la aerodinámica. De igual modo, la libertad en las decisiones de la vida sólo es posible por la adhesión a normas éticas, y quien pretenda despreciarlas, como si fuesen una coacción, pondría sólo desenfreno en lugar de libertad». Me atrevería a decir, por mi parte, que la verdadera libertad consiste radicalmente en asumir conscientemente el propio ser, tal como nos es dado. Consiste sencillamente en amarlo; es entonces cuando la ley natural se asume espontáneamente, sin violencias, con libertad.
233. Puesto que la decisión que puede tomar el hombre respecto a su vida sexual afecta decisivamente a su carácter de persona, una decisión falsa, esto es, dirigida contra su inclinatio (estructura óntica) natural o al margen de ella, conduce necesariamente a una contradicción interna, a una efectiva y real acción despersonalizante en el plano moral. Es, al mismo tiempo, una injusticia con la otra persona, una injusticia radical, presente en toda unión extramatrimonial, aunque tenga, en algún caso, la apariencia de f amilia «honorable». Tal «honorabilidad» es, en realidad, una inautenticidad.
234. Cfr. PÍo XI, enc. Casti connubii (loc. cit., págs. 557 ss.).
235. No quiere decir esto que el matrimonio no adquiera ninguna forma histórica. Pero esas formas históricas posibles se refieren fundamentalmente a la conforma ción del matrimonio como sociedad doméstica. En este aspecto sí caben conformaciones sociales, que varían con las culturas y las épocas.
236. Cfr. S . Tomás De Aquino, Suppl., q. 41, a . 1.
237. « ¿En qué consiste la formalización? Consiste en la tecnificación de los distintos factores y elementos que integran el Derecho, mediante el recurso de darles una forma, atribuirles una precisa eficacia, en si mismos y en relación con los demás, prever los instrumentos técnicos para realizar y garantizar su eficacia, establecer las condiciones y requisitos para que sean válidos y eficaces, etc. [ ... J. Así, por ejemplo, el ius connubi i , derecho natural, está formalizado en el ordenamiento canónico al establecerse sus límites (capacidad), requisitos de ejercicio, la forma de celebración del matrimonio y las oportunas anotaciones registrales para su prueba, procesos de nulidad y separación, etc.». J . Hervada - P. Lombardía, El Derecho del Pueblo de Dios, 1 (Pamplona 1970), pág. 54.
238. De bono coniugali, cap. 24.
239. De Genesi ad litteram, lib. IX, cap. 7, n. 12.
240. De bono viduitatis, cap. IX.
241. Cfr. J. Hervada, La «ordinatio ad fines» en el matrimonio canónico, en «Revista Española de Derecho Canónico», XVIII (1963), págs. 478 s.
242. En los distintos documentos magisteriales, así como en la práctica de la Iglesia, se observan una serie de constantes sobre la ordenación al fin procreador y educador, que pueden resumirse del siguiente modo: a) El matrimonio y el amor conyugal están ordenados por su naturaleza a la generación y educación
de los hijos: «La misma institución matrimonial y el amor conyugal, por su naturaleza, están ordenados a la procreación y educación de la prole, con las que se ciñen como con su corona propia» (const. Gaudium et spes, n. 48). «El matrimonio y el amor conyugal están ordenados por su propia naturaleza a la procreación y educación de la prole» (const. Gaudium et spes, n. 50). «La prole, por lo tanto, ocupa el primer lugar entre los bienes del matrimonio» (Pío XI, enc. Casti Connubii). b) El uso del matrimonio debe hacerse según el orden natural, siendo ilícita cualquier intervención humana que suponga limitar o corromper la virtud generativa del acto naturalmente realizado, destinado por su naturaleza a la generación: «Estando destinado el acto conyugal, por su misma naturaleza, a la generación de los hijos, los que en el ejercicio del mismo lo destituyen adrede de su fuerza y virtud, obran contra la naturaleza y cometen una acción torpe e intrínsecamente deshonesta» (Pío XI, enc. Casti Connubii,' cfr. Paulo VI, enc. Humanae vitae) . e) Hay también en el matrimonio y su uso otros fines secundarios que no se prohíben a los cónyuges, con tal que quede siempre a salvo la naturaleza intrínseca del acto y su debida ordenación a la prole: «Pues hay también, tanto en el mismo matrimonio como en el uso del derecho conyugal, unos fines secundarios, como son la mutua ayuda, el fomento del amor recíproco y el remedio de la concupiscencia, cuya consecución en manera alguna está prohibida a los esposos, siempre que quede a salvo la naturaleza intrínseca del acto y, por ende, su subordinación al fin primario» (Pío XI, ene. Casti Connubii). d) La procreación y educación es misión y vocación en el matrimonio, de modo que los cónyuges están llamados positivamente, siempre según sus circunstancias, a engendrar nuevos hijos y educarlos (vide encs. Casti Connubii y Humanae vitae).

Persona y Derecho I/02


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