Testimonio / Matrimonio
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Sesenta años en un caserío de montaña

Desde que se casaron en 1950, Juan Mari Maya y Juanita Ariztegi han vivido junto a la
frontera navarra con Francia.  Desde hace unos meses residen con uno de sus hijos.

Javier Marrodán
Nuestro Tiempo, Número 666, enero-febrero 2011

Algunos caseríos de Etxalar tienen nombres de resonancias antiguas, quizá porque su arquitectura sencilla ha sobrevivido a los siglos y a las generaciones en laderas inclementes donde los caminos surcan a la vez la geografía y el tiempo. Aldalurko Borda es uno de ellos. Pertenece al barrio de Lakain Apezborro, seis o siete edificios de piedra dispersos por una de las laderas que ascienden hacia la frontera con Francia. Juan Mari Maya Sanzberro nació allí el 1 de julio de 1921. Creció junto a sus dos hermanos en un ambiente reducido y bucólico que discurría casi siempre con el ritmo y el calendario impuestos por el ganado. Bajaba al pueblo para asistir a las clases que don Pablo Legaz –un maestro que “no sabía vascuence” y al que aún recuerda con gratitud– impartía a los treinta o cuarenta niños que en aquel entonces vivían en Etxalar. El trayecto a la escuela suponía entre media hora y tres cuartos de hora por caminos que se alfombraban de hojas en otoño, se cubrían de nieve en invierno y se llenaban de barro con las lluvias de todas las estaciones. En más de una ocasión, Juan Mari coincidió por aquellas veredas de montaña con Juanita Ariztegi Sanzberro, un año menor que él, del caserío Basatea, también en el barrio de Lakain Apezborro. Juanita era la penúltima de siete hermanos en una familia que sobrevivía gracias a algunos animales –vacas, cerdos, ovejas... – y a una pequeña huerta, como casi todas las demás.

Ambos eran unos niños, pero aquella amistad infantil se fue estrechando con los años y con algunos bailes estivales en la plaza de Etxalar, donde la única música la ponía un acordeonista asomado a la ventana de un primer piso. Eran tiempos de dificultades y carencias que se acentuaron con la guerra: los tres hermanos mayores de Juanita fueron movilizados y a Juan Mari le tocó vigilar la frontera en los compases finales de la contienda a pesar de que aún no había cumplido 18 años. Fue justamente entonces, mientras España se desangraba en Somosierra, en Teruel o en el frente del Norte, cuando el interior de Aldalurko Borda se iluminó por primera vez con una bombilla. La conducción fue posible gracias a una minicentral eléctrica que construyó de forma artesanal Teodoro Berrueta, que vivía con su familia en la Venta de las Palomeras, no muy lejos de Lakain Apezborro.

Juan Mari hizo su mili de 41 meses entre Vitoria y San Sebastián, y el 15 de octubre de 1950 contrajo matrimonio con Juanita en la iglesia parroquial de Etxalar, en presencia de treinta invitados que compartieron un sencillo almuerzo en el bar de la localidad. El viaje de novios consistió en una semana en San Sebastián, y el joven matrimonio se instaló a la vuelta en Aldalurko Borda. Allí continuaron, ya juntos, una vida muy parecida a la que habían llevado hasta entonces. “Ha habido momentos buenos y otros menos buenos”, resume Juanita los sesenta años que ha compartido con su marido. Nunca tuvieron demasiado tiempo para otras actividades que no fueran las propias del caserío. “El ganado te lleva mucho tiempo, te acuestas tarde y te levantas pronto”, explican sin ninguna resignación. “Como no hemos conocido otra cosa, lo hemos sabido llevar”, casi se excusan. En el caserío nacieron los tres hijos de la pareja, que al día siguiente, como era costumbre entonces, fueron bautizados en la parroquia. Juanita aún recuerda la pena que le dio no poder asistir a la ceremonia, pero la media hora de descenso hasta Etxalar resultaba excesiva para una mujer que acababa de dar a luz. Hoy son abuelos de siete nietos, el mayor de 29 años.

Nunca se han alejado demasiado de Aldalurko Borda en los últimos sesenta años. Gracias a Arkupeak, la asociación de jubilados de la zona, han conocido algunas localidades próximas, pero Juanita ni siquiera ha estado en el cine. Eso sí, en los inviernos de antaño se entretenía con un transistor que un pariente le trajo de contrabando desde Francia. Juan Mari sí que hizo una excepción en esa geografía reducida de su existencia: en 1994 viajó a Estados Unidos con el fin de visitar a su hermano, que tiempo atrás había cruzado el Atlántico para trabajar de pastor en Reno (Nevada), y que se quedó a vivir allí. Aún le brillan los ojos al evocar aquellos paisajes donde se enfrentaron a una soledad opresiva varios de sus paisanos, o el tráfico interminable del puente de San Francisco, que cruzó hasta en cuatro ocasiones, o el espectáculo de neón de Las Vegas, toda una exhibición de opulencia frente a aquella bombilla pionera de su infancia.

Hay otros matrimonios veteranos en el Etxalar del siglo XXI. Juan Mari Maya y Juanita Ariztegi recuerdan la historia de Josetxo Yanci y María Esther Berrueta. Ella es hija de aquel Teodoro que hizo posible la primera instalación eléctrica de Lakain Apezborro en 1937, y aún viven en la antigua Venta de las Palomeras. Se hicieron novios cuando apenas habían cumplido 17 años. La necesidad apremiaba a ambas familias, y Josetxo se fue a América a trabajar de pastor. Estuvo once años en el monte, a cargo de un rebaño de dos mil ovejas, y muy de tarde en tarde bajaba al rancho donde le guardaban las cartas que María Esther le iba escribiendo todos los días desde Etxalar. Regresó en 1959 y ese mismo año se casaron. Juan Mari y Juanita sonríen al relatar su historia, y sonríen también, sin palabras, cuando alguien les pregunta por los sesenta años que llevan juntos. Desde hace unos meses viven con uno de sus hijos en Etxalar, que hoy suma cerca de 900 vecinos. Las ventanas de la vivienda dan a la plaza. A una de ellas se asomaba hace setenta años el acordeonista que amenizaba los bailes festivos de la localidad. Juan Mari lo recuerda con gracia, como si aquella música sencilla que envolvió su noviazgo no hubiera dejado nunca de sonar.

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"El secreto es quererse y nada más"

José Ángel y Josefa aseguran que lo más importante para que un matrimonio funcione
es que los cónyuges  tengan paciencia y, sobre todo, que se respeten.

Leticia Correa Ruiz
Nuestro Tiempo, N° 666 enero-febrero 2011

El 3 de mayo de 2007, José Ángel Zubiaur y María Josefa Carreño celebraron en el monasterio de Leyre las Bodas de Diamante rodeados de sus siete hijos y sus 23 nietos. Fue una jornada memorable que los dos recuerdan con emoción. Hasta admiten que no les hubiera importado morirse ese día: “Nos sentíamos tan felices, rodeados de toda la familia..., que después de eso solo nos quedaba el Cielo”.

Hoy tienen 93 años y una salud envidiable que les permite reconstruir con cariño y exactitud el comienzo del camino que les ha conducido juntos hasta el presente. María Josefa aún recuerda la primera vez que vio al que después sería su marido. Fue en la parroquia pamplonesa de San Agustín, durante una novena organizada por la congregación de Los Luises. “La verdad es que era guapísimo”, asegura, como si solo hubieran pasado unos días desde entonces.

Los dos hablan con ilusión de sus años de noviazgo: “José Ángel siempre me regalaba flores. Era un hombre muy romántico y detallista”, cuenta María Josefa. “¡Y sigo siéndolo!”, le interrumpe José Ángel.

Fueron novios durante cuatro años aunque no se veían mucho, ya que ella estudiaba en Madrid y él vivía en Pamplona. “Nos veíamos sobre todo en verano. Yo iba a los Sanfermines y luego a veranear a Leiza. Tampoco hablábamos mucho porque entonces no era como ahora, había que pedir la conferencia y esperar a que te la confirmaran. Podían pasar horas sin que nadie te avisara, era muy complicado”.

Se casaron el 3 de mayo de 1947 (Día de la Cruz) en la iglesia de San Fermín de los Navarros, en Madrid. El entonces obispo de Pamplona, Marcelino Olaechea, ofició la ceremonia.

Algunos de los principales acontecimientos de la historia familiar están representados fotográficamente en el salón de su casa de la calle Aoiz, donde los retratos de sus hijos y nietos adornan una librería repleta de libros de Historia de España. Por allí pasan todos los días al menos dos hijos y varios nietos que van a comer o a cenar.

María Josefa reconoce que en todos los matrimonios hay discusiones pero lo importante es superarlas y aprender de ellas. Últimamente discuten porque José Ángel se empeña en decir que tiene ocho hijos en vez de siete. “Lleva unos días con la mente un poco obnubilada pero aun así no acepto que diga que tenemos ocho hijos”, comenta Josefa.

Está encantada de haber formado una familia tan numerosa, aunque siete hijos le han dado mucho trabajo y algún que otro disgusto. José Ángel fue diputado carlista en las Cortes franquistas y pasaba toda la semana en Madrid. Los sábados, cuando volvía a Pamplona, iba al colegio de los Jesuitas para hablar con los profesores de sus hijos y ver qué tal iban con los estudios. Siempre se ha ocupado mucho de sus hijos, especialmente durante la adolescencia.

Durante estas seis décadas de matrimonio solo recuerdan una discusión: asistieron a la boda de unos amigos en Cullera y, cuando llegó la hora del baile, José Ángel se puso a bailar con otra mujer. Aunque él afirma que fue por compromiso, Josefa aún revive su enfado: “¡Me piqué y le llamé de todo! Esa ha sido la única vez que yo me he enfadado de verdad”. José Ángel se ríe al recordar el incidente: “Bailé con una señora que estaba muy bien”.

Afirman no haber tenido nuca una crisis de verdad: los roces de la convivencia los han llevado bien, se quieren muchísimo y creen que ese el mayor secreto.

Mientras Josefa explica cómo le operaron de cataratas, José Ángel recuerda los años de la Guerra Civil, en la que él participó  como requeté. Al escucharle hablar de aquella época, Josefa interrumpe a su marido: “¡No tuvo ni un arañazo!”. A lo que José Ángel contesta: “¡No es verdad! Sufrí el rebote de una bala. Y me pasé los tres años de guerra durmiendo en el suelo y comiendo sardinas”.

Discuten unos segundos sobre si las sardinas eran frescas o de lata hasta que tocan el timbre: es José Ángel, el primogénito, que viene como todas las tardes a saludarles. Les da un beso en la frente y Josefa se deshace en halagos hacia su hijo: “¿Qué tal, mi vida? ¿Qué tal el día, guapo?”.

María Josefa tiene mucho carácter o “mala milk”, como prefiere llamarlo. A veces, cuando su marido le lleva la contraria, se pone nerviosa y levanta la voz. Pero no tarda en arrepentirse y darle un beso.

Para Josefa y José Ángel, lo más importante antes de casarse es conocerse profundamente (con las virtudes y los defectos), tener mucha paciencia y ante todo amarse y respetarse. Solo así un matrimonio puede perdurar en el tiempo. Un tiempo que para ellos es oro.


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