Artículos de Prensa / Matrimonio
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Ocaso del amor, ocaso de Occidente

Rafael Jiménez Cataño
Istmo, Edición: 211

 

Alguno podrá pensar que con su reciente libro, La llama doble. Amor y erotismo (l), Octavio Paz ofrece a las librerías un nuevo título para la sección de «sexología», que desde hace algunos años parece tan esencial como las de “narrativa”, “historia”, “Política”, etcétera. Pero Paz presenta su ensayo como una excepción, y precisamente por tratar del amor. A quien se plantee su lectura me permito aconsejarle un punto de partida: creerle.

Creer que el tema es el amor, evidentemente, pues, entendido eso, su carácter excepcional resulta patente. “Los estudios sobre la salud histórica y moral de nuestras sociedades comprenden todas las ciencias y especialidades (…). Sin embargo, en ninguno de ellos -salvo unas cuantas excepciones que pueden contarse con los dedos aparece la más ligera reflexión sobre la historia del amor en Occidente y sobre su situación actual. Me refiero a libros y estudios sobre el amor propiamente dicho, no a toda esa abundante literatura acerca de la sexualidad humana, su historia y sus anomalías. Sobre estos temas la bibliografía es muy rica y va del ensayo al tratado de higiene. Pero el amor es otra cosa. Omisión que dice mucho sobre el temple de nuestra época” (p. 133).

Sexo, erotismo, amor   

Todo el contenido de La llama doble es inédito, pero se trata de un tema rumiado durante décadas y tocado aquí y allá en ensayos y poemas. Las principales anticipaciones son quizá el apéndice de El laberinto de la soledad (1959) y los dos ensayos (de 1961 y 1986) recogidos en Un más allá erótico: Sade, publicado por Vuelta-Heliópolis al mismo tiempo que La llama doble (2). Las reflexiones sobre textos literarios concretos son una infinidad. Pero la novedad específica de este ensayo, lo que a mi modo de ver le da su peculiar fisonomía, está anunciado en las palabras con que agradeció en 1984 un homenaje por sus 70 años: “la idea de amor ha sido la levadura moral y espiritual de nuestras sociedades durante más de un milenio. Hoy amenaza con disolverse porque hemos herido en su centro a la noción de persona” (Al paso, Seix Barral, 1992, p.86-87). En este  libro, aparecido en vísperas de sus 80 años, Paz nos brinda un diagnóstico detallado, un desglose más pormenorizado de la relación entre amor y persona, y una panorámica de “la conexión íntima entre sexo, erotismo y amor, desde la memoria histórica hasta la vida cotidiana más inmediata”, como se lee en la portada.

No se trata de un análisis de la historia y de la naturaleza del amor -como lo podemos encontrar en C.S.Lewis, G. Thibon, J. Guitton, J. Pieper, J. Ortega y Gasset, V. Solov’ev, J. Choza, etcétera- sino de la historia y la fisonomía de nuestra Imagen del amor. Fiel a su poética del hombre, es decir. a esa mirada sobre lo humano hecha más penetrante por la reflexión sobre la experiencia poética, Paz nos presenta la articulación de sexualidad, erotismo y amor como revelación y fruto de la estructura característica del hombre por la que es un ser que va más allá de sí mismo. Así como el poema va más allá de las palabras que lo constituyen, “el erotismo no es una mera sexualidad animal, es ceremonia, representación. El erotismo es sexualidad transfigurada: metáfora” (p.10)

Para deslindar erotismo y amor. Paz acude al Ulises de Joyce. «Hay una frase en el monólogo de Molly que no hubiera podido decir ninguna mujer enamorada: me beso bajo la pared morrsca y yo pensé bueno tanto da él como otro… No, no es lo mismo con éste o con aquél. Y ésta es la línea que señala la frontera entre el amor y el erotismo. El amor es una atracción hacia una persona única: a un cuerpo y a un alma. El amor es elección; el erotismo, aceptación. Sin erotismo -sin forma visible que entra por los sentidos- no hay amor pero el amor traspasa al cuerpo deseado y busca al alma en el cuerpo y, en el alma, al cuerpo. A la persona entera» (p.33). Quedan, pues, determinados los tres ámbitos: «La sexualidad es animal; el erotismo es humano. (…) El amor es la metáfora de la sexualidad. Su piedra de fundación es la libertad: el misterio de la persona» (p. 106)

 

Historia de nuestra imagen del amor 

“Platón es el fundador de nuestra filosofía del amor. Su influencia dura todavía, sobre todo por su idea del alma; sin ella no existiría nuestra filosofía del amor o habría tenido una formulación muy distinta y difícil de imaginar” (p.40). Pero más que amor es erotismo, pues no se dirige a una persona En El banquete, Diotima presenta el amor como una ascensión hacia la belleza donde el “amado” es un objeto, y mi siquiera se le ocurre pensar timientos de aquel o aquella que amamos los ve como simples escalones en el ascenso hacia la contemplación. En realidad, para Platón el amor no es propiamente una relación: es una aventura solitaria” (p.46).

La “prehistoria del amor” está en las grandes ciudades, Alejandría y Roma, “donde el objeto erótico comenzó a transformarse en sujeto” (p.55). Paz analiza las obras de Teócrito, Catulo, Virgilio, Propercio, con oportunas referencias a Shakespeare, Quevedo, Proust, hasta terminar por situar la madurez de nuestra imagen del amor en el siglo XII: el “amor cortes”,  “La aparición del amor cortés sería inexplicable sin la evolución de la condición femenina. (…) Varias circunstancias favorecieron esta evolución. Una fue de orden religioso: el cristianismo había otorgado a la mujer una dignidad desconocida en el paganismo” (p.78).

¿Por qué este salto de tantos siglos? Realmente hay aquí más detalles que piden una explicación. El salto obedece a la intención de limitarse a señalar los hitos decisivos en la formación de nuestra idea de amor. El pronombre explica en parte por qué se toma como punto de referencia el “amor cortés” que, si bien deudor del cristianismo, no representa una conducta recta desde un punto de vista cristiano: nuestra idea es la idea occidental del amor, que no se identifica sin residuos con la cristiana. A esto hay que añadir que en Paz no está aún plenamente captada la especificidad de la noción cristiana de persona, que él identifica con la dualidad alma-cuerpo y propiamente hay que buscarla en la creación del hombre a imagen y semejanza de Dios, más la revelación de la pluralidad de personas en Dios. Esto hace de la persona una realidad relacional, es decir, que comporta esencialmente relación a otro, “esencialmente” en el sentido de que la otredad no es fruto de la caída, aunque sí lo sean algunas de sus modalidades (soledad, posibilidad de frustración, etcétera). En otras obras hay formulaciones que presentan como específicamente cristiana la conciencia de la otredad; un ejemplo es el siguiente: «El cristianismo descubrió al otro y aún más: descubrió que el yo sólo vive en función del tú» (Claude Lévi-Strauss o el nuevo festín de Esopo, Joaquín Mortiz, México 1984, pp.92-93). Desde esta noción de persona el amor se delinea como autodonación, lo cual si aparece intuido por Paz en algunas páginas significativas del ensayo.

Queda aún por indicar una ausencia llamativa: la comunión. Llamativa por tratarse de un autor que tanto ha cifrado sus reflexiones sobre la dialéctica soledad/comunión. A partir de obras anteriores se concluye que la soledad del puro erotismo (3) se rompe cuando la sensibilidad es asumida por la persona y dirigida a una persona: «En el amor el misterio central es la comunión» (4). Pero resulta que en este libro hasta la palabra «comunión» apenas si aparece. Pienso que el motivo es la concurrencia de varios factores, de los cuales sólo mencionaré uno, de carácter terminológico. «Amor» significa una pluralidad de fenómenos y, por tanto, cada uno de ellos. Se puede usar como denominación genérica, como hace Lewis para hablar de «los cuatro amores (loves)» ninguno de los cuales se llama love, sino afection, eros, frienakhip y charity. Pero se puede reservar el término para uno de ellos, el que nos parezca más alto, o más simple, o más conocido. Octavio Paz opta por lo que se suele llamar «amor humano», y todos los demás lo serán por derivación. Por eso usa expresiones como «el amor humano, es decir, el verdadero amor» (p.207), lo cual no le impide hablar del amor a Dios (p.127), el amor de Dios (p.207), el amor a la Patria (p. 109), etcétera.

Notas características del amor en Occidente 

Ya mediado el libro, Paz propone una descripción del amor en cinco elementos constitutivos: a) exclusividad; b) subversión; c) dominio y sumisión; d) fatalidad y libertad; e) persona. La exclusividad distingue el amor del erotismo. El amor es interpersonal y «la exclusividad requiere la reciprocidad, el acuerdo del otro, su voluntad. Así pues, el amor único colinda con otro de los elementos constitutivos: la libertad (…); es una condición absoluta: sin ella no hay amor (…); es el fundamento de los otros componentes: todos reposan en él (…); es un gran misterio: ¿por qué amamos a esta persona y no a otra? (…); es una de las facetas de otro gran misterio: la persona humana» (pp. 1 17- 1 18). Ya a propósito del eros griego se había apuntado que «para nosotros la fidelidad es una de las condiciones de la relación amorosa» (p.46). Ahora se vuelve al tema, pero desde su contrario: «el infiel es insensible o cruel y en ambos casos incapaz de amar realmente. (…) Si la infidelidad es por mutuo acuerdo y practicada por las dos partes –costumbre más y más frecuente- hay una baja de tensión pasional; la pareja no se siente con fuerza para cumplir con lo que la pasión pide y decide relativizar su relación. ¿Es amor? Más bien es complicidad erótica» (p. 1 18).

Sobre el aspecto subversivo Paz insiste en su actualidad, para evitar que el pensamiento vuele a los obstáculos del pasado. «La interdicción fundada en la raza sigue vigente, no en la legislación sino en las costumbres y en la mentalidad popular» (p. 120). También se tiende a pensar en las barreras de orden religioso pero, aparte de que «la condenación del amor camal como un pecado contra el espíritu no es cristiana sino platónica» (p.205). «el siglo XX ha perfeccionado los odios religiosos al convertirlos en pasiones ideológicas. Los Estados totalitarios no sólo substituyeron a las inquisiciones eclesiásticas sino que sus tribunales fueron más despiadados y obtusos» (p. 122).

Dominio y sumisión trazan la peculiar relación que es el encuentro de dos personas, es decir, de dos libertades. A la inversa del erotismo. el amor «no niega al otro ni lo reduce a sombra sino que es negación de la propia soberanía. Esta autonegación tiene una contrapartida: la aceptación del otro. (…) Es una apuesta que nadie está seguro de ganar porque es una apuesta que depende de la libertad del otro (…); es la búsqueda de una reciprocidad libremente otorgada. (…) La cesión de la soberanía personal y la aceptación voluntaria de la servidumbre entrañan un verdadero cambio de naturaleza: por el puente del mutuo deseo el objeto se transforma en sujeto deseante y el sujeto en objeto deseado» (pp. 124-125).

La confluencia de fatalidad y libertad en el amor es un misterio que ha fecundado la literatura de todas ias épocas. «Aunque la idea de que el amor es un lazo mágico que literalmente cautiva la voluntad y el albedrio de los enamorados es muy antigua, es una idea todavía viva: el amor es un hechizo y la atracción que une a los amantes es un encantamiento. Lo extraordinario es que esta creencia coexiste con la opuesta: el amor nace de una decisión libre, es la aceptación voluntaria de una fatalidad» (p.127). Dicho de otro modo: «El amor es atracción involuntaria hacia una persona y voluntaria aceptación de esa atracción» (p. 125).

El carácter personal del amor, quinto elemento, viene de la conjunción de cuerpo y alma. Paz subraya el carácter decisivo del cristianismo y, más que por el alma -ya bien valorada en Grecia, como vimos- por el cuerpo, que para el platonismo era una prisión del alma. Al contrario, «el desprecio al cuerpo no aparece con el judaísmo, que exaltó siempre los poderes genésicos: creced y multiplicaos es el primer mandamiento bíblico. Tal vez por esto y, sobre todo, por ser la religión de la encarnación de Dios en un cuerpo humano, el cristianismo atenuó el dualismo platónico con el dogma de la resurrección de la carne y con el de los “cuerpos gloriosos”» (p.21). Llegado a este punto la atención se dirige a nuestro tiempo. «Ahora asistimos a una reversión radicalmente opuesta al platonismo: nuestra época niega al alma y reduce el espíritu humano a un reflejo de las funciones corporales. Así ha minado en su centro mismo a la noción de persona, doble herencia del cristianismo y la filosofía griega. La noción de alma constituye a la persona y, sin persona, el amor regresa al mero erotismo. Más adelante volveré sobre el ocaso de la noción de persona en nuestras sociedades; por ahora, me limito a decir que ha sido el principal responsable de los desastres políticos del siglo XX y del envilecimiento general de nuestra civilización. Hay una conexión íntima y causal, necesaria, entre las nociones de alma, persona, derechos humanos y amor. Sin la creencia en un alma inmortal inseparable de un cuerpo mortal, no habría podido nacer el amor único ni su consecuencia: la transformación del objeto deseado en sujeto deseante. En suma, el amor exige como condición previa la noción de persona y ésta la de un alma encarnada en un cuerpo» (p. 128- 129).

El ocaso del amor  

Después de estos antecedentes históricos y analíticos, la nueva versión de su diagnóstico de hace 10 años cobra una fuerza particular por la pormenorización de lo que entonces formuló con  las nociones de amor y persona, y con una visión detallada y actualizada de la imagen del hombre hoy. «El gran ausente de la revuelta erótica de este fin de siglo ha sido el amor. (…) En lo que sigue espero mostrar algunas de las causas de esta falla, verdadera quiebra que nos ha convertido en inválidos no del cuerpo sino del espíritu» (p. 153-154). Lo que parecía una liberación -la liberación erótica, herencia del ’68 (p. 157)- ha terminado por degradar y esclavizar al hombre. «Es extraño que en una época en que se habla tanto de derechos humanos, se permita el alquiler y la venta, como señuelos comerciales, de imágenes del cuerpo de hombres y mujeres para su exhibición, sin excluir a las partes más íntimas. Lo escandaloso no es que se trate de una práctica universal y admitida por todos sino que nadie se escandalice: nuestros resortes morales se han entumecido)) (p. 158). «La degradación del erotismo corresponde a otras perversiones que han sido y son, diría, el tiro por la culata de la modernidad. Basta con citar unos cuantos ejemplos: el mercado libre, que abolió el patrimonialismo y las alcabalas, tiende continuamente a producir enormes monopolios que son su negación; los partidos políticos, órganos de la democracia, se han transformado en aplanadoras burocráticas y en poderosos  monipodios; los medios de comunicación corrompen los mensajes, cultivan el sensacionalismo, desdeñan las ideas, practican una censura disimulada, nos inundan de noticias triviales y escamotean la verdadera información. ¿Cómo extrañarse entonces de que la libertad erótica hoy designe a una servidumbre?» (p. 160).

Una señal sintomática es el sida, tanto la enfermedad misma como nuestra actitud ante ella. No somos capaces de afrontarla como en otros siglos a la peste o al cólera. Ponemos mucha atención en los progresos de la ciencia, pero «el contagio está ligado a la conducta, de modo que en la propagación del mal interviene la responsabilidad de cada individuo. Olvidar esto sería hipócrita y nefasto» (p.162). Las esperanzas más realistas están en la prevención que se traduce en educación. «Ahora bien, nuestra sociedad carece hoy de autoridad moral para predicar la continencia, y mucho menos de la castidad. El Estado moderno, con buenas y malas razones, se abstiene hasta donde le es posible de legislar sobre estas materias. Al mismo tiempo la moral familiar, generalmente asociada a las creencias religiosas tradicionales, se ha desmoronado. ¿Y con qué cara podrían proponer la moderación los medios de comunicación que inundan nuestras casas con trivialidades sexuales? En cuanto a nuestros intelectuales y pensadores: ¿en dónde encontraremos entre ellos a un Epicuro, para no hablar de un Séneca? Quedan las Iglesias. En una sociedad secular como la nuestra, no es bastante. En verdad, fuera de la moral religiosa, que no es aceptable para muchos, el amor es el mejor defensor en contra del sida, es decir, en contra de la promiscuidad. No es un remedio físico, no es una vacuna: es un paradigma, un ideal de vida fundado en la libertad y en la entrega. Un día se encontrará la vacuna contra el sida pero, si no surge una nueva ética erótica, continuará nuestra indefensión frente a la naturaleza y sus inmensos poderes de destrucción. Creíamos que éramos los dueños de la tierra y los señores de la naturaleza; ahora estamos inermes ante ella. Para recobrar la fortaleza espiritual debemos antes recobrar la humildad» (p. 162- 163).

Es aquí donde más se aproxima, como había anticipado, a la noción de amor como autodonación, aunque no es el único sitio: «el verdadero amor -decía a propósito de una carencia de Proust- consiste precisamente en la transformación del apetito de posesión en entrega» (p. 1 17). Tal vez la relacionalidad de la persona y la recuperación de la comunión (dos nociones prácticamente indiscernibles) le habrían permitido advertir que algunas de sus afirmaciones son incompatibles con la dignidad del hombre, como cuando incluye la oposición a la homosexualidad entre los tabúes que quedan por su superar (p.121) y el uso del preservativo entre las medidas indispensables en la batalla contra el sida (p.162). Veo también en esto una explicación del silencio casi total sobre la paternidad, sobre el hijo como fruto del amor.

Se puede hablar de cambios en el pensamiento de Octavio Paz. Los hay. También es cierto que el mayor rendimiento de sus propuestas no se obtiene mirándolos como tales cambios. Una comprensión más profunda de sus últimas obras nos revela un Paz más pleno, no un Paz que niega al anterior. Acceder a sus escritos actuales como a una «corrección» de los anteriores me parece poco interesante, sino es que estéril. Más fecundo es captar ahora la actualización de las virtualidades presentes anteriormente, descubrir ahora lo anterior llevado a un cumplimiento más cabal.

Un ejemplo de esto es el matrimonio, considerado en El laberinto de la soledad (1959) como un enemigo del amor. La llama doble ofrece alguna luz nueva, debido a que «el amor puede transformarse en amistad. Es, diría, uno de sus desenlaces, como lo vemos en algunos matrimonios» (p.115); «la amistad entre los esposos -un hecho que comprobamos todos los días- es uno de los rasgos que redimen al vínculo matrimonial» (p.114). La necesidad de redención aparece ya desde los escritos juveniles, concretada en diversas dimensiones de la existencia humana; Paz la aplica ahora a la institución matrimonial que de verdad necesita redención, de verdad se enemista hoy fácilmente con el amor. Hasta los Apóstoles, puestos ante las exigencias del vínculo, declaran que así «no conviene casarse» (Mt.19,10). Quien cree en la redención del hombre cree  también en la redención de ese vínculo: acudir al sacramento es buscar asegurarse la redención del propio matrimonio.


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