  
                                    Nuestra  idea central es que el amarse conyugal es un aunarse entre este varón y esta  mujer, en cuanto tales, y que a lo largo de este proceso unitivo, que es  potencialmente cobiográfico, sus amadores van engendrando crecientes estancias  cualitativas de su ser unión. El ser unión es una extraordinaria conformación  en comunión íntima de sus naturalezas de varón y mujer que sólo pueden ir  edificando las personas, mediante acciones estrictamente personales y  conjuntadas. Dicha unión es un bien de máxima excelencia humana y su principio  vital, en cuanto infundido desde las personas, es capaz de trascender el  devenir cíclico de la naturaleza sexual. En este sentido, el amor de  conyugación es un adentramiento en la íntima comunión de dos personas por  aquella vía específica de cointimación que les abre el don y la acogida de sus  cuerpos masculino y femenino. Este don y acogida lo es del cuerpo del otro al  modo íntimo como cada uno —este varón y esta mujer— aman su propio cuerpo. De  manera que la conyugación amorosa es un entrelazar y conformar en conjunto el  primario e inicial amor del varón y de la mujer a su propia carne (1). Pero el  amor conyugal no es la simple suma o yuxtaposición de aquellos dos amores de sí  mismo. En la confección de su entrelazamiento o conyugación, los dos amores de  sí mismo, que son su inicial materia prima, acometen un camino de  importantísimos cambios y transformaciones, un proceso cobiográfico de unirse y  comunicarse en un amor nuevo y específico, respecto del amor de sí mismo, que  es el amor conyugal. 
                                     
                                      Una  de las más venerables expresiones antiguas para referirse a esta metamorfosis  es aquella que señala la transformación del amor de concupiscencia en amor de  benevolencia. Recogeremos esta inspiración, reformulándola sugiriendo que los  amadores, a lo largo del proceso amoroso de conyugación, van hallando y  construyendo cierta íntima comunión entre sus personas, a medida que se  adentran enteros y sinceros en el mutuo don y acogida de las capas y etapas  —los contenidos y los tiempos de su acontecer vital— de su humanidad masculina  y femenina. Comprendida la naturaleza del amor de conyugación, hay que añadir que  esa conjunción íntima no ocurre completa de golpe, a tiempo cero y velocidad infinita.  Nuestro ser masculino y femenino, por expresarlo de algún modo, parece tener  territorios y edades, de manera que el encuentro íntimo entre las personas, a  través de la conjunción de sus cuerpos, pasa por esos componentes y sus  oportunos tiempos de darlos y acogerlos, nutriéndose de ellos y nutriéndolos de  unión. Pero los amores pueden quedarse varados en algunas de estas capas,  adocenarse y rutinizar —no pudiendo, no sabiendo o no queriendo una o ambas  partes darse y acogerse en más— sin crecer y alcanzar nuevos y más profundos  territorios de la cointimidad. 
                                     
                                      A  este proceso de íntimo adentramiento unitivo hemos denominado aquí el proceso  amoroso conyugal. Parece tener tres grandes estancias. Como es obvio, no  podemos hoy examinarlas minuciosamente, so pena de acampar en esta magna aula  durante algo más de un curso anual. No hay riesgo alguno de que albergue  semejante intención punitiva, ni de que la competente autoridad me permita  siquiera imaginarla. Así pues, nos limitaremos a sintetizar el núcleo esencial  de cada una de estas grandes estancias, para así poder explorar algún  sorprendente aspecto. Nuestro hilo conductor, en esta selección, será sólo uno:  identificar el principio vital del amor conyugal, aquel que, entre la vida y la  muerte, nos permite no pasar entre lo que nos pasa y se desvanece. 
                                    La primera  estancia del amor conyugal: la coincidencia afectiva del varón y la mujer en  las dinámicas sensibles que les suscita su naturaleza corpórea 
                                      Amamos  según somos, en conformidad con nuestra naturaleza. Hemos dicho hace un  instante que el adentramiento unitivo recorre los territorios de nuestra  naturaleza de varón y mujer y se toma en ello el tiempo oportuno. Reiteramos esto  porque muchas veces la intensidad del enamoramiento es propensa a olvidar que  se trata de un primer adentramiento y en un primer territorio del varón o  mujer. La primera estancia del amor se origina en nuestra carne y, desde ahí y  como naturaleza, comparece conmovida ante nuestra persona. El amor de  conyugación, en su primera estancia, nos une en la manifestación más primaria  de la sexualidad de nuestra persona encarnada, que es su cuerpo masculino o femenino  según se ofrece al conocimiento, aprecio y comunicación que nos aportan  nuestros sentidos. 
                                     
  Éste  es el fondo antropológico y psicológico de la clásica expresión inclinatio naturalis. Nos referimos, en  dichos sentidos técnicos, a la actividad de nuestra naturaleza y a la pasividad  de nuestra persona. Es el atractivo de un amado el que conmueve nuestras  entrañas y causa en nosotros tal revolución, sin que ese movimiento y sus  dinámicas las haya originado por sí nuestro sujeto personal, mediante su poder  de autodeterminación racional y libre. Uno no se enamora cuando y como quiere  con un acto de libre voluntad. A uno lo enamoran y, de pronto, sin premeditada programación  se siente conmovido de un modo que no inventó, se encuentra en-amor-dado. En  este sentido se dice que la persona padece los movimientos de su carne o  naturaleza, aludiendo a la pasividad del principio personal, que no ha  originado por sí la revolución de su naturaleza, sino que se la encuentra en  plena «ebullición» —en sí— dentro de su propio cuerpo de varón o mujer (2).  Podríamos decir, siguiendo una expresión tan común cuan incierta, que el  corazón le ganó la partida a la cabeza, que la razón está felizmente rendida y  ha puesto todos sus recursos al servicio de los sentimientos del corazón. 
                                     
                                      La  aportación específica de esta fase al proceso conyugal es el entrañamiento afectivo  sensible entre los enamorados, es decir, el poder vivenciar sensiblemente el  cuerpo masculino o femenino del amado desde aquel íntimo o «entrañable» mundo  de afectos y sentimientos que uno tiene para con su propio cuerpo y, aún más  —ésta es la primera transformación benevolente— con un impulso de predilección  a favor del cuerpo amado y hasta de abnegación por él respecto de ese natural  amor de uno a su propia carne. Nos atreveríamos a asegurar, a guisa de ejemplo,  que para un hipotético paciente no habría donador de órganos, miembros y sangre  más embriagadoramente dispuesto que su enamorado en el punto álgido de  ebullición. 
                                     
                                      Nuestro  cuerpo, en cuanto cuerpo, acoge en sus entrañas —en su intimidad— el cuerpo  amado como si fuera el propio. Esta primera acogida íntima genera ciertas  dinámicas unitivas dotándolas de poderosa energía. Las mencionaremos de  inmediato. Tales dinámicas, en cuanto son experienciadas por los amantes y  compartidas entre ellos, hacen aflorar todo un mundo —muy vasto, variado e  íntimo— de afectos y sentimientos humanos muy específicos, en los que la  reunión de varón y mujer es un conocerse y sentirse en la propia carne, cuyo  origen profundo proviene de un manantial primigenio, a saber, cada pareja de  enamorados reeditan en sí el primigenio encuentro de Adán y Eva, los dos  diversos modos de ser la misma naturaleza humana, la pareja humana y su unidad  de fondo. Esta unidad de raíz de la humanidad, de la que varón y mujer son las  dos diversas modalizaciones, ilumina tanto la extraordinaria intimidad cuanto  la peculiar especifidad humana de los afectos y sentimientos que el  «reconocerse y el coincidir» del amor de conjunción sexual contiene y expresa. Pues  bien, no son nuestro entendimiento racional y nuestra voluntad libre los que  revelan esta realidad y experiencia, en cuanto tal, a nuestra persona, sino  nuestra corporeidad o carne. Ésta es una de las razones por las que Max Scheler  insiste con vehemencia en que el reconocimiento íntimo que trae el amor no es  el propio del entendimiento racional, como tampoco el amor es el punto final de  una argumentación racional, la conclusión de una demostración de la razón  intelectual (3). El ser varón se revela al ser mujer y viceversa, la carne  comunica a la carne, según aquella íntima connaturalidad de razones del corazón  —según la feliz expresión de Pascal— que la razón no entiende.  
                                    El amor de  conyugación comienza con esta característica revelación, que origina un primer  y específico grado de unión entre el varón y la mujer, pues en esta fase el  movimiento unitivo surge en nuestra naturaleza sexuada y, desde ahí, comparece  ante el espíritu personal en ella encarnado. 
                                    Las invitaciones  del enamoramiento: la apertura de la primera estancia a la segunda  
                                      En  esta comparecencia, nuestra carne masculina o femenina cursa una muy fuerte  invitación a nuestra persona. La invitación no es un mandato tiránico, pues la  persona, en cuanto tal, siempre tiene una reserva de autodeterminación, una  dosis de libertad para no ser inevitablemente la inclinación de su carne. El  uso de la reserva no es fácil, a veces, sino arduo, pues la confrontación es  consigo mismo y con el entorno sociocultural. En todo caso, esta escena lleva  su tiempo. Quiero decir que hay un tiempo biográfico para la invitación de  nuestra carne, y otro, como veremos, para la respuesta de la persona «en  persona». Aprovecharemos este intermedio para escrutar el contenido de la  invitación. Se trata de unos intensos y placenteros impulsos, a modo de motores  con su propio combustible, que llamaremos dinámicas del enamoramiento. ¿A qué  nos invitan, hacia dónde nos mueven con gasolina de alto octanaje y, además,  gratuita? Básicamente, estas dinámicas de la inclinatio son las siguientes. 
                                     
                                      La  primera es el impulso a estar juntos, próximos, lo más cerca posible en el  tiempo y en el espacio, anhelando sentir intimidad mediante sus sentidos, según  múltiples formas de expresión de esta cercanía, entre las que, por ejemplo,  están el beso, el abrazo y las caricias; y, al revés, sufriendo con dolor  cualquier separación del amado, cuya inefable y constante presencia dentro de  nosotros nos llena la intimidad y, desde ahí, la vida, ocupándolas incluso en  su ausencia física en forma de minuciosa rememoración —con aquel dulce dolor—  de los momentos compartidos. En el orden del significado personal, la carne  convoca a la persona a la íntima unión con el amado. 
                                     
                                      No  se trata de cualquier unión. La segunda dinámica es el impulso a que esto que  nos ha ocurrido, lo que sentimos entre nosotros y nos une, sea intimidad sólo y  exclusivamente nuestra —de ti conmigo, y yo contigo—, una unión reservada  solamente entre sus amantes. De manera que se sufre cualquier posibilidad de  que el amado pudiera tener esa misma peculiar unión íntima con un tercero, como  también que alguien interfiera e intervenga desde dentro, como otro íntimo,  dirigiendo lo nuestro. «¿Me amas sólo a mí?», «¿No soy para ti más importante  que nadie, que tus amigos o tu madre?». En el orden del significado personal,  la carne convoca a la persona a una unión que sea fiel copertenencia en  exclusiva entre nosotros. 
                                     
                                      La  tercera es el impulso a que lo nuestro no se pase nunca, a no perderte ni  perder esta íntima unión nuestra entre los oleajes del vivir, el cambio y las  dificultades, a veces muy hostiles, del habitáculo social cuya cerca nos  envuelve y condiciona la vida, de suerte que el fluir del tiempo, la incógnita  del futuro y la impotencia por controlarlo, se presentan como enemigos  preocupantes y temibles. 
                                     Los amantes quisieran eternizar esa intima unión que  les está pasando en un instante mágico que durase siempre, que jamás se pasara  y desvaneciese, donde el reloj no marcase las horas, mientras a la vez sienten  implacable el fluir del tiempo y sus cambios. «Eres mi vida, ya no puedo vivir  sin ti, ¿qué será, será, de nosotros mañana, dentro de un año, al cabo de...?,  ¿me amarás siempre?», «te amaré hoy más que ayer y menos que mañana». En el  orden del significado personal, la carne invita a la persona al para siempre, a  la transformación de lo efímero y cíclico en permanente, a convertir el  presente pasajero en entera cobiografía, en toda una vida la nuestra. 
                                      La  cuarta dinámica es el impulso a darse y acogerse según el mejor modo que cada  uno es capaz de concebir, a ser el mejor que uno lleva dentro para el amado,  buscando en mil detalles la expresión de esa ansia de ser el mejor regalo.  
                                    En  este sentido, se siente cierta íntima inseguridad de merecer el amor del amado,  surge constante la pregunta acerca del porqué me ama a mí, precisamente a mí,  se teme defraudar, se busca encantar y deslumbrar, en suma, resplandecer como  el mejor varón o mujer, el más maravilloso y único, aun con toda la  incertidumbre y el temor, incluso con la segura certeza de no ser digno. En el  orden del significado personal, la carne invita a su persona a la  transformación de la concupiscencia en benevolencia, a abrir el giro narciso de  la carne sobre sí misma y su propio bienestar y convertirlo en éxtasis  verdadero y bueno de sí, en vivirse para el bien y la felicidad del amado como  forma de ser con y para él, como identidad referencial. «Yo soy el que te  quiere bien, el que mejor te quiere». «No me tengas miedo, yo nunca podría  hacerte daño, te quiero con amor del bueno, no quiero sino tu bien». 
                                     
                                      La  quinta dinámica es el impulso a la vida, a su renovación y estreno, a la  vivificación y resurrección de cuanto nos rodea, pues los amantes, por causa de  su amor, se sienten revivir según una fuente íntima de vida inaudita, poderosa  y distinta a cualquier otro habitual motor. «Nací el día que te conocí». «Mi  vida, vida mía, eres tú, tú has cambiado toda mi vida y has hecho que me valga  la pena vivir». 
                                     A caballo de ese impulso vital, los amantes son capaces de  verlo todo «de nuevo», el acostumbrado y rutinario entorno bajo una inédita y  más «viva luz»: su calle, su casa, su ventana, el banco del parque, nuestro  árbol, nuestra música. Cualquier cosa resplandece, si hace referencia al amado,  si es tocado por nuestro amor. Todo es resucitado y vivificado. Pero el paradigma  de excelencia de este impulso revivificador —que todo lo fecunda, que pone vida  nueva en la vida vieja— es dar vida en común a otro ser humano, es el hijo. En  el orden del significado personal, la carne enamorada invita a las personas a  la fecundidad y, dentro de ella, a la paternidad y maternidad del hijo común y  a la creación de un extraordinario espacio y tiempo —el hogar— donde albergar  aquella íntima convivencia y copertenencia entre los de nuestra misma carne y  sangre. 
                                      Ahora  bien, todas estas dinámicas son, por definición, energía intrínseca de nuestra  naturaleza —inclinatio naturalis— o impulso de nuestra encarnadura, pero no son  todavía la obra humana misma a la que invitan. 
                                     La conversión de la invitación,  a través de las acciones y comportamientos oportunos, en la obra hecha, el  pasar de las ganas de hacerlo al propiamente construirlo en la realidad,  requiere algo más que el impulso de la carne, va a exigir una implicación de la  persona «en persona» en la construcción del amarse y aunarse que anhela e  invita la carne. Sin esta implicación de la persona, el impulso de la carne, en  cuanto sola carne, es tan íntimo e intenso —tan naturaleza— cuan cíclico y  hasta efímero: surge, alcanza cierto cenit y decae. De esa naturaleza tenemos que  hablar y de cómo necesita cierta ayuda para navegar sin naufragar. 
                                    El  latido de la persona en la intimidad de su carne conmovida. 
                                      Los  riesgos de una concepción dualista 
                                      Dicho  esto, observemos hacia donde apunta esta entera y conjunta ebullición entre los  cuerpos masculino y femenino. La mirada de sus ojos, el tacto de sus manos, sus  labios y su voz, su calor y su presencia física nos parecen una revelación  extraordinaria y maravillosa, más y mucho más que nuestros ojos y manos y  cuerpo para nosotros mismos. Su cuerpo, en cuyo dentro o intimidad palpita él o  ella, se nos ha hecho predilecto al nuestro. Esta revelación corporal del  latido personal es la clave. La carne revela a la carne, a través del  conocimiento sensible y la intuición connatural, el latido íntimo y  singularmente único de él o ella, de su persona encarnada.  
                                    La revelación de la  carne es de una específica y particular intimidad de la encarnación personal de  él o de ella, la de su intimidad de varón o de mujer, que es una específica y  radical intimidad de cada uno con su humanidad. Estamos ante el fondo personal  y el destino esponsal del cuerpo sexual humano. En ese adentro final, palpitan  él y ella, y a esa persona buscamos en su carne masculina o femenina para  unirnos con ella por aquella vía de penetración a su intimidad y conjunción con  ella que abre la diversidad y complementariedad —la heterosexualidad— de  nuestros cuerpos. 
                                     
                                    Pero  una vez sabemos esto, ya es urgente evitar ciertos tópicos y simplistas  interpretaciones. Una de ellas, y muy frecuente, es la interpretación de la  noción de carne humana. Nuestra acepción es correspondiente a la expresión «una  caro», en la que carne quiere significar nuestro entero modo de ser  encarnadura, nuestra corporeidad en sentido integral, el cuerpo que somos y  animamos y, por tanto, no un mero organismo material que tenemos, ni su reducción  al plano físico y biológico. En este sentido, nos parece particularmente  esclarecedora, además de útil a nuestra exploración del amor conyugal, la  noción de naturaleza en Polo, en su propuesta de una antropología  trascendental. Según me parece, Polo distingue el núcleo de la persona, como  añadidura de ser más adentro y además de su naturaleza, la cual representaría,  bajo el permiso de cierto ejemplo, lo que es la tierra para su dueño y  jardinero. La distinción entre nuestra naturaleza de cuerpo humano y nuestro  principio personal espiritual explica mejor de qué manera podemos ser  biografía, es decir, podemos apropiar, trascender y personalizar nuestra  naturaleza humana y edificar en ella nuestra singular esencia. Esta opción  antropológica trae como consecuencia la necesidad de limpiarse, lo que no es  fácil, de la constante tendencia a la visión dualista entre cuerpo y espíritu. En  todo caso, la propuesta de Polo sugiere no limitar la noción de naturaleza humana  a su componente físico y biológico, sino abarcar lo psicológico y  sociocultural, es decir, todo aquel ser nuestro que hemos de adueñar y  personalizar desde la libertad de señorío de la persona y que todavía somos sin  concluirnos mediante esta acción personal, transformadora de la naturaleza en  nuestra esencia; esencia que es nuestra obra de integración en singularísima y  armónica unidad biográfica de nuestra persona con su propia naturaleza (4). 
                                     
                                    Es  decisivo este monismo de fondo, que propicia la antropología trascendental de  Polo, para la mejor comprensión del amor conyugal, que es un amor encarnado, un  caso paradigmático de la unidad de nuestro compuesto entre carne, espíritu y  vida biográfica (naturaleza, núcleo personal y esencia humanas). Por el  contrario, una concepción dualista, aun inconsciente, podría inducirnos a  suponer que la primera estancia del amarse, por venir de la mano del  conocimiento sensible, reduce lo unitivo a lo puramente sensual, físico y  biológico y que en esta física y bioquímica dimensión del amor la persona de  cada amador no solamente no ha comparecido, sino que más bien queda excluida,  puede evadirse o ni siquiera existe. La cosa sexual sería exclusivamente carnal  en su connotación más reductora y peyorativa: el mero macho y la pura hembra.  Podemos exilarlo de la zoología e incluirlo en la biología y, al fin, en la  sociología: el amor no sería sino pura bioquímica, cierta intensidad de activación  y convergencia entre neurotransmisores y hormonas que detona un arbitrario y  subjetivo estímulo, el cual se viste de ciertas pautas de comportamiento que  nos suministra el mercado sociocultural. 
                                     
                                    Que  nuestro aunarnos amoroso se adentre en el amado principiando por aquel  territorio que nos descubre el conocimiento sensible, no significa en modo  alguno que el amado no esté presente «en persona» en su cuerpo, puesto que  somos cuerpo y, de ese su cuerpo, en la dimensión que aquí y ahora perciben  nuestros sentidos. Una concepción monista nos explica, de principio, que haya  en la revelación entre el cuerpo masculino y el femenino una dosis cierta de  manifestación de sus íntimas e irrepetibles personas y, por lo tanto, haya  ocasión de encuentro y comunicación íntima entre ellas. Más bien eso es lo que,  de suyo, puede y debe ocurrir. Que nos conozcan, reconozcan y nos aprueben  nuestra persona es lo que cada uno de nosotros ansiamos del amor de nuestro  amado y desde el principio. Él o ella —el amado o la amada— palpitan en su  cuerpo, y ese latido de su persona, en cuanto se manifiesta mediante su cuerpo,  es singularísima presencia íntima que nuestros sentidos perciben en su cuerpo y  nos lo comunican a nosotros por la vía de nuestro propio cuerpo. Ningún ejemplo  más explícito que el de la mirada amorosa, que es la mirada de las miradas,  porque a través de los ojos y en su fondo los amantes ven aparecer la presencia  de la íntima persona amada, encarnada en la mirada de los ojos. Ciertamente es  una dosis, pues el íntimo núcleo de la persona escapa al careo vis-à-vis de los  sentidos, por causa de su índole no sólo inmaterial, sino propiamente  espiritual. Pero aquella dosis es cierta y verdadera: el íntimo él o ella están  presentes dentro de su mirada amorosa —la mirada que nos mira— y lo están en  ardiente encarnación sensible. En el conocimiento sensible entre los cuerpos,  entre varón y mujer, ya hay el escalofrío de aquel excitante vértigo que nos  causa atisbar el abismo de novedad e intimidad que es la persona del amado. Nos  lo explican muy notables autores, como Fromm, Lewis o Pieper (5). Lo sabemos  por nuestra propia experiencia, si hemos amado. 
                                     
                                      Lo  que queremos poner de relieve es que el primer adentramiento amoroso es por vía  sensual y asienta en la conmoción de nuestra carne o cuerpo sexuado, conmoción  que no es originada por un acto de la razón y la voluntad de la persona, aunque  la persona se ve inmersa en las dinámicas unitivas de su encarnadura, que piden  poner a su servicio también la inteligencia y la voluntad. Sin embargo, por  dicha vía predominantemente sensual y pasiva, se intuye la singular e  irrepetible persona que vivifica íntimamente el cuerpo amado. Esa intuición de  la persona del amado es sólo una dosis de ella, un primer asomarse al vértigo  —el que el conocimiento sensible atisba— de la sima insondable que es cada espíritu  personal. Bien comprendido este fondo íntimo personal al que se dirige la  «mirada» amorosa de los sentidos, hay que hacer notar —si es necesario con  redoble de tambor— que nuestro conocimiento y comunicación sensible tienen  importantes limitaciones naturales, pues dan de sí no más dosis de la realidad  integral que el amado es, que aquella que pueden penetrar. La dosis captada del  sujeto personal es, además, una dosis condicionada por el protagonismo del  conocimiento sensible y la intuición afectiva, pues en la comunicación el canal  mediatiza el mensaje, como el método al concepto. Por esta razón, en la primera  estancia unitiva, la verdad interior de la persona viene muy arropada  sensualmente por aquellos vestidos —valores y bienes— que atraen, gustan y son  capaces de apreciar nuestros sentidos y afectos corporales. Pero el amado y su  amante —cada uno de nosotros mismos— en cuanto este íntimo varón y esta íntima  mujer somos más que la revelación sensual de nuestra carne o naturaleza  corpórea en un momento o período dados de nuestra vida y nos queda por ser  todavía mucho, un además —para bien y para mal, para ilusionar o decepcionar—  que el territorio explorado por la vanguardia de nuestro conocimiento e  intuición sensibles. 
                                    Apreciada  en lo que vale, pero, al mismo tiempo, reconocida la limitación del  conocimiento sensible, podemos añadir una característica muy importante del  primer adentramiento unitivo. Nuestro cuerpo es temporalidad y ciclo y, aunque  en un principio este ser tiempo no contenía de suyo aquella desintegración y  corrupción que conocemos por muerte, en nuestra carne o corporeidad se anidó la  muerte. Ésta es una de nuestras certezas más seguras.  
                                    Debemos tenerla ahora muy  presente. El conocimiento sensible —de suyo o en cuanto tal— sólo puede  reconocer, apreciar y comunicar ciertas capas de nuestra naturaleza y su  temporalidad, aquéllas en la que somos ciclo y además muerte. Dicho de otro  modo, aquel scanner que es el conocimiento y la intuición sensibles capta sólo una  medida, una dimensión de su realidad, la cual no es toda la realidad que es y  puede ser el amado. Esa medida responde a su realidad sensible y, por eso  mismo, al aprecio de bienes que surgen, alcanzan un cenit y luego decaen. A la  naturaleza cíclica, hay que añadir la muerte, en cuanto corrupción  desintegradora, es decir, malignidad dentro de lo cíclico. La carne, en cuanto  carne, tiene esos ojos —ese scanner— y de suyo no ve con certeza más allá,  aunque pueda intuir que hay mucho más. Estos bienes y sus atracciones, que son  capaces de apreciar y conmover a nuestra naturaleza corporal y sensible son, en  cierto sentido, aquella realidad que es capaz de iluminar una lámpara, la de  nuestro cuerpo en cuanto capaz de conocimiento e intuición sensible. Todos  sabemos que lo que vemos a la luz de una linterna, no es lo mismo visto a la  luz del sol. Quiere esto decir que aquella conmoción primera, con la que  nuestra corporeidad enamorada comparece ante nuestra persona, puede estar  sosteniéndose encima de un bien o contenido atractivo del amado y, a su vez, convocar  un bien o contenido atraído en el amante, ambos de muy fuerte textura cíclica.  Ciertamente, el amado y el amante son ese contenido, pero no son sólo dicho  contenido. Es más, lo más real, verdadero y bueno de ellos reside al fondo, en  cierto interior inmaterial de su cuerpo, en la intimidad de su ser espíritu  personal, precisamente allí donde anida en nosotros un principio de vida, el  espiritual, que no responde al ciclo de surgir, subirse a cierta cima y  descender hasta su total ocaso. 
                                     
  Éste  es el clarín de alerta que, con otras formas expresivas, nos legó cierta  psicología filosófica y moral al observar que el que llamaron amor espontáneo o  pasión, basado en los sentidos, sólo puede captar al amado por su razón de  placer o de utilidad para el bienestar del amante y que esta apertura del  amante está «demasiado interesada en desear al amado como bien para sí», es  decir, tiene la estructura y dinámica del amor de concupiscencia. Dicho de otro  modo, en este tipo de amor tendemos a considerar bueno a aquello que nuestra  sensualidad desea, precisamente por desearlo, convirtiendo el deseo en fuente  de bondad (6). En efecto, si nuestra persona no interviene desde sí y por sí,  sino que se limita a ser movida por el tipo de bienes que definen nuestros  sentidos, en tal caso éstos —de suyo— aprecian lo que les reporta bienestar y  rechazan lo que les trae malestar —aman una cosa según expectativa de placer y  de utilidad para sí—, y lo que aprecian, en cuanto sentidos corporales, son  bienes que hoy surgen, mañana alcanzan una intensa cima y, luego, pasado mañana  han perdido su inicial novedad y atractivo, se anquilosan en la rutina, y  defraudan en su ocaso las expectativas del amanecer. Obviamente, amamos esa  dimensión de las cosas —del amado— porque nuestros sentidos, cualquier sentido  corporal, es en sí mismo cíclico y no puede aguantar su acción sensual  específica de forma indefinidamente estable y permanente. Nuestro cuerpo se  cansa, se sacia de lo que le gusta, necesita descansar para retomar la cosa sin  aversión por saturación. Lo que quiso decir la doctrina tradicional, en suma,  es que la llamada inclinatio naturalis o, en otros términos, la atracción unitiva de la carne a la carne, en la misma  medida en que está condicionada por el conocimiento sensible y por la pasividad  del sujeto personal, asienta en contenidos cuya fuerza unitiva responde al  principio de la temporalidad cíclica y, además, contiene ciertos componentes  propios de la corrupción o muerte. 
                                     
                                      Al  reconocer las características y los límites de la coincidencia sensual, tampoco  podemos extralimitarnos por la vía de falsos espiritualismos que desprecian y  desencarnan el amor humano. Un profundo subrayado de su significado personal y  esponsal, como el aportado recientemente (7) nos permite apreciar el  extraordinario valor del entrañamiento afectivo y el imprescindible  entrelazamiento del amor de sí que varón y mujer hacen al confeccionar, desde  la carne a la carne, el aunarse del amor conyugal en su primera estancia. Pero  lo uno no quita lo otro. El avance en el camino nos da otra perspectiva sobre  los pasos andados, pero no los borra. Así pues, hay ciertas limitaciones en el  valiosísimo entrañamiento afectivo y en el disparo de sus intensas y gozosas  dinámicas. Si bien constituyen la primera gran estancia unitiva del amor de  conyugación, por la que hay que pasar —pues nos aportan unas dinámicas  afectivas muy específicas cual son los contenidos de la inclinatio naturalis—,  no se agotan en ella todas las estancias del ser unión conyugal. 
                                     La esperanza  de sucesivos pasos de adentramiento en el amor conyugal requiere identificar  estas limitaciones y condicionantes iniciales, con el fin de que el caminar —el  amarse— no se convierta en un dar vueltas en círculo sobre el mismo punto,  hasta su agotamiento, sino que progrese hacia estancias de unión más profundas  y menos cíclicas. La cuestión es decisiva, pues los amadores que sólo logran  dar vueltas sobre la misma estancia, la primera, hasta esa misma pierden, y el  amor, se les muere. 
                                    ¿Qué  tipo de bienes nos atraen y unen al amado? 
                                      Nuestra  propuesta es reabrir, en el marco de una investigación interdisciplinar, la  cuestión del bien específico del amor conyugal. Se trata de explorar aquel  aliquid bonum no sólo en su índole de detonante del éxtasis o apertura amorosa  de nuestra intimidad, según una consideración ontológica y universal del bien y  su vis atractiva, sino en cuanto bien conyugal específico y en cuanto, según  ciertas transformaciones de crecimiento, es el principio vital sustante del entero  proceso unitivo del amor conyugal, responsable de la permanencia de su vida o  del declive al desamor y la muerte. 
                                      Con  esta intención, recapitularemos algunas importantes limitaciones de la primera  estancia unitiva del amor conyugal que, al mismo tiempo, sugieren las  correspondientes lecciones. Tales limitaciones son naturales a la estructura y  dinámica de la primera estancia, pero se convierten en severas disfunciones si  la primera estancia no se transforma cualitativamente y se adentra en una mayor  profundidad de la unión amorosa y de los bienes unitivos. Esta malignización de  un bien atractivo inicial, que era una característica normal en la primera  estancia, ocurre cuando suponemos que el enamoramiento es la única estancia del  amor o, al menos, la plena y paradigmática y, sobre este supuesto teórico o  vital, pretendemos acometer todo el futuro posible de nuestro amor con los  únicos recursos, con mismo arsenal, con las mismas características de la  primera estancia, pero cristalizadas en permanentes y, además, constituidas en  signos ejemplares de que hay amor y éste funciona. La disfunción agrava, a  fortiori, si ni siquiera la primera estancia logra constituirse con todas sus  dinámicas o si éstas son muy débiles y, además, los amadores se enclaustran en  esa única, lábil y deficiente estancia. 
                                     
                                      La  primera limitación hace referencia a la intensa naturaleza cíclica de los  factores y contenidos de la sensualidad por los que, en la primera estancia,  los amadores se sienten unidos. Lo hemos examinado ya con cierto detenimiento.  Bastará con reiterar un importante matiz. Su conexión con la pasividad de la  persona y la actividad de su naturaleza sensual en la génesis y el  sostenimiento del impulso amoroso unitivo. Usamos estos términos en su habitual  sentido en la psicología filosófico del acto humano (8). 
                                      Si  comprendemos bien este activismo cíclico de nuestra naturaleza y la pasividad  de nuestra persona al asentir complacida las dinámicas amorosas que ella no  origina, sino que conmueven su cuerpo, podremos con gran facilidad reconocer la  limitación que hay que trascender y no malignizar. Las dinámicas de la primera  estancia son invitaciones, muy intensas a veces, de nuestra naturaleza a  nuestra persona, pero no son todavía la obra hecha. 
                                     El hacer realidad cobiográfica  el estar realmente juntos, no sólo sentir su impulso y la complacencia en ello;  el conseguir que lo nuestro vaya aconteciendo sólo entre nosotros obrándonos la  exclusiva fidelidad; lograr ser cada día unión entre nosotros venciendo la mutación  cíclica de la sensualidad corpórea, de los estados de ánimo y las fluctuaciones  de los sentimientos; el superar los diversos obstáculos y hostilidades del  entorno —poniendo un ejemplo sintético y definitivo: comprar la casa y, sobre  todo, ir puntualmente pagando su crédito hipotecario, en vez de limitarse a  soñar con el hogar ideal y compartir una y mil veces la conversación sobre tal  sueño—, no es posible hacerlo sosteniendo la acción real y su perseverancia  solamente desde la índole cíclica de la sensualidad y sus sentimientos. Con esa  base motora, probablemente no se terminaría de pagar ningún crédito  hipotecario. Todos, por experiencia propia, sabemos que es necesario una  entrada en acción de nuestra persona «en persona» si es que, de veras, queremos  asegurarnos de que todo aquello, a lo que los sentimientos nos invitan, se  convierta —caiga quien caiga, le pese a quien le pese, contra viento y marea—  en una verdadera y real obra nuestra (9). 
                                     
                                      Una  nueva observación sugiere aceptar que, en amor, el tránsito de las dinámicas de  nuestra naturaleza sobre nuestra persona a las dinámicas de nuestra persona  sobre su naturaleza no es tiempo cero y velocidad infinita. Se necesita un  tiempo, porque somos tiempo. Todavía más, si dicho tránsito lo comprendemos no  sólo como un acontecimiento episódico, sino como un cambio cualitativo en el  principio que rige toda la estructura y dinámica de la estancia amorosa, en tal  caso estaremos en condiciones de objetivar y sistematizar, como estancias de  unión diversas con sus accesos o transiciones específicas, el que hemos llamado  proceso unitivo del amor conyugal. De inmediato, podremos apreciar que la  primera estancia, por el protagonismo activo de la corporeidad sensual y la  pasividad de la persona «en persona», es un estadio donde las personas de los  amadores, en cuanto tales, a pesar de la eventual intensidad de sus dinámicas  unitivas, son radicalmente libres de continuar el proceso o cancelarlo. La  razón antropológica es clara: es la persona la que puede comprometer a su  naturaleza en ser unión amorosa, pero no es la naturaleza la que, de suyo,  puede comprometer a nuestra persona en su ser, sin un expreso consentimiento en  ello de la persona «en persona». 
                                     
                                      Este  principio antropológico esclarece tres importantes cuestiones. La primera que  el amor de conyugación se inicia configurando una estancia unitiva en la que  las personas, en cuanto tales, son libres frente a los lazos privados que entre  los amadores enhebran las dinámicas de su amor y frente a los nexos jurídicos y  públicos que les confecciona el entorno familiar y social. En directo: el  vínculo conyugal no pertenece a la primera e inicial estancia del amor, sino a  otra diferente en cualidad y, en todo caso, posterior en el tiempo. El  potencial cobiográfico de todo amor verdadero, en primera estancia, es un  potencial, una posibilidad libre, pero no es una obligación. La segunda es que,  desde la perspectiva de la definición, se atina al decirse por algún notable Autor  (10) que, en la estancia matrimonial del amor conyugal, hay unión en el ser  (entre las personas), y no sólo en el obrar (las dinámicas de la sensualidad  sexual); lo que significa, dicho en sentido inverso, que la característica  esencial de la primera estancia unitiva es coincidir en la inclinación, pero no  ser todavía el uno del otro. En directo: las personas no se deben en justicia  la copertenencia de sus cuerpos masculino y femenino. Por último, en tercer  lugar, la transición entre la primera y segunda estancia unitiva es un tiempo,  pero no un mero sucederse de los días, ni un tiempo cualquiera. Es una  específica transición de la entera estructura del proceso amoroso, contiene un  sentido propio, necesita adquirir ciertos componentes y ganancias nuevas y  acometer unas finalidades. Todo ello puede ocurrir funcional o disfuncionalmente.  No podemos hoy ni siquiera entreabrir la página de esta fascinante transición amorosa,  los secretos, claves, claroscuros y riesgos de lo prematrimonial, del noviazgo  y de la preparación del matrimonio. 
                                     
                                      Nuestra  última observación hace referencia a la cuestión clásica del aliquid bonum del amado, la conditio sine qua non o principio  detonante de la inicial conmoción amorosa. La cuestión, ahora, es valorar la calidad  conyugal de ese bien, no en la intensidad puntual de su poder detonante del  primer éxtasis, sino en su auténtica naturaleza de bien conyugal y en su  capacidad de sustentar de forma profunda y constante el proceso hacia un mayor  adentramiento unitivo. Detengámonos sobre la siguiente proposición: uno sólo es  atraído por aquel bien que puede reconocer y estimar como el afín a mi  intimidad de varón o de mujer. Se trata, pues, del poder unitivo de un bien.  Así pues, hay dos aspectos fundamentales. De un lado, la mayor o menor  capacidad de apreciar bienes valiosos, y de otro lado, la valía unitiva o  conyugal real de lo apreciado como bueno y amable. El bien que alguien no  aprecia y no reconoce no atrae, por muy bueno que en sí sea y aunque otros lo  estimen en mucho. Esta proposición anuncia una extraordinaria y sugerente  escena temática. Parece fundamental identificar en diagnosis y terapia la  naturaleza y calidad conyugales del aliquid  bonum, el que subyace en la coincidencia inicial, la evolución de sus  expectativas, sus eventuales transformaciones, y el conocimiento o la  ignorancia, los errores, las confusiones y los engaños que los pacientes tienen  del mismo. En lo que de hecho se configura como bien conyugal —aquello que nos  une— pueden iniciarse una o muchas anomalías, algunas muy severas por cierto. 
                                     
                                      En  efecto, uno puede ser estrecho y miserable en su capacidad de reconocer y  apreciar; puede tener unos criterios o códigos sobre los bienes, capaces de  atraerle, muy triviales, superficiales, falsos, anómalos, miopes o ciegos para  bucear los niveles de profundidad donde están los bienes más valiosos, donde  aguarda lo mejor de la intimidad de la persona singular. Se puede ser sesgado,  excéntrico, arbitrario, cambiante e inestable en cuanto reconocedor y  apreciador. Con significativa frecuencia sólo vemos lo que necesitamos ver,  aunque no exista, porque alguna carencia o anomalía nos induce de continuo  hacia esta forma del autoengaño. Podemos errar de forma minúscula y mayúscula  en la fuerza unitiva del bien cuyo reconocimiento nos atrae. Nos pueden  engañar, haciéndonos señuelo de aquello que nos gusta y seduce. Pueden jugarnos  a la correspondencia y simulárnosla, ocultando la verdadera intencionalidad, disfrazándola  de amor, buscando aprovechar su apariencia para otros fines. 
                                      Los  bienes atractivos son de muchas clases. Por diversas causas, algunas muy  socioculturales, podemos creer que albergan valor conyugal intrínseco, es  decir, que su posesión y praxis vital nos aportará unión íntima de las personas  en sus cuerpos, confianza desnuda y compañía fiel, fecundidad paterna y  materna, calor y luz entrañables en el seno real e íntimo de la convivencia  familiar. Por ejemplo, podríamos creer que la valía de ciertos atractivos  físicos, psicosomáticos y socioculturales son, sin más, los valores reales de  la conyugalidad de su sujeto personal, lo que equivaldría a suponer —añadiendo  ejemplos— que unos ojos azul amanecer son la infalible manifestación de la  lealtad del alma y de la cálida ternura como se encarna en el don y en la  acogida de su cuerpo masculino o femenino, o que la sólida posición social o económica  es aquel bien del amado que nos garantizará consuelo, confianza y compañía  íntimas a nuestra soledad de varón o mujer, o que la condición de artista afamado  es sinónimo de finura y delicadeza de sensibilidad en el trato íntimo. 
                                     La vida  de muchos amores está llena de estas ingenuas e infundadas trasposiciones de  valor conyugal a valores psicosomáticos y socioculturales y de sus correlativos  desengaños: los ojos azules siguen siendo azules cuando son crueles e infieles,  aquel tipo tan atractivamente rico e influyente resulta huidizo y egocéntrico a  la hora del consuelo y de la compañía íntima, y nuestro bello artista se nos  descubre extremadamente sensible sólo ante el aplauso y la adulación de sus  admiradores, pues en la intimidad es un narciso, histérico y violento, incapaz  de abrir la cárcel de su insegura vanidad. 
                                     
                                      Los  bienes atractivos sustantes de una relación darán de sí sólo lo que de real  bondad y valor contengan precisamente del específico mundo de la conyugalidad y  su específica intimidad unitiva. No sirve de gran cosa, salvo para colosales  decepciones, la confusión entre bienes atractivos, esperando el bien de la  unión conyugal, de aquellos bienes que son de otra naturaleza, aun siendo muy  valiosos en su propia esfera. Estas trasposiciones pueden ser intencionales y  muy conscientes, hasta premeditadas y maliciosas, pero no faltan ocasiones en  que son fruto del error, de la defectuosa educación, o de ciertas frívolas  superficialidades que me eximo de detallar. También nuestra carencias y labilidades  psíquicas pueden hacer de algo un bien importante, hasta obsesivo,  manufacturándose desde nuestra anomalía aquel tipo de afectos que Thibon llamó  «sentimientos mixtos» (11). Uno o ambos consortes pudieron creer que cierto bien  era de naturaleza sexual y conyugal, porque les atraía muy poderosamente y muy  íntimamente. Hasta alardearon —orgullosos de haber alcanzado una notable cota  de lucidez y realismo— que ciertos bienes «prácticos y crematísticos», más que  el mismo amor, son raíz de profundas convergencias y sólido cimiento para la  unión conyugal. Algunas relaciones, por ejemplo, pueden haberse enhebrado sobre  un poderoso bien no conyugal y ni siquiera el paso del tiempo, compartiendo ese  otro bien, ha logrado hacer brotar en uno o en ambos aquel específico  reconocimiento unitivo que es la afinidad íntima con su ser varón o mujer y, por  tanto, nunca les nació aquel íntimo entrañamiento afectivo que es ganancia del  amor de conyugación en su estadio primero. Entre estos bienes —al parecer muy  sobreponderados para la inversión conyugal— están aquellos valores  socioculturales para cuyo atractivo, equívocamente amoroso y unitivo, parece  haberse acuñado la expresión erótica del poder y la gloria. La experiencia de  consulta nos hace preguntar acerca del por qué hay tanta soledad íntima y  sospecha del otro entre los hombres y mujeres unidos por el poder y la gloria. 
                                     
                                      Estas  consideraciones nos reabren la cuestión de la conyugalidad del bien detonante  de la coincidencia amorosa y, a la vez, sustante de su subsiguiente procesar  unitivo y de su perdurar. En efecto, hay bienes que lo son y, por serlo,  atraen, pero su naturaleza no es verdaderamente «conyugal », es decir, no  contienen una razón unitiva de bondad más o menos profunda aunque específica  del ser este varón o del ser esta mujer, en cuanto tales, sino que son bienes  cuya razón de bondad pertenece a otros ámbitos humanos. Nos imponemos, en  consecuencia, su definición. 
                                    Una síntesis  sobre el bien conyugal y sus tres principios de vida 
                                      El  bien conyugal se origina en la razón de bondad específica de ser humanidad como  varón y mujer, en la que se encarna cada persona, a través de cuyo don y  acogida, si es entero y sincero, se accede a aquella conformación en el ser y  el vivir que es «co-ser» entre varón y mujer, en cuanto tales, íntima comunión  de vida y de amor. Esta específica conyugación es, en sí misma, un bien  originario, primigenio y radical del ser humanidad de máxima excelencia. Co-ser  dicha unión es un bien en sí, que mana sin agotarse aquella verdad, bondad y  belleza humanas específicas que están insitas en el bien de ser este varón y  esta mujer y en el aunarse amoroso en y por dicho bien. En ser esta unión se  les revela a los amadores concretos —este varón y esta mujer— el sentido  personal y esponsal de su sexualidad que hay en su encuentro amoroso y en su  potencial cobiográfico. Así pues, la fundación, la conservación, el acrecimiento  y la restauración de este co-ser nuestra unión de vida y amor es, en sí, su  manera de vivir amándose y de amarse viviendo, que les encamina, dentro y en  medio de las diversas circunstancias de cada vida, la realización verdadera,  buena y bella de una singular e inédita cobiografía amorosa y, en relación a  ella, la unidad personal de vida o integración interior como amadores. 
                                     
                                      En  este bien de la vida de unión conyugal, indisolublemente fiel y fecunda, se  contiene además la señal o signo del destino último de cada ser humano, en  particular, y de la humanidad, como familia, que es de comunión de naturaleza  nupcial con Dios. Esta señal puesta desde el principio en la naturaleza  conyugable del ser varón y del ser mujer, ha sido sellada por Jesucristo  asumiendo la condición nupcial de Esposo en su unión con su Iglesia y, por su  causa, también la unión conyugal entre los cristianos contiene esa Cristo-conformación  y su gracia esponsal, en cuya virtud la unión de los cónyuges y su construcción  cobiográfica, en sus mismos pleamares, gozos y sombras, alegrías y penas,  grandezas y miserias, pasión y muerte, han sido elevadas a redención, salvación  y resurrección. Al sello de esta fiel presencia íntima de Jesucristo y de su  gracia amorosa y unitiva de Esposo dentro de cada unión conyugal de los  cristianos le llamamos sacramento del matrimonio. 
                                     
                                      Con  esto está dicho todo. Pero bien sabemos nosotros, los humanos, que nunca  comprendemos bien el todo, si no es por partes y a duras penas. No todo es  maldición en esta penuria, pues amén de ocasión de humildad también es, según  importantísimas fuentes, causa atenuante o, tal vez, hasta eximente, si  sobreabunda la misericordia a la justicia. Sea lo que fuere, aquel todo  conyugal, puesto al despiece, parece contener tres principios de vida. Uno  cíclico, que corresponde a la materialidad de nuestra carne. Otro espiritual,  capaz de permanecer, pues correspondiendo a la insólita actualidad del radical  acto de ser persona, posee una dinámica potencial de crecimiento irrestricto,  un más y más, que cada persona puede, en cierta suficiente dosis, introducir en  su amar, incluido por supuesto en el conyugal, cuando en verdad la persona «en  persona» se implica en ello entera y sincera. El otro principio vital no es  humano, sino divino; pero el amor humano —incluso en toda nuestra dolorosa  experiencia de miserabilidad de vino que pronto se agría y acaba— ha sido capacitado  —cual tinaja de agua— para recibir dentro la transformación del amor divino —el  nuevo y mejor vino— desde el instante en que el Verbo se hizo carne y,  habitando entre nosotros, tomó por Esposa a la unión de los que le aman y  confían en Él (12). 
                                     
                                      Los  tres principios de vida nos plantean la extraordinaria cuestión, no sólo  teórica, sino práctica y particular en cada vida conyugal, de su articulación  armónica, de su contraposición o, incluso, de la ausencia de alguno en el amor  conyugal. Empezaremos por los principios de vida naturales al amor humano. En  última instancia, el principio divino de Vida transforma desde dentro todos los  principios del amor humano, sin sustituir, ni destruir, ni quitar ninguno de  ellos. Para este sobre-elevar, no necesita despreciar o negar aquel ser menos,  al que enriquece. El amor, ya lo dijimos, todo lo vivifica y renueva. En  realidad, cuando el amor es Amor, todo lo puede. 
                                    La segunda gran  estancia del amor conyugal.  
                                      La  transformación del principio unitivo inicial: de las dinámicas unitivas, según  la carne, al vínculo entre las personas, según el espíritu 
                                      Somos  personas encarnadas, cuerpo cuya humanidad masculina y femenina está animada  por un principio espiritual de orden personal. En la primera estancia del amor,  que surge y conmueve nuestro territorio humano primario, la carne aporta sus  dinámicas unitivas. Conocemos las aportaciones y limitaciones de esa estancia  amorosa y de estas dinámicas unitivas. Sabemos que la comparecencia ante la  persona es también una convocatoria a que se implique y comprometa, en cuanto  persona, en lo que le pasa a su encarnadura o naturaleza de varón y mujer  en-amor-dados. Esta convocatio o llamada del amor humano es connatural a  nuestra carne conmovida. Somos personas encarnadas y, por lo tanto, queremos, al  amar, comunicar también íntimamente con la persona de nuestro amado en su  cuerpo masculino o femenino. La carne —nuestra naturaleza, también en su  corporeidad— está preparada, capacitada y anhelante de manifestar su persona y  comunicarla en su intimidad espiritual de tal. Sin ella, la carne y sus  dinámicas unitivas se muestran cíclicas, efímeras y, al fin, decepcionante y  destructivamente vacías. La llamada a la persona, para que implique su  presencia en el amor primario, es una convocatoria a que lo haga como tal  persona, es decir, según su naturaleza de espíritu personal, de ser este  irrepetible y único sujeto espiritual que hay en cada amador, capaz de  trascender la experiencia de lo efímero y su angustia (13). 
                                      De  este modo, el amor humano puede ser completo e integral en su unión, abarcando  a toda la persona encarnada en varón o mujer, su espíritu y su cuerpo. Nuestra  carne enamorada, además, solicita esta activa implicación de la persona, pues  por connaturalidad consigo misma intuye que el espíritu y los bienes que es  capaz de concebir y vivir le abren al amor una inédita y más profunda realidad  unitiva, que permanece entre lo cíclico, que puede crecer sin decaer. Nuestra  carne de varón y de mujer —pasional y cíclica— le exige a la propia persona que  implique en el aunarse del amor su específico principio de vida, el propio del  espíritu, y que con él, con sus luces y sus bienes, los amantes puedan  adentrarse en una estancia mucho más profunda —humanamente más integral— de su unión. 
  Ésta  es la segunda gran estancia del amor conyugal, la que el espíritu personal de  los amadores coengendran al potenciar, desde dentro, la inclinación unitiva de  la carne elevándola y transformándola en vínculo entre personas. 
                                     El principio  unitivo recibe una cualitativa metamorfosis. Se transforma —sin destruirlo, ni  reprimirlo, ni aparcarlo— el principio vital atractivo entre varón y mujer, que  aporta la carne y su sensualidad, por el principio vital unitivo que pueden  poner, en cuanto espíritus, las personas del varón y la mujer. Es la transición  entre el amarse, como inclinación de hecho, al ser unión de amor como vínculo  de justicia. En cuanto varón y mujer se han hecho realmente, en sus cuerpos mediante  sus almas, el uno del otro. Esta personalización del amor sexual lo eleva a una  unión de amor integral, pues es toda la humanidad del varón y la mujer, en sus  cuerpos y almas, la que ha quedado conyugada. 
                                     
                                      Estamos  ante el núcleo antropológico esencial que subyace en lo que, bajo muy notables  diferencias de forma y contenido, las culturas se ven necesitadas de  categorizar como nupcias y estado matrimonial. No nos referimos a las  regulaciones sociales y jurídicas vigentes en las diversas culturas, a los  requisitos sustantivos y formales que dichas culturas exigen para reconocer las  nupcias y el estado matrimonial. Ni siquiera a las ideas sobre el matrimonio de  la mentalidad social dominante o de las diversas mentalidades colectivas que  coexisten en un determinado modelo social, en su significado sociológico.  Obviamente, como todos saben, en los sistemas de legalidad y en las  mentalidades colectivas el sexo, el amor y el matrimonio pueden llegar a  concebirse y vivirse incluso como mundos desintegrados y autónomos. Esta  disociación es un hecho, al parecer, crónico y epidémico. Nos referimos  expresamente al elemento antropológico nucleico, que está en el fondo más  radical de las nupcias y del estado matrimonial. En efecto, se regule como se  regule por un sistema legal y se entienda con mayor o menor claridad en una  mentalidad colectiva, el amor humano entre hombre y mujer es un universal que,  de suyo, pasa por un estadio en que su potencia unitiva está principalmente protagonizada  por las dinámicas sensuales de nuestra corporeidad y puede pasar por otra  estancia unitiva más profunda, integral y sólida, en la que la unión está  sostenida en su deber ser por una implicación voluntaria de las personas —el  vínculo conyugal— sobre sus dinámicas sensuales. Esta diferencia de estancia  unitiva puede ser formulada y regulada de muchas formas. Pero toda cultura  jurídica ha intuido que en el proceso del aunarse conyugal hay un estadio de  hecho y otro de derecho.  
                                    El sistema legal no lo ha inventado, como la letra de  cambio o la hipoteca inmobiliaria, sino que se lo ha encontrado en la realidad  y experiencia humanas y, eso sí, lo ha regulado de formas harto diversas. En  esta realidad humana, se hallaba también la desvinculación y autonomía entre la  primera estancia del amor y la vinculación conyugal, es decir, la disociación  entre sexo, amor y matrimonio. Con inquietante frecuencia, los sistemas  jurídicos establecieron los perfiles del vínculo matrimonial y los requisitos  de su acceso, dando la espalda a la conexión entre amor y matrimonio. Las  consecuencias de esta tan «realista y lúcida» disociación han sido devastadores  tanto para la comprensión del amor de conyugación, convertido en un coto  subjetivista donde vale cualquier hecho y praxis sexual, cuanto para la  evaporación del sentido de fondo y el desprestigio de lo que hoy se entiende no  infrecuentemente por matrimonio «institucional»: «hacerse los papeles». 
                                    La vinculación  entre las personas abre a la conjunción de sus cuerpos un inédito ámbito humano  de unión íntima: la cointimidad del ser un único nosotros 
                                      La  segunda estancia es la una caro genesíaca. Dos, un varón y una mujer, se  adentran en una estancia amorosa en la que se conforman en ser un único  nosotros. Este ser un nosotros, donde las voluntades han vinculado la  conjunción de sus cuerpos, es una cointimidad humana extraordinaria e inédita  —un mundo verdadero y bueno de íntima compañía y de fecundidad—, una profunda e  integral respuesta de humanidad a aquella soledad del ser varón o mujer que no  halla su íntima compañía y confianza en las cosas y animales del cosmos —cualesquiera  «bienes de la tierra»—, ni en el monólogo con su carne solitaria, ni en el  ciclo efímero del sexo físico, pasional o de los intereses sociales. 
                                     
                                      La  cointimidad así conyugada —aquel vínculo que más arriba estudiamos— no es una  yuxtaposición de las dos particulares intimidades, ni su suma o adición, pues  la ganancia del nosotros es un plus de humanidad cualitativo diverso a la  simple suma de las dos partes. Hay algo más y además que dos partners. Es en  este preciso sentido por el que la expresión «pareja» resulta insuficiente para  referirse al ser conyugal. En la cointimidad conyugada hay comunicación de  confidencias, si bien no es un mero intercambio de datos privados o de  conversaciones entre dos sobre cuestiones reservadas. La cointimidad conyugal  no es, en sí, el comadrearse chismes, un ámbito para el cotilleo. Tampoco tiene  que ver, de suyo, con el espacio de los secretos, de lo que se oculta  celosamente y sólo algún privilegiado comparte. Nadie más especializado en  chismorrear secretos del corazón que cierto periodismo rosa, y nadie más  profesional en datos confidenciales que los servicios secretos, pero ni unos ni  otros son la cointimidad del nosotros conyugal. Podríamos añadir ejemplo tras  ejemplo, pero sin acabar de acertar la diana de la diferencia. 
                                     
                                      La  clave no está afuera, en los referentes y las experiencias de la sociedad, sino  hacia dentro del mismo amor, en un adentramiento en la intimidad de lo unitivo.  Lo que se ha abierto al conyugarse varón y mujer, mediante el vínculo, es un  nuevo más adentro, un inédito además a la intimidad que ya habían adquirido con  el entrañamiento afectivo de la primera estancia. Es aquella cointimidad del  ser un nosotros, en cuanto coidentidad y cobiografía que nos debemos en  justicia. Por eso, la nueva cointimidad no es simplemente el intercambio de  confidencia e intimidades de las dos singularidades individuales y de sus dos  vidas privadas. Hay un además inédito e insólito. Una culminación de la textura  tridimensional del amarse y aunarse conyugal. Es el espacio específico y propio  que abre el «co-ser» conyugal, en cuanto unidad del nosotros, a sus dos  consortes, que es distinto a su dualidad diversa y distinto a su intimidad individual,  aunque ha de integrar dichos mundos sin menoscabo, ni empobrecimiento, ni  destrucción. 
                                      El  nosotros es una conformación en co-ser y, en cuanto tal, contiene su propia y  específica intimidad, compañía y fecundidad (14). 
                                     
                                      Este  ámbito lo intuye la singular intimidad de cada varón o mujer, pues es la  autoexperiencia de su soledad masculina o femenina, la cual, al mismo tiempo,  es premonición de la íntima compañía del otro referente y complementario. Pero  la cointimidad conyugada, pese a intuirla profundamente, no pueden el varón o  la mujer engendrársela a solas consigo mismos. No sólo es esencialmente  imprescindible el otro, sino además el aunamiento de amor con el otro, es  decir, la unión de amor conyugal. Son necesarios dos, pero tampoco les basta el  intercambio entre sus respectivas diversidades. 
                                     La pareja, en cuanto dualidad,  no es la última conformación unitiva del amor sexual humano. La dualidad es  diversidad y ésa es precisamente su riqueza. Pero los dos, en cuanto diferencia  y diversidad masculina y femenina, son irreductiblemente dualidad. Es necesario  un además, a saber, el trascenderse o adentrarse en el «co-ser» un nosotros o  la unidad de la unión. Esta tercera dimensión, el «co-ser» un nosotros, es un  ámbito de cointimidad humana formidablemente insólito e inédito, que está ahí  adentro, en lo más hondo del ser «común humanidad» aunque según el modo  masculino y el femenino. Al fundarlo, mediante el consentimiento, se engendra  como un embrión y toda la vida conyugal, como cobiografía, abre la creativa  edificación de su crecimiento y de sus restauraciones. 
                                     
                                      La  visión tridimensional —y en reverso, sus ausencias— nos permite comprender  cuanto hay en la relación conyugal y, entendido, de súbito aparece diáfano en  qué consiste el ámbito de la cointimidad del nosotros y su carácter insólito  respecto de todos los demás ámbitos de comunicación humana. Pongamos un ejemplo  clásico. La cópula conyugal es un acto unitivo y fecundo que, de suyo, condensa  todo lo conyugal. Es la expresión ejemplar de la íntima conjunción en la carne,  de su aunarse fielmente exclusivo y fecundo, es activa posesión aquí y ahora de  la común copertenencia y comunicación conyugal que es la una caro. Los cónyuges  están en la integración de su intimidad individual como don y aceptación para  el otro; están como dualidad en el intercambio equitativo de la riqueza de su  diversidad, tan diferente cuan complementaria; y están —todo a la vez— en la  trascendencia de su «co-ser» unión y en el acto de su expresión tridimensional. 
                                     
                                      Al  proyectar todo el foco de nuestra atención sobre la cópula, un acto tan  identificable, quizás se nos ha deslizado cierto equívoco sobre la cointimidad  conyugal. Se trataría de suponer que solamente en ese acto hay una expresión  clara de aquella especial cointimidad del ser un único nosotros, la cual se  fragmentaría y se desvanecería cuando hacemos desfilar ante nuestros ojos los  pequeños hechos de la convivencia ordinaria. La convivencia ordinaria de los  cónyuges no carece, en efecto, de una constante dimensión de esencial  significado copulativo. Más bien, si yendo al fondo del sentido recordamos que  la cópula conyugal es ayuntamiento en la carne, es decir, dinámica del aunarse  o amar propio de los esposos, entonces comprenderemos que, de suyo, toda la  vida conyugada, incluyendo sus momentos más minúsculos y corrientes, constituye  igualmente un «aunamiento en unión», un cointimar cada vez más expansivo y  dentro de aquel espacio inaudito del ser humanidad que hay en la unión, en el  mundo del «co-ser» un nosotros. En efecto, los cónyuges sabios y buenos  amadores pronto descubren que puede haber más cointimidad y copulación en aquel  cruce de sus miradas, aparentemente lejanos uno de otro en medio de una  concurrida reunión social; en un suave, discreto y fugaz roce entre las manos  al servirse el plato, desapercibido al resto de los comensales; en todo el  intenso compendio de sentimientos que embargan una palabra y nos comunica el  tono de su voz o en cualquier otro pequeño gesto, que se transforma en caricia  y conjunción íntima si él o ella —su persona— van encarnados de veras dentro de  cualquier signo corriente, dándose y acogiéndonos. 
                                     
                                      He  aquí, por una senda inesperada, cómo el nosotros y su cointimidad pueden abrir  un adentro profundo en el pasar humilde de los hechos de la vida ordinaria. El  amarse en cuanto un único nosotros rompe la plana y unidimensional percepción  subjetiva e individualista del acontecimiento corriente, perfora el enfoque  dualista y su riesgo de vivenciar la diferencia como conflicto, y ahonda en un  adentro de cointimidad que tiene el poder de transformar lo rutinario en  inédito, la vida ordinaria en ocasión de compañía e intimidad extraordinaria.  Éste es un gran poder del amor verdadero, ajeno al tener mucho o poco, en manos  de cualquier desposeído de los poderes y glorias mundanas. Esta gran verdad no  es nueva y menos aquí entre nosotros. ¿No hemos oído otrora, en este campus,  una notabilísima lección de San Josemaría acerca de la profunda dimensión,  hasta divina, que el amor logra abrir dentro del correr de la vida ordinaria? (15). 
                                     
                                      La  cointimidad conyugada abre un mundo propio, co-engendra una específica y nueva  dimensión dentro y en medio de cualquier espacio y tiempo. Todo significado,  toda palabra, toda situación y circunstancia queda afectada y adentrada al  referirla a este único nosotros. Para definirla, no basta con los significados  comunes que lo intersubjetivo y lo social tienen, pues resultan genéricos,  inexactos, equívocos y sólo parecen rozar la superficie de ese adentrarse en la  historia, absolutamente singular, de cada cointimación conyugal. El adentro  cuyo abismo de humanidad ha quedado abierto es más y además que el ser socios,  pareja, colegas, amigos, compañeros, compadres, cofrades, vecinos,  compatriotas, equipo, empresa o colectivo. Es otra cosa y mucho más coíntima en  la carne que la paternidad, la maternidad, la filiación o la fraternidad, amén  de las otras graduaciones del parentesco (16). Las expresiones que tanteamos para  significar ese adentro no buscan ocupar plaza en la narrativa, la lírica o la  estética, aunque la poesía y la música parecen gozar de ganzúa privilegiada.  Estamos ante el sello y velo de un sobrecogedor ámbito, cuya naturaleza bordea  la frontera entre lo humanamente expresable y lo radicalmente inefable y  sobrenatural. Nuestra sexualidad masculina y femenina está dispuesta para que  nuestra persona encarne en ella una radical, genuina y originaria razón de  bondad del ser humanidad. Esta disposición no debe interpretarse en términos  genéricos, sin absolutamente personalizados, es decir, en estricta referencia a  las coordenadas de una historia singular y única entre un varón y una mujer.  Ellos no agotan toda la esencia de la conyugalidad humana, pero la entera  humanidad sólo se realiza mediante cada historia concreta y personalizada de  unión de amor conyugal. Por eso mismo, en sentido contrario, cada historia de  desunión y odio asoma al precipicio de cierta deshumanización y desintegración de  la intimidad a un tramo genealógico. 
                                    ¿Qué llaves  abren al amor la puerta de la segunda gran estancia, la del ser cointimidad  conyugada? 
                                      El  coincidir y aunarse en el orden de la inclinación, que es la esencia de la  primera estancia de la unión amorosa, presenta un grado significativo de  indeterminación y equivocidad respecto de la índole y del valor de lo  atractivo. Las tendencias pueden contener fuerzas, que convergen en atraer y  entrelazar a los amadores, pero cuya fuente y naturaleza pueden ser muy  heterogéneas y algunas poco conyugales. Algunas pueden provenir del componente  físico y bioquímico de nuestra condición biológica, otras de la textura de  nuestra personalidad psicológica y de las características de sus impulsos,  necesidades, carencias y hábitos de funcionamiento y adaptación, otras de una  serie de factores de índole sociocultural de alto predicamento, estimación y  capacidad de suscitar la vehemencia de su deseo y el deleite de su posesión  entre los géneros. De hecho, como vimos, todos estos componentes se  entremezclan y confunden con la misma inclinación sexual, en cuanto tal, y es  muy frecuente que los sujetos no acaben de discernir claramente qué hay de uno  u otro componente en el caudal inclinativo que les atrae.  
                                      La  meta de la primera estancia amorosa, que es alcanzar el «coser» conyugal y  adentrarse en él, sólo puede culminarla una determinada intervención personal  de las personas sobre la materia atractiva. Decimos personal porque esta  intervención de las personas ha de inyectar en todo el torrente tendencial  ciertas razones de bondad, ciertos bienes muy determinados, que provienen del  significado personal y esponsal de la diforme sexualidad humana de los  amadores. Sólo la persona, comprometiéndose en persona, puede implicar esos  valores en el seno de la inclinación de su sexualidad. El efecto de la infusión  de dichos valores esponsales de la persona es triple. 
                                     
                                      En  primer lugar, elevan las tendencias de la sexualidad desde el nivel de obrarlas  al plano de serlas como coidentidad, abriendo la conformación del varón y de la  mujer a unirse en el ser y no solamente en la inclinación. Esta elevación es,  en realidad, un adentrarse en un nivel cualitativamente más profundo del ser  varón y mujer y un comprometerlo en el don-acogida-don, transformando las  dinámicas de entrelazamiento en una coidentidad biográfica debida en justicia.  Gracias a esta elevación o adentramiento profundo en la naturaleza personal de nuestra  sexualidad, al contenido de la inclinación sexual y a su coincidencia se le  libera del acontecer en completo sometimiento al ciclo biológico, psicológico y  sociocultural, y se le abre a la vida específica y a los bienes que posee el  acto de ser persona, los cuales no están sometidos al ciclo de surgir, alcanzar  cierto cenit y decaer. 
                                      En  segundo lugar, esta apertura de las inclinaciones de la sexualidad al principio  de vida personal es capaz de purgar y reorientar a lo unitivo conyugal aquel  otro resto de componentes, con fuerte vigor atractivo, pero cuya índole unitiva  no era puramente conyugal, sino convergencias entre factores físicos y  biológicos, acoples y expectativas compensatorias entre características de la  estructura y dinámica psicosomática de las personalidades psicológicas, o  deseos sobre ciertos bienes socioculturales y roles que representa o posee cada  parte. Aquella elevación o adentramiento al nivel de los valores esponsales y  personales conlleva un discernimiento de la auténtica índole unitiva de estos  componentes cuya fuerte vis atractiva puede haberse entremezclado y confundido  con la estrictamente conyugal. Y este discernir trae como consecuencia la  posibilidad de podar, suprimir, reorientar y reubicar la presencia e  importancia de su rol unitivo. 
                                     
                                      En  tercer lugar, esa elevación o adentramiento al nivel personal de la sexualidad  es, precisamente, el que conduce a la puerta de aquella inaudita y formidable  cointimidad conyugada y, con la complicidad de ciertos valores o llaves, es el  único que puede abrirla. Repetiré esta afirmación. Es inútil pretender abrir el  ámbito de esa cointimidad conyugada con otras llaves, ya sean carísimos bienes  o violentísimas fuerzas. Otros valores y fuerzas abren otros habitáculos  humanos, pero son incapaces de dar un paso verdadero hacia aquel adentramiento  de íntima compañía y fecundidad en el ser humanidad que posee la una caro.  Aunque uno quiera, aun consintiéndolo, la intimidad nuestra que nos logra abrir  el dinero, el poder o la gloria, no es jamás aquella intimidad conyugable y,  por eso, pese a todos los esfuerzos, esas llaves, aun consentidas, no acaban de  lograr abrir aquella desnuda compañía y confianza íntimas, sino que dejan en  soledad íntima y en aquella sutil autoprotección que produce la desconfianza y  sospecha del otro. La puerta se abre a una solo y único «conjuro»: el don  sincero de la persona de los amadores dentro de la entrega y acogida entera de  su cuerpo masculino y femenino (17). ¿Qué significa este don entero y sincero? 
                                    El don en cuanto  entero. El fundamento del uno con una y para toda la vida 
                                      Si  meditamos aquel «conjuro» caeremos en la cuenta que en lo entero y sincero del  don se combinan ciertos bienes específicos del amor de conyugación. Son los que  caracterizan el tipo de entrelazamiento que a nuestra sexualidad corpórea  consigue infundir el vínculo en cuanto realidad espiritual e interpersonal.  Recordemos que el vínculo y la unión conyugal son la misma cosa, según tuvimos  ocasión de esclarecer a propósito de un expeditivo texto de Tomás de Aquino (18).  Pues bien, la relación sexual se torna vinculación conyugal y —dada la  equivalencia entre vínculo y unión— abre el adentrarse en la específica  cointimación conyugada, que es ser cónyuges, cuando el entrelazarse del varón y  de la mujer se conforma en un estado de unión exclusiva y cobiográfica,  radicalmente incondicional y a título de justicia. 
                                    Entero  significa aquí la totalidad completa de nuestro ser varón y mujer, sin mengua o  falta alguna de ella en su hoy y en su mañana, con el matiz de robustez de esa  totalidad, pues su cumplimiento requiere sostener firme su entrega mientras se  va realizando en la vida. El don entero, por lo tanto, alude a la completa  exclusividad de la unión conyugal en su doble vertiente, a saber, en su contenido  y en su duración. No siempre este uno con una y para siempre está bien  explicado. Se buscan demostraciones incontestables donde no las hay y se ignora  dónde está su luz, su sentido y su fundamento. Veamos hoy, al menos, dónde está  la localización de su cimiento. De nuevo no está fuera de nosotros mismos, sino  dentro. 
                                      El  don entero nos trae a escena que cada uno de nosotros, varón o mujer, es un  único cuerpo masculino o femenino, el que anima su espíritu personal, el suyo.  Esta intimidad es exclusiva: sólo nosotros somos nuestro único cuerpo masculino  o femenino y lo somos —ser este varón y esta mujer— según un orden de intimidad  tan especial como exclusivo, nuestra relación de intimidad con nosotros mismos.  No somos varios cuerpos en el sentido que nunca somos más de uno, el nuestro.  Esta exclusiva intimidad de nosotros con nuestro propio cuerpo masculino o  femenino es biográfica, es toda nuestra vida, y esta intimidad de varón o de  mujer es la que, en la unión conyugal, entrelazamos y vinculamos conformando  entre ambas una, la cointimidad nuestra. El amor conyugal —ya lo dijimos más  arriba— surge de conyugar el amor de este varón y esta mujer a la propia carne. 
                                      Pues  bien, don entero significa don de toda esa intimidad que somos con nuestra  naturaleza masculina o femenina, en todo su contenido y en toda duración  biográfica, abarcando todas las modalizaciones en que se articulan lo que somos  y lo que duramos, según edades cuyos cambios y diferencias se asientan sobre  nuestra identidad sustante de ser siempre la misma y única persona. Darse y  acogerse entero es entrelazar esta completa exclusividad natural de la propia  intimidad con la del amado —que es inclinación que surge en toda coincidencia  amorosa verdadera— y conformándolas ambas en un único ámbito de comunión, el  nuestro, donde se han conyugado y por eso hecho patrimonio común aquellas  exclusivas intimidades de cada uno con sus propios cuerpos, ahora los nuestros.  Por eso, la unión conyugal reclama de suyo la fiel exclusividad de la intimidad  nuestra o, dicho con otra terminología, el vínculo conyugal tiene como  propiedad característica la completa exclusividad y fidelidad. Los cónyuges  aúnan y vinculan aquella exclusiva intimidad que cada uno, en cuanto varón y  mujer, son con su propio cuerpo. Al conyugarlas, al entregarlas al nosotros que  nos hacemos, las hacen firmes y esenciales propiedades de su vinculación o  unión. Sólo el que viene en don entero de su intimidad, como varón o mujer, nos  abre nuestra posibilidad de entero acogimiento de otra intimidad y, en y por  dicha apertura, uno a otro se generan la humanidad de esposo que, como  potencia, son y tienen dentro. Sólo si vamos enteros en el don, podemos  entrelazarlo con la recíproca acogida entera del amado. Sólo si vamos enteros,  la compañía íntima se hace entera —sin reservas ni zonas excluidas— pues  quienes se dan enteros pueden también, entre sí, acogerse por entero. 
                                     
                                      El  don entero de la unidad, exclusividad e indisolubilidad que uno es con su  propio cuerpo es el fundamento de las llamadas propiedades esenciales de la  vinculación conyugal: la unidad del uno con una y la indisolubilidad del para  toda la vida. Estas propiedades del vínculo conyugal surgen de la unidad e  identidad de cada persona humana consigo misma, en cuanto ser este único varón  o esta única mujer a lo largo de toda su vida. Eso es lo que nos damos y  acogemos. Eso es lo que constituimos en patrimonio común del nosotros  conyugado. En lógico correlato, la ausencia, los defectos y reservas o la  crisis del carácter entero del don, en los dos aspectos de su exclusiva  totalidad, es fundamento de las formas poligámicas, de la infidelidad y de la  disolubilidad. 
                                     
                                      Hemos  insistido en que el amor conyugal, según muy atendibles autoridades, tiene como  materia primigenia el amor de uno a sí mismo, a su ser varón o mujer. Este amor  propio es el que se entrelaza en dinámica don-acogida-don mutuo con el que, a  su vez, nuestro amado tiene para sí mismo. Por causa del éxtasis —la apertura  de sí al amado que el amor provoca—, en el entrelazamiento se transforma el  objeto y fin del amor propio —que era hacia uno mismo—, para dirigirlo al nuevo  objeto y fin que el entrelazamiento conforma, que es la unión que somos. En un  texto espléndido, Tomás de Aquino dice que el amor que uno se tiene a sí mismo  es la razón del amor que se tiene a la esposa (19). Y en otro texto  extraordinario, aclara que el objeto del consentimiento matrimonial no es tanto  el otro consorte, cuanto la constitución de la unión con él (20). La unidad e  indisolubilidad, por lo tanto, no les sobrevienen a los amadores desde fuera,  como a súbditos, por causa de la jurisdicción y conveniencia de una potestad  humana política o religiosa. La unidad e indisolubilidad vienen de dentro, del  primigenio amor de sí mismo y de su ámbito de intimidad, y se aportan desde ese  dentro individual a la unión y al nuevo ámbito de cointimidad conyugada,  mediante la unidad de consentimiento, que es la voluntad conjuntada de los  contrayentes de constituirse aquí y ahora en su unión. Realmente, el sentido  común y la experiencia vivida nos dicen que sólo podemos dar aquello que  tenemos. Esto ocurre entre el amor de sí y el amor conyugado. No perderemos  ahora el tiempo, pues sería inoportuno, en asombrarnos de hasta qué punto la  cultura actual, incluso en medios que se consideran muy bien instruidos, ha  perdido luz sobre estas cuestiones tan fundamentales, aunque no se priva de  debatirlas, a favor o en contra, desde la más supina ignorancia y simpleza de  prejuicios. Sin embargo, me permitiré sugerir cierta reflexión acerca de cuán  abandonado tenemos el cuidado, el respeto y la formación del amor de sí a la  propia carne masculina o femenina, cuán alterado, desintegrado, confuso,  inseguro, retorcido, despectivo, violento, informe e inestable, enloquecido y  desgobernado, dolorido y vengativo, bloqueado y clausurado puede estar la  relación del sujeto con su cuerpo sexuado. La cuestión es decisiva, pues con  ese amor de sí es con el que, entrelazándolo en vínculo, hacemos el amor  conyugal. Quizás de este origen arranca ya la explicación de ciertas  deformaciones y disfunciones, algunas muy severas, de muchos amores y uniones  conyugales. 
                                     
                                      Veamos  un instante la cuestión del para toda la vida, también denominada indisolubilidad.  La doble vertiente de la completa o entera exclusividad —todo el varón o mujer  que somos y durante toda la vida que lo somos— conlleva otro efecto decisivo  para el amor conyugal. Los amadores no chocan contra aquella experiencia del  intento intensivo de don entero aquí y ahora, pero circunscrito sólo a este presente,  en el cual hay confesión, bien secreta o bien compartida, de no saber o no  querer si mañana —en el futuro— uno o ambos seguirán en el don entero de sí mismos:  «sólo sé que ahora te quiero, en cuanto al mañana ni yo, ni tú, ni nadie puede  saberlo». ¿Por qué hay cierta falta de verdad en el don que pretende ser entero  pero, al mismo tiempo, lo limita al presente, a este aquí y ahora que estamos  viviendo entre nosotros? ¿Por qué la autenticidad del amor parece padecer en su  línea de flotación si sólo es verdad ahora pero no mañana? ¿Por qué el desamor,  cuando ya es presente, parece poner en duda si hubo verdadero amor en el  pasado? La respuesta es muy sencilla. Nosotros —el ser este varón y esta mujer—  no somos un mero presente, no somos durante un fugaz aquí y ahora. Amamos como somos.  Ciertamente, no sabemos las circunstancias que deparará el futuro, pero desde  luego podemos habernos comprometido a vivirlas según un sentido y una  finalidad. Podemos entregar por amor nuestra vida, como podemos acoger la vida  y amor de que nos da nuestro amado. Otra cosa es que lo queramos hacer, pero  nos es posible. Cuando nuestro amar, de espaldas a nuestro ser, pretende a la  vez ser entero y sólo en este presente, su autenticidad sufre un examen  devastador por parte de nuestro propio ser. Este examen es claro y rotundo  cuando somos las víctimas, cuando es el amado quien nos jura que nos ama hoy,  pero que no sabe si nos amará mañana; cuando el amado que un día nos dijo  amarnos con toda su alma, pasa hoy delante de nuestra vida con otro amado al  que dice las mismas palabras de amor que a nosotros juraba. El don entero de nuestro  ser varón y mujer no puede limitarse a nuestro presente, porque en este pequeño  corral es imposible darse y recibirse enteros. La vinculación para toda la  vida, en cambio, armoniza el contenido entero del don con el modo biográfico  según el cual desplegamos y realizamos, a lo largo de la vida, nuestro propio  ser este varón y esta mujer. En otras palabras, el compromiso cobiográfico  completo hace verdadero el amor, serias sus palabras, reales sus juramentos. 
                                    Notas 
                                      1.  Consideramos esta etiología del amor conyugal en el amor de sí —a la propia  carne o humanidad masculina y femenina— y su entrelazamiento y, al fin,  vinculación en justicia como un principio fundamental de nuestra concepción.  Realmente fue éste, el amor de sí a la propia naturaleza, un luminoso y  profundo hallazgo de la sabiduría perenne, del que, entre otros muchos,  recordaremos ahora solamente dos importantísimos textos. El primero lo hallamos  en San Pablo, Ef 5,28-33: «Los maridos deben amar a sus mujeres como a su  propio cuerpo. El que ama a su mujer, a sí mismo se ama, y nadie aborrece jamás  su propia carne, sino que la alimenta y abriga como Cristo a la Iglesia, porque  somos miembros de su cuerpo. Por eso dejará el hombre a su padre y a su madre y  se unirá a su mujer, y serán dos en una carne. Gran misterio es éste, pero yo  lo aplico a Cristo y a la Iglesia. Por lo demás ame cada uno a su mujer, y  ámela como a sí mismo...» El segundo en Tomás De Aquino, II-II, q. 26,11, ad 2:  «Dilectio quam aliquis habet ad seipsum est ratio dilectionis quae habetur ad  uxorem, secundum scilicet rationem boni». En los esposos ese amor a la propia  carne se une o conjunta en un nuevo y único amor, el conyugal, por eso en la  misma q. 26, 11, aunque en ad. 4 el Aquinatense dirá que la razón del amor que  une a los esposos es por el bien de la carne unida o una caro. San Agustín  sostiene la misma idea sobre el amor de sí mismo, como la base de partida de todo  amor: «Si no sabes amarte a ti mismo, tampoco sabrás amar a los demás en la  verdad» (Serm. 368, Migne, PL, 39, 1655) y en La Ciudad de Dios (1,20) afirma que  la regla del amor al prójimo la encuentra el amante en el amor que siente hacia  sí mismo, pues esta es la base de la que arranca el mandato evangélico del  «amarás a tu prójimo como a ti mismo». Como era de esperar, la interpretación  de este amor a la propia carne, o «amor de sí», ha dado lugar a algunas famosas  polémicas —por ejemplo entre Abelardo, Hugo de San Victor, Gerson y Tomás de  Aquino— entre las que destaca la crítica a este amor acusándole de posesivo y  concupiscible, más en la órbita del eros que del mejor amor, que sería el  desinteresado agapé. No es momento de examinar a fondo estas tesis, tan  versosímiles cuán falsas, y nos bastará con indicar el atinado y realista  examen que Pieper hizo del rebrote de la cuestión en Nigren, Rousselot, Scholz,  Grünhut y Brunner y, aún, Barth, según se encontrará en Las virtudes  fundamentales, cit., pp. 526 ss. En esta misma línea de Pieper, que comparto,  recomiendo los comentarios de J. Cruz, El éxtasis de la intimidad, cit., pp. 31  ss. Y 90 ss.; y de Hildebrand, La Esencia del amor, cit., pp. 103 ss. y 189 ss.  También F. Wilhelmsem, La metafísica del amor, Madrid 1964; C. S. Lewis, Los  cuatro amores, Madrid 2000, pp. 103 ss. 
                                      2.  Que el amor «hierve» es una feliz y realista forma de expresarse de Tomás De  Aquino en III Sent., dist. 27, q. I, art. 1 ad 4. Aunque la imagen del fuego,  la llama viva, el encenderse y el abrasarse parece una común inspiración: «en  tu amor me abrasaría» dice, por ejemplo, San Juan De La Cruz, en Romance sobre  el evangelio, De la creación 3.º, 95, vid. En «Obras completas», B.A.C., Madrid  1994, p. 87; vid. también en Noche oscura, 5, ibidem, p. 106 o en ¡Oh llama de  amor viva!, 1, ibidem, p. 110. 
                                      3. Cfr. M.  Scheler, Ordo amoris, cit., pp. 54 ss. 
                                      4.  Cfr. estas tesis centrales en el pensamiento de L. Polo, en Antropología  trascendental, t. I., La persona humana, Pamplona 1999, y en Antropología  trascendental, t. II., La esencia de la persona humana, Pamplona 2003; y en  Ética: hacia una versión moderna..., cit., pp. 77 ss.; Presente y futuro del  hombre, Madrid 1993; La persona humana y su crecimiento, Pamplona 1996, passim. 
                                      5.  E. Fromm, El arte de amar, Barcelona 1988, pp. 13 ss., 18 ss. y 57 ss. También  J. Pieper, Las virtudes fundamentales, cit., pp. 435 ss. y 445 ss.; C. S.  Lewis, Los cuatro amores, cit., pp. 105 ss. 
                                      6.  «Algo es amado en cuanto contiene una razón de bien» Tomás De Aquino, II-II,  26, 
                                      2  ad 1. Ahora bien, «lo que es objeto del apetito sensible inmediato se estima  bueno simplemente porque es deseado. Pero lo que es objeto para la voluntad, en  cuanto tendencia intelectual, es deseado por ser bueno en sí mismo», In Metaph.,  12,7, 2522. 
                                      7.  Los textos de Juan Pablo II sobre el significado personal y esponsal de la  sexualidad humana son muy numerosos. Para seguir su secuencia, son muy útiles  la voces masculinidad, feminidad, esponsalidad y sexualidad en el muy completo  índice temático del último volumen del Enchiridion Familiae. Una feliz síntesis  se halla en J. M. Yanguas, Corporalidad, sexualidad y persona humana..., cit.,  pp. 813 ss. 
                                      8.  Cfr. J. Arregui - J. Choza, Filosofía del hombre. Una antropología de la  intimidad, Madrid 1991, caps. VI, VII y X; R. Yepes Stork, Fundamentos de  antropología. Un ideal de la excelencia humana, Pamplona 1996, caps. 1, 2, 3, 7  y 10; J. F. Selles, La persona humana, partes II y III, Univ. De La Sabana,  1998; C. Cafarra, Ética general de la sexualidad, cit., pp. 29-37; M.  Rhonheimer, La perspectiva de la moral. Fundamentos de la ética filosófica,  Madrid 2000, cap. III. 
                                      9.  «Así el eros... No puede por sí mismo ser lo que, de todos modos, debe ser si  ha de seguir siendo eros. Necesita ayuda; por tanto, necesita ser dirigido». C.  S. Lewis, Los cuatro amores, cit., p. 127. 
                                      10.  La vinculación conyugal no es, como es obvio, una fusión en la que ambos  consortes perdieran su individuación humana y dieran origen a una nueva y única  persona en la que quedaran engullidos: no son dos ríos que, al desembocar, se  funden y desaparecen en el mar. No obstante, la vinculación les une en su modo  de ser naturaleza humana masculina y femenina, que resulta conjuntada, de  suerte que la vinculación no se limita solamente a una cooperación en las  conductas, al «hacer cosas juntos». Se pueden hacer muchas cosas juntos, quienes  no están unidos. En cambio, en la unión conyugal, si los cónyuges hacen juntos  las cosas, por ejemplo la convivencia íntima, es por consecuencia de haberse  unido en lo que son, y así su co-ser unión es la causa de que obren en común.  Cfr. J. Hervada, Una caro, cit., pp. 34-37. 
                                      11.  G. Thibon, Sobre el amor humano, Madrid 1955, pp. 103 ss. Vid. la interesante  descripción de las anomalías de la diversas formas de unión simbiótica que hace  E. Fromm en El arte de amar, cit., pp. 28 ss. contraponiéndolo al amor  interpersonal maduro; y obsérvese la conexión entre el patrón biológico, que  según dicho autor, informa la unión simbiótica y lo que nosotros venimos  denominando el componente cíclico del amor conyugal y su trascenderse mediante  la implicación personal en el don. 
                                      12.  Obviamente, nos estamos refiriendo a dos extraordinarios pasajes evangélicos,  el de la Anunciación y el de Caná de Galilea, y a su intrínseca conexión, en la  cual María —hija del Padre, madre del Hijo y esposa del Espíritu Santo— tiene  un protagonismo, como la mujer o nueva Eva y como la madre de toda la  humanidad, verdaderamente decisivo. Vid. Los interesantes comentarios a Lc  1,26-38 y a Mt 1,18-25 de J. M. Casciaro, Corporeidad y sexualidad en el Nuevo  Testamento, pp. 652 ss. y 661 ss., respectivamente; y también el comentario a  Ioh 2,1-12 y 19,25-27 de I. De La Potterie, Teología del cuerpo y de la  sexualidad en los escritos de S. Juan, pp. 864 ss. y 884 ss.; ambos trabajos en  AA.VV., Masculinidad y feminidad en el mundo de la Biblia, Pamplona 1989. 
                                      13.  A esta subterránea pero insistente llamada a trascenderse que, en medio del  efímero pasar, surge de la experiencia vivida de nuestra humanidad corpórea y  sexuada y nos interpela en un nivel de profunda intimidad, allí donde somos  nuestra propia persona y ésta es cuanto más se trasciende, se refiere V. Frankl  en numerosos pasajes de La voluntad de sentido, Barcelona 1994, por ejemplo en p.  114. 
                                      14.  Sobre esta intimidad amorosa, en cuanto apertura, trascendencia y ámbito de  copertenencia, vid. A. Millán Puelles, «Persona humana y sexualidad», en  AA.VV., Estudios sobre la sexualidad en el pensamiento contemporáneo, cit., pp.  803 ss.; también el estudio de J. Cruz, El éxtasis de la intimidad, cit., pp.  57 ss. 
                                      15.  «Y ahora, hijos e hijas, dejadme que me detenga en otro aspecto  —particularmente entrañable— de la vida ordinaria. Me refiero al amor humano,  al amor limpio entre un hombre y una mujer, al noviazgo, al matrimonio. He de  decir una vez más que ese santo amor humano no es algo permitido, tolerado,  junto a las verdaderas actividades del espíritu, como podría insinuarse en los  falsos espiritualismos a que antes aludía. Llevo predicando de palabra y por  escrito todo lo contrario desde hace cuarenta años, y ya lo van entendiendo los  que no lo comprendía. El amor, que conduce al matrimonio y a la familia, puede  ser también un camino divino, vocacional, maravilloso, cauce para una completa dedicación  a nuestro Dios. Realizad las cosas con perfección, os he recordado, poned amor  en las pequeñas actividades de la jornada, descubrid —insisto— ese algo divino  que en los detalles se encierra: toda esta doctrina encuentra especial lugar en  el espacio vital, en el que se encuadra el amor humano». San Josemaría Escrivá  De Balaguer, «Amar al mundo apasionadamente», Homilía pronunciada en el campus  de la Universidad de Navarra el 8 de octubre de 1967, en Conversaciones con  Mons. Escrivá de Balaguer, Madrid 1998, pp. 244-245, n. 121. 
                                      16.  La específica intimidad de la unión conyugal y de su adentramiento nos dan  nueva luz sobre aquel primigenio «Por eso dejará el hombre a su padre y a su  madre, y se unirá a su mujer, y serán dos en una sola carne», Gen 2,24. Desde  esta perspectiva, he examinado las diferencias entre los vínculos e intimidades  de lo conyugal y de lo consanguíneo en El ser conyugal, cit., pp. 32-41. 
                                      17.  Vid. Gaudium et spes, n. 24; Familiaris consortio, nn. 11, 18-21; Carta a la  Familias, nn. 7, 8 y 11. 
                                      18.  Supl., q. 44, a. 3. Nuestro comentario en El ser conyugal, cit., pp. 11-17. 
                                      19.  Lo hemos recordado supra, en la nota 1. 
                                      20.  Supl., q. 48, a. 1. 
                                    Ius  Canonicum, XLIV, N. 88, 2004, págs. 439-513                                    |