Argumentos de fondo / Matrimonio
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El amor conyugal entre la vida y la muerte. La cuestión de las tres grandes estancias de la unión
Pedro-Juan Viladrich

Nuestra idea central es que el amarse conyugal es un aunarse entre este varón y esta mujer, en cuanto tales, y que a lo largo de este proceso unitivo, que es potencialmente cobiográfico, sus amadores van engendrando crecientes estancias cualitativas de su ser unión. El ser unión es una extraordinaria conformación en comunión íntima de sus naturalezas de varón y mujer que sólo pueden ir edificando las personas, mediante acciones estrictamente personales y conjuntadas. Dicha unión es un bien de máxima excelencia humana y su principio vital, en cuanto infundido desde las personas, es capaz de trascender el devenir cíclico de la naturaleza sexual. En este sentido, el amor de conyugación es un adentramiento en la íntima comunión de dos personas por aquella vía específica de cointimación que les abre el don y la acogida de sus cuerpos masculino y femenino. Este don y acogida lo es del cuerpo del otro al modo íntimo como cada uno —este varón y esta mujer— aman su propio cuerpo. De manera que la conyugación amorosa es un entrelazar y conformar en conjunto el primario e inicial amor del varón y de la mujer a su propia carne (1). Pero el amor conyugal no es la simple suma o yuxtaposición de aquellos dos amores de sí mismo. En la confección de su entrelazamiento o conyugación, los dos amores de sí mismo, que son su inicial materia prima, acometen un camino de importantísimos cambios y transformaciones, un proceso cobiográfico de unirse y comunicarse en un amor nuevo y específico, respecto del amor de sí mismo, que es el amor conyugal.


Una de las más venerables expresiones antiguas para referirse a esta metamorfosis es aquella que señala la transformación del amor de concupiscencia en amor de benevolencia. Recogeremos esta inspiración, reformulándola sugiriendo que los amadores, a lo largo del proceso amoroso de conyugación, van hallando y construyendo cierta íntima comunión entre sus personas, a medida que se adentran enteros y sinceros en el mutuo don y acogida de las capas y etapas —los contenidos y los tiempos de su acontecer vital— de su humanidad masculina y femenina. Comprendida la naturaleza del amor de conyugación, hay que añadir que esa conjunción íntima no ocurre completa de golpe, a tiempo cero y velocidad infinita. Nuestro ser masculino y femenino, por expresarlo de algún modo, parece tener territorios y edades, de manera que el encuentro íntimo entre las personas, a través de la conjunción de sus cuerpos, pasa por esos componentes y sus oportunos tiempos de darlos y acogerlos, nutriéndose de ellos y nutriéndolos de unión. Pero los amores pueden quedarse varados en algunas de estas capas, adocenarse y rutinizar —no pudiendo, no sabiendo o no queriendo una o ambas partes darse y acogerse en más— sin crecer y alcanzar nuevos y más profundos territorios de la cointimidad.


A este proceso de íntimo adentramiento unitivo hemos denominado aquí el proceso amoroso conyugal. Parece tener tres grandes estancias. Como es obvio, no podemos hoy examinarlas minuciosamente, so pena de acampar en esta magna aula durante algo más de un curso anual. No hay riesgo alguno de que albergue semejante intención punitiva, ni de que la competente autoridad me permita siquiera imaginarla. Así pues, nos limitaremos a sintetizar el núcleo esencial de cada una de estas grandes estancias, para así poder explorar algún sorprendente aspecto. Nuestro hilo conductor, en esta selección, será sólo uno: identificar el principio vital del amor conyugal, aquel que, entre la vida y la muerte, nos permite no pasar entre lo que nos pasa y se desvanece.

La primera estancia del amor conyugal: la coincidencia afectiva del varón y la mujer en las dinámicas sensibles que les suscita su naturaleza corpórea
Amamos según somos, en conformidad con nuestra naturaleza. Hemos dicho hace un instante que el adentramiento unitivo recorre los territorios de nuestra naturaleza de varón y mujer y se toma en ello el tiempo oportuno. Reiteramos esto porque muchas veces la intensidad del enamoramiento es propensa a olvidar que se trata de un primer adentramiento y en un primer territorio del varón o mujer. La primera estancia del amor se origina en nuestra carne y, desde ahí y como naturaleza, comparece conmovida ante nuestra persona. El amor de conyugación, en su primera estancia, nos une en la manifestación más primaria de la sexualidad de nuestra persona encarnada, que es su cuerpo masculino o femenino según se ofrece al conocimiento, aprecio y comunicación que nos aportan nuestros sentidos.


Éste es el fondo antropológico y psicológico de la clásica expresión inclinatio naturalis. Nos referimos, en dichos sentidos técnicos, a la actividad de nuestra naturaleza y a la pasividad de nuestra persona. Es el atractivo de un amado el que conmueve nuestras entrañas y causa en nosotros tal revolución, sin que ese movimiento y sus dinámicas las haya originado por sí nuestro sujeto personal, mediante su poder de autodeterminación racional y libre. Uno no se enamora cuando y como quiere con un acto de libre voluntad. A uno lo enamoran y, de pronto, sin premeditada programación se siente conmovido de un modo que no inventó, se encuentra en-amor-dado. En este sentido se dice que la persona padece los movimientos de su carne o naturaleza, aludiendo a la pasividad del principio personal, que no ha originado por sí la revolución de su naturaleza, sino que se la encuentra en plena «ebullición» —en sí— dentro de su propio cuerpo de varón o mujer (2). Podríamos decir, siguiendo una expresión tan común cuan incierta, que el corazón le ganó la partida a la cabeza, que la razón está felizmente rendida y ha puesto todos sus recursos al servicio de los sentimientos del corazón.


La aportación específica de esta fase al proceso conyugal es el entrañamiento afectivo sensible entre los enamorados, es decir, el poder vivenciar sensiblemente el cuerpo masculino o femenino del amado desde aquel íntimo o «entrañable» mundo de afectos y sentimientos que uno tiene para con su propio cuerpo y, aún más —ésta es la primera transformación benevolente— con un impulso de predilección a favor del cuerpo amado y hasta de abnegación por él respecto de ese natural amor de uno a su propia carne. Nos atreveríamos a asegurar, a guisa de ejemplo, que para un hipotético paciente no habría donador de órganos, miembros y sangre más embriagadoramente dispuesto que su enamorado en el punto álgido de ebullición.


Nuestro cuerpo, en cuanto cuerpo, acoge en sus entrañas —en su intimidad— el cuerpo amado como si fuera el propio. Esta primera acogida íntima genera ciertas dinámicas unitivas dotándolas de poderosa energía. Las mencionaremos de inmediato. Tales dinámicas, en cuanto son experienciadas por los amantes y compartidas entre ellos, hacen aflorar todo un mundo —muy vasto, variado e íntimo— de afectos y sentimientos humanos muy específicos, en los que la reunión de varón y mujer es un conocerse y sentirse en la propia carne, cuyo origen profundo proviene de un manantial primigenio, a saber, cada pareja de enamorados reeditan en sí el primigenio encuentro de Adán y Eva, los dos diversos modos de ser la misma naturaleza humana, la pareja humana y su unidad de fondo. Esta unidad de raíz de la humanidad, de la que varón y mujer son las dos diversas modalizaciones, ilumina tanto la extraordinaria intimidad cuanto la peculiar especifidad humana de los afectos y sentimientos que el «reconocerse y el coincidir» del amor de conjunción sexual contiene y expresa. Pues bien, no son nuestro entendimiento racional y nuestra voluntad libre los que revelan esta realidad y experiencia, en cuanto tal, a nuestra persona, sino nuestra corporeidad o carne. Ésta es una de las razones por las que Max Scheler insiste con vehemencia en que el reconocimiento íntimo que trae el amor no es el propio del entendimiento racional, como tampoco el amor es el punto final de una argumentación racional, la conclusión de una demostración de la razón intelectual (3). El ser varón se revela al ser mujer y viceversa, la carne comunica a la carne, según aquella íntima connaturalidad de razones del corazón —según la feliz expresión de Pascal— que la razón no entiende.

El amor de conyugación comienza con esta característica revelación, que origina un primer y específico grado de unión entre el varón y la mujer, pues en esta fase el movimiento unitivo surge en nuestra naturaleza sexuada y, desde ahí, comparece ante el espíritu personal en ella encarnado.

Las invitaciones del enamoramiento: la apertura de la primera estancia a la segunda
En esta comparecencia, nuestra carne masculina o femenina cursa una muy fuerte invitación a nuestra persona. La invitación no es un mandato tiránico, pues la persona, en cuanto tal, siempre tiene una reserva de autodeterminación, una dosis de libertad para no ser inevitablemente la inclinación de su carne. El uso de la reserva no es fácil, a veces, sino arduo, pues la confrontación es consigo mismo y con el entorno sociocultural. En todo caso, esta escena lleva su tiempo. Quiero decir que hay un tiempo biográfico para la invitación de nuestra carne, y otro, como veremos, para la respuesta de la persona «en persona». Aprovecharemos este intermedio para escrutar el contenido de la invitación. Se trata de unos intensos y placenteros impulsos, a modo de motores con su propio combustible, que llamaremos dinámicas del enamoramiento. ¿A qué nos invitan, hacia dónde nos mueven con gasolina de alto octanaje y, además, gratuita? Básicamente, estas dinámicas de la inclinatio son las siguientes.


La primera es el impulso a estar juntos, próximos, lo más cerca posible en el tiempo y en el espacio, anhelando sentir intimidad mediante sus sentidos, según múltiples formas de expresión de esta cercanía, entre las que, por ejemplo, están el beso, el abrazo y las caricias; y, al revés, sufriendo con dolor cualquier separación del amado, cuya inefable y constante presencia dentro de nosotros nos llena la intimidad y, desde ahí, la vida, ocupándolas incluso en su ausencia física en forma de minuciosa rememoración —con aquel dulce dolor— de los momentos compartidos. En el orden del significado personal, la carne convoca a la persona a la íntima unión con el amado.


No se trata de cualquier unión. La segunda dinámica es el impulso a que esto que nos ha ocurrido, lo que sentimos entre nosotros y nos une, sea intimidad sólo y exclusivamente nuestra —de ti conmigo, y yo contigo—, una unión reservada solamente entre sus amantes. De manera que se sufre cualquier posibilidad de que el amado pudiera tener esa misma peculiar unión íntima con un tercero, como también que alguien interfiera e intervenga desde dentro, como otro íntimo, dirigiendo lo nuestro. «¿Me amas sólo a mí?», «¿No soy para ti más importante que nadie, que tus amigos o tu madre?». En el orden del significado personal, la carne convoca a la persona a una unión que sea fiel copertenencia en exclusiva entre nosotros.


La tercera es el impulso a que lo nuestro no se pase nunca, a no perderte ni perder esta íntima unión nuestra entre los oleajes del vivir, el cambio y las dificultades, a veces muy hostiles, del habitáculo social cuya cerca nos envuelve y condiciona la vida, de suerte que el fluir del tiempo, la incógnita del futuro y la impotencia por controlarlo, se presentan como enemigos preocupantes y temibles.

Los amantes quisieran eternizar esa intima unión que les está pasando en un instante mágico que durase siempre, que jamás se pasara y desvaneciese, donde el reloj no marcase las horas, mientras a la vez sienten implacable el fluir del tiempo y sus cambios. «Eres mi vida, ya no puedo vivir sin ti, ¿qué será, será, de nosotros mañana, dentro de un año, al cabo de...?, ¿me amarás siempre?», «te amaré hoy más que ayer y menos que mañana». En el orden del significado personal, la carne invita a la persona al para siempre, a la transformación de lo efímero y cíclico en permanente, a convertir el presente pasajero en entera cobiografía, en toda una vida la nuestra.
La cuarta dinámica es el impulso a darse y acogerse según el mejor modo que cada uno es capaz de concebir, a ser el mejor que uno lleva dentro para el amado, buscando en mil detalles la expresión de esa ansia de ser el mejor regalo.

En este sentido, se siente cierta íntima inseguridad de merecer el amor del amado, surge constante la pregunta acerca del porqué me ama a mí, precisamente a mí, se teme defraudar, se busca encantar y deslumbrar, en suma, resplandecer como el mejor varón o mujer, el más maravilloso y único, aun con toda la incertidumbre y el temor, incluso con la segura certeza de no ser digno. En el orden del significado personal, la carne invita a su persona a la transformación de la concupiscencia en benevolencia, a abrir el giro narciso de la carne sobre sí misma y su propio bienestar y convertirlo en éxtasis verdadero y bueno de sí, en vivirse para el bien y la felicidad del amado como forma de ser con y para él, como identidad referencial. «Yo soy el que te quiere bien, el que mejor te quiere». «No me tengas miedo, yo nunca podría hacerte daño, te quiero con amor del bueno, no quiero sino tu bien».


La quinta dinámica es el impulso a la vida, a su renovación y estreno, a la vivificación y resurrección de cuanto nos rodea, pues los amantes, por causa de su amor, se sienten revivir según una fuente íntima de vida inaudita, poderosa y distinta a cualquier otro habitual motor. «Nací el día que te conocí». «Mi vida, vida mía, eres tú, tú has cambiado toda mi vida y has hecho que me valga la pena vivir».

A caballo de ese impulso vital, los amantes son capaces de verlo todo «de nuevo», el acostumbrado y rutinario entorno bajo una inédita y más «viva luz»: su calle, su casa, su ventana, el banco del parque, nuestro árbol, nuestra música. Cualquier cosa resplandece, si hace referencia al amado, si es tocado por nuestro amor. Todo es resucitado y vivificado. Pero el paradigma de excelencia de este impulso revivificador —que todo lo fecunda, que pone vida nueva en la vida vieja— es dar vida en común a otro ser humano, es el hijo. En el orden del significado personal, la carne enamorada invita a las personas a la fecundidad y, dentro de ella, a la paternidad y maternidad del hijo común y a la creación de un extraordinario espacio y tiempo —el hogar— donde albergar aquella íntima convivencia y copertenencia entre los de nuestra misma carne y sangre.
Ahora bien, todas estas dinámicas son, por definición, energía intrínseca de nuestra naturaleza —inclinatio naturalis— o impulso de nuestra encarnadura, pero no son todavía la obra humana misma a la que invitan.

La conversión de la invitación, a través de las acciones y comportamientos oportunos, en la obra hecha, el pasar de las ganas de hacerlo al propiamente construirlo en la realidad, requiere algo más que el impulso de la carne, va a exigir una implicación de la persona «en persona» en la construcción del amarse y aunarse que anhela e invita la carne. Sin esta implicación de la persona, el impulso de la carne, en cuanto sola carne, es tan íntimo e intenso —tan naturaleza— cuan cíclico y hasta efímero: surge, alcanza cierto cenit y decae. De esa naturaleza tenemos que hablar y de cómo necesita cierta ayuda para navegar sin naufragar.

El latido de la persona en la intimidad de su carne conmovida.
Los riesgos de una concepción dualista
Dicho esto, observemos hacia donde apunta esta entera y conjunta ebullición entre los cuerpos masculino y femenino. La mirada de sus ojos, el tacto de sus manos, sus labios y su voz, su calor y su presencia física nos parecen una revelación extraordinaria y maravillosa, más y mucho más que nuestros ojos y manos y cuerpo para nosotros mismos. Su cuerpo, en cuyo dentro o intimidad palpita él o ella, se nos ha hecho predilecto al nuestro. Esta revelación corporal del latido personal es la clave. La carne revela a la carne, a través del conocimiento sensible y la intuición connatural, el latido íntimo y singularmente único de él o ella, de su persona encarnada.

La revelación de la carne es de una específica y particular intimidad de la encarnación personal de él o de ella, la de su intimidad de varón o de mujer, que es una específica y radical intimidad de cada uno con su humanidad. Estamos ante el fondo personal y el destino esponsal del cuerpo sexual humano. En ese adentro final, palpitan él y ella, y a esa persona buscamos en su carne masculina o femenina para unirnos con ella por aquella vía de penetración a su intimidad y conjunción con ella que abre la diversidad y complementariedad —la heterosexualidad— de nuestros cuerpos.


Pero una vez sabemos esto, ya es urgente evitar ciertos tópicos y simplistas interpretaciones. Una de ellas, y muy frecuente, es la interpretación de la noción de carne humana. Nuestra acepción es correspondiente a la expresión «una caro», en la que carne quiere significar nuestro entero modo de ser encarnadura, nuestra corporeidad en sentido integral, el cuerpo que somos y animamos y, por tanto, no un mero organismo material que tenemos, ni su reducción al plano físico y biológico. En este sentido, nos parece particularmente esclarecedora, además de útil a nuestra exploración del amor conyugal, la noción de naturaleza en Polo, en su propuesta de una antropología trascendental. Según me parece, Polo distingue el núcleo de la persona, como añadidura de ser más adentro y además de su naturaleza, la cual representaría, bajo el permiso de cierto ejemplo, lo que es la tierra para su dueño y jardinero. La distinción entre nuestra naturaleza de cuerpo humano y nuestro principio personal espiritual explica mejor de qué manera podemos ser biografía, es decir, podemos apropiar, trascender y personalizar nuestra naturaleza humana y edificar en ella nuestra singular esencia. Esta opción antropológica trae como consecuencia la necesidad de limpiarse, lo que no es fácil, de la constante tendencia a la visión dualista entre cuerpo y espíritu. En todo caso, la propuesta de Polo sugiere no limitar la noción de naturaleza humana a su componente físico y biológico, sino abarcar lo psicológico y sociocultural, es decir, todo aquel ser nuestro que hemos de adueñar y personalizar desde la libertad de señorío de la persona y que todavía somos sin concluirnos mediante esta acción personal, transformadora de la naturaleza en nuestra esencia; esencia que es nuestra obra de integración en singularísima y armónica unidad biográfica de nuestra persona con su propia naturaleza (4).


Es decisivo este monismo de fondo, que propicia la antropología trascendental de Polo, para la mejor comprensión del amor conyugal, que es un amor encarnado, un caso paradigmático de la unidad de nuestro compuesto entre carne, espíritu y vida biográfica (naturaleza, núcleo personal y esencia humanas). Por el contrario, una concepción dualista, aun inconsciente, podría inducirnos a suponer que la primera estancia del amarse, por venir de la mano del conocimiento sensible, reduce lo unitivo a lo puramente sensual, físico y biológico y que en esta física y bioquímica dimensión del amor la persona de cada amador no solamente no ha comparecido, sino que más bien queda excluida, puede evadirse o ni siquiera existe. La cosa sexual sería exclusivamente carnal en su connotación más reductora y peyorativa: el mero macho y la pura hembra. Podemos exilarlo de la zoología e incluirlo en la biología y, al fin, en la sociología: el amor no sería sino pura bioquímica, cierta intensidad de activación y convergencia entre neurotransmisores y hormonas que detona un arbitrario y subjetivo estímulo, el cual se viste de ciertas pautas de comportamiento que nos suministra el mercado sociocultural.


Que nuestro aunarnos amoroso se adentre en el amado principiando por aquel territorio que nos descubre el conocimiento sensible, no significa en modo alguno que el amado no esté presente «en persona» en su cuerpo, puesto que somos cuerpo y, de ese su cuerpo, en la dimensión que aquí y ahora perciben nuestros sentidos. Una concepción monista nos explica, de principio, que haya en la revelación entre el cuerpo masculino y el femenino una dosis cierta de manifestación de sus íntimas e irrepetibles personas y, por lo tanto, haya ocasión de encuentro y comunicación íntima entre ellas. Más bien eso es lo que, de suyo, puede y debe ocurrir. Que nos conozcan, reconozcan y nos aprueben nuestra persona es lo que cada uno de nosotros ansiamos del amor de nuestro amado y desde el principio. Él o ella —el amado o la amada— palpitan en su cuerpo, y ese latido de su persona, en cuanto se manifiesta mediante su cuerpo, es singularísima presencia íntima que nuestros sentidos perciben en su cuerpo y nos lo comunican a nosotros por la vía de nuestro propio cuerpo. Ningún ejemplo más explícito que el de la mirada amorosa, que es la mirada de las miradas, porque a través de los ojos y en su fondo los amantes ven aparecer la presencia de la íntima persona amada, encarnada en la mirada de los ojos. Ciertamente es una dosis, pues el íntimo núcleo de la persona escapa al careo vis-à-vis de los sentidos, por causa de su índole no sólo inmaterial, sino propiamente espiritual. Pero aquella dosis es cierta y verdadera: el íntimo él o ella están presentes dentro de su mirada amorosa —la mirada que nos mira— y lo están en ardiente encarnación sensible. En el conocimiento sensible entre los cuerpos, entre varón y mujer, ya hay el escalofrío de aquel excitante vértigo que nos causa atisbar el abismo de novedad e intimidad que es la persona del amado. Nos lo explican muy notables autores, como Fromm, Lewis o Pieper (5). Lo sabemos por nuestra propia experiencia, si hemos amado.


Lo que queremos poner de relieve es que el primer adentramiento amoroso es por vía sensual y asienta en la conmoción de nuestra carne o cuerpo sexuado, conmoción que no es originada por un acto de la razón y la voluntad de la persona, aunque la persona se ve inmersa en las dinámicas unitivas de su encarnadura, que piden poner a su servicio también la inteligencia y la voluntad. Sin embargo, por dicha vía predominantemente sensual y pasiva, se intuye la singular e irrepetible persona que vivifica íntimamente el cuerpo amado. Esa intuición de la persona del amado es sólo una dosis de ella, un primer asomarse al vértigo —el que el conocimiento sensible atisba— de la sima insondable que es cada espíritu personal. Bien comprendido este fondo íntimo personal al que se dirige la «mirada» amorosa de los sentidos, hay que hacer notar —si es necesario con redoble de tambor— que nuestro conocimiento y comunicación sensible tienen importantes limitaciones naturales, pues dan de sí no más dosis de la realidad integral que el amado es, que aquella que pueden penetrar. La dosis captada del sujeto personal es, además, una dosis condicionada por el protagonismo del conocimiento sensible y la intuición afectiva, pues en la comunicación el canal mediatiza el mensaje, como el método al concepto. Por esta razón, en la primera estancia unitiva, la verdad interior de la persona viene muy arropada sensualmente por aquellos vestidos —valores y bienes— que atraen, gustan y son capaces de apreciar nuestros sentidos y afectos corporales. Pero el amado y su amante —cada uno de nosotros mismos— en cuanto este íntimo varón y esta íntima mujer somos más que la revelación sensual de nuestra carne o naturaleza corpórea en un momento o período dados de nuestra vida y nos queda por ser todavía mucho, un además —para bien y para mal, para ilusionar o decepcionar— que el territorio explorado por la vanguardia de nuestro conocimiento e intuición sensibles.
Apreciada en lo que vale, pero, al mismo tiempo, reconocida la limitación del conocimiento sensible, podemos añadir una característica muy importante del primer adentramiento unitivo. Nuestro cuerpo es temporalidad y ciclo y, aunque en un principio este ser tiempo no contenía de suyo aquella desintegración y corrupción que conocemos por muerte, en nuestra carne o corporeidad se anidó la muerte. Ésta es una de nuestras certezas más seguras.

Debemos tenerla ahora muy presente. El conocimiento sensible —de suyo o en cuanto tal— sólo puede reconocer, apreciar y comunicar ciertas capas de nuestra naturaleza y su temporalidad, aquéllas en la que somos ciclo y además muerte. Dicho de otro modo, aquel scanner que es el conocimiento y la intuición sensibles capta sólo una medida, una dimensión de su realidad, la cual no es toda la realidad que es y puede ser el amado. Esa medida responde a su realidad sensible y, por eso mismo, al aprecio de bienes que surgen, alcanzan un cenit y luego decaen. A la naturaleza cíclica, hay que añadir la muerte, en cuanto corrupción desintegradora, es decir, malignidad dentro de lo cíclico. La carne, en cuanto carne, tiene esos ojos —ese scanner— y de suyo no ve con certeza más allá, aunque pueda intuir que hay mucho más. Estos bienes y sus atracciones, que son capaces de apreciar y conmover a nuestra naturaleza corporal y sensible son, en cierto sentido, aquella realidad que es capaz de iluminar una lámpara, la de nuestro cuerpo en cuanto capaz de conocimiento e intuición sensible. Todos sabemos que lo que vemos a la luz de una linterna, no es lo mismo visto a la luz del sol. Quiere esto decir que aquella conmoción primera, con la que nuestra corporeidad enamorada comparece ante nuestra persona, puede estar sosteniéndose encima de un bien o contenido atractivo del amado y, a su vez, convocar un bien o contenido atraído en el amante, ambos de muy fuerte textura cíclica. Ciertamente, el amado y el amante son ese contenido, pero no son sólo dicho contenido. Es más, lo más real, verdadero y bueno de ellos reside al fondo, en cierto interior inmaterial de su cuerpo, en la intimidad de su ser espíritu personal, precisamente allí donde anida en nosotros un principio de vida, el espiritual, que no responde al ciclo de surgir, subirse a cierta cima y descender hasta su total ocaso.


Éste es el clarín de alerta que, con otras formas expresivas, nos legó cierta psicología filosófica y moral al observar que el que llamaron amor espontáneo o pasión, basado en los sentidos, sólo puede captar al amado por su razón de placer o de utilidad para el bienestar del amante y que esta apertura del amante está «demasiado interesada en desear al amado como bien para sí», es decir, tiene la estructura y dinámica del amor de concupiscencia. Dicho de otro modo, en este tipo de amor tendemos a considerar bueno a aquello que nuestra sensualidad desea, precisamente por desearlo, convirtiendo el deseo en fuente de bondad (6). En efecto, si nuestra persona no interviene desde sí y por sí, sino que se limita a ser movida por el tipo de bienes que definen nuestros sentidos, en tal caso éstos —de suyo— aprecian lo que les reporta bienestar y rechazan lo que les trae malestar —aman una cosa según expectativa de placer y de utilidad para sí—, y lo que aprecian, en cuanto sentidos corporales, son bienes que hoy surgen, mañana alcanzan una intensa cima y, luego, pasado mañana han perdido su inicial novedad y atractivo, se anquilosan en la rutina, y defraudan en su ocaso las expectativas del amanecer. Obviamente, amamos esa dimensión de las cosas —del amado— porque nuestros sentidos, cualquier sentido corporal, es en sí mismo cíclico y no puede aguantar su acción sensual específica de forma indefinidamente estable y permanente. Nuestro cuerpo se cansa, se sacia de lo que le gusta, necesita descansar para retomar la cosa sin aversión por saturación. Lo que quiso decir la doctrina tradicional, en suma, es que la llamada inclinatio naturalis o, en otros términos, la atracción unitiva de la carne a la carne, en la misma medida en que está condicionada por el conocimiento sensible y por la pasividad del sujeto personal, asienta en contenidos cuya fuerza unitiva responde al principio de la temporalidad cíclica y, además, contiene ciertos componentes propios de la corrupción o muerte.


Al reconocer las características y los límites de la coincidencia sensual, tampoco podemos extralimitarnos por la vía de falsos espiritualismos que desprecian y desencarnan el amor humano. Un profundo subrayado de su significado personal y esponsal, como el aportado recientemente (7) nos permite apreciar el extraordinario valor del entrañamiento afectivo y el imprescindible entrelazamiento del amor de sí que varón y mujer hacen al confeccionar, desde la carne a la carne, el aunarse del amor conyugal en su primera estancia. Pero lo uno no quita lo otro. El avance en el camino nos da otra perspectiva sobre los pasos andados, pero no los borra. Así pues, hay ciertas limitaciones en el valiosísimo entrañamiento afectivo y en el disparo de sus intensas y gozosas dinámicas. Si bien constituyen la primera gran estancia unitiva del amor de conyugación, por la que hay que pasar —pues nos aportan unas dinámicas afectivas muy específicas cual son los contenidos de la inclinatio naturalis—, no se agotan en ella todas las estancias del ser unión conyugal.

La esperanza de sucesivos pasos de adentramiento en el amor conyugal requiere identificar estas limitaciones y condicionantes iniciales, con el fin de que el caminar —el amarse— no se convierta en un dar vueltas en círculo sobre el mismo punto, hasta su agotamiento, sino que progrese hacia estancias de unión más profundas y menos cíclicas. La cuestión es decisiva, pues los amadores que sólo logran dar vueltas sobre la misma estancia, la primera, hasta esa misma pierden, y el amor, se les muere.

¿Qué tipo de bienes nos atraen y unen al amado?
Nuestra propuesta es reabrir, en el marco de una investigación interdisciplinar, la cuestión del bien específico del amor conyugal. Se trata de explorar aquel aliquid bonum no sólo en su índole de detonante del éxtasis o apertura amorosa de nuestra intimidad, según una consideración ontológica y universal del bien y su vis atractiva, sino en cuanto bien conyugal específico y en cuanto, según ciertas transformaciones de crecimiento, es el principio vital sustante del entero proceso unitivo del amor conyugal, responsable de la permanencia de su vida o del declive al desamor y la muerte.
Con esta intención, recapitularemos algunas importantes limitaciones de la primera estancia unitiva del amor conyugal que, al mismo tiempo, sugieren las correspondientes lecciones. Tales limitaciones son naturales a la estructura y dinámica de la primera estancia, pero se convierten en severas disfunciones si la primera estancia no se transforma cualitativamente y se adentra en una mayor profundidad de la unión amorosa y de los bienes unitivos. Esta malignización de un bien atractivo inicial, que era una característica normal en la primera estancia, ocurre cuando suponemos que el enamoramiento es la única estancia del amor o, al menos, la plena y paradigmática y, sobre este supuesto teórico o vital, pretendemos acometer todo el futuro posible de nuestro amor con los únicos recursos, con mismo arsenal, con las mismas características de la primera estancia, pero cristalizadas en permanentes y, además, constituidas en signos ejemplares de que hay amor y éste funciona. La disfunción agrava, a fortiori, si ni siquiera la primera estancia logra constituirse con todas sus dinámicas o si éstas son muy débiles y, además, los amadores se enclaustran en esa única, lábil y deficiente estancia.


La primera limitación hace referencia a la intensa naturaleza cíclica de los factores y contenidos de la sensualidad por los que, en la primera estancia, los amadores se sienten unidos. Lo hemos examinado ya con cierto detenimiento. Bastará con reiterar un importante matiz. Su conexión con la pasividad de la persona y la actividad de su naturaleza sensual en la génesis y el sostenimiento del impulso amoroso unitivo. Usamos estos términos en su habitual sentido en la psicología filosófico del acto humano (8).
Si comprendemos bien este activismo cíclico de nuestra naturaleza y la pasividad de nuestra persona al asentir complacida las dinámicas amorosas que ella no origina, sino que conmueven su cuerpo, podremos con gran facilidad reconocer la limitación que hay que trascender y no malignizar. Las dinámicas de la primera estancia son invitaciones, muy intensas a veces, de nuestra naturaleza a nuestra persona, pero no son todavía la obra hecha.

El hacer realidad cobiográfica el estar realmente juntos, no sólo sentir su impulso y la complacencia en ello; el conseguir que lo nuestro vaya aconteciendo sólo entre nosotros obrándonos la exclusiva fidelidad; lograr ser cada día unión entre nosotros venciendo la mutación cíclica de la sensualidad corpórea, de los estados de ánimo y las fluctuaciones de los sentimientos; el superar los diversos obstáculos y hostilidades del entorno —poniendo un ejemplo sintético y definitivo: comprar la casa y, sobre todo, ir puntualmente pagando su crédito hipotecario, en vez de limitarse a soñar con el hogar ideal y compartir una y mil veces la conversación sobre tal sueño—, no es posible hacerlo sosteniendo la acción real y su perseverancia solamente desde la índole cíclica de la sensualidad y sus sentimientos. Con esa base motora, probablemente no se terminaría de pagar ningún crédito hipotecario. Todos, por experiencia propia, sabemos que es necesario una entrada en acción de nuestra persona «en persona» si es que, de veras, queremos asegurarnos de que todo aquello, a lo que los sentimientos nos invitan, se convierta —caiga quien caiga, le pese a quien le pese, contra viento y marea— en una verdadera y real obra nuestra (9).


Una nueva observación sugiere aceptar que, en amor, el tránsito de las dinámicas de nuestra naturaleza sobre nuestra persona a las dinámicas de nuestra persona sobre su naturaleza no es tiempo cero y velocidad infinita. Se necesita un tiempo, porque somos tiempo. Todavía más, si dicho tránsito lo comprendemos no sólo como un acontecimiento episódico, sino como un cambio cualitativo en el principio que rige toda la estructura y dinámica de la estancia amorosa, en tal caso estaremos en condiciones de objetivar y sistematizar, como estancias de unión diversas con sus accesos o transiciones específicas, el que hemos llamado proceso unitivo del amor conyugal. De inmediato, podremos apreciar que la primera estancia, por el protagonismo activo de la corporeidad sensual y la pasividad de la persona «en persona», es un estadio donde las personas de los amadores, en cuanto tales, a pesar de la eventual intensidad de sus dinámicas unitivas, son radicalmente libres de continuar el proceso o cancelarlo. La razón antropológica es clara: es la persona la que puede comprometer a su naturaleza en ser unión amorosa, pero no es la naturaleza la que, de suyo, puede comprometer a nuestra persona en su ser, sin un expreso consentimiento en ello de la persona «en persona».


Este principio antropológico esclarece tres importantes cuestiones. La primera que el amor de conyugación se inicia configurando una estancia unitiva en la que las personas, en cuanto tales, son libres frente a los lazos privados que entre los amadores enhebran las dinámicas de su amor y frente a los nexos jurídicos y públicos que les confecciona el entorno familiar y social. En directo: el vínculo conyugal no pertenece a la primera e inicial estancia del amor, sino a otra diferente en cualidad y, en todo caso, posterior en el tiempo. El potencial cobiográfico de todo amor verdadero, en primera estancia, es un potencial, una posibilidad libre, pero no es una obligación. La segunda es que, desde la perspectiva de la definición, se atina al decirse por algún notable Autor (10) que, en la estancia matrimonial del amor conyugal, hay unión en el ser (entre las personas), y no sólo en el obrar (las dinámicas de la sensualidad sexual); lo que significa, dicho en sentido inverso, que la característica esencial de la primera estancia unitiva es coincidir en la inclinación, pero no ser todavía el uno del otro. En directo: las personas no se deben en justicia la copertenencia de sus cuerpos masculino y femenino. Por último, en tercer lugar, la transición entre la primera y segunda estancia unitiva es un tiempo, pero no un mero sucederse de los días, ni un tiempo cualquiera. Es una específica transición de la entera estructura del proceso amoroso, contiene un sentido propio, necesita adquirir ciertos componentes y ganancias nuevas y acometer unas finalidades. Todo ello puede ocurrir funcional o disfuncionalmente. No podemos hoy ni siquiera entreabrir la página de esta fascinante transición amorosa, los secretos, claves, claroscuros y riesgos de lo prematrimonial, del noviazgo y de la preparación del matrimonio.


Nuestra última observación hace referencia a la cuestión clásica del aliquid bonum del amado, la conditio sine qua non o principio detonante de la inicial conmoción amorosa. La cuestión, ahora, es valorar la calidad conyugal de ese bien, no en la intensidad puntual de su poder detonante del primer éxtasis, sino en su auténtica naturaleza de bien conyugal y en su capacidad de sustentar de forma profunda y constante el proceso hacia un mayor adentramiento unitivo. Detengámonos sobre la siguiente proposición: uno sólo es atraído por aquel bien que puede reconocer y estimar como el afín a mi intimidad de varón o de mujer. Se trata, pues, del poder unitivo de un bien. Así pues, hay dos aspectos fundamentales. De un lado, la mayor o menor capacidad de apreciar bienes valiosos, y de otro lado, la valía unitiva o conyugal real de lo apreciado como bueno y amable. El bien que alguien no aprecia y no reconoce no atrae, por muy bueno que en sí sea y aunque otros lo estimen en mucho. Esta proposición anuncia una extraordinaria y sugerente escena temática. Parece fundamental identificar en diagnosis y terapia la naturaleza y calidad conyugales del aliquid bonum, el que subyace en la coincidencia inicial, la evolución de sus expectativas, sus eventuales transformaciones, y el conocimiento o la ignorancia, los errores, las confusiones y los engaños que los pacientes tienen del mismo. En lo que de hecho se configura como bien conyugal —aquello que nos une— pueden iniciarse una o muchas anomalías, algunas muy severas por cierto.


En efecto, uno puede ser estrecho y miserable en su capacidad de reconocer y apreciar; puede tener unos criterios o códigos sobre los bienes, capaces de atraerle, muy triviales, superficiales, falsos, anómalos, miopes o ciegos para bucear los niveles de profundidad donde están los bienes más valiosos, donde aguarda lo mejor de la intimidad de la persona singular. Se puede ser sesgado, excéntrico, arbitrario, cambiante e inestable en cuanto reconocedor y apreciador. Con significativa frecuencia sólo vemos lo que necesitamos ver, aunque no exista, porque alguna carencia o anomalía nos induce de continuo hacia esta forma del autoengaño. Podemos errar de forma minúscula y mayúscula en la fuerza unitiva del bien cuyo reconocimiento nos atrae. Nos pueden engañar, haciéndonos señuelo de aquello que nos gusta y seduce. Pueden jugarnos a la correspondencia y simulárnosla, ocultando la verdadera intencionalidad, disfrazándola de amor, buscando aprovechar su apariencia para otros fines.
Los bienes atractivos son de muchas clases. Por diversas causas, algunas muy socioculturales, podemos creer que albergan valor conyugal intrínseco, es decir, que su posesión y praxis vital nos aportará unión íntima de las personas en sus cuerpos, confianza desnuda y compañía fiel, fecundidad paterna y materna, calor y luz entrañables en el seno real e íntimo de la convivencia familiar. Por ejemplo, podríamos creer que la valía de ciertos atractivos físicos, psicosomáticos y socioculturales son, sin más, los valores reales de la conyugalidad de su sujeto personal, lo que equivaldría a suponer —añadiendo ejemplos— que unos ojos azul amanecer son la infalible manifestación de la lealtad del alma y de la cálida ternura como se encarna en el don y en la acogida de su cuerpo masculino o femenino, o que la sólida posición social o económica es aquel bien del amado que nos garantizará consuelo, confianza y compañía íntimas a nuestra soledad de varón o mujer, o que la condición de artista afamado es sinónimo de finura y delicadeza de sensibilidad en el trato íntimo.

La vida de muchos amores está llena de estas ingenuas e infundadas trasposiciones de valor conyugal a valores psicosomáticos y socioculturales y de sus correlativos desengaños: los ojos azules siguen siendo azules cuando son crueles e infieles, aquel tipo tan atractivamente rico e influyente resulta huidizo y egocéntrico a la hora del consuelo y de la compañía íntima, y nuestro bello artista se nos descubre extremadamente sensible sólo ante el aplauso y la adulación de sus admiradores, pues en la intimidad es un narciso, histérico y violento, incapaz de abrir la cárcel de su insegura vanidad.


Los bienes atractivos sustantes de una relación darán de sí sólo lo que de real bondad y valor contengan precisamente del específico mundo de la conyugalidad y su específica intimidad unitiva. No sirve de gran cosa, salvo para colosales decepciones, la confusión entre bienes atractivos, esperando el bien de la unión conyugal, de aquellos bienes que son de otra naturaleza, aun siendo muy valiosos en su propia esfera. Estas trasposiciones pueden ser intencionales y muy conscientes, hasta premeditadas y maliciosas, pero no faltan ocasiones en que son fruto del error, de la defectuosa educación, o de ciertas frívolas superficialidades que me eximo de detallar. También nuestra carencias y labilidades psíquicas pueden hacer de algo un bien importante, hasta obsesivo, manufacturándose desde nuestra anomalía aquel tipo de afectos que Thibon llamó «sentimientos mixtos» (11). Uno o ambos consortes pudieron creer que cierto bien era de naturaleza sexual y conyugal, porque les atraía muy poderosamente y muy íntimamente. Hasta alardearon —orgullosos de haber alcanzado una notable cota de lucidez y realismo— que ciertos bienes «prácticos y crematísticos», más que el mismo amor, son raíz de profundas convergencias y sólido cimiento para la unión conyugal. Algunas relaciones, por ejemplo, pueden haberse enhebrado sobre un poderoso bien no conyugal y ni siquiera el paso del tiempo, compartiendo ese otro bien, ha logrado hacer brotar en uno o en ambos aquel específico reconocimiento unitivo que es la afinidad íntima con su ser varón o mujer y, por tanto, nunca les nació aquel íntimo entrañamiento afectivo que es ganancia del amor de conyugación en su estadio primero. Entre estos bienes —al parecer muy sobreponderados para la inversión conyugal— están aquellos valores socioculturales para cuyo atractivo, equívocamente amoroso y unitivo, parece haberse acuñado la expresión erótica del poder y la gloria. La experiencia de consulta nos hace preguntar acerca del por qué hay tanta soledad íntima y sospecha del otro entre los hombres y mujeres unidos por el poder y la gloria.


Estas consideraciones nos reabren la cuestión de la conyugalidad del bien detonante de la coincidencia amorosa y, a la vez, sustante de su subsiguiente procesar unitivo y de su perdurar. En efecto, hay bienes que lo son y, por serlo, atraen, pero su naturaleza no es verdaderamente «conyugal », es decir, no contienen una razón unitiva de bondad más o menos profunda aunque específica del ser este varón o del ser esta mujer, en cuanto tales, sino que son bienes cuya razón de bondad pertenece a otros ámbitos humanos. Nos imponemos, en consecuencia, su definición.

Una síntesis sobre el bien conyugal y sus tres principios de vida
El bien conyugal se origina en la razón de bondad específica de ser humanidad como varón y mujer, en la que se encarna cada persona, a través de cuyo don y acogida, si es entero y sincero, se accede a aquella conformación en el ser y el vivir que es «co-ser» entre varón y mujer, en cuanto tales, íntima comunión de vida y de amor. Esta específica conyugación es, en sí misma, un bien originario, primigenio y radical del ser humanidad de máxima excelencia. Co-ser dicha unión es un bien en sí, que mana sin agotarse aquella verdad, bondad y belleza humanas específicas que están insitas en el bien de ser este varón y esta mujer y en el aunarse amoroso en y por dicho bien. En ser esta unión se les revela a los amadores concretos —este varón y esta mujer— el sentido personal y esponsal de su sexualidad que hay en su encuentro amoroso y en su potencial cobiográfico. Así pues, la fundación, la conservación, el acrecimiento y la restauración de este co-ser nuestra unión de vida y amor es, en sí, su manera de vivir amándose y de amarse viviendo, que les encamina, dentro y en medio de las diversas circunstancias de cada vida, la realización verdadera, buena y bella de una singular e inédita cobiografía amorosa y, en relación a ella, la unidad personal de vida o integración interior como amadores.


En este bien de la vida de unión conyugal, indisolublemente fiel y fecunda, se contiene además la señal o signo del destino último de cada ser humano, en particular, y de la humanidad, como familia, que es de comunión de naturaleza nupcial con Dios. Esta señal puesta desde el principio en la naturaleza conyugable del ser varón y del ser mujer, ha sido sellada por Jesucristo asumiendo la condición nupcial de Esposo en su unión con su Iglesia y, por su causa, también la unión conyugal entre los cristianos contiene esa Cristo-conformación y su gracia esponsal, en cuya virtud la unión de los cónyuges y su construcción cobiográfica, en sus mismos pleamares, gozos y sombras, alegrías y penas, grandezas y miserias, pasión y muerte, han sido elevadas a redención, salvación y resurrección. Al sello de esta fiel presencia íntima de Jesucristo y de su gracia amorosa y unitiva de Esposo dentro de cada unión conyugal de los cristianos le llamamos sacramento del matrimonio.


Con esto está dicho todo. Pero bien sabemos nosotros, los humanos, que nunca comprendemos bien el todo, si no es por partes y a duras penas. No todo es maldición en esta penuria, pues amén de ocasión de humildad también es, según importantísimas fuentes, causa atenuante o, tal vez, hasta eximente, si sobreabunda la misericordia a la justicia. Sea lo que fuere, aquel todo conyugal, puesto al despiece, parece contener tres principios de vida. Uno cíclico, que corresponde a la materialidad de nuestra carne. Otro espiritual, capaz de permanecer, pues correspondiendo a la insólita actualidad del radical acto de ser persona, posee una dinámica potencial de crecimiento irrestricto, un más y más, que cada persona puede, en cierta suficiente dosis, introducir en su amar, incluido por supuesto en el conyugal, cuando en verdad la persona «en persona» se implica en ello entera y sincera. El otro principio vital no es humano, sino divino; pero el amor humano —incluso en toda nuestra dolorosa experiencia de miserabilidad de vino que pronto se agría y acaba— ha sido capacitado —cual tinaja de agua— para recibir dentro la transformación del amor divino —el nuevo y mejor vino— desde el instante en que el Verbo se hizo carne y, habitando entre nosotros, tomó por Esposa a la unión de los que le aman y confían en Él (12).


Los tres principios de vida nos plantean la extraordinaria cuestión, no sólo teórica, sino práctica y particular en cada vida conyugal, de su articulación armónica, de su contraposición o, incluso, de la ausencia de alguno en el amor conyugal. Empezaremos por los principios de vida naturales al amor humano. En última instancia, el principio divino de Vida transforma desde dentro todos los principios del amor humano, sin sustituir, ni destruir, ni quitar ninguno de ellos. Para este sobre-elevar, no necesita despreciar o negar aquel ser menos, al que enriquece. El amor, ya lo dijimos, todo lo vivifica y renueva. En realidad, cuando el amor es Amor, todo lo puede.

La segunda gran estancia del amor conyugal.
La transformación del principio unitivo inicial: de las dinámicas unitivas, según la carne, al vínculo entre las personas, según el espíritu
Somos personas encarnadas, cuerpo cuya humanidad masculina y femenina está animada por un principio espiritual de orden personal. En la primera estancia del amor, que surge y conmueve nuestro territorio humano primario, la carne aporta sus dinámicas unitivas. Conocemos las aportaciones y limitaciones de esa estancia amorosa y de estas dinámicas unitivas. Sabemos que la comparecencia ante la persona es también una convocatoria a que se implique y comprometa, en cuanto persona, en lo que le pasa a su encarnadura o naturaleza de varón y mujer en-amor-dados. Esta convocatio o llamada del amor humano es connatural a nuestra carne conmovida. Somos personas encarnadas y, por lo tanto, queremos, al amar, comunicar también íntimamente con la persona de nuestro amado en su cuerpo masculino o femenino. La carne —nuestra naturaleza, también en su corporeidad— está preparada, capacitada y anhelante de manifestar su persona y comunicarla en su intimidad espiritual de tal. Sin ella, la carne y sus dinámicas unitivas se muestran cíclicas, efímeras y, al fin, decepcionante y destructivamente vacías. La llamada a la persona, para que implique su presencia en el amor primario, es una convocatoria a que lo haga como tal persona, es decir, según su naturaleza de espíritu personal, de ser este irrepetible y único sujeto espiritual que hay en cada amador, capaz de trascender la experiencia de lo efímero y su angustia (13).
De este modo, el amor humano puede ser completo e integral en su unión, abarcando a toda la persona encarnada en varón o mujer, su espíritu y su cuerpo. Nuestra carne enamorada, además, solicita esta activa implicación de la persona, pues por connaturalidad consigo misma intuye que el espíritu y los bienes que es capaz de concebir y vivir le abren al amor una inédita y más profunda realidad unitiva, que permanece entre lo cíclico, que puede crecer sin decaer. Nuestra carne de varón y de mujer —pasional y cíclica— le exige a la propia persona que implique en el aunarse del amor su específico principio de vida, el propio del espíritu, y que con él, con sus luces y sus bienes, los amantes puedan adentrarse en una estancia mucho más profunda —humanamente más integral— de su unión.
Ésta es la segunda gran estancia del amor conyugal, la que el espíritu personal de los amadores coengendran al potenciar, desde dentro, la inclinación unitiva de la carne elevándola y transformándola en vínculo entre personas.

El principio unitivo recibe una cualitativa metamorfosis. Se transforma —sin destruirlo, ni reprimirlo, ni aparcarlo— el principio vital atractivo entre varón y mujer, que aporta la carne y su sensualidad, por el principio vital unitivo que pueden poner, en cuanto espíritus, las personas del varón y la mujer. Es la transición entre el amarse, como inclinación de hecho, al ser unión de amor como vínculo de justicia. En cuanto varón y mujer se han hecho realmente, en sus cuerpos mediante sus almas, el uno del otro. Esta personalización del amor sexual lo eleva a una unión de amor integral, pues es toda la humanidad del varón y la mujer, en sus cuerpos y almas, la que ha quedado conyugada.


Estamos ante el núcleo antropológico esencial que subyace en lo que, bajo muy notables diferencias de forma y contenido, las culturas se ven necesitadas de categorizar como nupcias y estado matrimonial. No nos referimos a las regulaciones sociales y jurídicas vigentes en las diversas culturas, a los requisitos sustantivos y formales que dichas culturas exigen para reconocer las nupcias y el estado matrimonial. Ni siquiera a las ideas sobre el matrimonio de la mentalidad social dominante o de las diversas mentalidades colectivas que coexisten en un determinado modelo social, en su significado sociológico. Obviamente, como todos saben, en los sistemas de legalidad y en las mentalidades colectivas el sexo, el amor y el matrimonio pueden llegar a concebirse y vivirse incluso como mundos desintegrados y autónomos. Esta disociación es un hecho, al parecer, crónico y epidémico. Nos referimos expresamente al elemento antropológico nucleico, que está en el fondo más radical de las nupcias y del estado matrimonial. En efecto, se regule como se regule por un sistema legal y se entienda con mayor o menor claridad en una mentalidad colectiva, el amor humano entre hombre y mujer es un universal que, de suyo, pasa por un estadio en que su potencia unitiva está principalmente protagonizada por las dinámicas sensuales de nuestra corporeidad y puede pasar por otra estancia unitiva más profunda, integral y sólida, en la que la unión está sostenida en su deber ser por una implicación voluntaria de las personas —el vínculo conyugal— sobre sus dinámicas sensuales. Esta diferencia de estancia unitiva puede ser formulada y regulada de muchas formas. Pero toda cultura jurídica ha intuido que en el proceso del aunarse conyugal hay un estadio de hecho y otro de derecho.

El sistema legal no lo ha inventado, como la letra de cambio o la hipoteca inmobiliaria, sino que se lo ha encontrado en la realidad y experiencia humanas y, eso sí, lo ha regulado de formas harto diversas. En esta realidad humana, se hallaba también la desvinculación y autonomía entre la primera estancia del amor y la vinculación conyugal, es decir, la disociación entre sexo, amor y matrimonio. Con inquietante frecuencia, los sistemas jurídicos establecieron los perfiles del vínculo matrimonial y los requisitos de su acceso, dando la espalda a la conexión entre amor y matrimonio. Las consecuencias de esta tan «realista y lúcida» disociación han sido devastadores tanto para la comprensión del amor de conyugación, convertido en un coto subjetivista donde vale cualquier hecho y praxis sexual, cuanto para la evaporación del sentido de fondo y el desprestigio de lo que hoy se entiende no infrecuentemente por matrimonio «institucional»: «hacerse los papeles».

La vinculación entre las personas abre a la conjunción de sus cuerpos un inédito ámbito humano de unión íntima: la cointimidad del ser un único nosotros
La segunda estancia es la una caro genesíaca. Dos, un varón y una mujer, se adentran en una estancia amorosa en la que se conforman en ser un único nosotros. Este ser un nosotros, donde las voluntades han vinculado la conjunción de sus cuerpos, es una cointimidad humana extraordinaria e inédita —un mundo verdadero y bueno de íntima compañía y de fecundidad—, una profunda e integral respuesta de humanidad a aquella soledad del ser varón o mujer que no halla su íntima compañía y confianza en las cosas y animales del cosmos —cualesquiera «bienes de la tierra»—, ni en el monólogo con su carne solitaria, ni en el ciclo efímero del sexo físico, pasional o de los intereses sociales.


La cointimidad así conyugada —aquel vínculo que más arriba estudiamos— no es una yuxtaposición de las dos particulares intimidades, ni su suma o adición, pues la ganancia del nosotros es un plus de humanidad cualitativo diverso a la simple suma de las dos partes. Hay algo más y además que dos partners. Es en este preciso sentido por el que la expresión «pareja» resulta insuficiente para referirse al ser conyugal. En la cointimidad conyugada hay comunicación de confidencias, si bien no es un mero intercambio de datos privados o de conversaciones entre dos sobre cuestiones reservadas. La cointimidad conyugal no es, en sí, el comadrearse chismes, un ámbito para el cotilleo. Tampoco tiene que ver, de suyo, con el espacio de los secretos, de lo que se oculta celosamente y sólo algún privilegiado comparte. Nadie más especializado en chismorrear secretos del corazón que cierto periodismo rosa, y nadie más profesional en datos confidenciales que los servicios secretos, pero ni unos ni otros son la cointimidad del nosotros conyugal. Podríamos añadir ejemplo tras ejemplo, pero sin acabar de acertar la diana de la diferencia.


La clave no está afuera, en los referentes y las experiencias de la sociedad, sino hacia dentro del mismo amor, en un adentramiento en la intimidad de lo unitivo. Lo que se ha abierto al conyugarse varón y mujer, mediante el vínculo, es un nuevo más adentro, un inédito además a la intimidad que ya habían adquirido con el entrañamiento afectivo de la primera estancia. Es aquella cointimidad del ser un nosotros, en cuanto coidentidad y cobiografía que nos debemos en justicia. Por eso, la nueva cointimidad no es simplemente el intercambio de confidencia e intimidades de las dos singularidades individuales y de sus dos vidas privadas. Hay un además inédito e insólito. Una culminación de la textura tridimensional del amarse y aunarse conyugal. Es el espacio específico y propio que abre el «co-ser» conyugal, en cuanto unidad del nosotros, a sus dos consortes, que es distinto a su dualidad diversa y distinto a su intimidad individual, aunque ha de integrar dichos mundos sin menoscabo, ni empobrecimiento, ni destrucción.
El nosotros es una conformación en co-ser y, en cuanto tal, contiene su propia y específica intimidad, compañía y fecundidad (14).


Este ámbito lo intuye la singular intimidad de cada varón o mujer, pues es la autoexperiencia de su soledad masculina o femenina, la cual, al mismo tiempo, es premonición de la íntima compañía del otro referente y complementario. Pero la cointimidad conyugada, pese a intuirla profundamente, no pueden el varón o la mujer engendrársela a solas consigo mismos. No sólo es esencialmente imprescindible el otro, sino además el aunamiento de amor con el otro, es decir, la unión de amor conyugal. Son necesarios dos, pero tampoco les basta el intercambio entre sus respectivas diversidades.

La pareja, en cuanto dualidad, no es la última conformación unitiva del amor sexual humano. La dualidad es diversidad y ésa es precisamente su riqueza. Pero los dos, en cuanto diferencia y diversidad masculina y femenina, son irreductiblemente dualidad. Es necesario un además, a saber, el trascenderse o adentrarse en el «co-ser» un nosotros o la unidad de la unión. Esta tercera dimensión, el «co-ser» un nosotros, es un ámbito de cointimidad humana formidablemente insólito e inédito, que está ahí adentro, en lo más hondo del ser «común humanidad» aunque según el modo masculino y el femenino. Al fundarlo, mediante el consentimiento, se engendra como un embrión y toda la vida conyugal, como cobiografía, abre la creativa edificación de su crecimiento y de sus restauraciones.


La visión tridimensional —y en reverso, sus ausencias— nos permite comprender cuanto hay en la relación conyugal y, entendido, de súbito aparece diáfano en qué consiste el ámbito de la cointimidad del nosotros y su carácter insólito respecto de todos los demás ámbitos de comunicación humana. Pongamos un ejemplo clásico. La cópula conyugal es un acto unitivo y fecundo que, de suyo, condensa todo lo conyugal. Es la expresión ejemplar de la íntima conjunción en la carne, de su aunarse fielmente exclusivo y fecundo, es activa posesión aquí y ahora de la común copertenencia y comunicación conyugal que es la una caro. Los cónyuges están en la integración de su intimidad individual como don y aceptación para el otro; están como dualidad en el intercambio equitativo de la riqueza de su diversidad, tan diferente cuan complementaria; y están —todo a la vez— en la trascendencia de su «co-ser» unión y en el acto de su expresión tridimensional.


Al proyectar todo el foco de nuestra atención sobre la cópula, un acto tan identificable, quizás se nos ha deslizado cierto equívoco sobre la cointimidad conyugal. Se trataría de suponer que solamente en ese acto hay una expresión clara de aquella especial cointimidad del ser un único nosotros, la cual se fragmentaría y se desvanecería cuando hacemos desfilar ante nuestros ojos los pequeños hechos de la convivencia ordinaria. La convivencia ordinaria de los cónyuges no carece, en efecto, de una constante dimensión de esencial significado copulativo. Más bien, si yendo al fondo del sentido recordamos que la cópula conyugal es ayuntamiento en la carne, es decir, dinámica del aunarse o amar propio de los esposos, entonces comprenderemos que, de suyo, toda la vida conyugada, incluyendo sus momentos más minúsculos y corrientes, constituye igualmente un «aunamiento en unión», un cointimar cada vez más expansivo y dentro de aquel espacio inaudito del ser humanidad que hay en la unión, en el mundo del «co-ser» un nosotros. En efecto, los cónyuges sabios y buenos amadores pronto descubren que puede haber más cointimidad y copulación en aquel cruce de sus miradas, aparentemente lejanos uno de otro en medio de una concurrida reunión social; en un suave, discreto y fugaz roce entre las manos al servirse el plato, desapercibido al resto de los comensales; en todo el intenso compendio de sentimientos que embargan una palabra y nos comunica el tono de su voz o en cualquier otro pequeño gesto, que se transforma en caricia y conjunción íntima si él o ella —su persona— van encarnados de veras dentro de cualquier signo corriente, dándose y acogiéndonos.


He aquí, por una senda inesperada, cómo el nosotros y su cointimidad pueden abrir un adentro profundo en el pasar humilde de los hechos de la vida ordinaria. El amarse en cuanto un único nosotros rompe la plana y unidimensional percepción subjetiva e individualista del acontecimiento corriente, perfora el enfoque dualista y su riesgo de vivenciar la diferencia como conflicto, y ahonda en un adentro de cointimidad que tiene el poder de transformar lo rutinario en inédito, la vida ordinaria en ocasión de compañía e intimidad extraordinaria. Éste es un gran poder del amor verdadero, ajeno al tener mucho o poco, en manos de cualquier desposeído de los poderes y glorias mundanas. Esta gran verdad no es nueva y menos aquí entre nosotros. ¿No hemos oído otrora, en este campus, una notabilísima lección de San Josemaría acerca de la profunda dimensión, hasta divina, que el amor logra abrir dentro del correr de la vida ordinaria? (15).


La cointimidad conyugada abre un mundo propio, co-engendra una específica y nueva dimensión dentro y en medio de cualquier espacio y tiempo. Todo significado, toda palabra, toda situación y circunstancia queda afectada y adentrada al referirla a este único nosotros. Para definirla, no basta con los significados comunes que lo intersubjetivo y lo social tienen, pues resultan genéricos, inexactos, equívocos y sólo parecen rozar la superficie de ese adentrarse en la historia, absolutamente singular, de cada cointimación conyugal. El adentro cuyo abismo de humanidad ha quedado abierto es más y además que el ser socios, pareja, colegas, amigos, compañeros, compadres, cofrades, vecinos, compatriotas, equipo, empresa o colectivo. Es otra cosa y mucho más coíntima en la carne que la paternidad, la maternidad, la filiación o la fraternidad, amén de las otras graduaciones del parentesco (16). Las expresiones que tanteamos para significar ese adentro no buscan ocupar plaza en la narrativa, la lírica o la estética, aunque la poesía y la música parecen gozar de ganzúa privilegiada. Estamos ante el sello y velo de un sobrecogedor ámbito, cuya naturaleza bordea la frontera entre lo humanamente expresable y lo radicalmente inefable y sobrenatural. Nuestra sexualidad masculina y femenina está dispuesta para que nuestra persona encarne en ella una radical, genuina y originaria razón de bondad del ser humanidad. Esta disposición no debe interpretarse en términos genéricos, sin absolutamente personalizados, es decir, en estricta referencia a las coordenadas de una historia singular y única entre un varón y una mujer. Ellos no agotan toda la esencia de la conyugalidad humana, pero la entera humanidad sólo se realiza mediante cada historia concreta y personalizada de unión de amor conyugal. Por eso mismo, en sentido contrario, cada historia de desunión y odio asoma al precipicio de cierta deshumanización y desintegración de la intimidad a un tramo genealógico.

¿Qué llaves abren al amor la puerta de la segunda gran estancia, la del ser cointimidad conyugada?
El coincidir y aunarse en el orden de la inclinación, que es la esencia de la primera estancia de la unión amorosa, presenta un grado significativo de indeterminación y equivocidad respecto de la índole y del valor de lo atractivo. Las tendencias pueden contener fuerzas, que convergen en atraer y entrelazar a los amadores, pero cuya fuente y naturaleza pueden ser muy heterogéneas y algunas poco conyugales. Algunas pueden provenir del componente físico y bioquímico de nuestra condición biológica, otras de la textura de nuestra personalidad psicológica y de las características de sus impulsos, necesidades, carencias y hábitos de funcionamiento y adaptación, otras de una serie de factores de índole sociocultural de alto predicamento, estimación y capacidad de suscitar la vehemencia de su deseo y el deleite de su posesión entre los géneros. De hecho, como vimos, todos estos componentes se entremezclan y confunden con la misma inclinación sexual, en cuanto tal, y es muy frecuente que los sujetos no acaben de discernir claramente qué hay de uno u otro componente en el caudal inclinativo que les atrae.
La meta de la primera estancia amorosa, que es alcanzar el «coser» conyugal y adentrarse en él, sólo puede culminarla una determinada intervención personal de las personas sobre la materia atractiva. Decimos personal porque esta intervención de las personas ha de inyectar en todo el torrente tendencial ciertas razones de bondad, ciertos bienes muy determinados, que provienen del significado personal y esponsal de la diforme sexualidad humana de los amadores. Sólo la persona, comprometiéndose en persona, puede implicar esos valores en el seno de la inclinación de su sexualidad. El efecto de la infusión de dichos valores esponsales de la persona es triple.


En primer lugar, elevan las tendencias de la sexualidad desde el nivel de obrarlas al plano de serlas como coidentidad, abriendo la conformación del varón y de la mujer a unirse en el ser y no solamente en la inclinación. Esta elevación es, en realidad, un adentrarse en un nivel cualitativamente más profundo del ser varón y mujer y un comprometerlo en el don-acogida-don, transformando las dinámicas de entrelazamiento en una coidentidad biográfica debida en justicia. Gracias a esta elevación o adentramiento profundo en la naturaleza personal de nuestra sexualidad, al contenido de la inclinación sexual y a su coincidencia se le libera del acontecer en completo sometimiento al ciclo biológico, psicológico y sociocultural, y se le abre a la vida específica y a los bienes que posee el acto de ser persona, los cuales no están sometidos al ciclo de surgir, alcanzar cierto cenit y decaer.
En segundo lugar, esta apertura de las inclinaciones de la sexualidad al principio de vida personal es capaz de purgar y reorientar a lo unitivo conyugal aquel otro resto de componentes, con fuerte vigor atractivo, pero cuya índole unitiva no era puramente conyugal, sino convergencias entre factores físicos y biológicos, acoples y expectativas compensatorias entre características de la estructura y dinámica psicosomática de las personalidades psicológicas, o deseos sobre ciertos bienes socioculturales y roles que representa o posee cada parte. Aquella elevación o adentramiento al nivel de los valores esponsales y personales conlleva un discernimiento de la auténtica índole unitiva de estos componentes cuya fuerte vis atractiva puede haberse entremezclado y confundido con la estrictamente conyugal. Y este discernir trae como consecuencia la posibilidad de podar, suprimir, reorientar y reubicar la presencia e importancia de su rol unitivo.


En tercer lugar, esa elevación o adentramiento al nivel personal de la sexualidad es, precisamente, el que conduce a la puerta de aquella inaudita y formidable cointimidad conyugada y, con la complicidad de ciertos valores o llaves, es el único que puede abrirla. Repetiré esta afirmación. Es inútil pretender abrir el ámbito de esa cointimidad conyugada con otras llaves, ya sean carísimos bienes o violentísimas fuerzas. Otros valores y fuerzas abren otros habitáculos humanos, pero son incapaces de dar un paso verdadero hacia aquel adentramiento de íntima compañía y fecundidad en el ser humanidad que posee la una caro. Aunque uno quiera, aun consintiéndolo, la intimidad nuestra que nos logra abrir el dinero, el poder o la gloria, no es jamás aquella intimidad conyugable y, por eso, pese a todos los esfuerzos, esas llaves, aun consentidas, no acaban de lograr abrir aquella desnuda compañía y confianza íntimas, sino que dejan en soledad íntima y en aquella sutil autoprotección que produce la desconfianza y sospecha del otro. La puerta se abre a una solo y único «conjuro»: el don sincero de la persona de los amadores dentro de la entrega y acogida entera de su cuerpo masculino y femenino (17). ¿Qué significa este don entero y sincero?

El don en cuanto entero. El fundamento del uno con una y para toda la vida
Si meditamos aquel «conjuro» caeremos en la cuenta que en lo entero y sincero del don se combinan ciertos bienes específicos del amor de conyugación. Son los que caracterizan el tipo de entrelazamiento que a nuestra sexualidad corpórea consigue infundir el vínculo en cuanto realidad espiritual e interpersonal. Recordemos que el vínculo y la unión conyugal son la misma cosa, según tuvimos ocasión de esclarecer a propósito de un expeditivo texto de Tomás de Aquino (18). Pues bien, la relación sexual se torna vinculación conyugal y —dada la equivalencia entre vínculo y unión— abre el adentrarse en la específica cointimación conyugada, que es ser cónyuges, cuando el entrelazarse del varón y de la mujer se conforma en un estado de unión exclusiva y cobiográfica, radicalmente incondicional y a título de justicia.

Entero significa aquí la totalidad completa de nuestro ser varón y mujer, sin mengua o falta alguna de ella en su hoy y en su mañana, con el matiz de robustez de esa totalidad, pues su cumplimiento requiere sostener firme su entrega mientras se va realizando en la vida. El don entero, por lo tanto, alude a la completa exclusividad de la unión conyugal en su doble vertiente, a saber, en su contenido y en su duración. No siempre este uno con una y para siempre está bien explicado. Se buscan demostraciones incontestables donde no las hay y se ignora dónde está su luz, su sentido y su fundamento. Veamos hoy, al menos, dónde está la localización de su cimiento. De nuevo no está fuera de nosotros mismos, sino dentro.
El don entero nos trae a escena que cada uno de nosotros, varón o mujer, es un único cuerpo masculino o femenino, el que anima su espíritu personal, el suyo. Esta intimidad es exclusiva: sólo nosotros somos nuestro único cuerpo masculino o femenino y lo somos —ser este varón y esta mujer— según un orden de intimidad tan especial como exclusivo, nuestra relación de intimidad con nosotros mismos. No somos varios cuerpos en el sentido que nunca somos más de uno, el nuestro. Esta exclusiva intimidad de nosotros con nuestro propio cuerpo masculino o femenino es biográfica, es toda nuestra vida, y esta intimidad de varón o de mujer es la que, en la unión conyugal, entrelazamos y vinculamos conformando entre ambas una, la cointimidad nuestra. El amor conyugal —ya lo dijimos más arriba— surge de conyugar el amor de este varón y esta mujer a la propia carne.
Pues bien, don entero significa don de toda esa intimidad que somos con nuestra naturaleza masculina o femenina, en todo su contenido y en toda duración biográfica, abarcando todas las modalizaciones en que se articulan lo que somos y lo que duramos, según edades cuyos cambios y diferencias se asientan sobre nuestra identidad sustante de ser siempre la misma y única persona. Darse y acogerse entero es entrelazar esta completa exclusividad natural de la propia intimidad con la del amado —que es inclinación que surge en toda coincidencia amorosa verdadera— y conformándolas ambas en un único ámbito de comunión, el nuestro, donde se han conyugado y por eso hecho patrimonio común aquellas exclusivas intimidades de cada uno con sus propios cuerpos, ahora los nuestros. Por eso, la unión conyugal reclama de suyo la fiel exclusividad de la intimidad nuestra o, dicho con otra terminología, el vínculo conyugal tiene como propiedad característica la completa exclusividad y fidelidad. Los cónyuges aúnan y vinculan aquella exclusiva intimidad que cada uno, en cuanto varón y mujer, son con su propio cuerpo. Al conyugarlas, al entregarlas al nosotros que nos hacemos, las hacen firmes y esenciales propiedades de su vinculación o unión. Sólo el que viene en don entero de su intimidad, como varón o mujer, nos abre nuestra posibilidad de entero acogimiento de otra intimidad y, en y por dicha apertura, uno a otro se generan la humanidad de esposo que, como potencia, son y tienen dentro. Sólo si vamos enteros en el don, podemos entrelazarlo con la recíproca acogida entera del amado. Sólo si vamos enteros, la compañía íntima se hace entera —sin reservas ni zonas excluidas— pues quienes se dan enteros pueden también, entre sí, acogerse por entero.


El don entero de la unidad, exclusividad e indisolubilidad que uno es con su propio cuerpo es el fundamento de las llamadas propiedades esenciales de la vinculación conyugal: la unidad del uno con una y la indisolubilidad del para toda la vida. Estas propiedades del vínculo conyugal surgen de la unidad e identidad de cada persona humana consigo misma, en cuanto ser este único varón o esta única mujer a lo largo de toda su vida. Eso es lo que nos damos y acogemos. Eso es lo que constituimos en patrimonio común del nosotros conyugado. En lógico correlato, la ausencia, los defectos y reservas o la crisis del carácter entero del don, en los dos aspectos de su exclusiva totalidad, es fundamento de las formas poligámicas, de la infidelidad y de la disolubilidad.


Hemos insistido en que el amor conyugal, según muy atendibles autoridades, tiene como materia primigenia el amor de uno a sí mismo, a su ser varón o mujer. Este amor propio es el que se entrelaza en dinámica don-acogida-don mutuo con el que, a su vez, nuestro amado tiene para sí mismo. Por causa del éxtasis —la apertura de sí al amado que el amor provoca—, en el entrelazamiento se transforma el objeto y fin del amor propio —que era hacia uno mismo—, para dirigirlo al nuevo objeto y fin que el entrelazamiento conforma, que es la unión que somos. En un texto espléndido, Tomás de Aquino dice que el amor que uno se tiene a sí mismo es la razón del amor que se tiene a la esposa (19). Y en otro texto extraordinario, aclara que el objeto del consentimiento matrimonial no es tanto el otro consorte, cuanto la constitución de la unión con él (20). La unidad e indisolubilidad, por lo tanto, no les sobrevienen a los amadores desde fuera, como a súbditos, por causa de la jurisdicción y conveniencia de una potestad humana política o religiosa. La unidad e indisolubilidad vienen de dentro, del primigenio amor de sí mismo y de su ámbito de intimidad, y se aportan desde ese dentro individual a la unión y al nuevo ámbito de cointimidad conyugada, mediante la unidad de consentimiento, que es la voluntad conjuntada de los contrayentes de constituirse aquí y ahora en su unión. Realmente, el sentido común y la experiencia vivida nos dicen que sólo podemos dar aquello que tenemos. Esto ocurre entre el amor de sí y el amor conyugado. No perderemos ahora el tiempo, pues sería inoportuno, en asombrarnos de hasta qué punto la cultura actual, incluso en medios que se consideran muy bien instruidos, ha perdido luz sobre estas cuestiones tan fundamentales, aunque no se priva de debatirlas, a favor o en contra, desde la más supina ignorancia y simpleza de prejuicios. Sin embargo, me permitiré sugerir cierta reflexión acerca de cuán abandonado tenemos el cuidado, el respeto y la formación del amor de sí a la propia carne masculina o femenina, cuán alterado, desintegrado, confuso, inseguro, retorcido, despectivo, violento, informe e inestable, enloquecido y desgobernado, dolorido y vengativo, bloqueado y clausurado puede estar la relación del sujeto con su cuerpo sexuado. La cuestión es decisiva, pues con ese amor de sí es con el que, entrelazándolo en vínculo, hacemos el amor conyugal. Quizás de este origen arranca ya la explicación de ciertas deformaciones y disfunciones, algunas muy severas, de muchos amores y uniones conyugales.


Veamos un instante la cuestión del para toda la vida, también denominada indisolubilidad. La doble vertiente de la completa o entera exclusividad —todo el varón o mujer que somos y durante toda la vida que lo somos— conlleva otro efecto decisivo para el amor conyugal. Los amadores no chocan contra aquella experiencia del intento intensivo de don entero aquí y ahora, pero circunscrito sólo a este presente, en el cual hay confesión, bien secreta o bien compartida, de no saber o no querer si mañana —en el futuro— uno o ambos seguirán en el don entero de sí mismos: «sólo sé que ahora te quiero, en cuanto al mañana ni yo, ni tú, ni nadie puede saberlo». ¿Por qué hay cierta falta de verdad en el don que pretende ser entero pero, al mismo tiempo, lo limita al presente, a este aquí y ahora que estamos viviendo entre nosotros? ¿Por qué la autenticidad del amor parece padecer en su línea de flotación si sólo es verdad ahora pero no mañana? ¿Por qué el desamor, cuando ya es presente, parece poner en duda si hubo verdadero amor en el pasado? La respuesta es muy sencilla. Nosotros —el ser este varón y esta mujer— no somos un mero presente, no somos durante un fugaz aquí y ahora. Amamos como somos. Ciertamente, no sabemos las circunstancias que deparará el futuro, pero desde luego podemos habernos comprometido a vivirlas según un sentido y una finalidad. Podemos entregar por amor nuestra vida, como podemos acoger la vida y amor de que nos da nuestro amado. Otra cosa es que lo queramos hacer, pero nos es posible. Cuando nuestro amar, de espaldas a nuestro ser, pretende a la vez ser entero y sólo en este presente, su autenticidad sufre un examen devastador por parte de nuestro propio ser. Este examen es claro y rotundo cuando somos las víctimas, cuando es el amado quien nos jura que nos ama hoy, pero que no sabe si nos amará mañana; cuando el amado que un día nos dijo amarnos con toda su alma, pasa hoy delante de nuestra vida con otro amado al que dice las mismas palabras de amor que a nosotros juraba. El don entero de nuestro ser varón y mujer no puede limitarse a nuestro presente, porque en este pequeño corral es imposible darse y recibirse enteros. La vinculación para toda la vida, en cambio, armoniza el contenido entero del don con el modo biográfico según el cual desplegamos y realizamos, a lo largo de la vida, nuestro propio ser este varón y esta mujer. En otras palabras, el compromiso cobiográfico completo hace verdadero el amor, serias sus palabras, reales sus juramentos.

Notas
1. Consideramos esta etiología del amor conyugal en el amor de sí —a la propia carne o humanidad masculina y femenina— y su entrelazamiento y, al fin, vinculación en justicia como un principio fundamental de nuestra concepción. Realmente fue éste, el amor de sí a la propia naturaleza, un luminoso y profundo hallazgo de la sabiduría perenne, del que, entre otros muchos, recordaremos ahora solamente dos importantísimos textos. El primero lo hallamos en San Pablo, Ef 5,28-33: «Los maridos deben amar a sus mujeres como a su propio cuerpo. El que ama a su mujer, a sí mismo se ama, y nadie aborrece jamás su propia carne, sino que la alimenta y abriga como Cristo a la Iglesia, porque somos miembros de su cuerpo. Por eso dejará el hombre a su padre y a su madre y se unirá a su mujer, y serán dos en una carne. Gran misterio es éste, pero yo lo aplico a Cristo y a la Iglesia. Por lo demás ame cada uno a su mujer, y ámela como a sí mismo...» El segundo en Tomás De Aquino, II-II, q. 26,11, ad 2: «Dilectio quam aliquis habet ad seipsum est ratio dilectionis quae habetur ad uxorem, secundum scilicet rationem boni». En los esposos ese amor a la propia carne se une o conjunta en un nuevo y único amor, el conyugal, por eso en la misma q. 26, 11, aunque en ad. 4 el Aquinatense dirá que la razón del amor que une a los esposos es por el bien de la carne unida o una caro. San Agustín sostiene la misma idea sobre el amor de sí mismo, como la base de partida de todo amor: «Si no sabes amarte a ti mismo, tampoco sabrás amar a los demás en la verdad» (Serm. 368, Migne, PL, 39, 1655) y en La Ciudad de Dios (1,20) afirma que la regla del amor al prójimo la encuentra el amante en el amor que siente hacia sí mismo, pues esta es la base de la que arranca el mandato evangélico del «amarás a tu prójimo como a ti mismo». Como era de esperar, la interpretación de este amor a la propia carne, o «amor de sí», ha dado lugar a algunas famosas polémicas —por ejemplo entre Abelardo, Hugo de San Victor, Gerson y Tomás de Aquino— entre las que destaca la crítica a este amor acusándole de posesivo y concupiscible, más en la órbita del eros que del mejor amor, que sería el desinteresado agapé. No es momento de examinar a fondo estas tesis, tan versosímiles cuán falsas, y nos bastará con indicar el atinado y realista examen que Pieper hizo del rebrote de la cuestión en Nigren, Rousselot, Scholz, Grünhut y Brunner y, aún, Barth, según se encontrará en Las virtudes fundamentales, cit., pp. 526 ss. En esta misma línea de Pieper, que comparto, recomiendo los comentarios de J. Cruz, El éxtasis de la intimidad, cit., pp. 31 ss. Y 90 ss.; y de Hildebrand, La Esencia del amor, cit., pp. 103 ss. y 189 ss. También F. Wilhelmsem, La metafísica del amor, Madrid 1964; C. S. Lewis, Los cuatro amores, Madrid 2000, pp. 103 ss.
2. Que el amor «hierve» es una feliz y realista forma de expresarse de Tomás De Aquino en III Sent., dist. 27, q. I, art. 1 ad 4. Aunque la imagen del fuego, la llama viva, el encenderse y el abrasarse parece una común inspiración: «en tu amor me abrasaría» dice, por ejemplo, San Juan De La Cruz, en Romance sobre el evangelio, De la creación 3.º, 95, vid. En «Obras completas», B.A.C., Madrid 1994, p. 87; vid. también en Noche oscura, 5, ibidem, p. 106 o en ¡Oh llama de amor viva!, 1, ibidem, p. 110.
3. Cfr. M. Scheler, Ordo amoris, cit., pp. 54 ss.
4. Cfr. estas tesis centrales en el pensamiento de L. Polo, en Antropología trascendental, t. I., La persona humana, Pamplona 1999, y en Antropología trascendental, t. II., La esencia de la persona humana, Pamplona 2003; y en Ética: hacia una versión moderna..., cit., pp. 77 ss.; Presente y futuro del hombre, Madrid 1993; La persona humana y su crecimiento, Pamplona 1996, passim.
5. E. Fromm, El arte de amar, Barcelona 1988, pp. 13 ss., 18 ss. y 57 ss. También J. Pieper, Las virtudes fundamentales, cit., pp. 435 ss. y 445 ss.; C. S. Lewis, Los cuatro amores, cit., pp. 105 ss.
6. «Algo es amado en cuanto contiene una razón de bien» Tomás De Aquino, II-II, 26,
2 ad 1. Ahora bien, «lo que es objeto del apetito sensible inmediato se estima bueno simplemente porque es deseado. Pero lo que es objeto para la voluntad, en cuanto tendencia intelectual, es deseado por ser bueno en sí mismo», In Metaph., 12,7, 2522.
7. Los textos de Juan Pablo II sobre el significado personal y esponsal de la sexualidad humana son muy numerosos. Para seguir su secuencia, son muy útiles la voces masculinidad, feminidad, esponsalidad y sexualidad en el muy completo índice temático del último volumen del Enchiridion Familiae. Una feliz síntesis se halla en J. M. Yanguas, Corporalidad, sexualidad y persona humana..., cit., pp. 813 ss.
8. Cfr. J. Arregui - J. Choza, Filosofía del hombre. Una antropología de la intimidad, Madrid 1991, caps. VI, VII y X; R. Yepes Stork, Fundamentos de antropología. Un ideal de la excelencia humana, Pamplona 1996, caps. 1, 2, 3, 7 y 10; J. F. Selles, La persona humana, partes II y III, Univ. De La Sabana, 1998; C. Cafarra, Ética general de la sexualidad, cit., pp. 29-37; M. Rhonheimer, La perspectiva de la moral. Fundamentos de la ética filosófica, Madrid 2000, cap. III.
9. «Así el eros... No puede por sí mismo ser lo que, de todos modos, debe ser si ha de seguir siendo eros. Necesita ayuda; por tanto, necesita ser dirigido». C. S. Lewis, Los cuatro amores, cit., p. 127.
10. La vinculación conyugal no es, como es obvio, una fusión en la que ambos consortes perdieran su individuación humana y dieran origen a una nueva y única persona en la que quedaran engullidos: no son dos ríos que, al desembocar, se funden y desaparecen en el mar. No obstante, la vinculación les une en su modo de ser naturaleza humana masculina y femenina, que resulta conjuntada, de suerte que la vinculación no se limita solamente a una cooperación en las conductas, al «hacer cosas juntos». Se pueden hacer muchas cosas juntos, quienes no están unidos. En cambio, en la unión conyugal, si los cónyuges hacen juntos las cosas, por ejemplo la convivencia íntima, es por consecuencia de haberse unido en lo que son, y así su co-ser unión es la causa de que obren en común. Cfr. J. Hervada, Una caro, cit., pp. 34-37.
11. G. Thibon, Sobre el amor humano, Madrid 1955, pp. 103 ss. Vid. la interesante descripción de las anomalías de la diversas formas de unión simbiótica que hace E. Fromm en El arte de amar, cit., pp. 28 ss. contraponiéndolo al amor interpersonal maduro; y obsérvese la conexión entre el patrón biológico, que según dicho autor, informa la unión simbiótica y lo que nosotros venimos denominando el componente cíclico del amor conyugal y su trascenderse mediante la implicación personal en el don.
12. Obviamente, nos estamos refiriendo a dos extraordinarios pasajes evangélicos, el de la Anunciación y el de Caná de Galilea, y a su intrínseca conexión, en la cual María —hija del Padre, madre del Hijo y esposa del Espíritu Santo— tiene un protagonismo, como la mujer o nueva Eva y como la madre de toda la humanidad, verdaderamente decisivo. Vid. Los interesantes comentarios a Lc 1,26-38 y a Mt 1,18-25 de J. M. Casciaro, Corporeidad y sexualidad en el Nuevo Testamento, pp. 652 ss. y 661 ss., respectivamente; y también el comentario a Ioh 2,1-12 y 19,25-27 de I. De La Potterie, Teología del cuerpo y de la sexualidad en los escritos de S. Juan, pp. 864 ss. y 884 ss.; ambos trabajos en AA.VV., Masculinidad y feminidad en el mundo de la Biblia, Pamplona 1989.
13. A esta subterránea pero insistente llamada a trascenderse que, en medio del efímero pasar, surge de la experiencia vivida de nuestra humanidad corpórea y sexuada y nos interpela en un nivel de profunda intimidad, allí donde somos nuestra propia persona y ésta es cuanto más se trasciende, se refiere V. Frankl en numerosos pasajes de La voluntad de sentido, Barcelona 1994, por ejemplo en p. 114.
14. Sobre esta intimidad amorosa, en cuanto apertura, trascendencia y ámbito de copertenencia, vid. A. Millán Puelles, «Persona humana y sexualidad», en AA.VV., Estudios sobre la sexualidad en el pensamiento contemporáneo, cit., pp. 803 ss.; también el estudio de J. Cruz, El éxtasis de la intimidad, cit., pp. 57 ss.
15. «Y ahora, hijos e hijas, dejadme que me detenga en otro aspecto —particularmente entrañable— de la vida ordinaria. Me refiero al amor humano, al amor limpio entre un hombre y una mujer, al noviazgo, al matrimonio. He de decir una vez más que ese santo amor humano no es algo permitido, tolerado, junto a las verdaderas actividades del espíritu, como podría insinuarse en los falsos espiritualismos a que antes aludía. Llevo predicando de palabra y por escrito todo lo contrario desde hace cuarenta años, y ya lo van entendiendo los que no lo comprendía. El amor, que conduce al matrimonio y a la familia, puede ser también un camino divino, vocacional, maravilloso, cauce para una completa dedicación a nuestro Dios. Realizad las cosas con perfección, os he recordado, poned amor en las pequeñas actividades de la jornada, descubrid —insisto— ese algo divino que en los detalles se encierra: toda esta doctrina encuentra especial lugar en el espacio vital, en el que se encuadra el amor humano». San Josemaría Escrivá De Balaguer, «Amar al mundo apasionadamente», Homilía pronunciada en el campus de la Universidad de Navarra el 8 de octubre de 1967, en Conversaciones con Mons. Escrivá de Balaguer, Madrid 1998, pp. 244-245, n. 121.
16. La específica intimidad de la unión conyugal y de su adentramiento nos dan nueva luz sobre aquel primigenio «Por eso dejará el hombre a su padre y a su madre, y se unirá a su mujer, y serán dos en una sola carne», Gen 2,24. Desde esta perspectiva, he examinado las diferencias entre los vínculos e intimidades de lo conyugal y de lo consanguíneo en El ser conyugal, cit., pp. 32-41.
17. Vid. Gaudium et spes, n. 24; Familiaris consortio, nn. 11, 18-21; Carta a la Familias, nn. 7, 8 y 11.
18. Supl., q. 44, a. 3. Nuestro comentario en El ser conyugal, cit., pp. 11-17.
19. Lo hemos recordado supra, en la nota 1.
20. Supl., q. 48, a. 1.

Ius Canonicum, XLIV, N. 88, 2004, págs. 439-513


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