Por Carlota de Barcino
En los últimos meses la sociedad europea empieza a ver, aquí y allá, gobiernos nacionales o regionales deseosos de pasar a la posteridad como pioneros en la aprobación de leyes sin el sustento de la opinión pública y de la experiencia científica.
Hace dos meses, la Academia Americana de Pediatría publicó en su revista “Pediatrics” una declaración por la que apoyaba el derecho de homosexuales y lesbianas de adoptar a los hijos de su compañero, alegando que “los niños nacidos o adoptados por un miembro de pareja del mismo sexo, merecen la seguridad de dos padres legalmente reconocidos”. Y para justificar tal afirmación, la Academia puntualizaba: “un número suficiente de estudios sugiere que los hijos de padres homosexuales tienen las mismas ventajas y expectativas de salud, adaptación y desarrollo que los hijos de heterosexuales” .
Seguramente los pediatras, con el loable fin de velar por la salud infantil, tomaron en consideración las ventajas de tener dos seguros de salud y dos ayudas sociales por fallecimiento del progenitor. Incluso, la pensión de alimentos y las visitas en caso de separación de la “pareja”. Pero no está de más preguntarse cuál es el verdadero bienestar de un niño en estos casos. Porque, salvo que las cosas cambien, el interés del niño es el centro de toda ley de adopción, que aspira a darle lo más parecido al hogar que no conoció.
Paradójicamente, la pareja de un hombre y una mujer unidos en matrimonio y viviendo con su progenie bajo el mismo techo, es decir, la familia tal como todos la entendemos y vivimos desde que el hombre es hombre, es sólo una alternativa más, producto de costumbres repetidas, y tan válida (o, tal vez, menos) como cualquier otra “forma de organización de la vida íntima”.
Dos son los argumentos que esgrimen los defensores de esta nueva acepción de “familia”: el primero, que es preferible para un niño abandonado vivir con una pareja homosexual que la acoja, que no tener familia alguna. Sin embargo, hoy en día, la situación real es muy distinta: el retraso de la edad para contraer matrimonio y formar familia, el recurso masivo a los métodos anticonceptivos, los efectos del estilo de vida moderno en la fertilidad de los cónyuges y la extensión del aborto, han contribuido a que cada vez más parejas recurran a las técnicas de fecundación artificial y a la adopción para realizar sus sueños de formar una familia. Un ejemplo es el caso de España, el país con la más baja tasa de natalidad del mundo, donde las listas de espera para adoptar niños españoles llegan a nueve años y, en los últimos cinco años, las adopciones internacionales se han multiplicado un 264%.
El segundo argumento es que denegar a las parejas homosexuales el derecho de adopción es una discriminación -y más ahora que el principio de no discriminación por razón de orientación sexual ha sido incluido en el artículo 21 de la futura Constitución Europea. Para responder a esta reclamación es necesario distinguir entre dos conceptos: el trato desigual y la discriminación. La discriminación sería un trato desigual no justificado. Así, por ejemplo, es acorde con los criterios de justicia el trato desigual de la ley cuando exige el pago de un impuesto de la renta proporcional a la riqueza del declarante. Del mismo modo, una persona de baja estatura no puede alegar discriminación al ser rechazada como jugador de baloncesto, azafata o policía, o una persona con problemas de visión, para puestos donde esa cualidad es relevante. En el caso que nos ocupa, la homosexualidad de los adoptantes es una característica relevante para la educación y desarrollo de un niño.
¿Por qué?
En primer lugar, porque –aunque son poco divulgados por “políticamente incorrectos”-, estudios científicos serios muestran que los niños de hogares homosexuales son cuatro veces más propensos a buscar su identidad sexual experimentando con conductas homosexuales. Tomemos en cuenta otro dato: la más alta tasa de suicidio en EEUU se produce entre los adolescentes con tendencias homosexuales. Conociendo las enormes presiones que derivarían de una identidad sexual confusa, permitir esa adopción equivaldría a colocar a esos niños, de por vida, una carga traumática con tal de reafirmar socialmente los derechos gays.
En segundo lugar, está comprobada la mayor promiscuidad de las uniones homosexuales, que se rompen cuatro veces más que las heterosexuales. Imaginemos de nuevo las consecuencias sobre los niños, tan necesitados de estabilidad. ¿Cuántos padres o madres podría llegar a tener un solo niño?
Asimismo, para un buen desarrollo de su personalidad, los niños necesitan contar con modelos de identidad masculina y femenina. ¿Cómo podrán llegar a entender la complementariedad entre los sexos? ¿Cómo vivirán su propia sexualidad? Lo quieran o no, las uniones homosexuales serán siempre una minoría, y esos niños, por mucho que se les diga, nunca podrán sentirse iguales a los demás. ¿Encuentran ustedes una respuesta adecuada a la pregunta “por qué mis amigos tienen papá y mamá” o bien “qué es una mamá”?
En definitiva, los niños no pueden ser utilizados como instrumento para la reivindicación de los derechos de un grupo social, ni la adopción es una institución que pueda regirse por los criterios de la corrección política.
Y sin embargo, hay cosas que no es justo negar: la dignidad humana que tiene todo homosexual como persona y la existencia de las uniones homosexuales en nuestra sociedad. Pero reconocer efectos en el derecho a una situación de hecho no implica identificarla con instituciones naturales y jurídicas como el matrimonio y la familia.
También es cierto que no todo el colectivo homosexual exhibe su “orgullo gay” tratando de generalizar su modo de vida y extender la influencia de un comportamiento minoritario al resto de la sociedad. Pero los niños son las personas más vulnerables de nuestra sociedad, dignos de una protección y cuidado especiales. ¿Vamos a hipotecar su desarrollo por el avance de la agenda política de una minoría?
Fuente. Mujer Nueva
2002-05-30 |