Excmo. Ayuntamiento De Jerez
Delegación De Salud Y Genero
CUSTODIA COMPARTIDA
La crisis de la familia tradicional y la pérdida de privilegios y autoridad masculina
José María Espada Calpe. DEA y Lic. Antropología Social y Cultural.
En fechas recientes está arreciando, con especial virulencia, una campaña sostenida por una miríada de pequeñas organizaciones de padres divorciados y separados, a los que suelen llamar asociaciones de padres y madres divorciados, pero que vienen a representar los intereses de una serie de grupos masculinos que ven cuestionada su autoridad y privilegios asociados a un modelo tradicional de familia. Son grupos especialmente activos ya que en ellos se concentran hombres con unas elevadas cargas de frustración asociadas a procesos personales de separación y concentran sus iras en la desestimación más frecuente que viene realizando la jurisprudencia de sus solicitudes de custodia de los hijos frente a las madres.
El eje de sus argumentaciones pretende situar a lo que denominan “custodia compartida” como la mejor defensa de los intereses del menor. Defienden que los niños y las niñas necesitan en su proceso socializador del efecto benéfico psicológico del acceso tanto al modelo paterno como el modelo materno, envolviendo así su discurso de un aura de rotundidad de incuestionada verdad científica.
Se trata de un fenómeno relativamente novedoso en nuestro país teniendo en cuenta que la fecha de la que data nuestra actual ley de divorcio es de 1981, que debe ser enmarcado dentro de los procesos contemporáneos de reconstitución de las masculinidades y las paternidades, de manera que el rol del cabeza de familia, sus privilegios y autoridad está siendo cuestionada desde diversos ángulos.
n La familia ha sido uno de los lugares centrales donde la autoridad del hombre ha sido cuestionada, pero donde al mismo tiempo se ha perpetuado. Ya sea como hijos, padres, pareja o pariente en general, los hombres están sufriendo -o protagonizando- transformaciones en los modelos de masculinidad y la forma como construyen su autoridad en la familia.
El “trabajo” ha representado una de las fuentes de poder y recursos más importantes para la generalidad de los hombres, así como una forma de identidad. En un escenario de desempleo, empleo precario o subempleo; en definitiva, en un escenario dónde no acceden al “salario familiar”, “se produce un sentimiento de demasculinización –no equiparable al caso de las mujeres-“ (Sánchez-Palencia e Hidalgo, 2001: 15), debido a sus resistencias y dificultades para adaptarse a una nueva situación social y psicológica en la que ya no son el único sostén de la familia, ya no son los que traen el pan a casa [1]. Consiguientemente su autoridad, fraguada en la compenetración entre provisión y masculinidad, ha perdido su soporte: los hombres ya no pueden afirmar alegremente que “aquí, quien lleva los pantalones soy yo” [2], o “niño, cuando seas mayor comerás huevos”. Estos “dichos populares” pueden servir de expresión sobre la dimensión de género y edad sobre la que se ha construido la autoridad y dominación masculina en la cultura de nuestro país (entre otras).
La provisión económica y la protección familiar del cabeza de familia, que se ha presentado como un mandato [3] central de los modelos hegemónicos de masculinidad, corresponde cada vez menos con las experiencias de los hombres. Pero no es únicamente el nuevo escenario posfordista del empleo para los hombres, sino los crecientes niveles de empleo de las mujeres, lo que está socavando las bases de la autoridad masculina en la familia.
En primer lugar, el creciente empleo de las mujeres está produciendo nuevos acuerdos en las relaciones conyugales, ya que la existencia de una doble renta posibilita que los arreglos convivenciales se vean modificados. Se ha señalado (Oakley y Rigby, 1998) que la implicación masculina en las tareas domésticas depende más de la falta de disponibilidad del trabajo doméstico de la mujer -habitualmente porque ésta desarrolle una vida laboral-, que del empleo o desempleo del hombre -su presencia y disponibilidad de tiempo para el cuidado-. En segundo lugar, el empleo de las mujeres –unido al empuje del movimiento de liberación sexual-, está posibilitando la emergencia de una diversidad de nuevos modelos familiares (familias monoparentales, familias reconstituidas, familias basadas en parejas homosexuales y en uniones de hecho, etc) que cuestionan el carácter heterosexista del proyecto de la familia tradicional.
Así, los hombres pierden: por un lado, la legitimidad como proveedores –ganapanes-; por otro, los privilegios asociados a la condición de progenitores (dados los avances en las técnicas de reproducción asistida); y finalmente, la autoridad como supuestos inexcusables referentes simbólicos en la crianza de los niños.
Como venimos señalado las condiciones sociales, económicas y culturales, que han sostenido tradicionalmente los significados de la paternidad –en especial aquellos significados asociados al varón ganapanes, su autoridad moral y su paternidad indiscutida-, han cambiado. Las transformaciones en las prácticas e ideas sobre este aspecto de la masculinidad no son tan recientes. Para Collier (Collier, 1995, 1996) es posible enmarcar las transformaciones del significado de la paternidad, dentro del intento de “modernizar la masculinidad” durante todo el siglo XX, y de re-situar las masculinidades, fijándolas a los derechos del hombre y las responsabilidades dentro de la familia. La importancia dada al papel de los hombres como padres si es nueva, y se eleva, en los discursos sociales y políticos, por encima del papel de los hombres como trabajadores, ciudadanos, maridos/compañeros, soldados, etcétera. Hasta cierto punto, la paternidad se ha convertido en la lente a través de la que comprendemos y significamos estos otros roles (con la posible excepción del soldado).
Paternidades: el problema de la “ausencia” y el problema de la “distancia”.
Como ya hemos señalado, las condiciones sociales, económicas y culturales que han sostenido tradicionalmente los significados de la paternidad –en concreto aquellos significados asociados al varón ganapanes, su autoridad moral y su paternidad indiscutida- han sido objeto de cuestionamiento y de transformación, especialmente durante la última década (Knijn, 1995). Este proceso ha generado, y ha sido generado por una diversidad de discursos sobre la familia, el divorcio, las madres solteras, la infancia, la criminalidad, la educación, el desempleo y la sexualidad, que comparten la intención de cuestionar y evaluar la naturaleza y papel de la paternidad.
Querría aquí hacer un repaso de algunas posiciones discursivas contemporáneas que han ayudado a producir su significado e importancia en la configuración de las masculinidades. Algunos de los discursos sobre la paternidad han resultado más centrales que otros en la creación e implementación de políticas. Siguiendo a Williams (En Popay et al., 1998) se podría diferenciar posiciones sobre la paternidad como “tradicionales”, “progresistas”, “anti-feministas” o “profeministas”, pero tales distinciones son demasiado simplistas y descansan frecuentemente en discursos compartidos sobre la masculinidad y la normalidad en relación con la vida familiar. La categorización de Knijn (Knijn, 1995, 11-17) distingue entre explicaciones feministas –que suelen problematizar el poder masculino en la familia y requieren una igualdad más profunda en la división del trabajo doméstico-, y una posición estructuralista -que identifica la transición a una economía post-industrial como el mecanismo que ha desprovisto a muchos hombres de su capacidad de cumplir su principal rol como padres -el proveedor- [4]. Esta conceptualización es útil pero acarrea el problema de sobrestimar las diferencias entre estas explicaciones y pasar por alto las formas en que se solapan.
Lo interesante puede ser examinar el efecto de imbricación y solapamiento de los discursos sobre los hombres, las masculinidades y la paternidad. He utilizado la distinción de Williams (1998) que resulta altamente específica al debate en sí y que representa dos de las vías históricas recientes que han marcado el desarrollo en este terreno. Por un lado, se ha dado un desarrollo en torno al pánico sobre el “padre ausente”, especialmente en un sentido moral y económico. Por el otro lado, se han hecho llamados a la reconstrucción de la masculinidad paternal en términos de una mayor implicación con el cuidado de los niños y mayor equiparación en los papeles de crianza. En este caso el problema es la distancia del padre en su capacidad emocional y de cuidado. Esta distinción gira en torno a los discursos de ausencia y distancia pero como veremos cada discurso lanza puentes entre ambos.
La problematización de la paternidad es, en cierta manera novedosa, lo que indica los términos realmente contingentes sobre los que se ha venido construyendo a lo largo del ultimo siglo. Siguiendo a Hearn (Hearn, 1992) es importante señalar que se produjo, durante el siglo diecinueve, primero en los estratos acomodados, una separación de hecho y simbólica, de la esfera pública y privada que concedió a la maternidad una relevancia especial dentro del ámbito privado. La maternidad se construyo como un estado natural de actividad y envolvimiento, necesitado sin embargo de control y supervisión. Así los expertos de la psicología, la pedagogía y la salud infantil, jugaron un papel fundamental en la construcción del ama de casa “profesionalizada” y del hogar “tecnificado” (Ehrenreich y English, 1973). Mientras, la paternidad fue “reconstituida” como un estado contingente sobre otras condiciones de actividad. La capacidad masculina como proveedor económico fue central a estas condiciones durante todo el siglo. Derivado de su poder económico, se concedió a los hombres responsabilidades de provisión y protección de esposa e hijos, pero también se legitimaron su autoridad, derechos legales e informales de control sobre los mismos. Adjunto a estas dimensiones económicas, morales y legales, el matrimonio aseguró a los hombres la paternidad indiscutida de sus hijos y de esta forma aseguró la legitimidad de su descendencia. Históricamente, había sido el matrimonio mas que la paternidad lo que determinaba los derechos económicos, legales y sociales, y las responsabilidades que han formado parte de la paternidad (Collier, 1995, p.185).
Como ya señalamos anteriormente, el Estado de Bienestar británico [5] ha desarrollado un fuerte régimen masculino de provisión económica, y una diferenciación de políticas, ya fueran enfocadas a los hombres o las mujeres, fruto de la combinación de políticas paternalistas y maternalistas. Este Estado priorizó en sus políticas los roles de los hombres como trabajadores, ciudadanos y soldados, más que los roles como padres. El papel de los hombres como padres se fundamentó en su implicación con el trabajo remunerado en la esfera pública, y hasta muy recientemente, sus prescripciones fueron vagas y generales más que precisas.
Esto contrasta con las políticas maternalistas, que han emplazado a las mujeres en términos de sus roles como madres y esposas por encima de sus roles como ciudadanas y trabajadoras. La adquisición y consolidación de derechos sociales (las asignaciones familiares, servicios sanitarios y otros) han fluido a partir las “responsabilidades naturales de las mujeres” (como esposas y madres). Es dentro de este contexto cuando las prescripciones sobre la “buena maternidad” en la esfera doméstica se vincularon al bienestar de los niños y las niñas, especialmente a través del desarrollo de la salud en la maternidad, las medidas de bienestar de las primeras dos décadas de siglo, y posteriormente con la influencia de la psicología del cuidado infantil (Ehrenreich y English, 1973).
Algo interesante, es la diferente constitución de los derechos sociales adheridos a la maternidad y la paternidad. Para los hombres las responsabilidades han sido predicadas sobre la existencia de los “derechos naturales de los hombres” –obtener un sueldo, ejercer el control sobre esposa e hijos-. Por ejemplo, Collier demuestra que la creencia en que es necesario fortalecer a los hombres con derechos con la expectativa de que cumplan con sus responsabilidades, ha marcado la historia de la intervención legal en la responsabilidad económica masculina hacia sus familias (Collier, 1995, p.209). Por otro lado, la tendencia en las mujeres, es que han reclamado o se les ha garantizado derechos en virtud de responsabilidades y obligaciones pre-existentes. En otras palabras, para Collier es posible descubrir una historia diferenciada según el género, de derechos (masculinos) y responsabilidades (femeninas), en la historia moderna de la parentalidad.
Sin embargo, la existencia de una masculinidad sustentada en el “orden económico y familiar de la jerarquía de género y la heterosexualidad compulsiva” (Collier, p.176), ha representado un ideal universal, más que una realidad general. Durante este siglo el ideal del ganapanes no ha sido accesible para muchas familias pobres, o de clase trabajadora. En estas familias las mujeres han complementado la renta del hombre e incluso han obtenido salarios similares a las del proveedor. De forma similar, las guerras, la alta tasa de mortalidad masculina, y los vaivenes de la migración y de los controles racistas sobre la migración han supuesto que las madres solteras, las mujeres proveedoras y las familias reconstituidas no fueran tan extraordinarias. Las representaciones de los padres como protectores y proveedores, habían sido cuestionadas ya por las mujeres en las campañas contra la ebriedad, el derroche en los bares y el alcohol en el siglo XIX [6], y en las campañas de los 60 contra la violencia doméstica. No solo las campañas feministas sino las transformaciones sociales y económicas han desmontado las bases de esta masculinidad “paternal”.
La decadencia de la base productiva industrial y el incremento del desempleo masculino han socavado la capacidad de los hombres para actuar como ganapanes. El poder económico de los hombres ha sido también reducido por el creciente poder económico de sus esposas. Las reivindicaciones de autonomía de las mujeres [7], junto a los avances hacia la democratización de las relaciones entre los niños y los adultos, han desafiado los presupuestos masculinos sobre su autoridad natural sobre las mujeres y los niños. La visibilización de la violencia doméstica y el abuso sexual de menores en el marco de la familia ha oscurecido las representaciones de los padres como protectores. Finalmente, las tecnologías reproductivas han posibilitado la separación de la sexualidad no sólo de la reproducción, sino de la paternidad (a pesar de que frecuentemente han sido utilizadas para reforzar la paternidad).
Además, las nuevas representaciones culturales de los padres como compañeros igualitarios, activos e implicados en el cuidado de los hijos, ya sea en el matrimonio o en la pareja de hecho, han forzado la refiguración de la imagen tradicional del semi-implicado, presente-pero-distante, hombre de familia y ganapanes. En gran parte la imagen del hombre nuevo que ha sido fundamentalmente desarrollada en los medios de comunicación se sustenta sobre lo que se ha denominado la nueva paternidad.
En algunos casos la polémica sobre la paternidad representa una causa o un síntoma de otro problema social, o una constelación de problemas: por ejemplo, pánicos morales en torno a la emergencia de la nueva pobreza, el incremento de los divorcios y de la monoparentalidad. Para otros la polémica abre nuevas oportunidades para relaciones familiares nuevas, basadas en identidades diversas, fluidas y negociadas individualmente. Tomo el punto de vista de Collier (1995,1996) de que la pregunta representa un nuevo terreno discursivo en el que la reconstrucción del “hombre moderno” está siendo atacada.
El problema de la ausencia.
Existe un espectro de discursos que destacan la especial significación que tiene la presencia del padre en la familia. En estos discursos la problematización de la ausencia se basa en la discriminación entre los buenos padres y los malos padres –o la separación entre los padres peligrosos de los seguros- (Collier, 1995, capítulo 6). Esta división replica la división que se hizo de la maternidad a comienzos del siglo XX entre “buenas-adecuadas” madres y “malas-inadecuadas” madres. Esta división enmarca bajo arcaicos y fuertes prejuicios de superioridad de clase y raza. La ausencia o la paternidad errante representa en este escenario el papel del malo, frente al buen padre presente.
Por ejemplo, Murray, en “The emerging british underclass” comienza la caracterización de los malos padres como ociosos borrachos, incapaces de proveer ingresos y disciplina a sus hijos, que acaban siendo unos gamberros y delincuentes por culpa de la ausencia del padre. Compara una cita, de Henry Mayhew [8], sobre los “pobres no merecedores (de ayuda y asistencia social)” de mediados del siglo XIX, con su propia experiencia actual. Su preocupación central es el rol de modelo del padre: “Se hace claro que los clichés sobre su papel como modelo son ciertos... Los niños no crecen naturalmente aprendiendo a ser padres y maridos responsables. No crecen naturalmente sabiendo como levantarse temprano cada día para ir a trabajar... Y lo que es más, los niños no llegan a la adolescencia naturalmente deseando reprimir el sexo, así como las niñas no se convierten naturalmente en adolescentes que se cuidan de no tener hijos... los niños y las niñas acaban siendo padres, vecinos y trabajadores irresponsables porque están imitando a los adultos que les rodean”. (p.10-11).
Murray combina discursos naturalistas y esencialistas sobre la masculinidad, la feminidad y la sexualidad con ideas psicológicas sobre la importancia de la presencia de los padres como “modelos de referencia”, que limitan y disciplinan a sus hijos en la responsabilidad económica y sexual. Pero no sólo la presencia del padre es importante, sino que el rol de padre debe ejercerse dentro del matrimonio: “Así como el trabajo es más importante que el mero hecho de ganarse la vida, casarse y sacar adelante una familia es mucho más que un entretenimiento. Sostener una familia es un medio fundamental del hombre para probarse a sí mismo que es un hombre de verdad. Los hombres que no sostienen una familia encuentran otras forma, que tienen a ser más destructivas, de probar su virilidad. Como muchos han anotado a través de los siglos, los jóvenes son esencialmente salvajes para los que el matrimonio –queriendo señalar no sólo la boda sino el hecho de hacerse responsable de una esposa y los hijos- es una fuerza civilizatoria indispensable”. (p.22-23)
Lo que Murray está diciendo es que la presencia del padre es importante, no sólo porque socialice a los hijos, sino también porque hay tres elementos –trabajo, mujer y responsabilidad- que civilizan y socializan al padre. Esto coloca a la mujer en una inexplicable, peculiar y ambigua posición, ya que si tiene el suficiente saber hacer para actuar como una fuerza civilizatoria para sus maridos, debería poseer la suficiente autoridad para disciplinar a los hijos en lugar de delegar en la autoridad del hombre que ella ha “civilizado”. En este escenario la presencia del hombre en la familia denota jerarquía, disciplina, responsabilidad financiera y orden heterosexual.
Podemos encontrar este tipo de discursos no sólo en autores abiertamente reaccionarios sino en diversas disciplinas en las que se enfatiza la relación entre criminalidad y crecimiento de la monoparentalidad. El individualismo de mercado ha traspasado la esfera pública y ha alcanzado la esfera privada de las relaciones sociales y sexuales. ”El ethos de la privacidad y el apetito individualista” ha promovido “una variedad sin fin de relaciones sexuales y procreativas que carecen de estabilidad interna y de una clara articulación dentro de la sociedad” (Davies, 1993, 99). Su razonamiento es que los hombres se han hecho innecesarios por la reestructuración económica y los cambios en los estilos de vida de las mujeres, y que esto ha destruido las comunidades de clase trabajadoras y sus familias, así como los valores asociados al trabajo duro, la respetabilidad y la cooperación. Así se sueldan los discursos sobre el trabajo, la respetabilidad de la clase trabajadora, la autoridad de los hombres y una heterosexualidad ordenada, a valores éticos socialistas de cooperación en las relaciones comunitarias y en la familia. El orden social y la paternidad autoritaria masculina están amenazadas por el desempleo masculino, la independencia económica femenina y la irresponsabilidad moral y sexual.
Estas ideas han influido a los decisores. Collier (1995, p.227) comenta unas declaraciones, del entonces ministro conservador, John Redwood: tras una visita a un bloque de viviendas sociales en Cardiff, en Julio del 93: el ministro, atónito de haber encontrado tan alto número de madres solteras, declaró que las ayudas sociales deberían ser suspendidas hasta que el padre errante fuese encontrado y pudiera brindar su “apoyo y amor” a esas familias. Este tipo de declaraciones no han sido infrecuentes en nuestro país donde destacan por su locuacidad el presidente de la Xunta de Galicia, Manuel Fraga (“cociña, casa e catelos”) y el alcalde de Madrid, Álvarez del Manzano.
Pero estas declaraciones tienen frecuentemente una traducción en las políticas, que en el caso británico fue la “Ley de Apoyo a la Infancia” de 1991. Esta ley dio poderes a la Agencia para la Protección de la Infancia, para localizar a padres biológicos errantes/ausentes y hacerles responsables del mantenimiento de sus hijos. Era evidente que con esta medida se pretendía desplazar los costes del mantenimiento de los niños desde el Estado a los padres, bajo el contexto discursivo de una llamada a los valores familiares, a la que se le daba tono de urgencia mediante el pánico moral generado en torno a las madres sin compañero (solteras, divorciadas, separadas) y los padres ausentes. Son varios los desplazamientos discursivos que se producen. Uno es el intento de convertir a los padres ausentes en padres responsables, según una noción de responsabilidad limitada a su contribución económica, lo que reincorpora la responsabilidad bajo el régimen de provisión y no cuestiona los derechos adheridos. Al mismo tiempo extiende la responsabilidad para englobar tanto a padres casados como aquellos no casados, lo que desplaza la vieja dicotomía hombre casado –buen padre, seguros y disciplinado-, hombre soltero –mal padre, peligroso y libre-, reemplazándose ésta dicotomía por una nueva del (buen) hombre de familia y el (mal) padre ausente.
Otra segunda traducción en las políticas (en el caso británico), fue la “Ley de la Infancia” de 1989, cuyos objetivos fundamentales eran minimizar el conflicto en procesos de separación y divorcio, reclamando el compromiso de ambos progenitores en el cuidado de sus hijos tras el divorcio o separación. Existen varias claves discursivas cuestionadas por Williams (1998), se presupone que los niños están mejor cuidados por ambos progenitores, y que el cuidado parental contemporáneo es una actividad compartida y complementaria entre madres y padres. La “Ley de la Infancia” británica del 89, no explica que quiere decir con “compromiso” de los padres, y no aclara que quiere decir con implicación tanto de las madres como de los padres. A pesar de que esta imagen es preferible a la del “paterfamilias” y la mujer “sirviente”, tiene el peligro de esconder las desigualdades existentes en el ámbito doméstico en términos de ingresos, tiempos y división del trabajo [9].
Estos supuestos se apoyan en un viejo discurso: la superioridad de la familia nuclear heterosexual (rota-pero-todavía-reunida), junto a una nueva imagen del papel de los hombres dentro de la familia, ya no sólo como un ganapanes (distante pero presente), sino como un pilar fundamental en un sistema familiar simétrico, afectuoso, compasivo, comprometido y disponible a la ayuda y el apoyo. Varias de las líneas discursivas enfatizan la superioridad a la absoluta necesidad de la presencia de ambos progenitores, hombre y mujer. En unos casos se enfatiza el carácter problemático de las familias monoparentales, apoyándose en estadísticas que muestra el superior riesgo de pobreza de éstas, y su incapacidad para proporcionar un entorno estable para la crianza de los niños. Otras líneas enfatizan la necesidad de la presencia del padre como figura simbólica y referente masculino al desarrollo psicológico de la educación de los niños.
Una voz muy influyente en este debate, de los padres ausentes en el Reino Unido, ha sido la de los padres ausentes en sí. Las organizaciones de divorciados y de lucha por la custodia de los hijos han tendido a movilizar un tipo de discurso que se basa en la idea de que ambos, hombres y mujeres, están igualmente implicados emocionalmente en la ruptura y en el cuidado de los hijos, y en los procesos de custodia se privilegia a una parte. Es algo comúnmente aceptado que las rupturas producen dolor a ambas partes, pero la idea del compromiso igual de los hombres en el cuidado de los hijos, ha resultado cuestionable y cuestionada.
Las organizaciones de “padres”, en la década de los noventa, fueron especialmente influyentes al desacreditar las operaciones de localización de padres errantes, de la “Agencia de Protección de la Infancia (CSA)”. La CSA tenía en su punto de mira a todos los padres que no vivieran con la madre de sus hijos, lo que significó que se aglutinase a hombres blancos de clase media, respetables trabajadores, ex-hombres de familia o hombres de familia reconstituida; junto con los padres ausentes de la subclase (a menudo racializada), y que por primera vez estos hombres estuvieran bajo un marco de vigilancia (Collier, 1994). El énfasis del CSA en las contribuciones económicas de los padres ofendió a las organizaciones de padres y sus intentos de reconstruir la masculinidad paternal en términos de emocionalidad y autoridad, lo que reveló las presunciones clasistas subyacentes a las imágenes del padre errante, que estaban presentes en el pensamiento de Murray.
El problema de la distancia.
Una segunda vía del debate se ha interesado por las características cualitativas en los roles de la paternidad, más que en la presencia del padre. La bibliografía sobre los “nuevos” padres o la nueva paternidad se remonta a finales de los 70. Uno de los discursos presentes en el debate, es el de los grupos mitopoeticos inspirados por Robert Bly. En la raíz de los rituales de confraternización de estos grupos, se encuentra el dolor del recuerdo por los padres que fueron demasiado distantes con sus hijos como para intimar y conectar emocionalmente con estos. En un principio estos grupos de hombres apoyan una transformación social de la paternidad y dan razón de la necesidad de acercar más a los hijos con los padres, pero como ya se ha señalado en otros lugares (Whelehan, 1995), el enfoque de Bly, además de configurarse como un enfoque esencialista sobre la masculinidad y la feminidad, identifica el movimiento de liberación de las mujeres como el elemento que está socavando la fortaleza de la auténtica masculinidad.
Parece que lo que está en juego aquí es la restricción emocional en la educación de los hombres o el dolor infringido a los hombres por los propios modelos hegemónicos de masculinidad, pero el tipo de propuestas de estos grupos parece dirigirse a un equilibrio o equiparación de la inversión subjetiva emocional del padre y deja incuestionado el problema central de la subordinación femenina que es el desequilibrio de género en las prácticas de cuidado. En la investigación de Ferri y Smith (1996, 23), los hombres afirman que están más implicados en “la enseñanza de la buena educación y comportamiento”, que en “acompañar y cuidar de los niños” o “cuidar de los niños cuando están enfermos”, lo que indica que el tipo de roles de cuidado que desempeñan los padres, requieren un tiempo menos intensivo.
Además, las representaciones del padre cuidador, responsable y dispuesto a apoyar, se centran en el cuidado de los hijos y, en cierta medida, de las esposas, pero excluyen el cuidado de ancianos y padres, o de parientes enfermos. Todo esto sugiere que el discurso del cuidado que subyace se sitúa mucho más cerca de la idea de la autoridad moral que del cuidado como una forma práctica y emocional de atención. Así, el “cuidado paternal/maternal” se caracteriza por una división sexual, en la que la inversión subjetiva emocional de la identidad del padre puede ser bien cercana o igual a la de la madre, pero en la que el coste efectivo en tiempo y trabajo implicados en el cuidado son sin discusión mucho mayores por parte de las madres.
Para algunos grupos –especialmente profesionales implicados en el desarrollo de grupos de autoapoyo sobre paternidad, y profesionales preocupados por la política pública- el problema real estriba en la escasez de iniciativas políticas [10], legales y apoyos prácticos -y actitudinales- para padres que quieren ser padres activos. Estos discursos defienden que las representaciones culturales de la paternidad son frecuentemente negativas y desalentadoras, y que las principales instituciones sociales –como la educación, el mercado de trabajo y la ley- no reconocen las necesidades potenciales de apoyo de los padres y su derecho a cuidar. Por ello proponen una política para los padres que: amplíe el rango de las imágenes culturales de la paternidad, que mejore la educación y apoye la formación de los padres como tales, que asuma una perspectiva de los derechos de los niños, que desarrolle un marco legal que aliente la implicación de los hombres con sus hijos, que reduzca el conflicto entre exconyuges en casos de separación, y que mantenga el contacto entre los niños y sus padres.
Estos principios se llevarían a cabo a través de la educación para los chicos y futuribles padres, animando a profesionales -de la salud, del bienestar y de la atención a la infancia- a dirigir sus servicios de apoyo y orientación a padres así como a madres; promocionando que los empresarios implementen políticas de conciliación de la vida familiar y laboral, con medidas tales como los permisos de paternidad (parental leave), excedencias (career-break), planes para compartir el empleo (job-shares) y otros; mediante la creación de “Centros de Recursos para Padres” y “Centros de apoyo”. Se deberían introducir reformas legales para extender los derechos y responsabilidades de los padres dentro del matrimonio a los padres fuera del mismo, defendiéndose tanto la promoción de la implicación de los padres en la crianza como el derecho de los niños a una identidad. Se recomiendan penalizaciones a los progenitores que no cumplan intencionalmente con el sostenimiento del niño y las obligaciones de la custodia, junto con un cambio de marco que reconozca dentro de los costes de mantenimiento de un niño los costes del progenitor no residente para estar en contacto con éste.
Es posible identificar estas recomendaciones en la filosofía de la “Ley de la Infancia” (1989 Children Act) y en un importante documento programático del IPPR (Instituto de investigación sobre las políticas públicas) denominado “Los hombres y los niños: Propuestas para una política pública” (Burgess y Ruxton, 1996). Las claves discursivas de este conjunto de propuestas se centran en la pérdida de poder de los hombres y /o de derechos (más que la entrega de privilegios por parte de los hombres o la falta de poder y derechos de las mujeres). Se dice que los padres no sólo están perdiendo oportunidades como proveedores, sino que están perdiendo las oportunidades para implicarse en la crianza de sus hijos. Esto es, se están marginando y descualificando como padres y trabajadores. Estas propuestas pretenden compensar a los hombres dando apoyo práctico y legal y reconocimiento moral en su papel de padres. Se pretende que la pérdida de poder o privilegios en un área (la autoridad del ganapanes) sea compensada mediante la extensión de los derechos en otra área.
En la década de los ochenta, cuando las feministas reclamaban políticas que crearan las condiciones materiales para hacer posible el cuidado por parte de los hombres; se reconocía como agentes de este cambio tanto a los hombres como a las mujeres, tanto individualmente –en las relaciones cotidianas-, como colectivamente -en los sindicatos de trabajadores y otras organizaciones-. En el documento del IPPR, se excusa a los padres de la responsabilidad del cambio y se coloca en el lugar de chivo expiatorio a las instituciones –la educación, los profesionales del bienestar, los jueces, los políticos y decisores, los empresarios-. Parece como si los padres no tuvieran responsabilidad en la tan cacareada y tan poco practicada paternidad activa, como si les retuvieran actitudes y estructuras. Williams (1998) señala que ciertas objeciones del documento señalado apuntan incluso a la “responsabilidad de las mujeres” en la falta de implicación masculina. Para Burgess y Ruxton, “los debates recientes sobre el trabajo en la familia... han sido dirigidos principalmente en una voz feminista” y esto ha supuesto que el cuidado de los niños se haya retratado como algo pesado y desagradable, en lugar de una dimensión de disfrute. Además se quejan de que los intentos de implicar a los hombres, no se han enmarcado en los beneficios emocionales para los hombres, de su compromiso con sus hijos, sino en términos de justicia para las mujeres en cuanto al reparto de tareas. Estas posiciones discursivas plantean que ambos argumentos han sido contraproducentes al no apelar a los beneficios del feminismo para los hombres.
Se podría cuestionar si los hombres que ganan y los hombres que pierden en este escenario son los mismos. La decadencia de la actividad industrial ha afectado principalmente a los derechos económicos de los hombres de clase trabajadora. La reclamación y ejercicio de derechos legales de custodia y paternidad tras el divorcio y la resistencia a las pensiones compensatorias ha venido siempre de las organizaciones de hombres lideradas por hombres de clase media. Es más, los sentimientos de exclusión, perdida y marginación de la paternidad han sido articulados precisamente por hombres de clase media y trabajadora en situación de separación legal y divorcio. Sin embargo, se puede cuestionar si estos sentimientos de dolor y perdida se pueden generalizar a todos los padres en cualquier tipo de situación. En el momento de la separación es cuando más clara resulta la pérdida de los privilegios legales adheridos a la condición de cabeza y hombre de familia [11]. La jurisprudencia británica, al igual que la española, suele reconocer a las madres como el progenitor “residente” (que se queda al niño), y reconoce en parte la mayor inversión práctica que las mujeres hacen en el cuidado de sus hijos.
Una postura feminista diferente sobre la crisis de la paternidad es la de Beatriz Campbell (Campbell, 1993, 1996). Propone analizar el problema social de las madres solteras y los padres ausentes, a través de las diferentes respuestas de hombres y mujeres ante las perturbaciones que los cambios económicos han traído consigo (especialmente en el marco de las comunidades mineras del norte del Reino Unido). Mientras que los teóricos británicos de la exclusión social suelen tender a responsabilizar a las madres, especialmente las madres solteras, de los malestares sociales, Campbell sitúa la raíz del problema en las respuestas masculinas y masculinistas al desempleo y la pobreza: “Si la Nueva Derecha se adentrara en los realojos y echara un vistazo a las calles llenas de niños palidos y delgados, no vería la dañina respuesta a la abolición del trabajo por parte de los varones, ni vería la megalomanía callejera de niños que intentan ser hombres, en todo caso, no ve una respuesta masculina a la crisis económica, sólo ha visto el fracaso de las madres para manejar a los hombres”. (Campbell, 1993, 303).
Para Campbell, las mujeres han respondido a la crisis económica mediante estrategias de supervivencia y solidaridad tanto colectivas como individuales. Sin embargo la respuesta de los hombres, especialmente los jóvenes, –en sus formas extremas con la delincuencia callejera, el control violento de los espacios urbanos, y el tráfico y consumo de drogas- representa una esfuerzo de reafirmación de su poder vinculado a la masculinidad: “En lugares empobrecidos, los hombres no tienen otra opción que compartir con mujeres y niños la casa y el barrio, y la masculinidad se defiende en forma de dominación y diferencia. Este es el legado que la masculinidad hegemónica nos ha dejado” El problema no es que los hombres hayan perdido sus identidades o la ausencia de modelos, sino que han elegido reafirmarlas por medios ortodoxos, mediante la violencia callejera [12].
La violencia callejera ha evitado que los hombres ofrecieran lo que mujeres y niños estaban demandando: cooperación. Campbell afirma que para los hombres independientemente de su origen social, hay algo que les preocupa más que la cooperación con las mujeres: su masculinidad. La crisis económica ha tenido consecuencias diferentes para hombres y mujeres. Así para las mujeres, ha permitido romper las barreras de la domesticación y la dependencia, cruzando la división de lo público y lo privado. Para los hombres sin embargo, ha borrado los fundamentos políticos, personales, culturales e institucionales para su cooperación con las mujeres. Las estrategias para superar este nuevo impás serían continuar apoyando a las mujeres y continuar denunciando a los hombres y sus violentos modelos de masculinidad (p.253). A pesar de que no desglosa lo que pueda significar esto, representa un enfoque diferente al del IPPR, que enfatiza metas de apoyo y compensación a los hombres por las pérdidas y alienta a las mujeres para liberar su poder en los hogares.
Es necesario ser escéptico con el excesivo optimismo del escenario de masculinidades presentado por el IPPR, así como con el excesivamente pesimista punto de vista de Campbell, junto con las concepciones de la paternidad tradicionalista que hemos repasado.
Necesitamos cuestionar hasta qué punto estos discursos descansan sobre nociones fijadas y separadas sobre los roles de cuidado maternal y paternal así como nociones unitarias sobre la identidad masculina y femenina. Algunos de los argumentos están basados en prenociones sobre las aportaciones diferenciales de padres y madres, que oscurecen cómo esta diferencia sustenta la desigual distribución de las tareas de cuidado de los hijos –en tiempos y espacios-. Estos argumentos también han servido para reforzar la marginación de formas familiares que no se basan en paternidades-maternidades definidas según el orden heterosexista. Estas posiciones ignoran las diferentes formas de masculinidad y los diferentes intereses de los padres para sustentar o abandonar viejas y nuevas formas de poder y privilegio.
El cuidado combina habilidades prácticas y compromisos afectivos que están abiertos a todos independientemente del género. Esto significa que, al margen de la lactancia y el nacimiento, no es necesario que exista ningún tipo de rol separado o distintivo para los padres de ambos sexos. Esto implica que los beneficios que provienen de tener dos padres no son que el niño tiene modelos masculinos y femeninos sino que hay potencialmente dos fuentes de ingresos y tiempo, socialmente validadas, y dos pares de manos, ojos y orejas así como dos corazones.
(Basado en la revisión de la bibliografía citada)
José María Espada Calpe
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BIBLIOGRAFÍA.
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[1] “... la película británica “The full monthy” (analizada en términos lacanianos por David Buchbinder) puede verse como un claro ejemplo de narrativa compensatoria. En la medida en que el desempleo se cierne sobre estos obreros como una forma de castración simbólica, su striptease final puede entenderse como un espectáculo de reafirmación masculina, más que como un acto de supervivencia económica.” (Sánchez-Palencia et al: 15).
[2] Este ha sido una de las representaciones de la autoridad masculina que se ha denunciado y se ha utilizado como motivo de una serie de actividades en las que he participado. Así la asociación universitaria GAES organizó el “Primer día de la falda” (14 de mayo de 1996), y el Grupo de Hombres GREM organizó el “Segundo día de la falda” (29 de abril de 1998) como forma de provocar una reflexión sobre la necesidad de desenmascarar los atributos de la masculinidad sobre los que se construye su poder. En estas actividades se invitaba a llevar falda a los varones, pero también a participar en talleres, charlas, exposiciones, video-forums, y cocinando y sirviendo para el “festival”.
[3] Para un desarrollo de la idea de “mandato”, véase Kuper (1995).
[4] Otra explicación, vinculada con la “nueva escuela” de sociólogos (Giddens, 1991), enmarca las transformaciones dentro de una explicación cultural de los cambiantes estilos de vida.
[5] Utilizaremos fundamentalmente ejemplos del contexto británico dado la riqueza de fuentes y análisis disponibles. Cabe recordar que esta tesina, más que un informe descriptivo de las políticas y procesos sociales en España, se propone a modo de ensayo, por lo que nuestro interés central es la elaboración conceptual a falta de una necesaria investigación empírica.
[6] Véase Cristina Pérez Fuentes La familiarización de la clase obrera en la primera industrialización vasca, en Revista de Historia Social, Universidad del Pais Vasco.
[7] Especialmente a través de la maternidad en soltería, la cohabitación, la separación, el divorcio y las relaciones (y la paternalidad) homosexuales.
[8] “(...) existían dos clases de pobres. Una clase de pobres nunca fue llamada como tal. Comprendí que era gente que simplemente vivía con ingresos muy bajos (...). Existe otro tipo de pobres. Son sólo una parte de éstos. A éstos pobres no les falta el dinero, sino que son definidos por sus comportamientos. Sus casas son un caótico basurero. Los hombres de la familia son incapaces de conservar un empleo más de unas semanas. La ebriedad es común. Los niños crecen des-escolarizados y maleducados y contribuyen de una forma desproporcionada a la chusma de delincuentes juveniles del lugar”. (Murray, 1990:1)
[9] Carol Smart (1991) defiende que existe una organización jerárquica, en los discursos morales y legales sobre el cuidado, en los casos de custodia. Distingue entre las formas de cuidado que las madres reconocen proporcionar y proporcionan (caring for, cuidar con afecto y dedicación-), y el que los hombres proporcionan (caring about, preocuparse). Sin embargo, en los discursos legales las madres reivindican que las formas en que han cuidado de sus hijos no encuentran modos de expresión legítimos mientras que los modos en que los hombres reclaman haberse “preocupado” por sus hijos se encuentran perfectamente ensamblados en un discurso de los derechos.
[10] Por ejemplo, el Gobierno Británico se ha desmarcado continuamente de las directivas de la Comunidad Europea sobre el permiso de paternidad. En el ‘Guardian Europe’ del día 17 de mayo del 2000, aparecía una reciente polémica sobre el precio de los primeros años de los niños (The price of missing child’s early years –by PM’s wife). Así el Tratado de Amsterdam ha forzado que la legislación británica amplíe el período de ‘permiso de paternidad/maternidad sin sueldo’ hasta las trece semanas, para hijos hasta cinco años de edad. Pero bajo la presión de la patronal británica, la administración ha adaptado la directiva de forma restrictiva creando un doble rasero para las familias. Así sólo se beneficiarán de esta ampliación los hijos/as que hayan nacido después del 15 de diciembre de 1999, momento en que la administración británica reconoce que entra en vigor la directiva. Así el TUC ha abierto un procedimiento contra el Secretario de Industria y Comercio, Stephen Byers solicitando que la medida sea efectiva con carácter retroactivo para todos los padres con edades incluidas hasta los cinco años. Y todo esto teniendo en cuenta que son permisos que no incluyen el mantenimiento del sueldo sino que correspondería a lo que en España se denomina ‘excedencia con reserva a puesto de trabajo’.
[11] Por ejemplo, Ulrich Beck y Elisabeth Beck-Gernsheim (1995, 154) señalan que es tras el divorcio cuando los hombres deben enfrentar las consecuencias de la desigualdad con la que habían contado y vivido felizmente hasta ese momento: “Convertirse en padre no es difícil, pero ser un hombre divorciado es otra cosa. Cuando ya es demasiado tarde, la familia personificada en el niño se convierte en el centro de todas las esperanzas y esfuerzos, se ofrece al niño una atención y tiempo que durante el matrimonio estaba fuera de cuestión se pudiera ofrecer”.
[12] La autora documenta y disecciona la oleada de violencia callejera y disturbios que sacudió Gran Bretaña en el verano de 1991, especialmente los suburbios de Cardiff, Oxford y Tynesdine, en la que tomaron parte principalmente jóvenes blancos y que tuvo como resultado la destrucción aleatoria de ciertas partes de esas comunidades. |