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Lo fácil es destruir

María Gudín, especialista en neurología

La muerte es un tema que la sociedad plantea en muy distintos términos desde hace pocos años. Durante siglos, en la clase médica se aceptaba tácitamente que el médico debía respetar la vida y aliviar el sufrimiento. El juramento hipocrático sostenía que el médico no podía administrar ningún tratamiento con fines homicidas.

Los avances de la ciencia han originado una serie de cuestiones nuevas. El SIDA, con su aureola de enfermedad mortal e incurable, es uno de los campos de debate. El enfermo de SIDA se encuentra gravemente amenazado en su integridad física, y rechazado en muchos casos por la sociedad. Por otro lado, los tratamientos oncológicos han permitido una supervivencia en muchos tipos de cáncer que hace unos años era impensable, pero a costa de un sufrimiento humano innegable. Quizá son estos tratamientos tan agresivos los que han conducido a lo que se ha llamado el «ensañamiento terapéutico». El ensañamiento terapéutico, sinónimo de mala praxis médica, se ha producido en ocasiones en determinados tratamientos y posturas excesivamente investigadoras.

Recuerdo cuando estaba realizando mis primeros años en la especialidad, que otro compañero joven de Oncologia, me dijo algo similar a lo siguiente: «Para un oncólogo, es una deshonra que un enfermo se muera de un tumor. O el enfermo se cura o se muere de las complicaciones del tratamiento». Posturas de este estilo en las que los pacientes son considerados como meras enfermedades, tratamientos agresivos indiscriminados, han hecho que una parte de la sociedad busque una salida para situaciones vitales desesperadas.

A veces la medicina no puede curar pero sí aliviar o, al menos, consolar
 
Quizá se ha perdido un poco un concepto que en la medicina tradicional era clave, el concepto de «desahucio»; hay personas en las que en un momento dado la medicina no puede aportarles soluciones curativas, pero sí puede aliviarles determinados síntomas mejorando su calidad de vida, son los enfermos «desahuciados». Hay un aforismo clásico en Medicina: el médico puede curar algunas veces, aliviar otras, y consolar siempre. El papel de consuelo y alivio ha sido algo clave en Medicina, y parte de su razón de ser. Una medicina excesivamente tecnificada, pierde de vista que el fin de la medicina no es solamente el éxito investigador y la curación de las enfermedades. El médico es responsable de la atención clínica global al paciente.

La asistencia al suicidio no puede ser el «tratamiento» de ciertos pacientes, en sustitución de un tratamiento terapéutico, racional, psicológico y social, que mejoraría su calidad de vida

El tema de la responsabilidad de la medicina en la muerte se plantea ahora mismo a gritos en la sociedad. Se ha sustituido el término eutanasia, por el menos comprometedor pero quizá más claro de «suicidio asistido médicamente». De hecho, el «New England Journal of Medicine», una de las revistas más prestigiosas del área médica, ha planteado durante el año 1997 en varias ocasiones este tema. Así, en enero de 1997, la doctora Kathleen Foley del «Sloan-Kettering Cancer Center», en un inteligente artículo, plantea que existe una responsabilidad social en el cuidado de los enfermos y moribundos. La doctora Foley revisa las últimas sentencias legales que se han pronunciado en los Estados Unidos en casos de muerte compasiva. Recogemos las citas por su interés. «El enfermo terminal adulto, habiendo vivido la dimensión de su vida, tiene un fuerte interés en elegir una muerte digna y humana, y a no ser reducido a un estado de desamparo, incontinente, sedado e incompetente» y por otro lado menciona, «el Estado no tiene interés en prolongar una vida que declina». Esta jerga legal anuncia lo que es en sí misma la llamada muerte digna, indica fundamentalmente el poco interés que el Estado americano tiene en éstos enfermos terminales, renuncia al amparo que debe proporcionar a este tipo de pacientes. Foley plantea que de ser plenamente legalizado, el suicidio asistido médicamente sería un sustituto a un tratamiento terapéutico, racional, psicológico y social, que de otra manera podría mejorar la calidad de vida de pacientes terminales.

Ni el dolor físico, que es necesario saber tratar, ni cualquier otra deficiencia de un enfermo, pueden ser una disculpa para acabar con su vida

Si es la condición de sufrimiento del paciente lo que justifica la terminación de su vida, se corre el riesgo de devaluar las vidas de los enfermos terminales. Se proporciona una excusa para que la sociedad no asuma la responsabilidad que le corresponde en el cuidado de un determinado tipo de enfermos.

Pero el tratamiento del dolor físico, y del enfermo terminal, no es el único lugar en el que se plantea el suicidio asistido médicamente o eutanasia. El reciente caso de Ramón Sampedro, que ha conmovido a la opinión pública española, dirige la atención hacia un campo no menos doloroso que el de los enfermos terminales, el de aquellos enfermos que tienen menoscabada su integridad física y no pueden valerse por sí mismos. Me dedico desde hace años al cuidado de enfermos neurológicos, muchos de ellos muy discapacitados psíquica y físicamente. Es el mundo de los enfermos de Esclerosis Múltiple muy avanzada, los tetrapléjicos y parapléjicos por accidentes de diverso tipo, las trombosis cerebrales, todas las enfermedades neurodegenerativas. Enfermedades, que no matan (por lo menos, a corto plazo) pero incapacitan, y recortan de modo radical las perspectivas sociales, personales, humanas, e incluso afectivas. A pesar de ello, he visto enfermos en situaciones extremas realizando una actividad admirable. Todos tenemos límites a la hora de desarrollar nuestras capacidades existenciales pero no por eso dejamos de buscar salidas a nuestras vidas. Un enfermo discapacitado conserva talentos que es posible potenciar, a ello es a lo que debemos tender los cuidadores sanitarios.

La experiencia nos va demostrando, que con trabajo intenso e interés por la vida humana, se puede mejorar considerablemente la calidad de vida de los enfermos incurables

Por otro lado, en el caso de las enfermedades cerebrales neurodegenerativas (demencias cerebrales, la enfermedad de Alzheimer y los trastornos vasculares cerebrales) hay que aceptar que en pocos años se han producido avances claramente espectaculares. Hace doce años cuando estudiaba Neurología en la Facultad de Medicina, no se conocía tratamiento para casi ninguna enfermedad neurológica. En la actualidad las perspectivas están cambiando, la investigación está dando un paso adelante en muchas áreas.

Los ordenadores aportan a todos estos enfermos un camino de expresión, tengo ahora en mente a Stephen Hawking afecto de un trastorno neurodegenerativo motor, o a Christopher Reeves, pentapléjico, conectado de modo permanente a un respirador. Gracias a diversos métodos han podido reemprender vidas aparentemente perdidas.

Se plantean nuevos retos de asistencia médica, lo fácil es destruir, lo difícil es construir a partir de seres humanos muy deteriorados. Cuando un sujeto, por estar enfermo, decide que la vida no vale la pena ser vivida porque ha perdido todo atractivo, y es costosa, quizá lo que falla es algo más que lo meramente físico, falla algo en el sujeto y también en la misma sociedad que no sabe acoger a sus miembros más frágiles.

La calidad de una sociedad se muestra por la atención que presta a sus individuos más débiles

Si solucionamos el dolor y el aspecto depresivo que acompaña a los enfermos, si les prestamos ayudas sociales adecuadas, reduciremos grandemente la cantidad de individuos que requieran ayudas para el suicidio.

Al igual que la doctora Foley, me planteo que devaluar más aún las vidas de los enfermos incapacitados propugnando la terminación de sus vidas, es el camino fácil y cómodo, es retirar la responsabilidad sobre su cuidado a la sociedad. Todo miembro de la sociedad tiene valor, y es en el cuidado de sus seres más débiles donde se ve la riqueza y los valores éticos de una determinada sociedad.

ABC, 10.II.98