Caso presentado al Comité de Bioética del Hospital M.R.:
Paciente femenino de 9 anos de edad, internada desde hace 10 días en la unidad de cuidados intensivos pediátricos, con diagnostico de síndrome hipertensivo endocraneal y hemorragia cerebral secundaria a malformación inoperable de sistema vascular en el territorio de la arteria cerebral posterior. Desde su ingreso se encuentra inconsciente e intubada. Hace una semana presento cuadro séptico resistente al manejo antibiótico. Gangrena distal de miembro inferior derecho, manejada con amputación hasta la articulación femorotibial. Hace dos días presenta gangrena del miembro inferior contralateral y mano derecha. Se proponen amputaciones de dichos miembros. La madre solicita al medico de base, dejar morir a la niña. Ante la disparidad de criterios del equipo medico, se turna el caso al comité de bioética intrahospitalario.
La dificultad del justo medio.
No hay virtud, entre todas las virtudes humanas, más difícil de ejercer que la prudencia y precisamente esta acción prudencial es lo que se requiere en el manejo de pacientes terminales.
La prudencia, al incidir sobre todas las demás virtudes, es una virtud intelectual y también moral, por que perfecciona al hombre en forma integral.
Una propiedad típica de las virtudes es la de ser aptas para encontrar el medio adecuado entre dos extremos viciosos. Estos dos extremos, en el caso de pacientes terminales son: el encarnizamiento terapéutico y el abandono del paciente.
En el primer caso, se realizan acciones, que no deberían realizarse, en el segundo, se dejan de realizar, aquellas que si deberían ser realizadas.
E. Pellegrino por varias décadas ha insistido en la importancia de la enseñanza de la ética de las virtudes en la formación y el ejercicio de la medicina y creo que en el caso que nos convoca, esto es de lo más evidente.
¿Por qué se llega a estos extremos? Existen diversos factores que contribuyen a esta falta de balance en el manejo del paciente, pero creo que son dos los que más influyen en la práctica.
Uno de ellos esta relacionado con la formación profesional. Por generaciones se había insistido en que el médico debía conservar la vida de sus pacientes a toda costa, pero en la práctica, esta recomendación se encontraba matizada por la misma realidad, ya que llegaba un momento en que los recursos terapéuticos y los esfuerzos médicos chocaban con el hecho contundente de la muerte, a fin de cuentas, la naturaleza o el destino seguía su curso y pocos eran los pacientes que continuaban con vida después de un paro cardiorrespiratorio. Había un equilibrio natural entre lo que el médico podía hacer y sus resultados.
Al incorporarse a las unidades de terapia intensiva el uso del respirador artificial, el desfibrilador, así como otros apoyos medicamentosos, como los fármacos vasopresores, el panorama cambió y entonces los esfuerzos de reanimación fueron más efectivos. Pero, con estas maniobras empezaron a aparecer entidades nosológicas nuevas, como el estado vegetativo persistente y las agonías prorrogadas.
Entonces, un cambio se suscitó en la visión de ejercicio médico: para lograr mantener la vida a toda costa, era necesario usar tecnología a toda costa. Con esta fórmula, muchos médicos, con absoluta buena fe, consideraron que el ensañamiento terapéutico no era tal, sino que solamente se trataba de hacer lo mejor posible el quehacer de la medicina desde el mundo de la tecnología.
Pero, en este planteamiento, existe un error, que consiste en que dado que la condición humana es inseparable de la enfermedad, el sufrimiento y, por fin, la muerte, la medicina habría de empezar por aceptar la finitud humana y enseñar o ayudar a vivir en ella. Por el beneficio del paciente, la medicina tiene que procurar ser fiel a sí misma y mantenerse como algo viable y sostenible, y no dejarse arrastrar por un desarrollo tecnológico imparable.
La tecnología ha cambiado, en parte, los fines de la medicina. Es por esto que el prestigioso Hasting Center, después de un debate internacional señaló que para la nueva medicina los objetivos deberían ser:
• La prevención de enfermedades y lesiones y la promoción y la conservación de la salud.
• El alivio del sufrimiento y el dolor causados por enfermedades.
• La atención y curación de los enfermos y los cuidados a los incurables.
• La evitación de la muerte prematura y la búsqueda de una muerte tranquila.
En esta reubicación de los fines de la medicina no aparece para nada la conservación de la vida, menos a “toda costa”, y si se señala con énfasis el principio terapéutico (promoción, prevención, conservación de la salud). Hay que recordar que en el paciente terminal, ya no hay posibilidad de aplicar el principio terapéutico, precisamente por que esa es una de las características del estado terminal, ya que se trata de pacientes con falla multisistémica, refractaria al tratamiento curativo. También se señalan puntos esenciales al manejo del paciente crónico y terminal, como la atención al sufrimiento, cuidado de los incurables, evitación de una muerte prematura, y, si ese es el momento adecuado, búsqueda de una muerte tranquila.
Urge que esta visión más moderna del hacer médico se difunda en todas las escuelas de medicina, con ello se contribuirá a evitar no sólo el sufrimiento en los pacientes, sino en todo el personal de salud involucrado con ellos, pues como humanos sensibles y con vocación de servicio, con frecuencia, los profesionales de la salud, se encuentran ante dilemas de atención, que los confronta y los estresa, por falta de coherencia entre la supuesta teoría y la practica de la atención a pacientes terminales.
Es necesario que se comprenda que a medida de que la capacidad de curación de enfermedades antes incurables se hace mayor, es importante que nos convenzamos de que el poder de la medicina no es absoluto y debemos poner límites a las alternativas existentes, reconociendo el poder invencible de la naturaleza y utilizando estos nuevos recursos en forma racional.
Otro grave problema que genera actitudes polarizadas en el manejo de pacientes terminales, son las actitudes médicas marcadas con frecuencia por mecanismos de defensa, que aunque inconscientes, son reales en el momento de tomar decisiones sobre un paciente.
Los médicos, como cualquier ser humano, presentan conflictos existenciales, que ante situaciones límite pueden hacer evidente su falta de resolución. La muerte y el sufrimiento, provocan en cualquier persona sentimientos encontrados. El médico, no solamente puede encontrarse afectado por la realidad del dolor y la muerte, sino que al no haber resuelto su propio conflicto, y tratando de sobreponerse a su miedo, reacciona, en vez de razonar, con actitudes de superioridad, como en el caso del ensañamiento, o de evasión y huída, como en el de abandono del paciente.
La actitud es evidente en el paso de la visita médica y el dictado de las indicaciones, entre las frases “se hará todo lo que se pueda...” y el “no tiene caso hacer nada...” se encuentran encubiertos temores ocultos que buscan liberar angustia.
Por un extremo, hay personas en las que el miedo se refugia en la tecnología, que como dios griego, siempre es poderoso y da sensación de seguridad. Una de las alternativas de reacción ante el miedo es el ataque, por eso, se pretende utilizar toda la tecnología al alcance, ya que la muerte del paciente representaría un fracaso personal, así como el enfrentamiento con la posibilidad de la muerte propia, a la cual se teme. “Nadie debe morir, pues si existe la muerte, yo moriré también” podría ser el pensamiento inconsciente que anima esta actitud. El modo prepotente de actuación, con frecuencia trata de encubrir el temor.
Otra alternativa psicológica es la huída, el pretender que ese paciente no existe ya bajo nuestro cuidado, en rehuir su presencia. Se trata de un mecanismo de evasión. También esta actitud habla de un conflicto no resuelto ante la muerte. “No se confortar, ni ayudar emocionalmente, el sufrimiento del paciente, es demasiado para mi, me hace sufrir, y yo, no quiero sufrir”, nuevamente es el pensamiento inconsciente que alienta esta forma de conducta.
Si bien, ambas acciones se comprenden, no se justifican en la acción profesional, por que no es justo que el paciente esté a merced de los traumas no resueltos de los médicos. El profesional de la salud, deberá afrontar sus temores y por el bien del paciente, y del suyo, encontrar soluciones racionales, aunque humanizadas, para el buen hacer de su profesión.
En gran parte esta contribución puede ser dada por la visión científica y ética de los cuidados paliativos.
Este tipo de manejo permite por una parte reconocer realidades y por otra, ofrecer alternativas. No existe nada más desgastante psicológicamente hablando, que la sensación de indefensión. El médico necesita saber qué sí está haciendo un acto médico, valioso y sumamente útil por su paciente, que es parte de su profesión y su vocación y que a la vez, le ayudará a encontrar firmeza en sus decisiones ante la realidad humana.
Verdaderamente, si se puede “hacer todo lo que se pueda hacer”, pero sin perder la objetividad.
El paciente va a morir, esta es la realidad y no hay concesión.
¿Cómo va a morir?, eso sí es, en gran medida, competencia de las decisiones médicas.
Sobre las medidas fútiles y el principio de no maleficencia.
Cada persona tiene la responsabilidad de cuidar su vida y salud, para poder hacerlo, debe tener el conocimiento, el poder y la libertad de acción. Garantizar este principio, puede dar lugar a importantes consideraciones.
Es un hecho reconocido por el derecho y por la ética, que el individuo adulto y con capacidad de realizar juicios autónomos (con todo lo que esto implica) no esta obligado a conservar la vida y la salud por medios extraordinarios, ya que nadie esta obligado a hacer aquello que es prácticamente imposible.
La definición de encarnizamiento terapéutico, tratamientos fútiles, medidas extraordinarias o distanasia, es concisa, pero suficiente y se encuentra en la Declaración en torno a la Enfermedad terminal de la enfermedad de la Asociación Médica Mundial, adoptada en su 35ª asamblea, en 1983, que señala: “todo tratamiento extraordinario, del que nadie puede esperar ningún tipo de beneficio para el paciente”. Al respecto, la Asamblea afirma: “El médico se abstendrá de cualquier encarnizamiento terapéutico”. En consecuencia, el médico debe abstenerse de medidas fútiles o ineficaces, y el paciente tiene derecho a rechazar esas medidas. En teoría, esto es muy claro.
El problema se suscita cuando se quiere aplicar este criterio en la práctica. ¿Dónde termina la atención terapéutica y cuando el tratamiento no indicado? A veces esta situación no es tan clara. Cada caso es diferente. La única vía razonable parece ser aquella tomada por el equipo médico, después de analizar las indicaciones de cada acto, tomando como eje reflexivo el mejor interés del paciente. Esto es, tomando decisiones ante la ciencia y la conciencia y si esto es posible, con el paciente o sus delegados.
Precisamente para conciliar las acciones médicas, con el respeto a la autonomía del paciente es que se han elaborado los documentos de decisiones anticipadas. Este tipo de documentos debe tener ante todo un capítulo de definiciones muy escrupuloso, por que generalmente esta es una de las fallas más graves de estos importantes documentos. Se puede tener en ellos todo el deber ser jurídico, pero si las definiciones fallan, las decisiones que se tomen, serán equivocadas.
Es un hecho que para tomar decisiones adecuadas se requiere razón y libertad. Para que el paciente tenga estas condiciones no basta con la información, sino que es imprescindible que se encuentre libre de dolor importante, pues ello es causa de omnibulación y con ello, de pérdida de la libertad. Bajo el dolor, se realizan frecuentemente decisiones desesperadas y equivocadas.
Actualmente vivimos bajo el derecho de autonomía, y es así que el ser humano cercano a la muerte es quien debería tener la última palabra sobre cómo quisiera morir. Una visión que debería respetar sus propias creencias y necesidades. Para algunos será necesaria la espera (quizás por motivos familiares), para otros, será mejor una breve despedida. En ambos casos, el médico, sin perder nunca de vista que no es lo mismo ayudar a vivir, que impedir morir, tomará las decisiones técnicas y humanas que considere convenientes.
Poco a poco, en estos últimos años ha ido ganado terreno el concepto de que no es digno, ni prudente seguir aplicando maniobras inútiles ante un paciente cuyas posibilidades de vida son nulas o casi nulas. Esta visión comprende al principio de beneficencia, no maleficencia, autonomía y justicia.
Las medidas fútiles son aquellas desproporcionadas, que no producen un beneficio, sino un perjuicio al paciente.
Pero, ¿existen medidas fútiles? El término de medidas fútiles aparece en la literatura médica en 1990, y se definían podían ser considerados tratamientos fútiles aquellos que solamente conservaban la inconsciencia permanente o que los datos empíricos (medicina basada en evidencia) mostraran que tenían menos de un 1% de posibilidad de ser beneficiosos para el paciente.
Para esta evaluación existen escalas de predicción de supervivencia que pueden ser útiles en la consideración de medidas no necesarias para el paciente, me refiero, por ejemplo, a la escala APACHE II (Applied Physiology and Chronic Health Evaluation), EPEC I (Escala Pronóstica del Enfermo Crítico), etc, con las cuales, si se determina una probabilidad de mortalidad mayor al 95% deberían de considerarse, en términos generales, para el manejo de ese paciente, solamente medidas de soporte mínimo.
William A. Knaus describió cuatro ventajas de estos modelos de pronóstico y se exponen a continuación:
1. Permiten al médico concentrar los esfuerzos en aquellos pacientes cuya probabilidad de beneficio es mayor.
2. Ayudan a decidir si se debe limitar o suspender la terapéutica.
3. Facilitan la comparación del funcionamiento de las unidades de cuidados intensivos.
4. Facilitan la evaluación de nuevas tecnologías y permiten un análisis comparativo con terapéuticas protocolizadas.
Aunque todas las escalas predictivas de uso en cuidados intensivos no son más que sistemas de valores numéricos para describir la posible evolución de la enfermedad del paciente. Estas escalas son el resultado de cálculos matemáticos a los que se le asignan probabilidad de muerte a través de una fórmula matemática; la utilidad de la misma depende en su exactitud y de la variable a predecir. Hay dos características importantes en las escalas predictivas: la discriminación y la calibración. La discriminación es la condición que describe con exactitud a una predicción dada, o sea, cuando predice una mortalidad del 90 % y ocurre una mortalidad del 90 %. La calibración viene dada por la capacidad de predecir a varios porcentajes con una calibración perfecta, sabemos que las escalas no predicen con igual probabilidad las condiciones que pueden suceder con un 40, 50, o 60 % de probabilidad, la perfecta calibración sería aquella que estuviera exacta en las mortalidades 90, 50 y 20 %.
En estados vegetativos persistentes, reanimación cardiaca en prematuros o adultos, con un índice mayor al 95% en mortalidad, podrían considerarse medidas fútiles aquellas que fueran más allá del confort del paciente.
Con esta cifra no se pretende menospreciar el valor de cada vida humana en particular, por supuesto, cada persona merece el 100% de atención, aún con probabilidades bajas de sobrevivencia, y es cierto que existe un 1 a 5% de éxito en esas escalas, pero, el análisis estadístico traspolado a un paciente en particular, si es hecho en forma científicamente acuciosa, aunado a la experiencia profesional del médico, o mejor, del equipo médico, generalmente hace coincidencia positiva con este tipo de escalas.
No sucede así con otras que pretenden determinar calidad de vida. Estas escalas que tienen un valor importante en el manejo clínico del paciente, no son representativas de aspectos subjetivos, ya que están realizadas bajo criterios funcionalistas médicos, pues valoran aptitudes físicas. En cambio el concepto de calidad de vida, para el paciente, es diferente muchas veces de las del equipo de salud, su apreciación es más subjetiva y centrada en necesidades personales. Un ejemplo de esto es la escala de Karnovsky, tan frecuentemente utilizada. Efectivamente nos da puntos de realidad funcional, pero no de realidad personal. Las prioridades de los pacientes terminales, con frecuencia, son diferentes a los enunciados en esta escala. Estos parámetros, tienen utilidad limitada en el manejo de pacientes terminales.
Pero, aunque existan lineamientos protocolizados, bastante claros, para la atención en el paciente terminal, el problema de la falta de aplicación de estos criterios, en parte radica en la idea exagerada que el medico tiene sobre las posibilidades de éxito de la medicina. En su formación profesional, al medico se le transmite, que la medicina "científica", es casi infalible. Pero la realidad es otra, el hecho es que, por la gran cantidad de variables que se presentan en un acto médico, este nunca puede ser determinado, sino probabilístico, aún aplicando la ciencia más exacta a un caso específico, no hay garantía de éxito, sino probabilidad de éxito. Sucede que siempre existen situaciones de incertidumbre, en donde la forma racional de tomar decisiones, termina siendo la prudencia. Por eso, a fin de cuenta, el hacer médico, se convierte, no en ciencia exacta, sino en ciencia prudencial y con ello volvemos a señalar la necesidad del desarrollo de esta virtud.
El ejercicio de la medicina, no puede ser solamente "ciencia y tecnología", por que quien la aplica, un ser humano, debe ejercerla a través de sus virtudes. En esto coincido completamente con E. Pellegrino, quien por treinta años ha mantenido, desde la bioética, la necesidad de la educación en las virtudes humanas para la formación del personal de salud.
Me parece que, otro punto clave para las decisiones médicas en casos difíciles es el de “indicación”, aquello que la ciencia médica considera útil, siempre tiene una indicación. Parece en verdad, una frase de Perogrullo, pero no lo es, por que con frecuencia se pierde de vista este parámetro, cayendo en el uso de maniobras no indicadas y por tanto maleficentes para el paciente.
La determinación de si se trata de un tratamiento fútil o no en un caso particular es prioritariamente criterio médico, pues el es quien tiene la posibilidad de evaluar el éxito o fracaso de esa medida en especial. Si bien el paciente decide, no puede hacerlo, si no se le proporcionan los datos suficientes, que solamente la evaluación de su caso por un medico competente puede proporcionar. Es por esto, que en los documentos de decisiones anticipadas no es posible enlistar medidas en general, pues cada caso y posibilidades, es diferente. Más si puede conservarse la idea central, que es el evitar medidas innecesarias o distanasicas, para ese particular paciente.
La realización en el paciente de medidas fútiles es distanásica y por tanto maleficente.
Otro problema a considerar es la multivocidad de los términos. Muchas personas prefieren hacer referencia a los términos medidas ordinarias y extraordinarias, en vez de tratamientos fútiles, encarnizamiento y hasta eutanasia pasiva. Estos términos con frecuencia se usan como sinónimos, pero cada uno de ellos, posee su propio ámbito. Aún así, se utilizan en la literatura y en la práctica y hay que hacer un esfuerzo para clarificarlos. Esto sucede en especial con el término “eutanasia pasiva” que se utiliza como semejante al de cuidados terminales cuando se hace referencia a retirar algún tratamiento fútil. No hay que confundir tratamientos fútiles con eutanasia, ya que en esta última, se quitan o se dejan de poner, procedimientos útiles.
Las medidas ordinarias proporcionadas o útiles son aquellas de diagnóstico y tratamiento indicadas para la recuperación o curación de un paciente.
Las medidas extraordinarias o desproporcionadas, son aquellas que al aplicarlas a un paciente sin posibilidad de recuperación solo consiguen prolongar el proceso de morir.
¿Cuáles son las medidas que hay que suspender?, indudablemente depende de cada paciente y sus particulares circunstancias y se referirían a aquellas que no contribuyen a su confort, a su tranquilidad o a la posibilidad de encontrarse con la muerte en forma ajena a sus convicciones.
Es una realidad que, además del control del dolor, hidratación y alimentación, existen otras acciones que deben continuarse en torno a quien muere y que por ser tan variables, sería peligroso reglamentar en forma cerrada, esto sería el caso de las intervenciones con miras a aliviar al paciente un síntoma (por ejemplo la radioterapia para reducir algunas complicaciones de la enfermedad neoplásica, la recanalización del esófago, cateterismo, etc.), al soporte psicológico, etc. Ante todo, el criterio médico, la prudencia del médico, será siempre la mejor medida de las necesidades del paciente, siempre con el binomio de decisión médico-paciente.
Nuevamente habrá de recordar en todo momento, el tipo de paciente que tenemos a nuestro cuidado y que la muerte, aunque la cultura se ha encargado de negarlo, no es accidente, sino destino de cualquier ser vivo.
Fin de vida y concepto de dignidad humana.
Desde la perspectiva de los cuidados paliativos resulta especialmente interesante definir las discrepancias filosóficas en torno al concepto de dignidad de la vida humana, que se pueden resumir en la aceptación de la idea de dignidad como punto de inicio o como punto final. Como punto de inicio, la dignidad humana, se entiende que esta ligada a la vida desde su inicio independientemente de sus condiciones concretas, lo cual está estrechamente vinculado a la base de los derechos humanos fundamentales y a la radical igualdad de todos los seres humanos. En el polo ideológico contrario se entiende la dignidad como punto final, ligada a la calidad de vida y como una resultante de la misma; de tal manera que ante situaciones de grave pérdida de calidad de la vida, se puede entender que ésta ya no merece ser vivida, porque ya se ha perdido la dignidad y sin ella la vida no tiene sentido. Sin embargo, la filosofía de los cuidados paliativos no puede ser neutral a la hora de definir la dignidad del ser humano en su relación con la calidad de vida. Es por ello que considero la dignidad del paciente en situación terminal como un valor independiente del deterioro de su calidad de vida. De lo contrario, se estaría privando de dignidad y de valor a personas que padecen graves limitaciones o severos sufrimientos psicofísicos, y que justamente por ello precisan de especial atención y cuidado.
Cuando en términos coloquiales se habla de unas condiciones de vida indignas, la verdadera referencia se hace para afirmar que las indignas son las condiciones o los comportamientos de quienes las consienten, pero no la vida del enfermo. Es en esta corriente de pensamiento solidario, poniendo la ciencia médica al servicio de enfermos que ya no tienen curación, donde echa sus raíces y se desarrolla la tradición filosófica de los cuidados paliativos. En otras palabras, se trata de dar la atención técnica y humana que necesitan los enfermos en situación terminal, con la mejor calidad posible y buscando la excelencia profesional, precisamente porque todo paciente, independientemente de sus circunstancias, tiene dignidad.
Se puede afirmar que el "morir con dignidad" no significa otra cosa que el reconocimiento de que toda persona merece vivir con dignidad hasta que su vida concluye. Por lo tanto, ayudar a morir dignamente no es otra cosa que respetar la dignidad de una persona que se encuentra en el proceso de morir. Esto último incluye, por supuesto, las acciones destinadas a minimizar su padecimiento. Toda acción que se aparta del fin mencionado y, particularmente, aquellas que intentan resolver el problema del dolor, de la angustia o de la pérdida total de autonomía, acortando la vida del enfermo, lesionan su dignidad, atentan contra el orden natural, y, por lo mismo, son moralmente inaceptables.
El ensañamiento terapéutico es una acción lesiva a la dignidad de las personas y, por lo tanto, éticamente inaceptable
Pero también, el abandono del paciente es un acto antiético, a la vez que constituye un delito.
La recta razón, rechaza con claridad el “ensañamiento terapéutico” que, en un intento por prolongar la vida a cualquier costo y que llega al extremo de la distanasia.
Se puede decir que se está practicando distanasia cuando:
1.Se continúa la ventilación mecánica después de la muerte encefálica;
2. Se realizan terapias ineficaces, que aumentan el dolor;
3. Se realizan terapias claramente desproporcionadas en relación a los costos humanos y la utilidad para el paciente.
A la luz de la visión ontológico-personalista, la intervención a favor del paciente deberá hacer referencia al principio de la proporcionalidad terapéutica, que puede ser así definido: es éticamente aceptable cualquier terapia que se comporte como un soporte positivo y que sea equilibrada en la relación riesgo/beneficio.
Se considera lícito sobre esta materia algunas posibilidades:
1. Recurrir ante la falta de otras posibilidades, con el consentimiento del paciente, o de quien haga las veces de éste, a tratamientos médicos avanzados, todavía en vía experimental aunque presenten riesgos concretos.
2. Interrumpir los tratamientos antedichos, si éstos no cubren las expectativas, siempre con el consentimiento del paciente.
3. Contentarse con los medios normales ofrecidos por la medicina.
4. Decidir, ante la inminencia de la muerte, renunciar a tratamientos que alargarían en modo precario y penoso la vida, pero sin interrumpir nunca los cuidados ordinarios. Por precario me refiero tanto a convicciones, imposibilidad física o económica de acceder a medios extraordinarios, consideración de grave carga física o psicológica para aceptar una medida, límites propios de la institución, en especial gubernamental.
Verdad al paciente.
Desde la realidad humana, la cual incluye la ética, hay que considerar otro factor de distanasia o de ortotanasia (buena muerte), me refiero a la adecuada forma de manifestar al paciente (o familiares) la verdad. A este punto es necesario enfrentar una cuestión importante y difícil: cuándo y cómo decir al paciente la verdad acerca de su estado de salud y de la expectativa de vida que, dentro de lo posible, se puede prever en su situación. También este aspecto es parte de las obligaciones morales de la asistencia al moribundo.
Naturalmente no es posible dar una respuesta estándar para todas las situaciones; será necesario reflexionar caso por caso tomando en consideración la situación concreta del enfermo, su situación relacional, su estado psicológico, etc. De cualquier manera, se pueden individualizar algunos principios éticos que pueden servirnos de guía:
1. Es necesario respetar la verdad sabiendo transmitirla al paciente de modo tal que tenga la posibilidad de prepararse para la muerte. Al respecto la experiencia nos enseña que la reacción del enfermo es habitualmente positiva tanto a nivel psicológico como espiritual.
2. La comunicación debe ser una verdadera “comunicación humana”, que no se limite a hacer conocer diagnósticos y pronósticos. Para que esto sea posible, es necesario antes que nada saber escuchar al paciente. El objetivo de la comunicación debe ser instaurar una relación de real compromiso humano.
3. La verdad a transmitir debe ser gradual y medida según la capacidad del enfermo para conocerla. Para esto será importante tener en cuenta la fase psicológica del paciente para no agravar la fase depresiva, para ayudar a superar un eventual negativismo y para saber aprovechar al máximo el momento de la aceptación.
En cualquier caso, existe la obligación de no esconder la gravedad de la situación, especialmente cuando el paciente tiene el deber de afrontar decisiones importantes como aquella de prepararse a una buena muerte.
Gran parte de la calidad psicológica de vida, esta determinada por la posibilidad del paciente a acceder a la verdad, pues sin ella, no podrá ejercer plenamente su libertad.
Utilidad de los comités de bioética.
No hace falta aclarar que para determinar la futilidad de un tratamiento es necesario actuar caso por caso. Los límites que delimitan este concepto son muy controvertidos y discutibles; por eso, en casos controversiales, las instituciones médicas cuentan hoy con comités de bioética.
Los comités de bioética son, en su propia definición, espacios multidisciplinarios y pluralistas que se nutren del aporte de expertos no sólo provenientes de la medicina, sino también del derecho, la antropología, y, en algunos casos, de representantes de la comunidad, que pueden, en casos extremos, ayudar a conformar una decisión prudencial en un particular caso clínico.
Todos los humanos buscamos naturalmente nuestro bien, pero a veces, es difícil decidir bien...
La medicina, y la relación medico-paciente que es parte de ella, es una actividad de equipo. Apoyémonos ante decisiones difíciles, con diversidad de criterios, pero bajo un objetivo común: el respeto a la persona y a su dignidad.
De esta forma el medico podrá cumplir su vocación aplicando ciencia y tecnología al servicio del ser humano, a través del trato humano.