J. A. Martínez Camino
En febrero de 1997, Ian Wilmut, el padre científico de la oveja Dolly, al poco de haber sorprendido al mundo con la primera clonación de un mamífero superior, declaraba rotundamente que a él le parecía repugnante que se aplicaran esas técnicas al ser humano. No habían pasado todavía dos años cuando el mismo Wilmut manifestaba ante las cámaras de la BBC, el pasado 19 de enero, que se encuentra personalmente dispuesto a hacerlo en el caso de la llamada clonación terapéutica. Al parecer, sólo espera que le lleguen los dólares de la empresa norteamericana Geron Corporation, que ya financia manipulaciones de este tipo en los Estados Unidos. Los padres de Dolly no pueden perder el tren del mercado mundial.
La clonación suscitó en 1997 una comprensible reacción de rechazo casi universal. La idea de producir seres humanos clónicos, como ovejas, es de verdad repugnante para la sensibilidad humana más elemental. Sin embargo, ya entonces comenzaron a oírse algunas llamadas a la calma y a la racionalidad. Pues bien, vemos que el proceso de racionalización espuria de la clonación de seres humanos está comenzando ya a ser lanzado a la opinión pública. De momento, por medio de los adjetivos, es decir, poniéndole calificativos que suenan a benignos, como el de no reproductiva o terapéutica. El paso siguiente, que, por desgracia, ya se ha comenzado a dar, será hablar de reproducción por clonación para casos especialmente dolorosos de infecundidad.
Al final, los planes de Richar Seed, denostado como loco cuando, en enero del año pasado, anunció que se proponía ofrecer la clonación como un método más de reproducción artificial, acabarán siendo aceptados como lo más normal. De nuevo lleva camino de cumplirse en este caso la ley del plano inclinado o del tobogán, pues como dice el muy sabio refrán: quien mal empieza, peor acaba.
Justificar la producción de embriones humanos clónicos ya es empezar mal, aunque sea con fines terapéuticos. Por eso, el temor de que de ahí vengan males peores en el futuro está más que justificado. Nadie que quiera actuar con responsabilidad puede ignorarlo. Sin embargo, la verdadera responsabilidad ética no se apoya ni en las profecías de los profetas de calamidades, ni en los dictámenes de los expertos en previsiones del futuro. Para actuar ética y responsablemente, no basta comprender cuál es ahora mismo el objeto de nuestras acciones libres y deliberadas.
En el caso que nos ocupa hemos de preguntarnos qué pasa si producimos embriones humanos clónicos para utilizarlos como cantera de la que extraer células, a partir de las cuales obtener tejidos u órganos para transplantar a otros seres humanos y, una vez utilizados -por no decir explotados- arrojamos esos embriones al cubo de la basura, eso sí, todo dentro de los primeros catorce días de su existencia. Eso es la llamada clonación terapéutica.
La respuesta parece clara: estamos convirtiendo a un ser humano en los primeros días de su vida, es decir, absolutamente indefenso y a nuestra merced, en mero objeto de utilización al servicio de alguien, para acabar, por fin, destruyéndolo. ¿Puede haber un modo más injusto de tratar a nuestros semejantes? ¿Queda justificada una acción tan inhumana por los posibles beneficios terapéuticos obtenidos por los autores y beneficiarios de la producción, utilización y eliminación de estos embriones? No cabe duda de que no. Si la miramos un poco de cerca, observamos que la injusticia de la clonación terapéutica tiene dos componentes principales. Primero, el hecho mismo de producir un embrión humano clónico y, segundo, el explotarle hasta su eliminación.
Contra el sentido común
La manipulación de embriones que acaba matándolos, está sucediendo ya con embriones obtenidos por otros métodos diversos de la clonación, es decir, por las vías de la fecundación in vitro, lamentablemente consideradas hoy por muchos como normales. ¿Cómo es posible que una sociedad sensible a la dignidad del ser humano y a sus derechos básicos tolere este grave atropello? Porque se le ha suministrado la correspondiente racionalización del caso. Esos embriones -se dice- no serían propiamente embriones, sino preembriones carentes en absoluto de una dignidad humana que respetar y proteger. El sentido común protesta contra este curioso invento del preembrión, pues si no son seres humanos los que allí comienzan a vivir ¿qué serán? ¿seres bovinos o caninos?...
Contra el sentido común se suelen presentar dos alambicados argumentos. Se arguye, por un lado, que, en los catorce primeros días, el índice de viabilidad es todavía muy bajo: la misma naturaleza elimina, de un modo o de otro, a un gran número de esos humanos incipientes; por otro lado, se dice que durante ese tiempo aún no está garantizada la individualidad, pues todavía puede darse la fisión gemelar natural que origina dos o más gemelos. Pero el sentido común responde con facilidad a este par de sesudos argumentos con unas simples preguntas.
¿Desde cuándo ha de tomarse por norma de lo justo y de lo injusto lo que la naturaleza hace? Que la naturaleza elimine la vida humana, ¿justifica que el ser humano también pueda hacerlo? Porque los hombres mueren ¿puedo, ya por eso, matarlos también yo?
Si todavía no es seguro que vaya a resultar un individuo o dos, o tres..., ¿quiere esto decir que no sea seguro que al menos uno sí está viviendo ya? ¿En qué modifica mi obligación de espetar la vida humana el saber que puedan ser incluso más de uno los seres humanos en cuestión, como no sea en hacerla aún más notoria?
Procreados, no producidos
El otro componente de la injusticia de la clonación terapéutica es el mismo hecho de producir embriones clónicos. Porque los seres humanos no deben ser producidos, sino procreados. Producirlos es rebajarlos a objetos que se fabrican, como los puentes o las sillas, por medios técnicos. Procrearlos es recibirlos, como seres de la misma dignidad que los progenitores, por el cauce adecuado a su calidad de personas, es decir, gracias al amor de los cónyuges, que se expresa en sus gestos corporales. fecundos. La técnica es de por sí muy buena. Lo que no es bueno es emplearla para suplantar el acto personal por el que se convoca a las personas a la vida. Esta suplantación supone tratar al hijo que viene como él no se merece, es decir, como un objeto fabricable, en lugar de como a una persona que se acoge.
En el caso de la clonación, esta seria distorsión fundamental de la relación entre las generaciones adquiere dimensiones muy graves. Clonar es producir seres humanos sin padre ni madre. Es fabricar una especie de réplicas biológicas del productor-mandante, que no puede ser considerado ni padre ni madre de las mismas, y éstas, ni hijos ni hermanos de aquél.
A pesar de venir al mundo tan maltratados, los frutos de una clonación reproductiva serían, no cabe duda, seres humanos, que, al menos, no habrían sido explotados ni eliminados, como en el caso de la clonación no reproductiva. La clonación no es, pues, mejor por ser terapéutica, sino muy gravemente lesiva de derechos fundamentales del ser humano. Hacen bien las leyes españolas en prohibirla, junto con la reproductiva. Lo que es dudoso es que las sanciones establecidas sean proporcionadas a lo mucho que está en juego.
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