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La Clonación Terapéutica

El siglo que está a punto de concluir se ha definido como “el siglo biotecnológico”. En efecto, las noticias de la invención de nuevas técnicas de intervención sobre la vida vegetal, animal y humana invaden casi a diario la opinión pública, suscitando reacciones a menudo apasionadas y valoraciones opuestas.

Se corre el riesgo de hacer juicios fragmentarios y emotivos, fundados a veces en noticias incompletas y no bien comprendidas, o de acostumbrarse a anuncios sensacionales, sin tratar de formarse una idea precisa del alcance humano y cultural de lo que acontece.

Así pues, es necesario hacer una reflexión documentada, serena y objetiva, y ofrecerla como una debida contribución para información sobre todo de los que no tienen familiaridad con el tema, con el fin de ayudarlos a tomar mayor conciencia con respecto a los eventos científicos y biotecnológicos que caracterizan a nuestro tiempo.

Lo que se ha dado

Después del anuncio de la clonación de la oveja Dolly, en los primeros meses de 1997 (como se recordará, se trató de la clonación por fusión de un ovocito desnucelado con una célula somática extraída de la ubre de una oveja de seis años y cultivado en un laboratorio), la alarma se concentró inmediatamente en la posibilidad de trasladar ese procedimiento al hombre. Las condenas morales de esta posibilidad fueron numerosas: desde diversas partes, remitiendo a una valoración prudente y competente el juicio sobre el empleo de ese procedimiento sobre los animales, se solicitaron normas de ley claras y definitivas en lo referente a la clonación humana.

Ya desde el primer momento, en los diversos comunicados de los organismos internacionales (UNESCO, Parlamento europeo, Consejo de Europa, Organización Mundial de la Salud...) se notaban expresiones y matices diversos, que en cualquier caso ponían el énfasis en una condena general de la clonación humana, condena que unas veces era fruto de un acuerdo entre diferentes concepciones antropológicas y éticas, y otras se basaba sólo en las posibles consecuencias de dichos procedimientos.

A este respecto, se difundían en la opinión pública hipótesis y expresiones que pretendían configurar procedimientos particulares encaminados a la producción de células y tejidos para sucesivos empleos de medicina experimental y clínica, sobre todo en la línea de los trasplantes terapéuticos. Se habló de la producción de líneas celulares multipotentes a partir de células estaminales de origen embrional (precisamente células de la masa celular interna del blastocisto), procedentes de embriones humanos producidos mediante clonación.

La opinión pública, por motivos de comunicación y por el deseo de ganar fácilmente su consenso, fue inducida a creer que se podían producir células y tejidos por clonación de otras células y tejidos, sin considerar, por el contrario, que ese procedimiento implicaría necesariamente la generación de embriones humanos, aunque sólo sea en la fase de blastocistos, no destinados a ser trasladados al cuerpo de una madre para su sucesivo desarrollo, sino únicamente con la finalidad de usar sus células y así destruirlos. Este “malentendido” indujo a muchos a considerar que esos procedimientos debían considerarse lícitos, dado que tenían una finalidad terapéutica de gran valor para la curación de determinadas enfermedades y no dañarían la integridad del individuo humano.

Entretanto, llegaba el anuncio de que el mismo centro de Escocia que había clonado a Dolly estaba dispuesto a colaborar con la industria estadounidense para la producción de células y tejidos humanos mediante procedimientos de clonación y la formación de bancos de ese precioso material humano.

Para ello, se pidió la opinión de la Licensing Authority del Reino Unido, que respondió de forma afirmativa: en los primeros días del mes de diciembre de 1998 dio el visto bueno para ese procedimiento, es decir, se mostró favorable a una clonación con finalidad terapéutica, considerada una especie de fruto de la biotecnología “de rostro humano”.

Así, como a menudo acontece en estas situaciones, se planteó un dilema: o dar el visto bueno a esa producción “benéfica” o impedir el avance de la ciencia hacia la victoria sobre las enfermedades degenerativas (como la de Parkinson), metabólicas (como la diabetes mellitus con dependencia de la insulina) y oncológicas (como la leucemia).

En esta situación resulta urgente aclarar los términos de la cuestión y examinar de cerca la pertinencia de ese dilema.

Lo que se quisiera hacer

En realidad, lo que la industria biotecnológica pretende realizar mediante ese tipo de tecnología con fines terapéuticos es una auténtica clonación de individuos humanos. En efecto, no se trata de reproducir células idénticas entre sí partiendo de una única célula progenitora, como acontece actualmente en el campo de los cultivos celulares; ni se trata simplemente de producir, con la técnica de la proliferación celular in vitro, tejidos destinados a la implantación (por ejemplo, tejido cutáneo, óseo y cartilaginoso), según los procedimientos de la “ingeniería de tejidos”. Con esta técnica se toman células del cuerpo humano o animal capaces de proliferar y generar tejidos en el laboratorio, con el fin de sustituir tejidos dañados del cuerpo de un paciente, por ejemplo, a causa de una quemadura grave. En efecto, si se tratara de la reproducción de células o de intervenciones de ingeniería de tejidos, no habría propiamente ninguna dificultad ética para admitir la licitud de esas técnicas.

Sin embargo, como saben muy bien los investigadores, aquí de lo que se trata es de la producción de células y tejidos a partir de los embriones humanos clonados, es decir, de seres humanos a los que se les va a interrumpir su desarrollo para poder utilizarlos como fuente de “precioso” material biológico, a fin de “reparar” tejidos u órganos degenerados en un individuo adulto.

Es bien conocido que las células del embrión antes de la implantación en el útero y las células estaminales multipotenciales que se encuentran en el organismo humano, también en fases sucesivas del desarrollo, tienen capacidad extendida de autorrenovación y de diferenciación, y se quisiera aprovechar esa potencialidad para las múltiples finalidades terapéuticas antes recordadas.

Por lo que se refiere a las células estaminales multipotenciales ya se sabe que pueden encontrarse también en otros tejidos y no sólo en el embrión precoz. En efecto, se hallan, entre otros lugares, tanto en el saco vitelino, en el hígado y en la médula ósea del feto, como en la sangre del cordón umbilical en el momento del parto. Cuando se recogen células estaminales de embriones o fetos abortados espontáneamente, o del cordón umbilical en el momento del parto, no existen particulares problemas éticos. Sin embargo, estas células no serían capaces de dar lugar a la variedad de diferenciaciones celulares que, por el contrario, se pueden lograr en las células estaminales obtenidas de embriones y, por consiguiente, al parecer, no satisfacen las exigencias del biotecnólogo, el cual busca células numerosas, vitales y seleccionadas en relación con las solicitudes clínicas. Por eso, la producción de un organismo humano en fase embrional de desarrollo mediante clonación sería considerada una fuente preferencial y una reserva de la que se puede disponer en el tiempo, aprovechando la crioconservación de ese mismo embrión. Además, los tejidos así obtenidos resultarían histocompatibles con los del donante del núcleo, el paciente mismo; este hecho permitiría superar el problema del rechazo de los trasplantes “ajenos” al paciente.

El uso de la clonación en ese sentido permitiría, por tanto, tener un producto específico y “abundante”, capaz de alimentar las esperanzas de una floreciente actividad bioindustrial. Y, si reflexionamos un momento, podemos caer en la cuenta de que, en efecto, la invitación a emprender el camino de la investigación sobre la “clonación terapéutica” vino precisamente de la industria biotecnológica. Por ejemplo, una industria estadounidense se mostró muy interesada, anunciándolo por Internet, en la posibilidad de patentar productos para la terapia de enfermedades degenerativas vinculadas a la edad, por lo que se mostró dispuesta a financiar las investigaciones que lleven a la producción de células estaminales, así como a la identificación de los factores de diferenciación celular tanto para preparar intervenciones de ingeniería genética como para utilizarlos en los trasplantes.

El juicio ético

Las implicaciones bioéticas de esos procedimientos, a pesar de los propósitos “humanísticos” de quien anuncia curaciones espectaculares por este camino que pasa por la industria de la clonación, son enormes y requieren un juicio sereno pero firme, que muestre la gravedad moral de ese proyecto y motive su condena inequívoca.

Ante todo, es preciso decir que la finalidad humanística a la que se remite no es moralmente coherente con el medio usado: manipular a un ser humano en sus primeras fases vitales a fin de obtener el material biológico para la experimentación de nuevas terapias, llegando así a matar a ese ser humano, contradice abiertamente el valor que se busca, esto es: salvar la vida (o curar enfermedades) de otros seres humanos. El valor de la vida humana, fuente de igualdad entre los hombres, hace ilegítimo un uso meramente instrumental de la existencia de uno de nuestros semejantes, llamado a la vida para ser usado solamente como material biológico.

En segundo lugar, esta manera de actuar cambia totalmente el significado humano de la generación, que ya no se piensa y realiza en orden a la reproducción, sino que se programa con fines médico-experimentales (y por eso también comerciales).

Este proyecto se alimenta con la progresiva despersonalización del acto generativo (introducida con las prácticas de la fecundación extracorpórea), el cual se convierte en un proceso tecnológico que transforma al ser humano en propiedad para uso de quien es capaz de engendrarlo en un laboratorio.

En la clonación humana con fines terapéutico-comerciales se altera la figura misma del “progenitor”, reducido al rango de prestador de un material biológico con el que se engendra un hijo-gemelo destinado a ser usado como suministrador de órganos y tejidos de repuesto.

Esta manera de actuar es contraria incluso a la Convención europea sobre los “derechos del hombre y la biomedicina”, la cual, a pesar de permitir -y se trata de una opción que consideramos lamentable y moralmente ilícita- la utilización de embriones supernumerarios obtenidos con los métodos de fecundación artificial, sin embargo prohíbe su producción con fines experimentales (art. 18 b). El hecho de que el Reino Unido no haya firmado aún esa Convención no es motivo suficiente para subestimar el principio expresado por la Convención europea, que sanciona el derecho de todo ser humano a no ser engendrado para fines diferentes de la reproducción misma.

En el caso que aquí estamos examinando, además, no se utilizan los criterios de la experimentación, arriesgada o no arriesgada, sino que se avala el principio según el cual sería legítima una utilización del ser humano que implique su destrucción.

Pero esa manera de actuar está en flagrante oposición con los derechos del hombre, dado que permitiría usar a un ser humano vivo para obtener de él células o tejidos, aunque sea para el bienestar de otro individuo, incluso cuando eso implica la muerte del ser humano utilizado.

El principio que se introduce, en nombre de la salud y del bienestar, constituye una auténtica discriminación entre los seres humanos según la medida de los tiempos de su desarrollo (así, un embrión vale menos que un feto, un feto menos que un niño y un niño menos que un adulto), trastocando el imperativo moral que, por el contrario, impone defender y respetar con el máximo empeño a los que no son capaces de defender y manifestar su intrínseca dignidad.

La civilización occidental, que ha sabido emanciparse de las discriminaciones raciales y ha sancionado el derecho de todo ser humano a ser tratado como miembro de la familia humana, independientemente de sus condiciones de salud, edad y estado social, ahora corre el peligro de permitir, con la mediación de la tecnología, la llegada de una nueva barbarie.

El proyecto de la clonación humana con fines terapéutico-comerciales manifiesta el regreso al darwinismo social en el que se fundó el racismo pseudocientífico de fines del siglo XIX.

La práctica de la clonación no puede encontrar ninguna legitimación ni siquiera en las discusiones referentes a la identidad individual y personal del embrión obtenido de forma programada en un laboratorio: se trata de un nuevo ser humano, intrínsecamente orientado a su desarrollo y a su plena maduración individual, el que se lograría si no se lo impidieran a sabiendas. Tampoco tiene consistencia la referencia al hecho de que estos seres humanos en fase embrional, destinados a proporcionar células y tejidos, no sean capaces de sentir dolor: la ausencia de dolor no justifica la supresión de un ser humano: matar a un hombre bajo anestesia seguiría siendo un homicidio.

Es demasiado evidente que aquí, apelando al criterio de la salud, se cuenta con la complicidad del egoísmo colectivo, la estrategia lingüística con la que se quiere anular el significado moral de la clonación humana (por lo que hoy se ha introducido el término “cuerpo embroide” para referirse al embrión construido in vitro mediante la clonación y destinado a ser destruido deliberadamente) manifiesta el disgusto originario frente a la convicción de que se está proyectando engendrar, usar y eliminar a uno de nosotros.

En cambio, es preciso tener la valentía de mirar a través del microscopio electrónico y reconocer que ahí no hay una célula cualquiera, que no hay un material genético amorfo, sino que hay un ser humano que inicia su camino vital. Los fines terapéuticos, aunque fueran verdaderos y no sólo hipotéticos y sustitutos de delitos reales, no justifican jamás el asesinato programado de un semejante o su producción en serie.

La lógica que domina en este proyecto está vinculado al mercado biotecnológico, y no tiene nada que ver con el momento cognoscitivo propio de la ciencia. No podemos olvidar que se ha llegado a este resultado con la puesta en marcha de la procreación artificial cuando se procedió a separar el momento y el hecho procreativo de la expresión del amor conyugal y personal. Este hecho ha entregado el embrión a la explotación biotecnológica y comercial.

La ciencia ha sabido encontrar, y pensamos que puede encontrar, formas de terapia para las enfermedades de base genética o degenerativa a través de otros procedimientos, como la utilización de células estaminales tomadas de la sangre materna o de abortos espontáneos, prosiguiendo las investigaciones en el campo de las terapias génicas y recurriendo de nuevo al estudio sobre los animales; si, por hipótesis, la única vía posible fuera, por lo contrario, la de la clonación humana, entonces sería preciso tener la valentía intelectual y moral de renunciar a este camino, dado que imponer el origen y la muerte de uno de nuestros semejantes para garantizar la salud es un acto de injusticia que lesiona en sus fundamentos nuestra dignidad y nuestra civilización.

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