Facultad de Periodismo UCLM 
                                    Resumen 
                                    Este  artículo propone una aproximación teórica al análisis y a la crítica de las  emociones y los sentimientos que se activan en la investigación sobre las  acciones colectivas que persiguen un ideal de justicia social. Este trabajo se  plantea a partir de una reflexión sobre los lugares comunes en torno a las emociones  colectivas que permanecen incuestionados en esta área y elabora un modelo  teórico que defiende el carácter mediado de lo afectivo y su caracterización  como hábito, a partir de las aportaciones Antonio Damasio y Charles Sanders  Peirce. El objetivo de la propuesta es elaborar una noción de disposición  afectiva que de cuenta de la relación entre creencias (y valores), estilos de  vida y estilos emocionales (o estructuras de sentimiento). 
                                    Palabras  clave: Semiótica, emociones, disposiciones afectivas,  Peirce, cambio social, acción colectiva. 
                                    1.  Introducción1 
                                    En  el área de investigación sobre comunicación y cambio social se trabaja sobre una  serie de presupuestos compartidos, valores, esperanzas y deseos cuyo horizonte más  claro es la aspiración a la justicia social. Estos presupuestos no están  suficientemente explicitados, ni debatidos y su aceptación implica, entre otros  aspectos, una noción de cambio social de corte teleológico que podría reforzar  una narración y una lógica moderna, incluso desarrollista. En muchos de los  trabajos adscritos a este campo, el cambio social implica una especie de avance  en términos lineales, que persigue la consecución de ideales —muchas veces poco  matizados— como la solidaridad, la igualdad, la emancipación, la compasión, el  diálogo, la participación, etc. Es evidente que el cambio social, tal y como se  concibe en la tradición sociológica, no presupone una orientación axiológica  predefinida; sin embargo, en este área de investigación el concepto opera como  consigna, al poner en valor la “justicia social” como horizonte. 
                                    Es  importante criticar y reparar esta inconsistencia teórica, pero no es nuestro objetivo  señalar el riesgo de esta falta de explicitación en términos generales, lo abordaremos  desde una aproximación teórica al análisis y a la crítica de las emociones y  los sentimientos que se activan en la investigación sobre el cambio social, específicamente,  aplicado a las acciones colectivas que persiguen un ideal de justicia social.  Al igual que sucede en otras áreas de interés, la investigación sobre la acción  colectiva en la lucha contra la pobreza y a favor de la justicia social y los derechos  humanos debe prestar atención al repertorio emocional implicado y fundamentar  su análisis con un modelo teórico pertinente, para no incurrir en la  construcción de conceptos comodín y en su utilización indefinida. 
                                    No  obstante, el esfuerzo por incorporar la reflexión sobre la dimensión afectiva no  se restringe a un planteamiento teórico sino que atañe además a su lugar de  enunciación, esto es, a la posición afectivo-axiológica adoptada por el  investigador. En este sentido, el ideal compartido sobre “justicia social” y la  vocación de transformación política es un referente implícito que condiciona la  definición y el abordaje de sus objetos de estudio. Aunque este lugar de  investigación puede suponer ciertas limitaciones —sobre todo, cuando no se  equilibra adecuadamente con la distancia que reclama toda investigación  científica—, también es cierto que esta posición afectivo-axiológica implica  —como propone Bajtin (1997,70)— una “atención amorosamente interesada” hacia  nuestros objetos teóricos y analíticos2. Compartir la esperanza y el  deseo de componer una mejor versión del mundo que habitamos es un espacio común  que presupone un hacer investigador orientado por tales afectos. 
                                    Sin  embargo, la implicación afectiva, política y ética no sustituyen el rigor  científico y, hasta el momento, el corpus analítico y los estudios empíricos al  respecto son todavía insuficientes, puesto que no se ha producido en este campo  una discusión teórica amplia sobre las emociones. Para que ésta tenga lugar, es  necesario huir de los conceptos sostenidos tan sólo en las concepciones propias  del “sentido común”3 y en las perspectivas puramente ideológicas,  como sucede en buena parte de la literatura especializada en comunicación y  cambio social. 
                                    Este  trabajo surge de una reflexión sobre los lugares comunes en torno a las emociones  colectivas que permanecen incuestionados en buena parte de la investigación en  este ámbito. Plantearemos una propuesta teórica que rechaza la concepción apriorística  y naturalizada de las emociones como fenómenos espontáneos, instintivos, irracionales,  no dependientes de lo social y, en general, ingobernables. También  cuestionaremos el presupuesto de que existen emociones buenas, positivas, incluso  justas por sí mismas; una concepción que suele estar en la base de la  utilización de la compasión, la solidaridad o la empatía como recurso  argumental. Habitualmente, se moviliza como marco de interpretación el  narcisismo contemporáneo (Sennet, 2002), que defiende un sentimentalismo en el  que la experiencia y expresión de una emoción auténtica y sincera —básicamente  compasiva— caracteriza al sujeto y sirve para justificarle. 
                                    En  esta línea, la comunicación debe servir para educar y sensibilizar, lo que se traduce  en movilizar emociones amables y compartidas cuyos mecanismos de activación y  funcionamiento nunca se explican. El repertorio emocional analizado se limita a  la solidaridad, la compasión, la culpabilidad y, en algún caso, fenómenos como  la indiferencia o la indignación, dejando al margen otras emociones importantes  como el resentimiento, la rabia, la vergüenza, etc. Definido de esta forma, el  dilema está en tener o no tener una emoción, es decir, en términos de posesión y  autenticidad. 
                                    En  contraposición, propondremos un modelo que no recurre a la autenticidad de la  emoción como criterio valorativo, ni se sirve de dicha autenticidad para  justificar, desde el punto de vista político y ético, las acciones y a los  sujetos que las realizan. Esta aproximación teórica a la dimensión afectiva en  relación a los movimientos sociales se articula en torno a varias cuestiones:  la diferencia entre emociones y sentimientos y los mecanismos de interrelación  entre ambos; así como, el carácter mediado de lo afectivo y su caracterización  como hábito. Para ello, discutiremos algunas de las aportaciones de Antonio  Damasio, desde la neurobiología y de Charles Sanders Peirce, desde la  semiótica. Además, a partir de la noción de disposición afectiva abordaremos la  relación entre creencias (y valores), estilos de vida y estilos emocionales (o  estructuras de sentimiento). 
                                    Nuestras  preguntas de investigación son las siguientes: ¿Cómo intervienen las emociones  en la formación de valores y actitudes respecto a la justicia y la injusticia? ¿Es  posible defender y promover un repertorio afectivo justo para un espacio público  democrático? Escapa a la capacidad de esta investigadora y a los objetivos de  esta aportación contestarlas. En estas páginas ensayamos, más que una respuesta  tentativa a estas preguntas, una aproximación teórica a un modelo sobre el  estudio de las emociones que nos permita elaborarlas de cara a contestarlas en  un futuro. La hipótesis de trabajo es que, superadas las dicotomías clásicas  emoción-razón, al igual que existe una racionalidad emotiva también es posible  defender una emotividad razonable. Consideramos viable investigar acerca de una  emotividad justa desde el punto de vista ético, por lo que el desafío  específico es saber qué significan las emociones para el área de los estudios  sobre comunicación y cambio social, qué repertorio emocional debería guiar sus  proyectos e iniciativas y cómo sería posible hacer emerger y reforzar dichos  repertorios. 
                                    En  resumen, el planteamiento surge de una distinción conceptual que puede  formularse del siguiente modo: ¿es lo mismo sentir una emoción que estar  dispuesto a sentir una emoción? 
                                    2. El giro emocional 
                                    En  las ciencias sociales contemporáneas se está produciendo una interesante recuperación  de las emociones, su incorporación es tan amplia y diversificada que podríamos  hablar de un “giro emocional”, siguiendo el modelo del “giro lingüístico” de  Rorty (1967) y el más reciente “giro cultural”. Durante la última década, se ha  incrementado el conocimiento interdisciplinar sobre las emociones desde la neuro-biología,  la psicología, la sociología, la ciencia política y la filosofía entre otras.  El estudio de fenómenos que obligan a mantener una mirada transversal e interdisciplinar,  como los fenómenos afectivos, son una oportunidad excelente para trabajar al  margen de modas de investigación académica más preocupadas por su institucionalización,  que por la proyección prospectiva de sus objetos y de la comunidad de  interpretación de sus investigadores. 
                                    Dentro  de este giro emocional, uno de los mayores retos sigue siendo conseguir “conceptualizar  las emociones en formas que puedan guiar y sustentar la investigación empírica”  (Latorre, 2005:47). Creemos que la semiótica puede ser una herramienta eficaz  para ello, por su tradición transdisciplinar y su solvente orientación metodológica.  Pretendemos incorporar los aportes de la tradición semiótica al interés contemporáneo  por incluir el sentir en el ámbito de análisis social, cultural y político; ya  que las emociones se han mostrado como un elemento sugestivo y prometedor a la  hora de comprender y explicar la acción colectiva y los movimientos sociales  (Latorre, 2005). 
                                    En  términos generales, cuando hablamos de “giro emocional” no nos referimos a un  cambio de paradigma simple o a un nuevo descubrimiento, sino que la  incorporación de los afectos en el corpus de conocimiento de las ciencias  sociales va acompañada además de la reconstrucción de una historia de olvidos  que merece ser analizada. En opinión de Máiz (2011), se produjo una “exclusión  fundacional de las emociones en la teoría política moderna”, es decir, que el  desdeño de la emoción —o para ser más precisos, de cierto tipo de emociones—  del campo de la acción política colectiva, reprimió unas conceptualizaciones  del sujeto y de la acción en beneficio de otras. La tradición hiperracionalista  ha consolidado un modelo hegemónico basado en el del homo economicus y en las  teorías de la elección racional, además de una comprensión de la acción colectiva  en la que los principios y convicciones morales se sustituyen por criterios  normativos más dúctiles y negociables como los intereses. Durante muchos  siglos, según explica Máiz, se ha defendido un modelo de privatización e  individualización de las emociones que sólo admitía en el espacio público  ciertas emociones correctas, las calm passions o pasiones amables —como la  admiración— y vetaba las más indómitas y con mayor carga violenta -—como la  indignación4. 
                                    El  giro emocional, por tanto, se desarrolla en una doble dirección, por un lado,  el rastreo de la historia de esta exclusión y, por otro lado, la búsqueda de  nuevos instrumentos para reincorporar las emociones al estudio de la acción  colectiva en el espacio público. Este segundo ámbito, supone además un reto  epistemológico complejo5, puesto que “toda consideración sobre la  afectividad como objeto analítico conlleva necesariamente un trabajo paralelo y  continuado de afinamiento de los instrumentos convencionales heredados de unos  paradigmas donde conocimiento, significación e intelección son nociones  complementarias” (Surrallés, 2005). Es decir, supone reflexionar sobre la idea  de que “el sentir que se siente, el ver que ve, no es pensamiento de ver o  sentir, sino visión, sentir experiencia muda de un sentido mudo”  (Merleauy-Ponty citado por Surrellés, 2005). Esto es, aceptar seriamente que si  en la base de la racionalidad están los afectos, éstos condicionan la práctica  de investigación. 
                                    La  exclusión de las emociones —o de algunas de ellas—, y la falta de análisis de su  complejidad, “conduce a un indisimulado hiperracionalismo, que se traduce en la  sobrevaloración del consenso y la correlativa elisión del conflicto como  dimensión inevitable de la política, desatiende, de la mano de un  individualismo racionalista, los procesos de construcción y movilización  antagónica de las identidades colectivas; y promueve, por último, el  desplazamiento de la política por la moral, el derecho, la economía o la  gestión pública (Máiz, 2010:15)6. Además, según alerta Peñamarín (2008:64),  en términos prácticos esta desatención de las emociones deja el campo libre  para que los demagogos actúen activando “emociones colectivizadoras” a través de  los discursos públicos, como sucedió por ejemplo durante la Guerra de Irak (Peñamarín,  2009:328); desarmando a “los ilustrados” cuyo único argumento, en muchas  ocasiones, consiste sólo en deslegitimar la presencia de las emociones. 
                                    Para  cuestionar este hiperracionalismo consensual7, afrontamos el  análisis del universo afectivo en el espacio público colectivo, partiendo de la  idea de que los valores y las jerarquías que delimitan lo común y compartido  están construidos sobre la proyección afectiva que los sujetos desarrollan en  relación al mundo y las normas sociales que lo rigen. De ahí que sostengamos  que las disposiciones afectivas son un elemento articulador de la relación  democrática e intervienen en las relaciones de justicia e injusticia social8.  Por esta razón, es pertinente cuestionarse si podemos delimitar una serie de  disposiciones afectivas sobre las que proyectar una versión del mundo justa, y  si éstas pueden sostener la imaginación utópica necesaria para la consecución  del cambio social perseguido en los modelos de desarrollo alternativo. 
                                    Nuestro  interés es destacar la doble dimensión de las emociones, su carácter normativo y  proyectivo. En este sentido, una disposición afectiva alude a una particular relación  de los sujetos con respecto a las normas sociales, pero también apunta hacia  elementos emergentes o condiciones de posibilidad. Al afrontar una situación de  larga duración de explotación o exclusión se puede generar una disposición que incluye  el resentimiento, la rabia, la resignación, etc.; o frente a la desconexión  entre las preocupaciones ciudadanas y la gestión política en una coyuntura de  crisis se puede estar dispuesto a indignarse o sentir desafección. 
                                    Por  otro lado, tal y como argumentaremos, la idea de disposición afectiva remite a la  posibilidad de acción, esto es, actúa como una guía u orientación para la  acción colectiva, lo que presupone la existencia de un espacio de encuentro y  contacto entre sujetos, en términos semióticos, de una posición de enunciación  colectiva. Si estamos abiertos a sentir un sentimiento —tenemos una disposición  afectiva— significa que existe un lugar que puede ser ocupado, una experiencia  potencial (que podemos anticipar emocionalmente)9 y que puede  transformarse en un acontecimiento o suceso presente; y si nos referimos al  espacio público colectivo significa que puedo compartirlo, que me es común a  otros (Peñamarín, 2011)10. Entonces, según veremos más adelante, la  disposición se construye sobre la memoria afectiva compartida en el pasado y se  proyecta —gracias al trabajo de la imaginación colectiva— como una memoria de  futuro. 
                                    Esta  doble dinámica, que indica la continuidad de pasado y futuro, de lo establecido  y lo porvenir, se combina con una comprensión del universo afectivo construido a  partir de niveles de complejidad creciente que se sustentan anidándose unos en  otros (Damasio, 2006). Acorde al modelo peirceano, los fenómenos afectivos se categorizan  en términos de primeridad, segundidad y terceridad11 cumpliendo con los  principios de continuidad e interrelación. 
                                    3. Emociones y  cogniciones percianas 
                                    Nuestra  concepción general es que las emociones son espacios de mediación semiótica  (Saiz, 2009), centrales en la moral, en la ética y en la práctica política puesto  que regulan nuestra vida social y permiten definir los fines y las prioridades de  los sujetos. Además, en términos teóricos mantenemos, en primer lugar, que es necesario  superar el binomio emoción-razón como realidades confrontadas y excluyentes, puesto  que esta dicotomía conlleva nociones de racionalidad excesivamente estrechas  (De Sousa, 2012). En segundo lugar, sostenemos que las emociones son fenómenos  que involucran manifestaciones corporales en mayor medida que otros estados  conscientes. Es decir, la corporalidad forma parte de las emociones; el cuerpo emocionado  no interviene sólo en la experiencia psicológica individual sino que es  consustancial a los mecanismos de la experiencia social afectiva12,  a través de fenómenos como, por ejemplo, patrones de gestualidad compartida en  la expresión emotiva. Por último, admitimos el sustrato cognitivo de la  emoción, lo que no equivale a suscribir una teoría puramente cognitiva de los  fenómenos afectivos. 
                                    La  teoría cognitiva de las emociones es una de las perspectivas de mayor  importancia en el giro emocional. En este artículo discutiremos, en particular,  una cierta relación entre emoción y creencia, revisamos de qué modo opera esta  relación como fundamento del concepto de disposición afectiva, entendida como  hábito emocional, un modelo capaz de dar cuenta de la experiencia de las  emociones colectivas. 
                                    Según  Martha Nussbaum (2005:91), la creencia es el “cimiento” de la emoción —su parte  constitutiva— y la modificación de las emociones depende de la modificación de  la creencia. Sin embargo, las emociones están vinculadas con la cognición no  sólo en un sentido unidireccional, de la creencia a la emoción, sino que operan  en un doble sentido porque, si bien una creencia puede provocar una emoción, también  parece cierto que sentir una emoción y tener una disposición afectiva puede  hacer emerger, estimular, crear y reforzar una creencia (Fridja y Mesquita,  2000:45). 
                                    Para  que sea posible que la emoción genere creencias —contenidos cognitivos—, hay  que pensar que lo emocional debe entenderse como fuente generadora de hábitos,  esto es un tipo de experiencia que constituye pautas o reglas que guían nuestras  acciones y concepciones sobre el mundo, en el marco de una coyuntura socio-histórica  determinada y en relación a ciertos objetos y asuntos sociales. Esta concepción  “habitualizada” facilita el análisis de lo afectivo en los contextos de mediatización,  porque ubica la emoción en el espacio social compartido, la vincula a las  creencias y a sus representaciones y, al mismo tiempo, se distancia de un modelo  de emoción individualizado que apela a la sinceridad y la autenticidad como  criterios explicativos básicos de la experiencia afectiva. Volviendo sobre la hipótesis  de la emocionalidad razonable, si las emociones se configuran como fuentes generadoras  de hábitos de acción y pensamiento, entonces, “es posible comprender y explicar  el que alguien tenga una emoción particular en circunstancias específicas,  apelando a razones constituidas por un conjunto de creencias y actitudes particulares  que, en todos los otros casos en los que concurran una situación y un conjunto  de actitudes estructuralmente similares, tenga (racionalmente) que producirse un  estado emocional de cierta clase” (Hansberg, 2001:15). 
                                    El  planteamiento previo se apoya en una lectura de la teoría de las emociones de Peirce  a partir del trabajo de David Savan13 (1981) y del concepto de  estructura de sentimiento de Raymond Williams (1980)14. En las  páginas siguientes no discutiremos los fundamentos de la teoría peirceana, ya  que queremos llevar a cabo una aplicación del modelo como propuesta  teórico-metodológica y no una crítica a su obra. Eso supone que obviaremos la  explicación de orden metafísico, así como ciertos aspectos conflictivos de la  propuesta y nos centraremos sólo en algunos de sus planteamientos15.  Según Savan, los pilares desde los que reconstruir una teoría de las emociones  en Peirce son la tensión entre la duda y la creencia, el principio de  continuidad y el agapismo (o teoría del amor creativo). 
                                    En  términos generales, como predecesor de las teorías cognitivas de la emoción, Peirce  sostiene que existe una analogía entre la emoción y el pensamiento, de hecho, describe  la emoción como un tipo de cognición. “Toda emoción, toda erupción de pasión,  todo ejercicio de voluntad, es como conocimiento” (CP 1.376, 1887). Pero la  clave no está tanto en esta analogía sino en la particular teoría peirciana  sobre la acción mental. Para él, la operación mental consiste en una sucesión  de pensamientos que proceden y se explican en referencia a las reglas de la  inferencia válida (Beeson, 2008:290); extrapolándolo, se puede afirmar que la  emoción opera siguiendo la lógica de la semiosis y el razonamiento abductivo. 
                                    En  “Consecuencias de cuatro incapacidades” explica esta analogía de base mediante  una evidencia: “En suma, siempre que un hombre siente está pensando en algo.  Incluso aquellas pasiones que no tienen ningún objeto definido —como la melancolía—  sólo llegan a la consciencia tiñendo los objetos del pensamiento”, porque “toda  emoción tiene un sujeto. Si alguien está enfadado se está diciendo a sí mismo  que esto o aquello es injurioso o vil. Si está alegre, se está diciendo “esto  es delicioso”. Si se encuentra asombrado se está diciendo “esto es extraño” (CP  5.292, 1868). Por su expresión y pertenencia a un sujeto, se puede inferir que  las emociones están dotadas de una exterioridad que permite aprehenderlas  mediante un proceso de mímesis o de afectación de un sujeto a otro. 
                                    No  obstante, las emociones no son igual a otro tipo de cogniciones, son  “afecciones de uno mismo más que otras” porque dependen más “de nuestra  situación accidental del momento” y, por ello, “son cogniciones demasiado  parcas como para ser útiles”. Peirce reconoce así la distancia entre las  emociones y otras formas de cognición y asevera que “en el caso de una emoción,  ésta es una proposición de la que no puede darse razón alguna, sino que está  determinada meramente por nuestra constitución emocional”16. Esta  afirmación sitúa a la emoción en la órbita de las sensaciones17. La  emoción se sitúa entre la sensación y el sentimiento lógico, siguiendo la  clásica división triádica porque, el hecho de que una emoción dependa más de nuestra  constitución emocional, no significa que éstas no sean cogniciones ni que puedan  ser equiparadas a los instintos, ya que estos últimos pertenecen al orden de la  primeridad (la sensación o reacción primeras, no mediadas). Las emociones son cogniciones  porque, para Peirce, toda modificación de la conciencia —atención, comprensión  o sensación— es también una inferencia18, es decir, todos estos  fenómenos participan de los procesos semióticos, lo que les une es que están  mediados por signos (Beeson, 2008: 294). 
                                    Como  dijimos, el esquema peirciano sobre la emoción es, al igual que toda su teoría,  triádico. Distingue sensaciones (sentimientos inmediatos)19 o  emociones naturales20 en la primeridad: emociones sociales o morales21  en la segundidad (lo relacional) y sentimientos lógicos22 o hábitos  —disposiciones afectivas— en la terceridad (lo que implica mediación,  convención o hábito). Esta división permite entender el proceso que va desde la  sensación como el puro sentir, sin representación ni fundamento cognitivo, hasta  la experiencia de la emoción. Peirce describe así este proceso: “una emoción,  por otro lado, se incorpora mucho más tarde al desarrollo del pensamiento  —quiero decir, mucho después del momento inicial de la cognición de su objeto—  y los pensamientos que la determinan ya tienen movimientos correspondientes a  los mismos en el cerebro, o en el ganglio principal; consecuentemente, produce  amplios movimientos en el cuerpo, e independientemente de su valor  representativo, afecta fuertemente al flujo de pensamiento”23 (CP  5.293, 1868). En resumen, el desarrollo motor de la emoción afecta al pensamiento,  incluso si no es una experiencia consciente. 
                                    Como  abordaremos más adelante, la teoría cognitiva en Peirce afronta la base corporal  de las emociones lo que es posible porque, para Peirce, las emociones actúan como  interpretantes en un sentido semiótico. “Todo aquello que mínimamente nos  interesa crea en nosotros su propia emoción particular, por ligera que ésta  pueda ser. Esta emoción es un signo y un predicado de la cosa. Ahora bien,  cuando se nos presenta una cosa que se parece a esta cosa brota una emoción  similar, de donde, inferimos inmediatamente que la última es como la primera”  (CP 5.308, 1868)24. 
                                    Según  leemos en la anterior cita, los objetos-signos pueden establecer relaciones a  través de las emociones, esta hipótesis nos conduce hacia la terceridad, el  lugar de los sentimientos lógicos o, de otra forma, hacia la fijación de la  creencia a través de la emoción. Desde la semiótica peirciana se defiende que  tener una creencia equivale a experimentar el “sentimiento de creer” y esto  significa haber adquirido un hábito que nos hará estar dispuestos a actuar o  interpretar de cierta forma25. En el origen de esta creencia está la  emoción. Según Peirce, cuando perdemos la certeza de una creencia, es decir,  cuando nos “asalta” una duda vital o nos vemos obligados a enfrentarnos a lo  inconcebible aparece la emoción, que funciona como un motor que impulsa la  búsqueda de una nueva creencia. En ese recorrido, la emoción se transforma de  primeridad en terceridad —hábito— , es decir, de reacción en disposición afectiva  (o en términos de Williams (1980), en estructura de sentimiento). 
                                    Recordemos  que nuestro objetivo final es apreciar la diferencia entre sentir una emoción y  estar dispuesto a sentir dicha emoción. “Esta diferencia resulta esencial para  comprender por qué reacciones afectivas socialmente compartidas y sostenidas durante  largos periodos de tiempo predisponen a los actores sociales a emprender determinados  tipos de acción política” (Rosas, 2011:16). 
                                    La  noción de disposición nos ayuda en la descripción de las experiencias afectivas  compartidas en el largo plazo, especialmente en el modo en que éstas emergen, se  refuerzan y evolucionan en los movimientos sociales. Debemos fijarnos en los efectos  significativos de las emociones en los movimientos, pero no sólo por su uso estratégico  en el marco de la movilización, sino por el lugar que ocupan en sus orígenes y  su desarrollo —refuerzo o decadencia. “Podríamos decir que hay emociones que  conducen a la participación en un movimiento y otras que se derivan de la actividad  en éste (entre otras)” (Latorre, 2005:44). La compasión, la indignación, la rabia  o el orgullo pueden articular un movimiento, estar en su origen; de igual  manera, la experiencia compartida de estas mismas emociones puede transformarse  en desesperanza, alegría, entusiasmo o desafección, emociones transformadas que  irán acompañadas de nuevos objetos y creencias que han aparecido en el  transcurso de la movilización. Según Latorre, “los valedores de las emociones  en la investigación de los movimientos sociales destacan que donde realmente  facilita e ilumina la investigación es en los momentos de desarrollo de sus  actividades, es decir, en la propia sostenibilidad del movimiento” (Latorre,  2005:44). Desde el punto de vista comunicativo, esta reflexión permite ahondar  en el modo en que se emplean las emociones estratégicamente para promover un  cambio social. 
                                    Reiteramos  la idea de que para que una emoción compartida pueda sostenerse en el tiempo no  puede constituirse como una mera reacción frente a una creencia, sino como una  disposición que se proyecta, generando creencias y posibilitando guías de acción.  Estas experiencias, características en los movimientos sociales, son fenómenos disposicionales,  no reacciones espontáneas ante un suceso, sino tendencias que remiten a un  entramado de creencias cognitivas y valoraciones afectivas que construyen y delimitan  un objeto frente al que el sujeto se posiciona y que, además, modula un lugar enunciativo  compartido con otros. Este abordaje reclama nuevas herramientas  teóricometodológicas que expliquen qué significa estar dispuesto a sentir  compasión, vergüenza, indignación, culpa, remordimiento, resentimiento o rabia  y hacerlo con otros. La descripción de este proceso puede realizarse activando  las categorías peircianas. 
                                    4. De la emoción al  hábito por la mediación Semiótica 
                                    En  el campo de la neurobiología, según Antonio Damasio (2006), las reacciones emocionales  sirven para regular el proceso vital y promover la supervivencia. La regulación  del estado vital no persigue la consecución de un estado neutro, como si fuera  la ataraxia, sino que busca un estado de bienestar. La emoción es una respuesta  química y neuronal que conforma un patrón distintivo, esto es, una disposición para  la acción cuyo objetivo es alcanzar dicho bienestar. Aunque los repertorios emocionales  están condicionados por la genética, no lo está su activación; de ahí que la  emoción no surge de la nada sino que es una respuesta a un estímulo  emocionalmente competente (EEC). 
                                    A  través del concepto de EEC se inserta la instancia de mediación en la  conformación de la estructura emocional y, por ello, pueden sostenerse las  hipótesis de que la creencia es el sustrato de la emoción y que las emociones  son espacios de mediación semiótica. Los EEC son los objetos o acontecimientos  cuya presencia real o rememoración mental desencadena la emoción (Damasio,  2005:55). En términos semióticos, los EEC desencadenan procesos  interpretativos. Frente al estímulo, el organismo toma una decisión, recomienda  evitación y evasión o aprobación y acercamiento, afirma Damasio. Sin embargo,  es importante señalar que el procesamiento del estímulo —su valoración— nunca  se hace de forma aislada sin memoria, como la de ningún otro signo, sino que se  interpreta en relación con otros objetos presentes y en conexión con el pasado,  es decir, se realiza activando la memoria y la educación emocional. Por otro  lado, este proceso evaluativo no es automático, no hay una unidireccionalidad  inmediata entre los objetos causativos y las respuestas emocionales. 
                                    Los  objetos (en nuestro caso los EEC) no pueden ser concebidos como universales y  de comprensión inmediata sino que son socialmente construidos. Los Estímulos  Emocionalmente Competentes desencadenan cierta regulación de la emoción, que se  conforma estableciendo distancias, relaciones, barreras, intensidades, ritmos,  tonos, etc. (La semiótica aporta interesantes herramientas de análisis para estudiar  la conformación de la modalidad afectiva a través de las dimensiones de la temporalidad,  la aspectualidad, la intensidad, etc.) 
                                    El  problema está en delimitar qué constituye un EEC, porque como dice Damasio, no  existen apenas objetos emocionalmente neutros. La diferenciación emocional  entre objetos es una distinción de grados y de orientación positiva o negativa.  Precisamente, la capacidad de regulación que atribuimos a las emociones  sociales reside en los procesos de construcción de la intensidad o en la  conformación de cierta competencia emocional. También en este punto, la  semiótica ayuda a analizar los mecanismos a través de los que un signo actúa  como EEC, abordar cómo lo emocional se vincula a las representaciones,  figuraciones y relatos articulados a través de los discursos en los que se  estabilizan las estructuras de sentimiento (Saiz, 2009: 31-49). 
                                    Retomando  la explicación de Damasio, los seres humanos regulamos nuestro organismo  gracias a la producción de emociones “de fondo”. Las emociones de fondo son un  mecanismo que nos permite tener un mapa que cartografía el estado general del  organismo, su tono vital, que puede ir desde el bienestar hasta el malestar. Esta  situación de fondo tiene como resultado la configuración de nuestro estado de  ánimo, pero además tienen una función reguladora ya que, al contrastar el tono vital  con la emoción de fondo, emergen otro tipo de emociones más complejas y  sentimientos que modificarán nuestro estado general. 
                                    Como  dijimos, las reacciones emocionales persiguen recobrar y mantener un cierto  tono vital de bienestar, para conseguirlo, ante un EEC las emociones movilizan repertorios  específicos de acción, con los que cartografían nuestro cuerpo —interpretan la  emoción de fondo— y producen un cambio temporal de su estado y del estado de  las estructuras cerebrales que sostienen el pensamiento —esto es, modifican las  creencias. Esta emoción sirve para desplazar el tono vital y así adecuar y  preparar de nuevo al organismo a circunstancias propicias para garantizar la  supervivencia y el bienestar (Damasio, 2006:56). Para Damasio, las reacciones emocionales  dependen de los recursos interpretativos de los sujetos, que son sociales y  culturales y se reelaboran continuamente a través de las expresiones y  reflexiones humanas, que atañen tanto a la especie como a la experiencia adquirida  por cada ser humano. 
                                    Retomamos  en este punto la descripción del recorrido emocional según la semiótica  peirciana, para observar su analogía con los planteamientos descritos por Damasio.  Al igual que la triada afectiva peirciana (sensación, emoción y sentimiento), el  recorrido afectivo se describe en la obra de Damasio (2006:41) como un proceso de  anidamiento que metafóricamente adquiere la figura de un árbol: en la base están  las respuestas innatas desde las que se accede a las emociones y los  sentimientos, éstos últimos son la expresión mental de todos los demás niveles  de regulación homeostática. En ambos casos, el proceso de anidamiento implica  que las emociones y reacciones más elaboradas presuponen las más simples e  innatas. Como apuntamos más arriba, éstas últimas aunque innatas y  estereotipadas, nunca lo son de forma fatal e inevitable, puesto que podemos  controlar, en cierta medida, nuestra exposición a los estímulos y su  interpretación. 
                                    En  la obra de Peirce, este anidamiento o división triádica se explica por su  principio de continuidad26, aunque antes de abordar este complejo  principio, ahondaremos en el mecanismo de desarrollo emocional. Nos centraremos  básicamente en la terceridad ya que nos interesa destacar el carácter  representacional de lo afectivo27. La emoción se activa cuando el  sujeto abandona un estado de calma y seguridad que le ofrece el hábito de una  creencia. El ser humano persigue y, por tanto, prefiere habitar en un estado de  calma, de seguridad y creencia antes que en un estado de caos, confusión y  duda. En consonancia con las tesis de Damasio, desde el punto de vista  peirciano, la creencia es un estado calmo y satisfactorio que no deseamos cambiar  o evitar. “El hombre siente que sólo se encontrará plenamente satisfecho si se  adhiere sin vacilar a su creencia. Y no puede negarse que una fe firme e  inamovible depara una gran paz mental” (CP 5.378, 1877). Por el contrario, “la  duda es un estado de inquietud e insatisfacción del que luchamos por liberarnos  y pasar a un estado de creencia” (CP 5.373, 1877). La creencia, “tiene  justamente tres propiedades: primero, es algo de lo que nos percatamos;  segundo, apacigua la irritación de la duda, y, tercero, involucra el asentamiento  de una regla de acción en nuestra naturaleza, o dicho brevemente, de un hábito”  (CP 5.398, 1878). Y lo que el hábito es depende de cuándo y cómo nos mueve a  actuar. En resumen, “la irritación de la duda excita la acción del pensamiento,  que cesa cuando se alcanza la creencia; de modo que la sola función del  pensamiento es la producción de la creencia” (CP 5.394, 1878). 
                                    Las  emociones son un modo de cognición que surge cuando nuestra mente se enfrenta a  circunstancias inciertas, situaciones inconcebibles y complejas que no tienen  una respuesta cierta o sencilla28. Y estas situaciones de indagación  afectiva no se dan a partir de experiencias extraordinarias, como las  experiencias científicas de investigación, sino que tienen toda la fuerza de la  experiencia vivida y resultan en una creencia viva29 (Barrera,  1996:26). Éste es un proceso al que todo sujeto puede enfrentarse y que también  está inscrito en los presupuestos sobre el cambio social, porque los proyectos  que tratan de hacer frente a situaciones de injusticia reclaman respuestas  alternativas, modificaciones del status quo y de las creencias que lo sostienen  y, desde el punto de vista ético, algo injusto debería ser percibido como  inadmisible. 
                                    La  fijación de la creencia no es ajena a lo afectivo, no es algo puramente  cognitivo puesto que “la terceridad fluye a nosotros por todas las avenidas de  los sentidos” (CP 5.157, 1903). Entonces, ¿cómo se alcanza el hábito? La  experiencia vivida es el origen de todo proceso de pensamiento. Y el  pensamiento-signo es una idea que, siguiendo la lógica peirciana, se despliega  en tres fases: en la primeridad, una idea es puro sentir; en la segundidad, una  idea es capaz de afectar a otras y; en la terceridad, la idea puede atraer  consigo otras ideas proponiendo un hábito. Según explica en “La ley de la  mente”, una idea participa del continuum que supone la “idea general”; esta  idea general es una instancia que no puede aprehenderse en un instante y que un  tiempo finito nunca captará en plenitud. Por eso, la idea en cuanto  experimentada tiene que vivirse en el tiempo, en cada intervalo en relación al  tiempo general (Geist, 2002: 211). Pero además, la idea tiene una dimensión  proyectiva, ya que “una idea general, viva y consciente ahora, es ya determinante  de futuros actos, en una medida de la que ahora no es consciente” (CP 6.156,  1892). 
                                    Esta  dimensión proyectiva explica cómo funciona el procedimiento de significación, de  búsqueda de sentido. Los signos crecen y lo hacen por su capacidad de afectación  mutua. Al desplegarse en el tiempo el pensamiento crece, las ideas se expanden  y se inicia un proceso que Peirce identifica como semiosis ilimitada. En este  sentido, la racionalidad peirciana y la emotividad que la acompaña se entienden  con referencia al futuro, un futuro posible que alude a la consecución de la  armonía y el bienestar. 
                                    Según  hemos expuesto, las ideas peircianas que iluminan nuestra propuesta se basan en  el principio de continuidad, sin embargo no es nuestra intención discutir aquí  sus fundamentos (Castañares, 2008). La cuestión derivada del principio de  continuidad que nos interesa señalar es, en términos sencillos, que el presente  de toda idea “es mitad pasado (vivido) y mitad por venir” (CP 6.126, 1892) y  que el vínculo entre ambas instancias se produce a través del hábito. Según  Geits (2002), el hábito implica tiempo futuro y narratividad del pasado, porque  “el sentir, que no ha emergido aún a la consciencia inmediata, es ya afectable  y está ya afectado. De hecho, es hábito, aquello en virtud de lo cual una idea  llega a la consciencia presente por medio de un vínculo que había sido ya  establecido entre ella y otra idea, mientras estaba aún in futuro” (CP 6. 143,  1892). El mecanismo de formación del hábito es aplicable al ser, al  pensamiento, a la representación y, por supuesto, a la emoción. Cuando una  emoción alcanza el estado de hábito, se ha transformado en un sentimiento que  ordena el pasado y se proyecta en el futuro gracias a su condición de ley. Por  ejemplo, las emociones anticipatorias son una de estas formas de proyección, consisten  en “un pronóstico, predicción o imaginación de emociones reales que pueden tener  lugar bajo ciertas condiciones particulares” (Rosas, 2011:17). Es decir, desde  el presente podemos imaginar la alegría futura si ganáramos una batalla, o nuestra  posible desesperanza si fracasáramos. Más adelante retomaremos esta cuestión para  referirnos al impacto de las emociones anticipatorias sobre la acción. 
                                    Es  importante destacar que el hábito nunca se resuelve en el espacio individual sino  que se fortalece por la participación de la comunidad. De ahí que la idea de  hábito sea central para articular una reflexión sobre las emociones colectivas.  Siguiendo con el principio de continuidad, escribe Peirce en “La fijación de la  creencia”: 
                                    Esta concepción de que  el pensamiento o el sentimiento de otro hombre pueda ser equivalente al de uno  mismo constituye claramente un nuevo paso, y de gran importancia. Surge de un  impulso demasiado arraigado en el hombre como para suprimirlo sin poner en peligro  la destrucción de la especie humana. A menos que nos transformemos en eremitas,  nos influimos necesariamente en las opiniones unos a otros; de manera que el  problema se transforma en cómo fijar la creencia, no meramente en el individuo,  sino en la comunidad (Peirce, CP 5.378, 1877). 
                                    Aplicando  la idea de hábito, el recorrido de una emoción sería el siguiente: los sujetos  desean y persiguen estados de paz, de calma en la creencia y su perturbación sucede  con la aparición del conflicto. En esta situación, la duda es una experiencia intrusiva  y disruptiva, que provoca la ruptura de los modos de comportamiento ordinarios y  de las emociones previas que se habían configurado como un hábito (Savan, 1981:327).  Esta turbulencia, que reclama toda la atención y la energía del sujeto tanto  mental, como afectiva y corporal, es imperativa en su dinámica. La búsqueda del  sentido, el avance de las ideas y la conclusión en la fijación de las creencias  fun- cionarán gracias a la emoción agápica, esto es, a la afectación de unas  ideas sobre otras que se atraerán hasta confirmarse como pautas, reglas y modos  de actuación compartidos por una comunidad y que orientarán sus pensamientos,  sus emociones y sus acciones futuras. Como avanzamos, el sentimiento de creer  en algo es indicativo de que hemos alcanzado un hábito, se ha fijado una  creencia que orientará nuestras acciones. Eso no significa una determinación  inamovible, ya que “la creencia no nos hace actuar automáticamente, sino que  nos sitúa en condiciones de actuar de determinada manera, dada cierta ocasión”  (Peirce, CP 5.376, 1877). 
                                    Más  arriba, siguiendo la teoría cognitiva clásica, recordamos que las emociones son  parte de nuestras creencias o, lo que es lo mismo, que una creencia lleva  implícita una valoración afectiva —y axiológica— del objeto de dicha creencia.  Ahora, a través de la idea del hábito peirciano, lo que queremos destacar es la  relación inversa: cómo las emociones al “habitualizarse”, estabilizarse como  reglas de interpretación y convertirse en sentimientos, afectan a las  creencias, bien haciéndolas emerger cuando no existen o bien estimulándolas,  reforzando o modificando las existentes. Generalmente, “cuando pensamientos  normalmente causativos de emociones aparecen en la mente, producen emociones,  las cuales dan origen a sentimientos, y éstos evocan otros pensamientos  temáticamente relacionados y que es probable que amplifiquen el estado  emocional” (Damasio, 2006:72). 
                                    Estos  procesos de semiosis, en otros términos, de interpretación que originan  crecimiento o afectación, no funcionan de manera lineal en una sola dirección,  sino como mecanismos intertextuales de naturaleza inferencial —creativa— que  amplían, hacen crecer, las redes entre pensamientos, sentimientos y emociones.  Pese a la dimensión creativa y amplificadora del sentimiento eso no significa  que estemos ante un proceso de plena libertad, puesto que la disposición  siempre presupone una cierta orientación. Por eso, la emoción produce el tipo  de pensamientos adecuados a la disposición afectiva concordante, tal y como  afirma Peirce, esto sucede porque una idea está siempre in futuro por su  afectación con otra. Desde otro punto de vista, “ello es debido a que el  aprendizaje asociativo ha conectado las emociones con los pensamientos en una  rica red de dos direcciones. Determinados pensamientos evocan determinadas  emociones, y viceversa. Los niveles cognitivos y emocionales de procesamiento  están continuamente conectados de esta manera” (Damasio, 2006:73). Esto  significa que los pensamientos y las emociones de los sujetos establecen  relaciones de sentido con otros objetos (pensamientos o estados emocionales)  que funcionan como sus interpretantes. Y esta cadena de interpretantes, de  naturaleza creativa, hace crecer el signo de origen y, por ello, “los pensamientos  evocados pueden funcionar incluso como disparadores independientes de emociones  adicionales y así potenciar el estado afectivo en curso” (Damasio, 2006:72). 
                                    5. Relación entre  emoción y disposición afectiva 
                                    Utilizando  las ideas peircianas —aunque sin mencionarlas— en el campo de la psicología,  Fridja y Mesquita (2000) aplican estos planteamientos y proponen la diferencia  entre una emoción como ocurrencia y un sentimiento o disposición afectiva como  estado latente. 
                                    Si  aceptamos la distancia entre emoción como reacción y sentimiento como hábito, podemos  entender las disposiciones afectivas como procesos temporales dilatados que  producen nuevas formas de semiosis en los planos afectivo y cognitivo. En este sentido,  una determinada experiencia emocional puede dar lugar a una creencia que tenga  como función gestionar, justificar, dar sentido a dicha emoción. Por ejemplo, actualmente  la sociedad mediatizada y globalizada nos impide ser ciegos a determinadas situaciones  de injusticia; éstas pueden obviarse, negarse, pero no es factible —en la  mayoría de los casos— eludir su conocimiento por mínimo que éste sea. Esta percepción  puede provocar en los sujetos experiencias afectivas de muy diverso signo,  entre ellas, cierta sensación de culpabilidad derivada de una conciencia difusa  de la responsabilidad ante dicha injusticia. Esta experiencia afectiva puede  estar en el origen de la emergencia de un conjunto de creencias que sirvan para  dar sentido a este marco emocional y justificar la valoración afectiva del  objeto que lo ha provocado (delimitación de una injusticia). En este caso, los  sujetos pueden buscar razones para odiar o menospreciar a aquellos a quienes se  ha herido o humillado —las víctimas de esa injusticia— (Fridja y Mesquita,  2000: 52-54) o bien, elaborar creencias sobre la inevitabilidad del contexto,  la falta de responsabilidad propia, etc. Estas creencias a su vez pueden  derivar en otras emociones, nuevas creencias o formas de acción que tomarán una  u otra dirección en función de la disposición afectiva que los sujetos activen  en relación a este asunto o situación. Lo que tratamos de explicar es que se puede  compartir la emoción de culpabilidad —de hecho, creemos que es parte de nuestra  posición como sujetos morales hoy— , pero el desarrollo de ésta dependerá de la  disposición afectiva, los pensamientos y creencias que la interpreten. Evidentemente,  no es lo mismo tener una disposición indignada frente a la injusticia, que  compasiva o indiferente. Por supuesto, estas disposiciones así descritas son tipos  ideales que actuarán en términos polifónicos, hibridándose en su articulación concreta. 
                                    Si  la función del sentimiento como hábito es ampliar los límites de la reacción emotiva  y proyectarla en el futuro, para que esto suceda deben cumplirse ciertas  condiciones: tiene que darse una emoción particular en relación a un objeto,  con una duración prolongada y que indique una tendencia o disposición para  interpretar o actuar referida a dicho objeto. A la luz de estas  características, los sentimientos pueden caracterizarse según Fridja y Mesquita  de dos modos: (1) como disposiciones para responder emocionalmente a un objeto  dado; (2) como esquemas afectivos compuestos de una representación latente de  un objeto relevante para nuestras preocupaciones, que sugiere qué tipo de  acción sería deseable (Rosas, 2011: 16). En resumen, una respuesta emocional y  una representación orientada a la acción. 
                                    La  definición de sentimiento de Damasio también incluye estos dos componentes. Para  este autor, el sentimiento es “la percepción de un determinado estado del  cuerpo junto con la percepción de un determinado modo de pensar y de  pensamientos con determinados temas” (Damasio, 2006:86). Son acontecimientos  mentales significativos que llaman la atención hacia las respuestas emocionales  que los generaron, y hacia los objetos o EEC que desencadenaron dichas  emociones (Damasio, 2006: 172). 
                                    Los  sentimientos no sólo llaman la atención hacia estos dos fenómenos sino que conducen  al sujeto a creer en la verdad, tanto de sus experiencias emocionales como de  los juicios asociados a éstas; actúan como una especie de condición de  verosimilitud o plausibilidad. Fridja y Mesquita (2000: 54-55) explican que las  creencias que forman parte de los sentimientos involucran generalizaciones  (leyes), esto es, se refieren a las propiedades estables e intrínsecas de los  objetos o a lo que éstos pueden producir. Estas creencias, incluso si son  pasajeras, al remitir a elementos estables del objeto son creencias sobre  aspectos y fenómenos que se consideran persistentes y son pensamientos que se  mantienen en el tiempo. Y, por último, durante el tiempo que perduran son  creencias arraigadas, dotadas de un alto grado de verosimilitud como certezas  subjetivas. 
                                    Ante  una decisión política particular en la situación de crisis podemos tener una reacción  emocional desesperanzada. Durante el tiempo que dure este “ataque” de desesperanza,  puede que nos convenzamos de que la acción colectiva no sirve, pensemos que  todo es un sinsentido y nos invada el nihilismo; creeremos firmemente en estas  ideas y las generalizaremos. Además, tanto la tendencia afectiva —desesperanza—  como las creencias derivadas —nihilistas— pueden verse fortalecidas por el  entorno colectivo. Para producir un cambio, no se requiere únicamente que cambie  la creencia sobre el sinsentido de la lucha o que ésta desaparezca; también  puede producirse un cambio social si existe una disposición afectiva más  consolidada con la que esta reacción se complementa. Imaginemos que hay una  disposición afectiva “indignada” que sostiene la creencia en la necesidad y el  poder de la acción colectiva y que rechaza la resignación como parte de su  repertorio afectivo; la activación de esta disposición modificará, atenuará,  con el paso del tiempo, la viveza de la desesperanza, puede que incluso la haga  desaparecer. Sin embargo, en el tiempo que la reacción desesperanzada  persistió, las creencias fueron ciertas para nosotros. 
                                    Con  respecto a la veracidad y credibilidad de emociones y creencias, hay que  atender a la diferencia entre el proceso de valoración que caracteriza a una  emoción y la creencia generada a partir de ella. “La pregunta apunta a saber si  la creencia generada a partir de una emoción es una simple extensión de la  valoración original, en cuyo caso sentimiento y emoción constituirían una y la  misma experiencia afectiva” (Rosas, 2011:17). La respuesta es negativa, aunque  puedan parecer instancias iguales, no se solapan y no pueden ser asimiladas. Es  distinto valorar un objeto que determinar la validez de una creencia o  verificar un juicio, es decir, una cosa es valorar un objeto como peligroso y  sentir miedo ante ello y otra que la creencia que ha provocado dicho miedo sea  falsa o verdadera. Esta distinción es clave para argumentar la diferencia entre  emociones y disposiciones, ya que aunque valoración y creencia son dos  instancias evaluativas de tipo cognitivo, “los niveles epistemológicos en los  que ellas se sitúan difieren entre sí”, afirma Rosas y sugiere la lógica  triádica peirciana. 
                                    Por  otra parte, valoración y creencia funcionan de modo distinto en las emociones y  en los sentimientos. Veamos algunos ejemplos. En un primer caso, el gobierno anuncia  una batería inespecífica de recortes que afectarán al trabajo en la  universidad, ese discurso poco elaborado me lleva a pensar que perderé mi  empleo y siento miedo ante lo que sucederá. En un segundo caso, la desafección  frente a la acción colectiva me hace creer que las reivindicaciones conjuntas  son ineficaces e incluso peligrosas para mis intereses y eso me dispone a  actuar en mi entorno laboral de modo individualista. 
                                    Rosas  plantea que, una vez que un sujeto ha percibido e identificado un objeto, la  valoración afectiva que haga de dicho objeto será verdadera para él, incluso si  dicha valoración está basada en una creencia falsa. Es decir, aunque a  posteriori se demuestre que las pretensiones del gobierno no afectan a mi  puesto de trabajo, la valoración afectiva que provocó mi reacción miedosa no se  anula, ni deja de existir y nuestro miedo es verdadero. La valoración afectiva  de los recortes cumplió su objetivo, orientó nuestras acciones poniéndonos en  posición de alerta. 
                                    Por  su parte, “las creencias generadas por las emociones y fijadas en disposiciones  afectivas (también) tienen criterios empíricos de verificación que nos permiten  afirmar su verdad o falsedad” (Rosas, 2011:18), sin embargo las consecuencias  de esta verificación son diferentes. En el segundo caso que hemos propuesto,  una nueva situación puede demostrarnos que la creencia en la ineficacia de la  acción colectiva es falsa, por ejemplo, un grupo de compañeros se alía para  evitar despidos en el centro de trabajo. Si confirmamos la falsedad de nuestra  creencia, esta verificación a posteriori puede provocar la modificación y  anulación de la disposición afectiva que la acompaña, es decir, desplazar la  desafección frente a las luchas colectivas hacia otra disposición más favorable  a éstas. En resumen, si la creencia que acompañó al afecto se demuestra falsa  cambiarán las condiciones de la disposición: pueden anularse, bloquearse,  mermar o incrementar su intensidad, etc. No obstante, esto también puede  suceder por otros motivos, por ejemplo, si se produce una nueva valoración de  la reacción emocional, esto es, si llegamos a la conclusión de que nuestra primera  emoción fue inadecuada, inoportuna, exagerada, etc30. 
                                    Lo  que esto demuestra es que entre las emociones y las disposiciones afectivas se  produce un salto cualitativo, la última no es mera prolongación de la primera,  no hay un paso de la primeridad a la terceridad como un recorrido lineal; sino  que, tal y como explicamos, las emociones crecen y se transforman en hábitos a  través de la semiosis. Este proceso implica otra característica en la  transformación: la primera valoración afectiva del objeto que desata la  reacción emocional no permanece estable a lo largo del proceso de configuración  de la creencia y consolidación de la disposición, puesto que todo proceso de  semiosis o búsqueda de sentido es un proceso creativo (Castañares, 2008). No  sólo la valoración emocional, sino la propia naturaleza y características del  objeto se van desplazando y modificando en el hacer performativo de la  disposición afectiva. En otra palabras, la creencia sobre el objeto, la fortificación  del hábito, no es un puro hacer cognitivo desde lo representacional, sino que  involucra a la disposición. 
                                    Para  ilustrar esta condición podemos observar como funcionan ciertos procesos psicológicos,  como la “rumiación”. Cuando tiene lugar un proceso de rumiación lo que sucede  es que la actividad cognitiva desplegada a partir de la emoción amplía los  límites de dicha reacción emocional, esto es, aumenta o disminuye la intensidad  afectiva en función de las creencias, valoraciones y justificaciones sobre el  objeto que se desencadenaron a partir del primer estadio de la emoción (Frijda  y Mesquita, 2000:54). Este lapso temporal, en el que actúan interrelacionadas  creencias y emociones, sirve para explicar fenómenos como la polarización de  los conflictos. 
                                    En  uno de los ejemplos previos, vimos que la percepción de una situación de injusticia  puede provocar incomodidad en el sentido emocional; en la búsqueda de sentido a  esa emoción, activamos prejuicios sobre las víctimas que, sin embargo, no sirven  para apaciguar la emoción incómoda ya que no logran cubrir el espacio de disonancia  cognitiva —no es fácil acusar a una víctima de su propia situación. El sostenimiento  de la emoción corre en paralelo con la elaboración de creencias que persiguen  alcanzar una justificación satisfactoria. Lo importante en el mecanismo de rumiación  es que la disposición afectiva hará que aceptemos —aunque sea de modo temporal—  las creencias activadas. Por ejemplo, Frijda y Mesquita (2000:54) explican que  cuando sentimos vergüenza, el miedo al rechazo y el sentido del ridículo que experimentamos  provocan un cierto grado de acuerdo con la posición de una audiencia —tal vez  presupuesta— que se mofa o nos desaprueba. 
                                    Extrapolando  el mecanismo de rumiación, sostenemos que la elaboración de las creencias  tomará una y otra deriva en función de la disposición afectiva que oriente la  reacción emocional. Y, en sentido inverso, la prolongación y reiteración de la experiencia  afectiva, así como de las creencias asociadas contribuirán a la fortificación y  fijación de la disposición afectiva. 
                                    5. Propuestas para el  cuidado31 de estas ideas 
                                    En  los apartados anteriores hemos tratado de demostrar teóricamente a partir de la  obra de Peirce que la fijación de una creencia derivada de un proceso emocional  genera una disposición a sentir, pensar y actuar de cierta forma, siempre que  se active un proceso (o EEC) cuya naturaleza y características como signo  quedan definidas en el marco de su estructura de sentimientos de referencia. En  otras palabras, las emociones se convierten en hábitos, trasformadas en  sentimientos y operan como disposiciones, es decir, las emociones no son un  fenómeno reactivo, sino que cumplen la condición de ley, una regularidad dotada  además de una dimensión proyectiva y, por ello, pueden actuar como motivaciones  y razones para orientar y promover la acción colectiva. 
                                    Para  terminar este artículo nos gustaría mencionar, a modo de apuntes, tres posibles  vías para el cuidado (investigación) de estas ideas. En primer lugar, la  importancia de las emociones anticipatorias en la configuración del hábito y la  orientación de la acción; en segundo lugar, la dimensión figurativa  —representacional— de las disposiciones y en tercer lugar, su análisis como  mecanismo enunciacional y sus implicaciones éticas. 
                                    5.1. Emociones  anticipatorias 
                                    Las  disposiciones afectivas incluyen emociones anticipatorias y una anticipación emocional  es, como expusimos más arriba, un pronóstico, predicción o imaginación de  emociones reales que pueden tener lugar bajo ciertas condiciones particulares” (Rosas,  2011:17). Fridja (2007:44-45) las incluye en la categoría de inner o small emotions  puesto que son emociones de baja intensidad que funcionan casi como una intuición,  su efecto en términos de reacciones motoras es pequeño, pero no así sus posibles  consecuencias que pueden ser muy potentes. Las emociones anticipatorias son una  de las categorías que más afecta a la acción de los sujetos. Según Fridja,  están en la base de experiencias como: afiliarse a un partido político, dar  dinero a una causa o esconder a una persona perseguida. Son una especie de  intuición emocional que nos permite que emerja una idea con claridad, porque la  naturaleza de una idea se adivina, intuye, antes de que la mente la posea (CP  6.307, 1893) y, a partir de ahí, es posible que genere creencias duraderas en  el marco de la disposición afectiva. 
                                    Desde  el punto de vista peirciano, se explican por la capacidad de las ideas de estar  in futuro, porque “una idea general, viva y consciente ahora, es ya  determinante de futuros actos, en una medida de la que ahora no es consciente”  (CP 6.156, 1892) y por el proceso creativo de la abducción. Es importante  señalar que estas emociones anticipatorias no son cogniciones en un sentido  proposicional, sino que se articulan como representaciones, imágenes de esquemas  de tendencias que podrían suceder (Fridja, 2007). Las podemos interpretar como  figuraciones que no sólo orientan la acción futura, sino que repercuten  fundamentalmente sobre nuestros modos de acción actuales. Para Fridja (2004),  muchas de las emociones sociales como la vergüenza, la culpabilidad o los celos  funcionan sobre la base de las emociones anticipatorias. Actuamos con prudencia  y humildad porque anticipamos los posibles sentimientos de culpa o para evitar  la vergüenza. Es decir, el curso de nuestra acción está marcado por los relatos  sobre las experiencias emocionales que pueden producirse en un futuro y que  podríamos llegar a sentir si se cumplen las expectativas de interpretación  sobre la situación que estamos valorando. La anticipación de este relato  emocional puede provocar un cambio en el curso de la acción. Estas inferencias  previstas en la interpretación son posibles por la existencia de un hábito. 
                                    Por  ejemplo, el movimiento indignado se ha mantenido y prolongado, entre otros  aspectos, por la anticipación del sentimiento de alegría frente a la  posibilidad de producir un cambio socio-político desde la acción colectiva.  “Esta anticipación emocional generará y fijará creencias referidas a un nuevo  orden social, creencias que los dispondrán a pensar y actuar de acuerdo con la  pertinencia de su objeto intencional” (Rosas, 2011: 17). Esta anticipación de  la alegría por el cambio no sustituye a la alegría presente, como ocurrencia,  por el placer de compartir con otros un sueño (verse afectado por otros en la  creencia y la emoción). Esta alegría presente se puede experimentar con  intensidades diversas en el marco de las manifestaciones, por ejemplo, en  función de que se comparta, en mayor o menor grado, una posible disposición  afectiva alegre u optimista construida sobre el entusiasmo y la fe en la capacidad  de la acción colectiva. 
                                    Las  emociones como fenómenos que están por venir y cuya función es buscar respuesta  a lo inconcebible, a lo “dudoso”, no sólo rigen nuestra acción actual —cumpliendo  una función normativa— sino que, al mismo tiempo, abren horizontes de  posibilidad. En su proyección hacia el futuro, la experiencia de una emoción “habitualizada”  (instituida como regla) puede desplazarse y crecer, puede activar recorridos o  relatos emocionales conocidos o instigar la emergencia de otros nuevos. 
                                    5.2. Orden  representacional de la disposición 
                                    Hemos  dicho que las creencias temporales derivadas de las emociones tienden a reforzarse  y fijarse en estructuras de sentimiento más complejas que se traducen en la  estabilización de representaciones compartidas, así como procesos de  justificación y argumentación que sirven para dar sentido a las experiencias  emocionales. Defendemos, por tanto, que si existe una disposición afectiva debe  existir también una estructura de sentimientos organizada sobre un conjunto de  figuraciones comunes32 (Saiz, 2009: 58-67). 
                                    Cuando  nos encontramos con una estructura de sentimiento, significa que las emociones  se sostienen sobre una serie de creencias y valores que forman un horizonte de  sentido compartido a través de representaciones y narraciones. Y todo este entramado  es el que promueve una disposición afectiva que guiará los procesos de interpretación  posteriores y facilitará las acciones colectivas conjuntas. Por tanto, necesitaremos  analizar estas lógicas representacionales que afectan a la definición de los  imaginarios compartidos —y que conforman además las narrativas personales— para  conocer en qué consiste y cómo se articula una disposición afectiva33. 
                                    Esta  mirada nos acerca, entre otros, al análisis de las emociones narrativas34,  puesto que los relatos, delimitados culturalmente, contienen y nos enseñan  formas de sentir y de vivir, “los relatos construyen en primer lugar y después  invocan (y refuerzan) la experiencia del sentir” (Nussbaum, 2005:526). Son la  fuente principal de la vida emocional de cualquier cultura, por lo que si los  sujetos hemos aprendido un tipo de repertorio emocional o afectivo, podemos  llegar a desaprenderlo, esto es, desarrollar una labor deconstructiva del  universo pasional, labor propia de la educación sentimental. La crítica a una  determinada emoción o a un repertorio efectivo consistirá en la deconstrucción  de los relatos que la configuran y vehiculan, de aquellas tramas sustantivas y  géneros instituidos como paradigmáticos. En el campo de la comunicación y el  cambio social, por ejemplo, tan importante es proponer emociones como  desmontarlas. 
                                    La  existencia de emociones narrativas presupone que, en el marco de una  disposición afectiva, un cierto tipo de relato va a mostrar o representar una  emoción pero, de igual forma, la emoción misma va a suponer la aceptación, el  consentimiento de vivir conforme a un cierto tipo de relato (Nussbaum,  2005:516). Una disposición afectiva —compasión, ira o resentimiento— se  corresponde con relatos muy diferentes sobre las relaciones nosotros-ellos en  el espacio de los conflictos. En resumen, activar una disposición significa,  principalmente, aceptar un cierto tipo de relato. Conforme a lo anterior,  nuestros intereses teóricos y metodológicos persiguen poder hablar de los  discursos que posibilitan las disposiciones afectivas, no sólo como espacios de  representación de las emociones, sino como máquinas capaces de movilizarlas y  generarlas. 
                                    5.3. Espacio enunciacional 
  “Toda  cognición implica algo representado, o aquello de lo que somos conscientes, y  alguna acción o pasión del yo mediante la cual llega a ser representado” (CP  5.238, 1868). Entendemos, pues, que para Peirce, en toda cognición y, por  tanto, en todo proceso afectivo está implicado lo enunciado y su enunciación.  Más aún, la conciencia que nos permite mantener nuestra vida en común es la  síntesis que capta el instante de una cognición y su proceso (CP 1.381, 1887)35. 
                                    La  semiótica ha demostrado que la enunciación es siempre una instancia apasionada,  aunque varíen sus grados de intensidad; así mismo, el lugar enunciativo puede  definirse como encuentro de conciencias, un espacio polifónico (Bajtin, 1997).  Más allá de admitir que el soporte social fortifica la creencia (Rosas, 2011), el  estudio de la dimensión enunciacional de las disposiciones afectivas nos  permitirá corroborar si estar dispuesto a sentir una emoción equivale a  reconocer un espacio enunciativo compartido, un lugar de encuentro en el que  sentir con otros, participar de la emoción y enfrentarnos al conflicto que eso  supone. Si eso fuese cierto, estar dispuesto a sentir de un modo justo  implicaría estar dispuesto a establecer un diálogo ético, es decir, admitir la  existencia de una zona de contacto emocional (Ahmed, 2004:194). 
                                    En  el espacio público y en relación al cambio social, lo anterior no significa  participar de las calm passions, habitar un territorio afectivo cómodo y  armónico; sino, por el contrario, sentir de modo justo es aceptar lo agonístico  (Mouffe, 2000). Según Maturana, si este encuentro es agresivo no habrá lugar  para la compresión mutua, debe haber intención de encontrarse y aceptar el  contacto para que pueda pasar algo en común. Es la disposición a un “sentir  justo” la que genera el espacio de encuentro y no al revés. Y entre otros  fenómenos que pueden suceder en la zona de contacto, estar dispuesto a sentir  con otros es estarlo a experimentar los límites del sentir y las fronteras de  la relación ética (Saiz, 2007). El espacio público democrático puede  articularse sobre el sentimiento de solidaridad o el de compasión pero, incluso  suponiendo que hay intención de encontrarse: ¿hay lugar para dialogar con la rabia  o el resentimiento? 
                                    En  conclusión, una disposición afectiva implica una forma de estar en el mundo y,  cuando es compartida, crea elementos de enunciación colectiva; genera  figuraciones (representaciones, lexicalizaciones, tonos e intensidades, etc.)  estabilizadas en imaginarios compartidos; participa de la construcción de  identidad a través de la delimitación de un objeto intencional; genera  fronteras y conflictos en la construcción de dicho objeto y produce el disenso  imprescindible para la acción colectiva en la esfera pública, porque al  emocionarnos estamos afrontando lo inconcebible y cuestionándonos el estatus  quo (la fijación de la creencia). 
                                    El  modelo sobre las disposiciones afectivas que hemos intentando articular nos ayuda  a no eludir cuestiones como la compleja relación entre emoción, violencia y poder,  o afrontar el lugar central de las emociones en la política. Nos permite situar  nuestro interés analítico en los sentidos potenciales, en aquello que está aún  por imaginar; una mirada que la investigación sobre cambio social comparte con  los movimientos sociales. En ambos casos, se persigue la transformación hacia  el ideal de justicia y equidad que se despliega gracias a la acción del ágape. 
                                    Notas 
                                    1.  Agradezco a Wenceslao Castañares y a Cristina Peñamarin su lectura atenta y sus  aportaciones, sobre todo, de orden epistemológico que han enriquecido y  fortalecido este trabajo. También han sido relevantes los comentarios de los  evaluadores ciegos del artículo y la sugerencia de Ana F. Viso sobre la  equiparación en esta área de estudio entre cambio social y justicia social. 
                                    2.  Sólo esta atención amorosa “es capaz de desarrollar una fuerza suficiente para  abarcar y retener la multiplicidad concreta del ser sin empobrecerlo ni  esquematizarlo. Una reacción indiferente u hostil es siempre una reacción  empobrecedora y desintegradora del objeto y significa dejar de lado el objeto  en toda su multiplicidad, subestimarlo o superarlo” (Bajtin, 1997:70). 
                                    3  “La reflexión epistemológica alerta sobre la ilusión de transparencia de lo  real, fija el plano de la ciencia como plano conceptual (que exige el trabajo  de y con los conceptos) y, principalmente, revela que el objeto no se deja  aprehender fácilmente, toda vez que es regido por una complejidad que se torna  opaca y se exige operaciones propiamente intelectuales para su explicación”  (Vasallo, 1999:7). 
                                    4.  “El concepto de interés, en suma, no sólo implica la expulsión de las pasiones  de la esfera de lo político, 
                                    sino  el adelgazamiento de los principios ético-políticos y su reemplazo utilitarista  por una enteca idea del Bien, de vida buena, supuestamente compartida por todos  los modernos, como maximización racionalista de la utilidad individual” (Máiz,  2010: 20). 
                                    5.  Este artículo no afronta las dificultades epistemológicas de incorporar la  afectividad en la base de los modos de conocer, más allá de que con ello se  refuerzan las hipótesis sobre el conocimiento situado de Haraway (1995) y los  postulados de las perspectivas postcoloniales que cuestionan los propios modos  de conocer en relación a los contextos socio-políticos e históricos  específicos, por ejemplo, la noción de desobediencia epistémica de Walter  Mignolo (2010). 
                                    6.  “En síntesis: la política se ha elaborado teóricamente como el reino por  excelencia de lo racional, como la hazaña de la razón. (…) La idea de individuo  razonante aislado de los otros, sin vínculos afectivos con los demás  conciudadanos; la racionalidad misma reducida a cálculo(…) como maximización  del propio interés, sin estar contaminada por afecto, metáfora o esquema  interpretativo alguno en el seno de un dispassionate decisión making; el diseño  institucional concebido como combinación de mecanismos de agregación e  intermediación de intereses, de contrapesos y filtros destinados a ‘enfriar’  las pasiones, o bien a desactivarlas como calm passions reducibles en última  instancia al interés, a fin de que estén lo menos presentes posible en el  espacio público…son argumentos varios que han ido elaborándose y  entreverándose, si bien de modo diverso y con distinto alcance, desde Descartes  a Weber pasando por Kant, de Stuart Mill a la teoría del Rational Choice, Rawls  o Habermas” (Máiz,2010: 14). 
                                    7.  Según Chantal Mouffe (2000), frente a este hiperracionalismo consensual  característico la política moderna es necesario otro modelo. La autora propone  el modelo agonista que parte de un reconocimiento mutuo entre los contrincantes  políticos, para delimitar un espacio de encuentro en el que sea posible el  disenso y, por tanto, la política. “The prime task of democratic politics is not to eliminate passions or  to relegate them to the private sphere in order to establish a rational  consensus in the public sphere. Rather, it is to `tame’ those passions by  mobilizing them towards democratic designs. It is necessary to understand that  far from jeopardizing democracy, agonistic confrontation is in fact its very  condition of possibility” (Mouffe, 2000:149). 
                                    8.  Compartimos con Ahmed (2004) y con Nussbaum (2012), entre otros autores, las  preguntas sobre cuáles son las emociones básicas para la construcción e  imaginación del espacio público. Nussbaum se centra en la cuestión de qué  emociones deben incorporarse a la deliberación política, mientras que Ahmed  piensa en qué hace a una emoción justa. Sigue siendo necesario debatir acerca  de qué podría ser una sensibilidad y una razón pública, si cabe hablar de un  conjunto de emociones legítimas en el seno de una relación democrática. ¿Es  viable realizar una discriminación normativa de los sentimientos democráticos?  En realidad, el paradigma de la comunicación y el cambio social es un proceso  teórico y de investigación que involucra este tipo de propuestas. El objetivo  de estas páginas es llamar la atención sobre la necesidad de tomárselo más en  serio y no reducirlo a una concepción revisitada de las calm passions como la  solidaridad hegemónica de las últimas décadas.  
                                    9.  Más adelante plantearemos la pertinencia del concepto de emociones  anticipatorias. 
                                    10.  “Un paso necesario en el proceso hacia una sociedad del conocimiento dotada de  un espacio público democrático será aprender a cuestionar, literalmente, a  plantear los asuntos que nos atañen, y en particular las necesidades comunes,  como cuestiones, es decir, algo que debe ser tratado y debatido desde  diferentes perspectivas y que sólo llegaremos a captar plenamente una vez que  hayamos roto los límites de la visión única, consabida, no para abrirnos a un  relativismo -del tipo toda visión vale tanto como cualquier otra-, sino a la necesidad  de cruzar las perspectivas sobre una cuestión, abrirla a las controversias para  valorarla más cabalmente. Un aprendizaje del juego de perspectivas, que pueda  facilitar el comprender qué tiene de “racional” cada una de ellas y educar la  facultad de ponernos imaginativamente en el lugar de los otros para captar los afectos  e intereses implicados” (Peñamarin, 2011). 
                                    11  La Primeridad es el modo de ser de aquello que es como es, positivamente y sin  referencia a ninguna otra cosa. La Segundidad es el modo de ser de aquello que  es como es, con respecto a una segunda cosa pero con independencia de toda tercera.  La Terceridad es el modo de ser de aquello que es como es, en la medida en que  pone en mutua relación a una segunda cosa con una tercera” (CP 8.328, 1904).  
                                    12.  La indagación en este nivel afectivo, esto es, en la experiencia socializada de  las emociones y las estructuras de sentimiento cristalizadas en nuestra  sociedad, no indica la negación de una dimensión radicalmente individual de la  experiencia emotiva, ni tampoco la existencia de aspectos irrepresentables en  el campo afectivo, como por ejemplo los abordados por el psicoanálisis como  constitutivos de la dinámica inconsciente. 
                                    13.  Savan menciona las siguientes fuentes para su estudio: “Algunas consecuencias  de cuatro incapacidades ” (CP 5.264-317, 1868);”La fijación de la creencia” (CP  5.358-387,1877); “Cómo esclarecer nuestras ideas” (CP 5.388-410,1878);  “Fundamentos de la validez de las leyes de la lógica” (CP 5.318-357, 1869); “La  doctrina de las posibilidades” (CP 2.645-660,1878) y “Amor evolutivo” (CP  6.287-317,1893). A los escritos anteriores se unen “La ley de la mente” (CP  6.102-163) y “Tres tipos de razonamiento” (CP 5.151-179). La traducción al  español de todos los textos citados en este artículo se encuentran en la página  del Grupo de Estudios Peirceanos. 
                                    14.  El concepto de estructura de sentimiento ilumina que puede significar el estado  latente de una disposición ya que remite a la existencia cultural y compartida  de “los significados y valores tal y como son vividos y sentidos activamente  (...) Estamos hablando de los elementos característicos de impulso, restricción  y tono; elementos específicamente afectivos de la conciencia y las relaciones,  y no de sentimiento contra pensamiento, sino de pensamiento tal y como es  sentido y sentimiento tal y como es pensado; una conciencia práctica de tipo  presente, dentro de una continuidad viviente e interrelacionada”  (Williams,1980:155). 
                                    15.  Las discusiones sobre la teoría de las emociones en Peirce son todavía escasas.  Recomendamos: Savan (1981), Stephens (1981) y Beeson (2008).  
                                    16.  La cita completa: “Así, una emoción es siempre un simple predicado sustituido  mediante una operación de la mente por un predicado altamente complicado. Ahora  bien, si consideramos que un predicado muy complejo requiere de explicación por  medio de una hipótesis, que esta hipótesis tiene que ser un predicado más simple  que sustituya al complejo, y que una hipótesis, estrictamente hablando, es algo  difícilmente posible cuando tenemos una emoción, resulta muy patente la  analogía de los papeles realizados por la emoción y la hipótesis. Hay, es  verdad, esta diferencia entre una emoción y una hipótesis intelectual, que en  el caso de esta última tenemos razón para afirmar que con independencia de a  qué pueda aplicarse el predicado hipotético simple el predicado complejo es  verdad de ello; mientras que, en el caso de una emoción, esta es una  proposición de la que no puede darse razón alguna, sino que está determinada  meramente por nuestra constitución emocional” (CP 5.292, 1868). 
                                    17.  Savan (1981) puntualiza que las emociones no son las ocurrencias de los  sentimientos inmediatos o sensaciones, porque son recurrentes y están dotadas  de cierto grado de identidad y eso sólo puede suceder si están representadas,  es decir, si son un signo que existe a través de sus instancias repetidas. 
                                    18.  “En primer lugar, todo tipo de conciencia entra dentro de la cognición. Las  sensaciones, en el sentido en que solamente pueden ser admitidas como una gran  rama de los fenómenos mentales, forman una urdimbre y la trama de la cognición,  e incluso en el sentido discutible de placer y dolor, son constituyentes de la cognición”  (CP 1.381, 1887) 
                                    19.  En la primeridad, el signo-emoción está corporeizado en el sistema nervioso y  en los sentimientos inmediatos de un ser humano. En este sentido, los  sentimientos inmediatos (lo que traducido a la propuesta de Damasio serían las  emociones de fondo) son las cualidades no cognitivas y no representacionales de  las emociones que sirven de base para el espacio semiótico de la emoción  (Savan, 1981:323). 
                                    20.  Las emociones naturales son espontáneas, inmediatas y sin análisis, asociadas a  los instintos fundamentales de reproducción y alimentación. Savan  (1981:330-331) incluye en esta categoría: la rabia, la repulsión, el miedo, la  felicidad al contacto del cuerpo caliente o el dolor frente a la pérdida. Son  emociones en las que, en principio, no interviene el aprendizaje ni el  acondicionamiento, sino el instinto. Tienen como finalidad la búsqueda de la  seguridad, el reposo y el estado de satisfacción no amenazado. 
                                    21.  Las emociones sociales o morales son emociones reales –en el sentido peirciano-  adquiridas a través de la experiencia social (Savan, 1981:331). Están definidas  por contraste con respecto a las emociones naturales, porque todas ellas  implican la ruptura del estado de calma propio de la primeridad, si bien están  conectadas con éstas, porque según el modelo de anidamiento las emociones  sociales se desarrollan a partir de la primeridad. De ahí que, en muchos casos,  su categorización sea la misma en los dos niveles, como sucede con el miedo o  el placer. Pertenecen a esta categoría: cólera e indignación, irritación y  resentimiento, afecto y benevolencia, disgusto y desprecio, miedo y  culpabilidad, placer y orgullo. Presuponen una norma moral y están guiadas por  un interpretante práctico, ya que se adquieren a través de la experiencia y de  la participación en relaciones humanas específicas. Así, los pueblos conocen  las formas tradicionales tanto por las emociones justas como por las conductas  correctas (Savan, 1981:331). Al tratarse de una experiencia real, producida en  el marco de las relaciones humanas, estas normas morales y emocionales no están  dotadas de carácter universal, sino que están mediadas por un interpretante  dinámico, es decir, están forjadas por las fuerzas históricas y componen una  memoria que varía de sociedad a sociedad y de época en época. Por esta razón, los  objetos de las emociones morales deben ser adquiridos e identificados en cuanto  existentes, concretos y actuales, independientemente de su cualidad emotiva. 
                                    22.  Los sentimientos, según Savan (1981) son sistemas ordenados de emociones,  vinculados bien a una persona o una institución, o en el caso de Peirce, a un  método como el método científico. 
                                    23.  Continua la cita: “Los movimientos animales a los que estoy aludiendo son, en  primer lugar y obviamente, sonrojarse, parpadear, mirar fijamente, sonreír,  fruncir el ceño, hacer pucheros, reír, llorar, sollozar, contonearse, titubear,  temblar, quedarse petrificado, suspirar, olfatear, encogerse de hombros,  deprimirse, trepidar, henchirse de corazón; etc. A éstos quizá pueda añadirse,  en segundo lugar, otras acciones más complicadas, que, en todo caso, surgen de  un impulso directo, y no de la deliberación” (CP 5.293, 1868). 
                                    24.  Este proceso de relación inferencial que puede establecerse mediante una  emoción no tiene por qué ser consciente (Beeson, 2008:296). 
                                    25.  “El sentimiento de creer es una indicación más o menos segura de que se ha  establecido en nuestra naturaleza algún hábito que determinará nuestras  acciones. La duda nunca tiene tal efecto” (CP 5.371, 1877). “El principio sobre  el cual estamos dispuestos a actuar es una creencia” (CP 1.636, 1898). 
                                    26.  El principio de continuum es el elemento central de la obra de Peirce puesto  que sirve para explicar la abducción como mecanismo de afectación de las ideas,  principio regulador de la acción mental y de la expansión de la semiosis; la  relación cuerpo-mente en la generación de dichas ideas; y la conexión entre las  conciencias de los sujetos en el sentir y pensar colectivo. 
                                    27.  Dejaremos al margen la mención a la primeridad afectiva, esto es, el lugar del  sentir como pura posibilidad en cuanto sentimiento lógico que nos acercaría a  una perspectiva fenomenológica como la de Merleau-Ponty (Geits, 2002:204). 
                                    28.  “Las emociones, tal como mostrará una ligera observación, surgen cuando nuestra  atención se dirige fuertemente hacia circunstancias complejas e inconcebibles.  El miedo surge cuando no podemos predecir nuestro destino; la alegría, en el  caso de ciertas sensaciones indescriptibles y peculiarmente complejas. (…) Cuando  sucede algo que no puedo explicar, me asombro. Cuando me propongo satisfacer lo  que nunca puedo hacer, un futuro placer, espero. “No te entiendo”, es la frase  de un hombre airado. Lo indescriptible, lo inefable, lo incomprehensible,  suscitan habitualmente la emoción” (CP 5.292, 1868). 
                                    29.  “Para Peirce la experiencia tiene desde un punto de vista metodológico una  extraordinaria importancia, ya que el conocimiento se origina siempre en la  experiencia. La investigación surge por alguna duda que se nos presenta en  nuestra experiencia ordinaria, pero no como el vacuum cartesiano logrado por un  esfuerzo de la voluntad, sino como una pregunta definida que la experiencia nos  plantea y que necesita ser contestada (…) para Peirce “la experiencia es  nuestra única maestra” (Barrena, 1996, 12-13). 
                                    30.  Por ejemplo, el entusiasmo que sentimos frente a la acción colectiva nos invita  a creer en el poder de ésta y nos dispone a apoyarla y actuar a favor de su  promoción. Como sentir es una cuestión de tiempo, una experiencia emocional  dilatada se puede revisar, en este ejemplo podríamos constatar que nuestro  entusiasmo en el apoyo a los proyectos colectivos es desmedido y promueve  creencias falsas, poco realistas o excesivamente optimistas. 
                                    31.  El cuidado de las ideas es una propuesta peirciana, basada en el ágape como  motor del conocimiento. Peirce lo explica de la siguiente forma: “Supón, por  ejemplo, que tengo una idea que me interesa. Es mi creación. Es mi criatura;  (…) es una pequeña persona. La quiero; y moriría por perfeccionarla. No es  aplicando la fría justicia al círculo de mis ideas como las haré crecer, sino  queriéndolas y cuidándolas como lo haría con las flores de mi jardín” (CP  6.289, 1893). También nos recuerda que estas ideas que cuidamos y queremos no  aparecen en el vacío, porque siempre pensamos desde otros y con otros. 
                                    32.  Comprendemos las figuraciones como instancias de mediación, esto es, las  composiciones individuales y colectivas que habitamos y en relación a las que  proyectamos nuestras expectativas vitales. Las figuraciones constituyen  arquitecturas enunciacionales que muestran la disyunción y distancia existente  entre los diversos actores; fundamentalmente, entre los sujetos de los  enunciados y el sujeto de la enunciación, así como, entre los actores delegados  de la propia enunciación, aquellos a través de los que ésta se despliega y encarna  en un discurso (Saiz Echezarreta, 2008: 80). 
                                    33.  “Se trata de descubrir las circunstancias reales en que (las emociones) puedan  ser un árbitro y utilizar el acoplamiento razonado de circunstancias y  sentimientos como guía para el comportamiento humano” (Damasio, 2005:173). 
                                    34.  Las emociones narrativas están modeladas no sólo por formas de cognición  lingüística, según Nussbaum (2005), sino que en ellas también intervienen  narraciones musicales o pictóricas. 
                                    35.  “Ese elemento de la cognición, que no es ni sensación ni sentido polar, es la  conciencia de un proceso y esto en la forma de un sentido de aprendizaje, de  adquisición, de crecimiento mental es eminentemente característico de la  cognición. Este es un tipo de conciencia que no puede ser inmediato, porque  cubre un tiempo, y eso no meramente porque continúa a través de cada instante  de ese tiempo, sino porque no puede ser contraído a un instante. Difiere de la  conciencia inmediata como una melodía difiere de una nota prolongada. Ni  siquiera puede la conciencia de los dos lados de un instante, de una  “ocurrencia” repentina, en su realidad individual, posiblemente abarcar la  conciencia de un proceso. Esa es la conciencia que ata nuestra vida. Es la  conciencia de síntesis” (CP 1.381, 1887). 
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