Artículos de Prensa / Afectividad
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¿Qué hacemos con los sentimientos en la empresa?
Por Juan José García, Decano del IEEM

Ocultar los sentimientos se convierte muchas veces en un obstáculo importante para generar un clima de trabajo que favorezca alcanzar los objetivos de la empresa.
En estas vacaciones coincidí con un directivo de una Facultad de Ingeniería a quien escuché lo que suele advertirles a los alumnos que empiezan la carrera: “aquí encontrarás más de un setenta por ciento de materias técnicas, el resto tiene que ver con lo referente a las relaciones humanas. Pero cuando te recibas y comiences a trabajar será al revés: las cuestiones técnicas ocuparán el treinta por ciento de tu tiempo y el resto deberás dedicarlo a las cuestiones propias de las relaciones entre las personas que trabajan en la empresa”.
Los alumnos escuchan pero, en general, no son capaces de hacerse cargo de todo lo que esa afirmación implica en el trabajo diario de un ingeniero y, en general, de cualquier directivo en una empresa. Por eso es corriente que surja el desconcierto en los comienzos de la experiencia laboral: la complejidad con que “funcionamos” los seres humanos desborda los límites de lo previsto por los que comienzan. No es fácil hacerse cargo de esa vieja afirmación de Schutz tan citada en los trabajos sobre dirección de personas: “Los problemas de comunicación no derivan de que comuniquemos mal, sino de que comunicamos demasiado bien”. Tan es así que cuando la digo en clase es frecuente que varios pidan una explicación, como si se hubiera deslizado un error al formularla, o se tratara de un juego de palabras. Porque lo que está instalado es que nuestros problemas son de falta de comunicación; sin caer en la cuenta de que lo que nos ocurre es que nos comunicamos demasiado bien: adivinamos, y adivinan, lo que piensan en el fondo, lo que sienten aquellos con los que trabajamos. Es inútil el disimulo: hay una semántica corporal que se percibe sin ser especialistas en ese tema.
La cuestión de fondo es que en las tareas de dirección es frecuente que no tengamos en cuenta los sentimientos, porque suelen complicar la gestión. Y es más, en muchas ocasiones procuramos deliberadamente dejarlos de lado. Esto implica que también intentemos disimularlos. Pero aunque queramos ignorarlos, están ahí porque nos acompañan desde que nacemos, los demás los perciben y al identificarlos no suelen equivocarse. Todo esto es muchas veces un obstáculo importante para generar un clima de trabajo que favorezca alcanzar los objetivos de la empresa. Y además ese clima impide disfrutar del trabajo que ocupa tantas horas al día. (Se entiende que no se trata de promover una adición al trabajo –los famosos workaholic– sino del gozo razonable que se espera de una ocupación tan importante para el propio desarrollo personal).
Por tanto, lo más inteligente es tener presente los sentimientos: en uno mismo y en los demás. Tener en cuenta que mientras hay culturas en las que se hace un exhibicionismo de los sentimientos (algo de mal gusto de lo que suele resultar una teatralización de la vida), hay otras en las que dejar que se manifiesten los sentimientos es casi sinónimo de “debilidad”, que suele castigarse con una descalificación de la persona que adopta esa actitud transparente, que, con educación, es capaz de decir lo que piensa.
Si lo primero es un error, porque la educación implica un dominio sobre los estados afectivos (lo que ahora suele llamarse inteligencia emocional); lo segundo, ignorarlos, ocultarlos, tampoco es el camino adecuado. Porque en ese caso no se los educa: se los niega, se los reprime, pero así, negados y reprimidos, resultan más dañinos. Hay que reconocer los sentimientos para poder revertirlos si fueran perversos, educar aquellos que bien aprovechados podrían ser una fuente de energía importante, desecharlos si fueran injustos, pero con un ejercicio de la inteligencia del que resulta un comportamiento armónico, una personalidad integrada.
A veces resulta penoso constatar en decisiones pretendidamente racionales, de hombres maduros, lo que no es otra cosa que una vanidad sólo disculpable en adolescentes. El problema es que como se piensa que sólo las adolescentes son vanidosas (“la vanidad es cosa de mujeres”: el peor engaño), corremos el riesgo de hacer el triste papel del directivo vanidoso, tanto más lamentable cuanto más años tenga. Pocas cosas más vergonzantes que un viejo vanidoso constituido en autoridad.
Lo mismo podría decirse de la envidia, triste patrimonio común de todos los mortales. El problema no es sentir envidia, cuyos motivos pueden ser tan variados, sino ignorarla. Porque si cuando se la reconoce se la rechaza, no pasa nada (no soy lo que siento sino lo que elijo ser). Pero en caso contrario se pueden llegar a presenciar entre personas mayores, que ocupan cargos importantes, auténticas riñas de niños que no tienen otro origen que la envidia mutua. Por supuesto que los argumentos que se esgrimen para frenar, para obstaculizar, dentro de lo que se pueda, al que se ve como un contrincante serán razonadas sinrazones de altísima estrategia, que no engañan a los subalternos, ante quienes automáticamente se pierde toda autoridad.
Otro tanto ocurre con la debilidad, con los miedos que todos podemos tener en determinados momentos, o frente a situaciones concretas. Reconocer ese temor puede ser el origen de un acto de fortaleza que nos enrecia el carácter, de modo que sepamos tener la firmeza que corresponde en los temas que de verdad importan, sin ceder a la tentación de “cajonear” decisiones que son como clavos calientes, y sin distraer nuestra capacidad directiva involucrándonos en cuestiones intrascendentes. Lamentablemente no es raro comprobar que sobre esas cuestiones sin verdadera importancia todos suelen opinar extensamente (si el tema consta en un expediente es fácil comprobar el volumen del mismo); pero cuando hay que tomar una decisión difícil, comprometida, arriesgada quien más, quién menos, juega al deporte nacional, que no es el fútbol sino el rugby: pasar la pelota, nadie se queda con ella.
Es mejor no engañarse, reconocer lo que nos pasa aunque nos gustaría que lo que nos pasara, lo que sintiéramos, fuera diferente. En una palabra: sincerarnos. A esta altura del partido ya nadie ignora que cualquier tipo de autoritarismo no es más que la máscara de la inseguridad del que lo ejerce, y a nadie se le escapa la manipulación que pueden llegar a poner en práctica los directivos, y muchísimo menos les pasa desapercibida a los subalternos la incoherencia de los jefes. Pero cuesta hacerse cargo.
Otro capítulo importante es hacerse cargo de los sentimientos de los otros a la hora de dirigir. Pero eso quedará para otra oportunidad. Porque siendo tan importante, no dirigimos máquinas, es secundario. Ocupa un segundo lugar y no resulta difícil a quien es capaz de gobernar los propios sentimientos: es el mejor modo de entrenarse para dirigir, el camino más eficaz para crecer en una inteligencia emocional que tendremos que desarrollar en nuestros colaboradores si queremos contar con ellos, si nos conformamos sólo con tener “mano de obra”.
Para terminar, y porque tiene tanto que ver con los sentimientos, cuidarnos de los caprichos. Todos los padecemos. Por años que tengamos no acaba de madurar ese niño caprichoso, arbitrario que llevaremos hasta la tumba, y que cuando no se ha tratado de corregirlo todo lo posible aflora de un modo vergonzoso quizá de un modo estridente cuando pasan los años. No nos dejemos engañar por esas malas pasadas que nos tiende nuestra involuntaria fragilidad: pongamos la cabeza en lo que tenemos que hacer y reconozcamos que el primer paso para ser señores de nosotros mismos es aceptar que tendemos a generarnos todo tipo de esclavitudes: la conquista de la propia libertad es una batalla sin tregua.
Cuántas veces podremos ganar si sabemos “perder”, si tenemos la grandeza de reconocer una mezquindad que quizá si detectamos a tiempo no llegaremos a cometerla. Lo que tiene mucho que ver con saber moderar las impaciencias, evaluar la equivalencia que debe haber entre los medios que pongamos para obtener los fines, los objetivos que queremos alcanzar. Un modo concreto para frenar los caprichos que puedan asaltarnos. Por eso seguir el consejo de alguien muy curtido en estas cuestiones: “no seáis de esos hombres que para freír un par de huevos son capaces de incendiar una casa”.

Revista de Antiguos Alumnos del IEEM


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