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Educación: ¿un mundo al revés?
Asdrúbal Pulido

Universidad de Los Andes.

Resumen
Abstract
En estas últimas décadas ha habido como una inversión de perspectivas. Sobre el pedestal de los valores fundamentales se erigen el hedonismo, el narcisismo y todas las vertientes del individualismo. De la dictadura de los padres hemos descendido a la dictadura de los hijos. La escuela ya no desempeña su función de antaño. Los docentes han perdido su aureola y los alumnos su sed de aprender. ¿Qué ha sucedido? ¿Se ha deteriorado la mística de los educadores? ¿Existe correlación entre la crisis de la educación y crisis de la sociedad? ¿Cómo explicar este fenómeno? He aquí algunas de las interrogantes que hemos tratado de responder en el presente estudio.
Palabras clave: hedonismo, narcisismo, crisis, laissez faire, disciplina.

Cada día que transcurre experimentamos la sensación que la tierra gira a tal velocidad que nos produce vértigo. Ha habido como una inversión de perspectivas. Sobre el pedestal de los valores fundamentales se erigen el hedonismo, el narcisismo y todas las vertientes del individualismo. De la dictadura de los padres hemos descendido a la dictadura de los hijos.
Hemos pasado de una sociedad rígida a otra exageradamente permisiva no sólo con los niños, sino también con los jóvenes. Paradójicamente, bajo el peso de la crisis, la independencia financiera de éstos últimos se realiza cada vez más tarde. No obstante, los adolescentes de hoy disfrutan de mayor autonomía que sus antecesores. Con mayor libertad y expuestos a redes de complejas relaciones, son cada vez menos dóciles; constituyen grupos heterogéneos que en su mayoría aún no han definido un proyecto de vida. Esto genera repercusiones negativas tanto en su escolaridad como en su integración social.

1. Una visión retrospectiva
Informatización, automación, desempleo estructural, descomposición social e incluso reevaluación de la noción misma de desarrollo, en realidad todo ha cambiado.
…Hasta hace poco la humanidad consideraba que nada podría obtenerse sin trabajo ni esfuerzo. Era la ley general aceptada por todos. De aquí que las reglas, la disciplina, etc., eran admitidas como condiciones indispensables de todo progreso. Este punto de vista, hoy día, es negado obstinadamente por muchos. El capricho, la ciega espontaneidad, se colocan por encima del lúcido compromiso, considerado como una forma de alienación: sólo cuenta la inspiración del momento. Tal conducta conduce a la incoherencia, incoherencia concebida como signo de ausencia total de reglas (Jacques de Bourbon Busset, prefacio a Willebois, 1985, pp. 7-8).
Antaño, en la familia tradicional los valores morales eran sagrados y con esa convicción se educaba a los niños. La comunidad ejercía una autoridad casi paternal y la escuela cumplía una función fundamentalmente integradora; es decir, preparaba a los futuros ciudadanos con miras a facilitar su ubicación en el mundo, orientándolos en la construcción de su personalidad, su imaginario social y cultural.
Los docentes encarnaban la legítima e indiscutible autoridad. De lo que enseñaban sólo ellos tenían la capacidad para hacerlo. Eran vistos como transmisores de conocimientos, normas y valores. Contaban con el apoyo irrestricto de padres y representantes; por lo demás, gozaban de admiración, prestigio y respeto en el seno de las comunidades. Nada sorprendente. Aquellos hombres y mujeres, aunque la mayoría no eran graduados, constituían verdaderos dechados de abnegación, seriedad, mística de trabajo y vocación docente. Encarnaban paradigmas vivientes de rectitud, organización y disciplina. Representaban para sus alumnos el modelo referencial por excelencia, ese ideal del yo del cual nos habla la psicología freudiana. ¿Quién no soñó en sus años de infancia ser algún día como su maestro o maestra?
El docente introducía al niño en el universo de la lectura, la escritura y el cálculo. Previo aprendizaje del abecedario, le enseñaba a transformar sonidos en sílabas, sílabas en palabras, palabras en frases, etc. Al concluir los estudios primarios, el niño dominaba con singular maestría las cuatro operaciones fundamentales.
Los estudios secundarios tenían como objetivo capital enseñar a los alumnos a razonar. De allí la búsqueda de equilibrio entre las humanidades y las ciencias que antecedían a toda especialización.
Luego vino una multitud de reformas, “lo nuevo” sepultó a lo viejo. Bajó el nivel de exigencia, se instauró la promoción automática y el niño se convirtió en un ser intocable. A nivel de estudios primarios, los proyectos de aula y de plantel se presentan como la última innovación pedagógica. No más evaluación cuantitativa, no más tarea para el hogar, no más composiciones, etc. En su lugar, a los alumnos se les exige entre otras cosas, “investigar”, hacer encuestas, construir archivos, elaborar periódicos, recortar, pegar documentos. A nivel de secundaria, con miras a despertar en los estudiantes el “espíritu científico”, se privilegia lo concreto, lo práctico, lo experimental; la enseñanza de la teoría pasa a un plano secundario. En física, por ejemplo, si anteriormente el peso de un objeto se calculaba o se deducía a partir de teoremas sobre el volumen, la masa o la densidad de los cuerpos; hoy día, se parte de un saco lleno de aserrín o de cualquier cosa. La vieja matemática dio paso a la “moderna”, la finalidad social de la enseñanza de la lengua fue modificada; en la actualidad, los jóvenes no sienten necesidad de redactar una carta, ni mucho menos de elaborar un buen discurso. Otrora la enseñanza de la historia se fundamentada en el ejemplo de grandes figuras del pasado y el amor al terruño. Esta disciplina constituía un pilar fundamental en la formación de las nuevas generaciones; en nuestros días, por el contrario, los jóvenes desconocen todo lo concerniente a la historia universal y, lo que es peor, la historia patria. Esto es grave. Mutilar la enseñanza de la historia es desintegrar la identidad de un pueblo, es disipar su memoria. Si se debilita lo autóctono, el terreno está abonado para la siembra de valores foráneos, para la imposición de otra cultura.
En la actualidad, los docentes han perdido su aureola y los alumnos su sed de aprender. ¿Qué ha sucedido? ¿Se ha deteriorado la mística de los educadores? ¿Existe correlación entre crisis de la sociedad y crisis de la educación? ¿Cómo explicar este fenómeno?
Los maestros se han convertido en chivos expiatorios de la crisis educativa. No se les mira como seres de carne y hueso que sufren en carne propia los avatares de una de las crisis más prolongadas de nuestra historia, sino como meros dispensadores abstractos de conocimientos y de tratamiento coherente del niño. Se les acusa de todos los males habidos y por haber. Estos, en su momento, consideran injusta la imagen que gran parte de la población tiene de ellos, deploran la masificación en las aulas de clases, la carencia de material didáctico, la poca motivación de los alumnos y lo mal concebido de los programas escolares. Quienes laboran en los niveles superiores de educación media, señalan la presencia de una masa de alumnos con muy poco interés por las cosas de la escuela y con grandes dificultades para comprender su discurso, dado lo limitado de su vocabulario. La actitud de los padres no deja de ser ambivalente. Por temor a perder el afecto y la confianza de sus hijos, a muy temprana edad les otorgan excesiva independencia:
Queremos, hoy día, –afirma Bruno Bettelheim– que nuestros hijos decidan las cosas por sí solos y esperamos, sin embargo, que estas decisiones nos agraden.
Para mis padres, la vida era más fácil: sabían qué deberes tenía el niño, y lo mejor para él era cumplirlos. Para nosotros las cosas son diferentes. Queremos que nuestros hijos vivan a su manera y que desarrollen libremente su personalidad. Hemos tomado esta postura porque creemos en la libertad y sabemos que la opresión es peligrosa. Pero al mismo tiempo queremos que su desarrollo conduzca a las metas que nosotros hemos señalado. Por temor a estropear su espontaneidad y felicidad, nos abstenemos de imponerles nuestros deseos; sin embargo, queremos obtener los mismos resultados que si lo hubiéramos hecho. (Bettelheim, SD, p. 9).
Como es de esperar, no todo lo que los hijos hacen es del agrado de los padres y cuando la situación se torna incontrolable vuelven su mirada inquisitoria hacia la escuela.
Las cosas han cambiado. Si hasta hace poco tiempo, se enseñaba que nada valioso se logra sin una pequeña cuota de sacrificio, que si el sacrificarse hoy permitía vivir un poco mejor mañana, se debía darle la bienvenida al sacrificio. En la actualidad, se sacrifica el futuro en aras del presente. Todo resulta fácil y divertido. Los derechos opacan cada vez más a los deberes. Si en el pasado el alumno era severamente castigado por la menor desviación de su comportamiento; en el presente, impera el laxismo total. Cualquier intento de aplicar correctivos a una conducta disfuncional del niño por parte del maestro, puede ocasionarle problemas de diversa índole.
Es la anomia. Los límites entre lo permitido y lo prohibido apenas se perciben. A los pequeños ya no se les enseña a contener sus emociones; por el contrario, se les toleran cosas que hasta hace poco eran inaceptables. Los jóvenes exigen cada vez más pero no hacen, no dan, ni proponen nada. Quieren ser libres; empero, olvidan que no existe libertad posible sin restricciones aceptadas, sin respeto a las normas predominantes en la sociedad.
Las leyes de “protección” al niño y al adolescente son de tal naturaleza que inducen a los maestros a elaborar estrategias de evasión. No ven ni escuchan nada. En algunos casos, para mantener su tranquilidad sobrevalúan a sus alumnos. Nunca la educación pública había sido tan sojuzgada por “la voz de los padres”. Algunos de ellos, encandilados por la ilusión del poder, literalmente se «tragan a los educadores».
Tal como lo señala Lipovetsky (2000), El esfuerzo ya no está de moda, todo aquello que implique limitación o disciplina austera es desvalorizado en beneficio del culto al deseo y a su realización inmediata: todo sucede como si se tratara de llevar a su punto culminante el diagnóstico de Nietzsche con respecto a la tendencia moderna a favorecer la ‘debilidad de la voluntad’, es decir, la anarquía de los impulsos o de las tendencias y correlativamente, la pérdida de un centro de gravedad que lo jerarquice todo (p. 56).
En la actualidad, los educadores viven en una atmósfera enrarecida, sumergidos en un océano de preocupaciones materiales, asfixiados en aulas de clases masificadas y plenas de cosas que les faltan, humillados y chantajeados por padres y representantes y en competencia desigual con los mass media.
En estas últimas décadas, aunque en el discurso oficial la variable «excelencia» desempeña un rol estelar, si descendemos al terreno de lo concreto, resulta fácil comprobar el deterioro de nuestro sistema educativo. Tanto los niños como los adolescentes están siendo retrasados de manera sistemática. En esto, los docentes tienen las manos atadas.
La escuela ya no desempeña su función de antaño. Para muchos jóvenes, ésta, lejos de constituir un lugar de intercambios, de conocimientos y de aprendizajes para la vida, la consideran una pérdida de tiempo. Prefieren estar fuera que en el interior de ella.
El tiempo en el cual los conocimientos, la autoridad y la palabra del maestro estaban fuera de toda discusión, parece haber llegado a su fin. El docente detentador de “saberes” poco a poco cede su lugar al animador “cultivado”.

2. La escuela paralela
Culpabilizar a los docentes de los males que aquejan al sistema educativo es una posición cómoda. Todo o casi todo, lo que se hace en el aula de clases se decide fuera de ésta. Los docentes no trabajan en un terreno virgen, ni elaboran las líneas directrices de la política educativa de un país. La educación formal tampoco constituye la única fuente de información ni de formación. La escuela paralela, en particular, los grupos de pares, la televisión e Internet, son elementos no despreciables en lo que a transmisión de conocimientos, y formación de actitudes se refiere.

2.1. Los grupos de pares
El niño no llega a la escuela en condiciones de tabula rasa; por el contrario, su historia familiar y social forman parte de su equipaje. Su experiencia fuera del ámbito familiar y/o escolar no se circunscribe al espacio meramente lúdico, engloba gran parte de las enseñanzas de la sociedad en la cual se encuentra inmerso.
El esquema que coloca la relación educador-alumno como núcleo de la vida en el interior de la escuela –específicamente en el salón de clases– se encuentra alejado de la realidad. Desde muy temprano, los vínculos entre pares determinan en alto grado el progreso o retardo del escolar. Irenaüs Eibl-Eibesfeldt (en Rich, 1999) refiriéndose al caso británico, observa:
Los niños de 3 años son capaces de unirse a un grupo de juego, y es en tales grupos donde los niños verdaderamente se crían. Los mayores les explican las reglas del juego y regañarán a aquéllos que no las respeten, bien sea quitando algo a algún otro o siendo agresivos…
Inicialmente, los niños mayores se comportan de forma tolerante con los más pequeños, aunque de hecho les señalan limitaciones a su conducta. Jugando en el grupo de los niños, sus miembros aprenden qué molesta a los demás y cuáles son las reglas que deben obedecer. Esto sucede en las mayorías de las culturas en las que la gente vive en pequeñas comunidades” (p. 127).
Las relaciones interpersonales en la escuela o en el salón de clase se desarrollan a partir de las afinidades y simpatías personales de los alumnos. Los niños y los adolescentes ajustan su conducta a la de sus amigos o a los principios del grupo. Dos o tres niños traviesos o adolescentes con problemas conductuales bastan para inducir a los demás al saboteo de una clase.
Las relaciones entre pares no siempre son idílicas. Si la identificación con el compañero de clase –admirado por sus cualidades– suele ser positiva, lo contrario, también es válido; puede ser causa de caídas espectaculares y, aún más, de fuertes depresiones.

2.2. Los mass media
En nuestros días, la socialización tiene lugar bajo la influencia cada vez más intensa, de los medios de comunicación de masas (televisión, cine, Internet, entre otros). La acción de los mass media comienza a desarrollarse cuando el ser humano aún no posee distancia crítica ni barrera protectora. Introducen mensajes que configuran, una cierta mirada de la sociedad, una actitud ante la vida, es decir, una cosmovisión. Los medios de difusión masiva promueven valores y pautas de comportamiento; por consiguiente, su estudio es indispensable para comprender cómo se reflejan en la conciencia numerosos aspectos de la realidad social y cuáles son los efectos sobre el comportamiento humano.
a. El síndrome de Penélope: Los medios se han convertido en los principales agentes socializadores. Si otrora la familia estaba en capacidad de proteger a su descendencia de los efectos deletéreos de la sociedad; hoy día, tanto ésta como la institución escolar deben afrontar la sistemática y desigual competencia de los mass media en tanto que difusores de conocimientos, valores, y proveedores de modelos.
De manera precoz, la televisión expone al niño a un vertiginoso torrente de informaciones. De esta manera, el ser en desarrollo, adquiere vagas nociones sobre todo. Gradualmente va desapareciendo su capacidad inquisidora, su mirada se desliza sobre la superficie; nada le maravilla, nada le sorprende, todo le es familiar.
A fuerza de obrar siempre del mismo modo, el espíritu no siempre siente la necesidad de observar y analizar los hechos ambientes: se fía del automatismo que le ha invadido... con esta facultad hay el peligro de un riesgo y es el de que los ojos se habitúen a estar cerrados cuando deberían abrirse. El individuo rutinario no ‘ve’ las cosas como son, sino como ha tomado costumbres de verlas. (Claparède, 1927, p. 47).
Los mass media, fundamentalmente la televisión, ex profeso, opacan valores que por sí mismos dan brillo a la persona humana. No cumplen su función co-educadora; por el contrario, promocionan las peores formas de ser el hombre; exaltan el individualismo, glorifican el sexo y la violencia. Muestran la realización social y profesional en estrecha correlación con el dinero y la belleza física. Nada sorprendente. El cuidado del aspecto externo, y en particular el culto al cuerpo se ha convertido en casi una obsesión.
Los niños de hoy, tienen el cerebro pleno de imágenes del futuro, pero desconocen de manera casi absoluta, lo concerniente al pasado. Su cabeza no está vacía, sino ocupada en cosas insubstanciales. Atrás quedaron Blanca Nieves y los Siete Enanitos, Caperucita Roja y el Lobo Feroz, la Cenicienta, el Patito Feo, Tío Conejo y Tío Tigre, entre otros. Los programas que les son destinados están saturados de monstruos, máquinas y súper hombres que vuelan por todas partes.
¿Quiénes son los héroes preferidos por nuestros niños? ¿A quiénes imitan? ¿Quién no ha tenido oportunidad de observar a sus hijos, sobrinos o cualquier otro niño imitando a los peores personajes de la TV? Los niños resultan pasto fácil de ese proceso de alienación generalizada que caracteriza nuestra época. La programación televisiva, de manera reiterada y en horario donde los niños permanecen frente a la pantalla, exaltan, entre otras cosas, las desviaciones sexuales. ¿No se corre el riesgo de que estas anomalías sean consideradas, tanto por los pequeños como por los adolescentes, normas de vida, modelos a imitar?
Los pequeños llegan a la escuela con el cerebro atiborrado de imágenes. Esto es grave: La imagen (mediática) destruye la imaginación. (...) Impone los deseos que la publicidad, la propaganda, la explotación lucrativa del hombre, difunden a través de los múltiples medios técnicos. Así agredido, sin capacidad de respuesta, antes que su espíritu crítico y de observación se desarrolle, la imaginación del niño se aliena... La mediatización fija sus predilecciones e impone las sugestiones de un mundo falso y siniestro. Los ídolos nacen, los modelos se implantan... Su huella obsesionante, fuentes de deseos jamás satisfechos, sueños de dinero, de poder, de sexualidad o violencia no cesarán de perseguir al niño subyugado (Michel, 1976, pp. 8-9).
Los mass media ejercen una influencia tan poderosa sobre el individuo que muchas veces a quienes se creen “claros”, les resulta difícil diferenciar cuándo actúan por su propia convicción o cuando son objetos de una sugestión colectiva. En el mes de diciembre, ¿Ud. por casualidad, no se disfrazó de contento? ¿No adornó su casa con el arbolito de navidad y Santa Claus? ¿Nunca ha festejado Halloween? ¿Nunca ha saboreado un apetitoso hot dog o una suculenta y “dietética” hamburger? ¿Qué tal una Coca?
Los medios de comunicación de masas constituyen una insuperable fábrica de bobos en serie. Los niños a quienes desde muy temprano se les ha evitado todo contacto con la realidad, constituyen la principal clientela de esa máquina de cretinización colectiva.
A pesar del discurso de los ideólogos de las “nuevas pedagogías”, lleve a cabo el siguiente experimento: pídale a un grupo de niños que dibujen a otro niño y observará como la gran mayoría lo hace rubio; asimismo, pídales que le diseñen una casa y la dibujarán con chimenea. Continúe su investigación, y obtendrá resultados sorprendentes. ¿Son acaso estas motivaciones, este “espontáneo” desenvolvimiento de la creatividad, este “libre desarrollo de la personalidad” de los pequeños lo que debemos proteger? Yo pienso que no ¿y usted?
b. El síndrome de Peter Pan. Cuando en los albores del siglo pasado, James Matthew Barrie, creó al personaje Peter Pan, nunca pensó que «el niño que se resiste a crecer» se multiplicaría de manera tan rápida en el mundo occidental.
El arribo a la adolescencia implica la ampliación del círculo de relaciones socioculturales, lo que de alguna manera representa un riesgo de desviación conductual, pero también el logro de una mejor cohesión personal.
Es bien sabido que, psicológica y cronológicamente, la adolescencia culmina en la consecución de un nivel de madurez constante y comparativamente vasto. La evolución de esta maduración es un proceso lento, no existiendo en la actualidad medio alguno con el cual sea posible determinar si un individuo ha llegado a tal nivel. Comúnmente se presume que la mayor parte de los sujetos llegan por lo menos a un grado moderado de madurez psicológica desde los veinte a los veinticinco años, considerándose, entonces más bien como adulto y no como adolescente. Sin embargo, para algunos la madurez psicológica nunca llega; como consecuencia, su adolescencia se prolonga hasta muchos años después. (Carmichael, 1957, pp. 791-792).
En la actualidad, la infantilización de la sociedad resulta inocultable. El sistema –a través de la educación permisiva y la acción de los mass media– se empecina en prolongar la infancia de los jóvenes, El laissez faire conforma voluntades anémicas y engendra seres de espalda a la realidad. Estamos formando una generación de tecnólatras pasivos, seres egoístas e incapaces de diferir recompensas y tolerar un cierto nivel de frustraciones. En efecto, el estilo permisivo de crianza y el implacable bombardeo publicitario característico de nuestra época, impulsa tanto a los niños como a los adolescentes, a asumir conductas e internalizar valores que los alejan de la vida y sus contradicciones. La mayoría tiene la convicción de saberlo todo y, sin hacer el menor esfuerzo, merecerlo todo.
No es difícil encontrar “adultos” maduros, cronológicamente hablando, e infantiles desde el punto de vista socio-emocional. Jóvenes que renuncian a su singularidad para convertirse en una oveja más del rebaño, en un hombre masa.

Bibliografía
-Bettelheim, B. (SD). Diálogo con las madres de niños normales, Bogotá, Colombia: Barral Editores, S.A.
-Carmichael, L. (1957). Manual de psicología infantil, Buenos Aires, Argentina: Librería El Ateneo.
-Claparède, E. (1927). Psicología del niño y pedagogía experimental. 8ª Edición Francesa. Madrid, España: Librería Beltrán.
-Lipovetsky, G. (2000). La era del vacío. 12ª Edición. Ensayos sobre el individualismo contemporáneo. (J. Vinyoli y M. Pendanx Trads.). [L’ere du vide]. Barcelona, España: Editorial Anagrama.
-Michel, J. (1976): L´imaginaire chez l´enfant. Les contes, Paris France: Fernand Nathan.
Rich, J. (1999). El mito de la educación. Barcelona, España: Grijalbo. [The Nurture Assumption].
-Willebois, A. De. (1985). La société sans pére. Paris: èd. SOS.

Educere • Año 11, Nº 38


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