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Sentimiento y comportamiento en las organizaciones
Carlos Llano Cifuentes

La celebración del trigésimo quinto Aniversario de la Escuela Superior de Administración de Instituciones (ESDAI) constituye una oportunidad para analizar el papel de la mujer en las empresas y organizaciones en general. Para ello, nos servimos del estudio de dos instancias humanas muy relevantes: sentimientos y comportamientos.
En este contexto cabe decir que las cualidades femeninas, en contra de lo que suele pensarse, más que sentimientos son comportamientos fructuosos para cualquier organización prestadora de servicios.
El valor preponderante del «economicismo» (que no es la economía  doméstica sino la macroeconomía) y el «racionalismo» (con su rigor cuantitativo aparejado) ha constituido lo que se llamaría una virilización de la sociedad. El predominio del varón en ella no tiene ciertamente nada de moderno. La situación actual, sin embargo, representa un fenómeno nuevo: nunca como ahora se han echado en falta los valores femeninos en el ámbito social.
Sospechamos que la mujer, habiendo ejercido secularmente una influencia poderosa en la sociedad desde el hogar, al salir de él, por considerar su tarea poco relevante, no ha encontrado en la sociedad, hasta ahora, un ámbito propicio para desarrollar sus valores propiamente femeninos e influir con ellos, ni ha regresado a aquel que ha sido su espacio propio y desde el que dejaba en el radio entero social una huella que ahora echamos en falta.
Esta ausencia de los valores de la mujer en el actual entramado social se conecta de manera muy estrecha con otras manifestaciones posmodernas. Ronald Inglehart, coordinador de la Encuesta Mundial de Valores, cuyo principal objetivo es predecir los cambios culturales de las sociedades, afirma que estas avanzan hacia el posmodernismo: «Esta etapa acarrea una transformación generalizada en la orientación de valores que se relacionan con un énfasis creciente en la capacidad humana de elegir en todos los aspectos de la vida: la elección de una pareja, la función de los géneros, el objetivo de criar hijos, los hábitos laborales...».1
La sociedad contemporánea ha perdido el sentido de la hospitalidad y la generosidad, lo cual tiene especial repercusión en nuestra manera de dirigir y concebir las empresas.
Todo ello implica, en cierto modo, la nostalgia de los aspectos originarios y definitivos de la feminidad en el mundo del trabajo: el cuidado, el sentido de la proximidad, del matiz y del detalle, la ternura, el equilibrio y la armonía, el sentido de la dependencia y de la colaboración, la generosidad, la atención a lo concrete Valores, todos ellos, que no son racionalizables pues se encuentran por definición allende la racionalidad, especialmente la racionalidad masculina que es, de alguna manera, desapegada, áspera y objetiva. Para no pocos, la objetividad seria el apreciado residuo que alcanza la inteligencia al prescindir de los siempre subjetivos sentimientos (Karl Jaspers).
La ausencia de esos valores femeninos constituye un profundo vacío en la empresa, que se hace hoy patente.
Con ojos de modernidad, parecería que están de sobra, aunque con ojos de futuro se ve con nitidez que son necesarios. Lawrence Miller, con su característico empirismo, se ha hecho cargo del beneficioso impacto que produce la mujer dentro de las organizaciones, como la propia Universidad, según añadimos nosotros. El estilo de la organización actual, dice audazmente, ha de ser más femenino; y con más atrevimiento aun: «el estilo del macho es una variedad que está destinada a la extinción».2
Pero nos advierte sabiamente que si la mujer sigue abandonando en su trabajo las cualidades en las que es superior, los hombres habrán ganado la batalla de los sexos pero la humanidad habrá perdido la guerra. Las cualidades en las que las mujeres son superiores al hombre, según Miller, están constituidas por la amabilidad y la intimidad que son precisamente dos notas por desgracia ausentes de la empresa actual.
Al estudiar con modo de liderazgo contemporáneo nos encontramos con dos conceptos que se hallan entreverados con la competencia y la colaboración: nos referimos a los sentimientos y comportamientos. Podríamos preguntarnos: ¿qué es lo que más pesa en el liderazgo: el sentimiento o el comportamiento? Al hablar del liderazgo contemporáneo debemos distinguir entre una exaltación del sentimentalismo poco inteligente, y un análisis objetivo sobre el sentimiento humano como tal. No pueden confundirse las características femeninas aportadas en el ámbito de la sociedad y de las organizaciones, con sentimientos causantes de conductas irreflexivas. La amabilidad, intimidad y generosidad, más que sentimientos son comportamientos y conductas, según veremos.
Parecería en primer término que a aquella persona a la que llamamos líder le exijamos que sus sentimientos estén en consonancia clara con los sentimientos de aquellos otros con los que trabaja. Estos sentimientos harían que la personalidad del director se constituyese en si misma por sus relaciones con las otras personas, como lo señala Morandé Court. Lo contrario sucedería si nuestros sentimientos personales configuraran en nosotros un perfil psíquico, una personalidad, no por nuestras relaciones sino por nuestras oposiciones respecto de otras personas, como lo querrían Thomas Hobbes y Friedrich Hegel, para quienes la génesis constitutiva de la persona, su autoafirmación como tal, lo que le hace en su núcleo ser persona y ser esta persona, es su oposición a otras. En cambio, para Aristóteles y, sobre todo, para Tomas de Aquino, la persona se define y se distingue por su modo característico, peculiar e irrepetible de relacionarse con los demás.
Hemos de decir que, por lo que parece, un conjunto de sentimientos configura el modo de ser del individuo. De ellos, en lo que a la coordinación con los demás concierne, debemos atender especialmente a dos grupos o tendencias sentimentales que se encuentran emparentados con dos estilos de liderazgo como la competencia y la colaboración.
Nos estamos refiriendo al egoísmo y la generosidad.
No se requieren análisis complejos para intuir que el egoísmo y la competencia se encuentran en la vertiente del individualismo y de la soberbia, en tanto que la generosidad se encuentra del lado de la actitud humilde y del trabajo en colaboración.
La importancia que encierra la humildad para el ejercicio de un liderazgo verdadero es innegable. El liderazgo, la humildad y la generosidad (y la colaboración que les es consectaria) son elementos que se complementan mutuamente. No solo resulta cierto —como parece serlo—que para ser líder se necesita ser humilde., sino que la actitud del hombre humilde es el comienzo para ganarse a las personas y para conducirlas y aglomerarlas en torno a él. La humildad es asociativa tanto como la soberbia lo es disgregadora.
Lo que, en cambio, requiere una consideración más cuidadosa es definir si el egoísmo y la generosidad (humildad y soberbia; colaboración y competencia; asociación y disyunción), son resultados de dos conjuntos diversos de sentimientos o quieren indicar más bien dos maneras de comportarse.
No hay duda de que la psicología de las organizaciones ha prestado ahora la atención que se le debe a los sentimientos humanos, los cuales en las organizaciones serias que componen lo importante de la sociedad, habían quedado marginados por un exceso de racionalismo y formalismo.
Como una reacción pendular, los sentimientos han vuelto a considerarse ingredientes básicos de las personas humanas y de las organizaciones que ellas constituyen.
Pero, por ello mismo, no debemos confundir esta impronta de los sentimientos en el estudio del management, con los valores que aporta la mujer a la empresa y a la sociedad: amor, generosidad, ternura y cuidado.
La tesis que sostenemos es que se ha emplazado en las empresas un psicologismo sentimental que no beneficia ni a las empresas ni a los hombres que en ellas trabajan. Sin exclusivismos ni atrofias, sin reduccionismo, debemos considerar al hombre completo, con sus cuatro tipos polares de facultades: a) aprehensiva de lo universal, que llamamos inteligencia; b) aprehensiva de lo concreto, que denominamos sensibilidad; c) tendencial hacia lo universal, que llamamos voluntad; y d) tendencial hacia lo concreto, que llamamos apetito sensible, el cual incluye una serie muy variada de actividades: sentimientos, emociones, gustos, pasiones...
Considerar al hombre marginando cualquiera de estos tipos polares de facultades (entender, querer, sentir y apetecer) es ya, de principio, iniciar una antropología falsa (no solo parcialmente verdadera, o parcialmente falsa, sino falsa) porque estos cuatro sistemas operativos humanos que llamamos facultades o potencias se encuentran a tal grado interconectados que la depreciación de uno arrastra tras de sí la de todos los demás.
No obstante, el hombre integral, totalmente concebido, es ser humano porque está dotado de inteligencia y de voluntad. Estas son las dos posibilidades operativas que lo distinguen como ser humano. Es, sí, además, animal.
Pero el racional, que se añade a su animalidad, no es un ingrediente yuxtapuesto que se encontraría simplemente encima de su adjetivo animal. La racionalidad y voluntariedad humanas penetran hasta el tuétano de su ser animal, al grado que el ser animal del hombre es radicalmente distinto del ser animal de los animales no humanos. De ahí que no pueda darse a los sentimientos humanos (que si no estuvieran guiados por la razón compartirían la igualdad de rango con los primates) un predominio sobre la razón y la voluntad, y menos aún si ese predominio es solapado.
Debemos concluir que el egoísmo y la generosidad, la soberbia y la humildad no se definen en el campo de los sentimientos, sino de la conducta.
Nos parece, sin temor a equivocarnos, que quien ha edificado decididamente el fenómeno del liderazgo humano (no el liderazgo de manada), por el lado del comportamiento, en una hora en que parece que el liderazgo se considera sobre todo como una errónea fuerza de atracción emocional, es James C. Hunter.3
Su modelo de liderazgo está compuesto por cinco piezas fundamentales e inseparables: autoridad, servicio, sacrificio, amor y voluntad. Nada de ello es ajeno al papel de la mujer en la empresa, en la universidad, en el hospital, en las comunidades de carácter personal.
Sin embargo, el nivel basilar de estas fuerzas es precisamente la voluntad: «poco valen nuestras intenciones si no van seguidas de acciones consecuentes4. «E1 liderazgo empieza con la voluntad, única capacidad que, como seres humanos, tenemos para que nuestras acciones sean consecuentes con nuestras intenciones»5 El mayor líder no es el que tiene sentimientos más profundos en relación con el grupo al que pertenece. «¿Quién es el mayor líder? El que más ha servido». Esta es una «interesante paradoja.»6
Si el liderazgo tuviera como columna vertebral a los sentimientos, el hombre que depende, como conductor y guía, de ellos, no podrá ser dueño de si. Lo cual lo incapacitaría para servir, que es según Hunter la expresión más alta del liderazgo. «No siempre puedo controlar mis sentimientos hacia los demás, pero lo que sí puedo controlar es mi comportamiento hacia estos. Los sentimientos como vienen se van y... ¡a veces también dependen de cómo nos ha sentado una comida!».7 Un punto básico para entender tan disonantes expresiones es —como lo oí a un verdadero líder a quien tanto le debo— no confundir el amor con unos sentimientos dulzones y blandos.
Los sentimientos pueden tener importancia por la cercanía —o lejanía, en dirección contraria— que propenden en las personas, y vemos que la proximidad (incluso la proximidad sentimental), posee gran valor en la relación con los demás. Pero al liderazgo no le basta la relación sentimental, por valiosa que sea. Implica además la relación de autoridad y... «como puedes mandarle a alguien lo que tiene que sentir por otra persona?»8  James Hunter, para enfatizar la importancia del comportamiento sobre el sentimiento, se sirve de un validísimo recurso que no suele ser utilizado en los libros de gerencia: la Biblia. Y lo hace con verdadera puntería y acierto.
Escoge como argumento de indudable autoridad el capítulo 13 de la carta de San Pablo a los Corintios, texto que, según se sabe, es considerado desde su origen, hace cientos de años, como el himno al amor. El texto, viene a decir que el amor es paciente, afable, no jactancioso ni engreído, no es grosero, no busca lo suyo, no lleva cuentas del mal, todo lo sufre, todo lo soporta. El amor no falla nunca.9
Hunter resume esta lista de las cualidades del amor en lo que llama sus principales puntos: paciencia, afabilidad, humildad, respeto, generosidad, indulgencia, honradez y compromiso. Su hipotético interlocutor le hace notar que estos puntos coinciden con las cualidades del líder que antes, inductivamente, se habían detectado. Al concederlo así. Hunter nos interpela con estas preguntas: «¿dónde vemos aquí un sentimiento?»; y su definitiva respuesta: todos son comportamientos. «Caridad o servicio son mejores definiciones de ágape que amor, tal como lo solemos entender.»
Estos hechos salen al paso de algunas consideraciones que suelen elaborarse hoy en relación con el liderazgo. Uno de los consejos que se hacen al líder es elogiar a los subordinados, felicitarles para que se sientan satisfechos.
Vemos en la posición de Hunter un concepto menos sentimental y más realista. Concede que es bueno para aquellas personas que se encuentran a nuestro cargo recibir elogio, pero con tres condiciones cuya finalidad no es precisamente el que tengan sentimientos gustosos. Primero, el elogio debe ser sincero, esto es, debe ser precedido de un buen comportamiento, que es lo que elogiamos.
Nosotros diríamos que los elogios y las felicitaciones deben hacerse a posteriori, con base en los resultados; no deben ser a priori, porque entonces el buen trabajo se daría por descontado. Segundo, debe ser concreto. No se deben elogiar generalidades («todos han hecho un buen trabajo»), pues ello más que buenos sentimientos puede provocar resentimientos, ya que es posible que no todos hayan hecho un buen trabajo, y los que realmente lo han hecho pueden resentirse de ser tratados de la misma manera que los que se han dejado llevar por la vagancia o el descuido. Al ser concreto, el elogio se hace objetivo: «me alegra que en esta semana hayas producido tantas —concretándolos numéricamente— piezas» o «te felicito por haber vendido en esta quincena veinte automóviles». Tercero, y como consecuencia, el elogio debe ser selectivo. No toda acción merece felicitaciones. Hay conductas que requieren reproches y aun castigos. Entonces las felicitaciones se revalorizan.
Esto es lo que los anteriores psicólogos llamaban reforzamiento selectivo: premiar lo funcional y castigar lo disfuncional de manera que el premio propicie la frecuencia del comportamiento funcional, y el castigo inhiba la conducta disfuncional. El ejercicio del reforzamiento selectivo debe ser muy prudente en el líder para no traducir los comportamientos en sentimientos. Si no se cuida este punto —del que prácticamente nadie, ni siquiera Hunter, queda Ubre— suscitaremos en nuestros subordinados la apetencia a la felicitación y el miedo al regaño. Ciertamente que en la conducta humana es más beneficioso actuar buscando el elogio que huyendo del regaño. Pero en ambos casos el trabajo humano se guiaría por resultados apelantes al ego del individuo —y no a lo mejor del ego—, en lugar de buscar el resultado objetivo de la tarea.
Su sinceridad, concreción y selectividad en el elogio —y en el reproche— es una consecuencia natural del líder humilde y firme, que atiende más al comportamiento (suyo y de los demás) que al sentimiento (de los demás y suyo). Uno de los hilos que tejen la humildad es la autenticidad, sin pretensiones y sin petulancias. Esto se relaciona íntimamente con el justo manejo de los premios y los castigos. Bien interrogado, el supuesto líder se ve impelido a confesar que, en los premios y castigos, muchas veces más que pensar en los sentimientos de los demás está pensando en sus propios sentimientos.
Con estas ideas fundamentales sobre el liderazgo como amor o ágape, y el amor o ágape como comportamiento, puede Hunter establecer una lista de cualidades del liderazgo, y., más importante aún, de comportamientos de las que tales cualidades han de ser acompañadas, como origen que son de ellos10.

Paciencia

Mostrar dominio de uno mismo

Afabilidad

Prestar atención, apreciar y animar

Humildad

Ser auténtico. sin pretensiones ni arrogancia

Respeto

Tratar a los otros como si fueran gente importante

Generosidad

Satisfacer las necesidades de los demás

Indulgencia

No guardar rencor cuando te perjudiquen

Honradez

Estar libre de engaños

Compromiso

Atenerse a tus elecciones

Servicio y sacrificio

Dejar a un lado tus propios deseos y necesidades; buscar lo mejor para los demás

Deberíamos añadir que muchas de estas cualidades son propias de la «femineidad», palabra que tendría que designar la capacidad fundamentalmente humana de vivir para el otro y gracias al otro: en resumen, dicho término no habría de ser exclusivo del sexo femenino, aunque sea la mujer la que lo concentre y quintaesencie.
Esto, sin embargo, no ha de interpretarse como la fractura o desglose entre sentimientos y acciones. El hombre constituye una unidad afectiva y operativa que nadie debe separar. Las señales de Hunter, sin embargo, calan más hondo. No se refieren a una separación entre el sentimiento y el comportamiento, sino al lazo dc un auténtico nexo entre ambos, contraviniendo las creencias antropológicas superficialmente usuales. Reiteramos: debemos analizar las relaciones entre sentimiento y comportamiento para no caer en el error de hacer preponderantes a los sentimientos, y menos aún, de considerar el papel femenino en las organizaciones al ras de un nivel meramente sentimental.
Hay, en efecto, quien piensa como un buen ejercicio del liderazgo el suscitar sentimientos que desemboquen en comportamientos. Las cosas deben verse, precisamente, al revés: «nuestro comportamiento tiene también una influencia sobre nuestras ideas y nuestros sentimientos»; «vamos desarrollando sentimientos hacia el objeto de nuestra atención»; «nos apegamos a todo aquello a lo que  prestamos atención, a lo que dedicamos tiempo, a lo que servimos»11. Jerome Brunner, psicólogo de Harvard, asegura que es más fácil traducir nuestras acciones en sentimientos que traducir nuestros sentimientos en accioncs.12
Ahora bien, en este punto cabe o es exigida la pregunta: si nuestras acciones no provienen de nuestras afecciones; si nuestro comportamiento no surge de nuestros sentimientos, ¿cuál es su origen? Hemos de contestar, sin temor, que nuestra conducta proviene fundamentalmente (movimientos vegetativos e instintivos aparte) de nuestra inteligencia y nuestra voluntad, que son los verdaderos motores del ser humano.
Esto no lo decimos nosotros, que hemos sido tachados—tal vez con causa— de voluntaristas, sino el propio Hunter. No sabemos cuáles sean sus raciocinios precedentes, pero conocemos una conclusión suya valientemente proferida en un ámbito cultural que puede calificarse sin exageración como psiquiátrico y freudiano: el liderazgo empieza por una elección13. Hemos de desarrollar los músculos emocionales como otros desarrollan los músculos físicos. En ambos casos, el desarrollo empieza con la acción voluntaria. A su vez, el sentimiento no se transmuta, sin más, en comportamiento. Al menos el sentimiento humano. Habrá en el hombre sentimientos anormales —anormales por ser solo animales— irreprimibles. Pero su comportamiento no le resulta entonces insoportable. El sentimiento, así como no puede ser meramente reprimido por la voluntad, necesita en cambio de algún modo ser asimilado por ella para convertirse en comportamiento.
La descripción del complejo fenómeno acerca de los nexos entre los afectos y los comportamientos no puede simplificarse mediante el reducido dúo sentimiento-comportamiento.
La voluntad tiene precisamente una intervención modernamente desatendida: por virtud de la voluntad los sentimientos son consentidos.
Para sentir no se requiere a la voluntad. Se requieren solo los sentimientos. Pero la acción propiamente humana comienza con el consentimiento del sentimiento. Al sentimiento, generalmente impulsivo o espontaneo, puede añadirse la aquiescencia de la voluntad en relación con él.
Ello se ha expresado desde antiguo con el verbo compuesto con-sentir. Esto es, querer con la voluntad un sentimiento antes meramente sentido, que se hace así con-sentimiento.
Antropológicamente ha tenido ancestral importancia la distinción entre el sentir y el consentir. La confusión entre el sentimiento y el consentimiento adquiere consecuencias morales. El sentimiento carece de moralidad, al ser una actividad del hombre pero no humana, en tanto que el consentimiento resulta moralmente bueno o malo si el sentimiento que se consiente va a favor o en contra de la naturaleza propia del hombre que siente. El consentimiento no es solo una actividad del hombre sino propiamente humana, porque se ha ejercido en el la voluntad.
De modo general puede decirse que el sentimiento no se convierte en comportamiento a menos que tenga lugar el consentimiento. Pero ya el consentimiento mismo, a fuer de voluntario, es una suerte de comportamiento incipiente. Quien consiente el sentimiento de antipatía ante otro, termina comportándose ante el cómo ante un individuo antipático. Lo mismo ocurre, y aún más, con la simpatía, lo cual puede dar lugar a preferencias también disfuncionales en el ejercicio del líder.
La serie sentimiento-consentimiento-comportamiento (de la que todo líder debe ser consciente), adquiere una mayor complejidad cuando introducimos en ella el resentimiento, es decir, el sentimiento revocado, revivido, despertado en caso de que el tiempo u otras circunstancias lo hubieran puesto al margen.
El resentimiento suele darse en relación con los sentimientos disfuncionales. De nadie puede decirse que tiene resentimiento en relación con su madre cuando evoca el sentimiento filial que le tuvo. Se da con los sentimientos disfuncionales y junto con los sentimientos estrechamente vinculados a personas identificadas. De nadie puede decirse que esta resentido contra la lluvia; lo estará, en todo caso, con el amigo que se negó a prestarle el paraguas o a llevarlo en su automóvil.
No nos extrañará que el resentimiento, como sentimiento disfuncional hacia una persona, no solo consentido sino resentido, es uno de los defectos que el líder debe erradicar de cuajo so pena de perder el liderazgo. Pues el resentimiento es mutuo, y crecientemente mutuo; el resentimiento es contagioso y profundamente contagioso.
El estudio del liderazgo, pues, no puede basarse meramente en las características del hombre sino en los comportamientos del hombre. Si esto vale para las cualidades personales, vale más aún para los sentimientos. No podemos confundir la aportación femenina en las organizaciones con un sentimentalismo superficial. Su benéfica incidencia en ellas es un diverso modo de conducta, de actitud existencial, de estilo operativo, de tono ambiental y climático.
Estos treinta y cinco años de vida del ESDAI nos permiten verlo, en perspectiva, como un pionero en el desarrollo de dimensiones humanas que hoy reclaman con apremio las sociedades, y especialmente las sociedades de servicio.

Notas
1 Diario Monitor, 11-09-2004. Cfr., etiam, Carlos Llano (2000). Sistema versus Persona, México: McGraw Hill, que es en realidad la segunda edición del libro Posmodernismo en la empresa (1994). México: McGraw Hill.
2 Miller, Lawrence. American Spirit, New York: Kanner Books. Traducción castellana (1989), El nuevo espíritu empresario. México: Edamex, p. 148.
3 James C. Hunter (1999). La Paradoja. Un relato sobre la verdadera esencia del liderazgo. Barcelona: Urano., passim,
4 Ibidem. p, 90.
5 Ibidem, p. 9i.
6 Idem.
7 Ibidem,
8 Idem.
9 Respetemos esta transcripción parcial del Corintios, 13, tal como es expresada por Hunter, loc cit p. 100. Nos dice que en una antigua versión de la Biblia, amor como agape (paciencia, afabilidad, humildad), se tradujo como charity.
10 Ctr. James Hunter, op. cit.. p. 112.
11 Ibidem .p. 143.
12 Cfr. Ibidem, p. 144,
13 Ibidem.p. 145.

Hospitalidad-Esdai / Edición de Aniversario, Noviembre 2004


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