Frente a los drogadictos, los psiquiatras y los psicólogos experimentan una penosa impotencia terapéutica, solo comparable a la de los oncólogos ante sus enfermos cancerosos en estado terminal. Cuando el drogado se halla en caída libre, como un avión que se viene abajo «en espiral», no hay ciencia que valga. Más, afortunadamente, el problema de la droga comienza mucho antes de su resultado final llamado «overdosis», el cual no suele ser un simple error, sino verdadero suicidio.
El problema de la droga atraviesa diversas etapas, como a manera de peldaños. Cuando hablamos de drogados es necesario, para no hablar sin más ni más, concretar cuál es la etapa en la que fijamos nuestra atención. Como debe hacerse cuando se habla de ancianos: la palabra «anciano» es una, pero los ancianos son muchos, diversificados por decenios; una cosa es hablar de uno de 70 años y otra de uno de 90.
En este momento, mis reflexiones no se refieren ni a la cura ni a la recuperación del drogadicto, sino a la prevención de la tóxicodependencia. Se refieren a toda posible intervención en la fase inicial del «proceso-droga», entendiendo por proceso un fenómeno que comienza y que «procede» o va adelante, muchas veces sin retorno.
Creo necesario partir de dos premisas.
Primera. Para abordar un problema grave como el de la droga es oportuno conservar una serenidad de fondo que permita reflexiones racionales más que emotivas. Por lo tanto, evitemos endemoniar la droga, aun cuando no pueda olvidarse que, por el número de víctimas que provoca en todos los continentes, ha sido llamada «la tercera guerra mundial». La droga, cualquiera que sea, no es como la corriente de alta tensión, con el cartel «quien toca los cables muere». Por esto, mucha y legitima alarma si un joven fuma algún «porro», pero nada de dramas ni de terrorismo. Un estudio de Cancrini demuestra que de cien individuos que entran en contacto con un producto tipo «droga», sólo uno llegara a ser drogadicto, nueve se encontraran en una condición intermedia, en la que el «fármaco» representa uno de los elementos para establecer un equilibrio con la realidad, y noventa lo rechazan y no buscan más la experiencia farmacológica.
Segunda. Está comprobado que no existe un tipo de personalidad especifica del drogadicto. Es decir, que la droga no es una predestinación hereditaria ni constitucional. Dicho de otro modo, no se nace drogado, uno se hace drogadicto, y ello no de la noche a la mañana sino a lo largo de años. Tantos años cuantos son necesarios para construir un estilo de vida totalmente personal.
Y solamente en «estos» años debe ejercitarse la prevención con el máximo cuidado y puede dar buenos resultados. Un destino de droga tiene raíces engañosas y remotas: comienza con protestas un tanto excesivas y con desviaciones (de conducta, de amistades, de look) que pueden suscitar más sonrisas que alarma. Comienza con alguna «esnifata», esperando estar un poco mejor en este mundo, para después descubrir que el supuesto bienestar no es más que el comienzo del fin: un poco como quien, siendo demasiado tímido, comienza a beber para favorecer su sociabilidad y al final acaba embrutecido por el alcohol, que lo hace cada vez más marginado, aislado y asocial. Hablando de años no me refiero solo a los últimos años que preceden a la iniciación a la droga. Alguien, creo que fue Napoleón, dijo que la educación de los hijos comienza cien años antes de su nacimiento, porque la educación del individuo no puede prescindir de una cultura que prepara al que ha de nacer el habitat mejor. A mi parecer, este concepto es la «piedra angular» sobre la que es posible construir una sociedad finalmente liberada de los tentáculos de la droga.
Más allá de estas dos premisas, he aquí como parece evidenciarse el problema del «por que uno se droga», es decir, la sustancial motivación de la tóxicodependencia.
No es solo la indigencia: los ricos se drogan más que los pobres; lo han hecho siempre: hace dos o tres generaciones, el consumo de heroína era casi un status symbol.
No solo las familias «a riesgo»: a menudo un joven se droga y sus hermanos no.
No solo la falta de trabajo, ni de amor. Conocemos todos diversos casos de drogadictos que tienen (y tal vez pierden) un puesto de trabajo, y otros que se drogan en parejas (y parejas incluso felices).
El común denominador de la tendencia a la droga es un estilo de vida totalmente particular, caracterizado por una espantosa carencia de valores.
Aquí el discurso —el discurso sobre los «valores»— puede hacerse difícil. Tratare de simplificarlo. Sabemos bien que son los valores, y como nos sentimos desnudos y perdidos ahora que hemos perdido tantos. Pero en el fondo de cada uno de nosotros no se ha atrofiado la esperanza de tiempos mejores. Para mantener viva esa esperanza es necesario creer en algo, especialmente cuando incluso desfallece la fe. Creer en algo es importante de por sí, independientemente de que es ese «algo». El «algo» está fuera de nosotros, pero el «creer» está en nosotros. El campesino que se despierta al alba para regar la verdura de su huertecillo, porque sabe que eso la hace crecer más hermosa, no es un héroe, es uno que cree en algo, que persigue un fin, es uno que vive en vez de dejarse vivir; no quisiera parecer retórico, pero diría que es un hombre. El ejemplo que he puesto puede alegrarnos porque nos dice que, al menos para la promoción individual, todo puede ser «valor»; pero nos deprime porque el reducirse a un ejemplo tan superficial subraya el hundimiento de los valores tradicionales, los que han sido desde siempre los pilares de la civilización. Algunos de esos valores pasaban de padres a hijos (igual que el apellido) y se aceptaban sin discusión, como la honestidad, el respeto, el pudor, el deber. Otros se aceptaban racionalmente, como el matrimonio, la paternidad-maternidad, la defensa de la vida. El hundimiento ha empezado con esta última categoría de valores: con el divorcio, el aborto, la eutanasia. Engendrando el concepto de que «nada es debido y todo está permitido»: la mortífera cultura de la falta de compromiso de la que resultan inevitables las consiguientes negaciones de todo tipo de autoridad, el permisivismo, la licitud de lo ilícito, la prepotencia del truhán, el triunfo de la carne sobre el espíritu.
El drogadicto ya no cree en nada. Nada le estimula, ni le motiva, ni le atrae, ni le interesa. Ni siquiera la vida. Sabe que, drogándose, arriesga la vida.
Pero ¿qué es la vida? Sólo un derecho al goce: si este falta, se restituye el «bien» como un electrodoméstico cualquiera que no responda a las cualidades decantadas en el cuadernillo de informaciones. Cuando se está convencido de que la existencia es una continua degustación y todo parece reducirse a una cuestión de platos que podemos devorar, sucede que cuando nos hallamos con algo amargo en la boca se escupe la vida. Un drogado, antes de morir, ha dejado escrito que quería «liberarse del sufrimiento de vivir».
Y ¿qué es la muerte? No ya el terror del rendimiento de cuentas y el veredicto para toda la eternidad: filosofía anticuada. Es solo el fastidio de una fiesta que se acaba, con los amigos que se van. Reducida a esas dimensiones, la muerte se empequeñece todavía más cuando se mira la televisión: en media hora podemos asistir a decenas de asesinatos. Vista de este modo, la muerte es una cosa banal, una caricatura, algo en lo que no vale la pena ponerse a pensar, de lo que no hay que preocuparse y menos aún asustarse. Llegados a esto, en una lógica tan deformada, incluso se puede buscar la muerte como una simple opción de vida.
Pero la alusión a la carencia de valores, a la televisión, a la sociedad, no debe entenderse como explicación, justificación o coartada. La matriz psicológica de la dependencia de la droga no es la desazón social, sino una deformación subjetiva de la percepción de la realidad. El drogadicto sabe que ciertos valores existen y que serian accesibles incluso a él, pero no los ve, no los siente. Es como el daltónico, que sabe que el verde es un color, pero no lo distingue. El drogado se aísla de sus coetáneos (incluso de los compañeros de droga) porque solo ve los lados negativos de las diversas realidades (familia, amor, amistad, trabajo) mientras los demás perciben también, y sobre todo, los valores positivos. Los demás están animados por proyectos, achievement, deseos de afirmarse; el, no; el busca solo una imprecisa libertad y solo encuentra inseguridad. El problema no está en el mundo, sino en la propia interioridad.
La dependencia de la droga es comparable al cólera. El cólera no estalla si falta el vibrión; pero el vibrión es inocuo si no encuentra un miserable ambiente de suciedad. Así la tóxicodependencia no nace si falta la droga; pero la droga es inocua si no encuentra una «cultura» que le ofrezca un satánico trono. Es la cultura del drogado, de la falta de compromiso, de la desesperación del vacío, del sufrimiento interior con que he titulado estas reflexiones. El sufrimiento interior es el resultado triste del ir contra corriente, «contra natura»: los jóvenes, que, en vez de proyectarse hacia el futuro, hacia la vida, como seria lógico y natural, prefieren la droga, instrumento de muerte, van contra natura.
El cólera ha sido vencido por la higiene. La droga puede ser vencida solo devolviendo a la juventud de todo el mundo el ansia de saber, el ímpetu de obrar, la fuerza de creer (creer en alguien, en algo, sobre todo en sí mismos), el deseo de apostar por sí mismos, el placer de asumirse las responsabilidades, en lugar de evitarlas, el gusto de la honestidad, el atractivo del deber.
No son fantasmas ni ilusiones. Son solamente las «reglas» de siempre: las reglas por las que la humanidad, siguiéndolas, se ha hecho culta, potente, civil; las reglas que solo el materialismo se atreve a descuidar, proponiendo falaces y contaminadoras lisonjas hedonísticas y consumistas.
Para concluir, se me permita contraponer a la desesperación del flagelo-droga la esperanza de una post-droga que preveo no demasiado lejana.
Comprendo que hipnotizar hoy un mundo sin droga parece una utopía. Pero desde un punto de vista sociológico, es posible y hasta probable.
La historia de la humanidad nos proporciona diversos ejemplos de situaciones que, en los tiempos en que se daban, parecían absolutamente inmutables. Vemos el termino de la institución de la esclavitud, que, sin embargo, duraba desde hacia milenios. Europa, hasta ahora, nunca había vivido cuarenta años sin guerras y es razonable convencernos de que la paz ahora se ha hecho inevitable, salvo esporádicas y siempre posibles operaciones locales llamadas de «policía militar». Y concluyamos este repaso de ejemplos observando la actual institución de la familia, con la impensable transformación del «modelo» (de patriarcal a nuclear) y de los «papeles» (desde el padre-ejemplo hasta el padre-dialogo).
También la droga pasara. Alguien, antes o después, conseguirá con autoridad destruir ciertos cultivos; pero entre tanto cada uno de nosotros puede y debe comprometerse personalmente a aportar su propia piedra —a base de ejemplo, de diligencia, de confianza— para la reconstrucción de una cultura que excluya la droga y todos sus precursores: para una verdadera cultura de la vida.
Prof. Ferruccio Antonelli
Presidente de la Sociedad Italiana de Medicina Psicosomática
Dolentium Hominum n. 19 |