El alcohol siempre fue uno de los lubricantes de la vida en occidente. Forma parte de nuestra cultura, nuestra economía y nuestra espiritualidad. Pero no por vivir con él, sabemos usarlo. El alcohol es un amigo peligroso, divertido, aunque temerario; es como una mujer absorbente que difícilmente se contenta con el tiempo que le dedicas.
Tengo veinte años tratando con gente joven y me temo que el alcohol está haciendo estragos en ella. Desconozco cifras y datos duros, me bastan los casos que conozco para avistar el peligro.
El alcoholismo destruye a muchos adolescentes, muchos más de los que sus padres quisiesen aceptar. Ignoro si hay más o menos que en otras épocas. De lo que sí estoy seguro es que antes, las chicas de 16 o 17, no bebían las cantidades de ahora o, al menos, no frente a los muchachos.
Algunos de mis compañeros de bachillerato bebían, y bebían fuerte. Sin embargo, había un acuerdo tácito entre nosotros: no hacerlo frente a nuestras amigas. Había que guardar la compostura. Desconozco si saliendo del lugar, ellas se iban a beber a sus casas. El hecho es que nosotros no podíamos beber con la intensidad de ahora, pues teníamos que pasar por tipos medianamente serios y formales. Hoy, las cosas han cambiado. Todos toman por igual y los peligros se han disparado. Y, sospecho, las jovencitas se exponen de más. No se trata de que el «sexo débil» aguante menos ingesta alcohólica que el varón; sino de algo evidente: las consecuencias de una irresponsable noche de copas, sean cual sean las decisiones que se tomen posteriormente, las pagará, de manera inmediata y en piel propia, la mujer.
Con el alcohol es más fácil
Por supuesto, el alcoholismo no es problema exclusivo de jóvenes. La mayoría de las veces aqueja a varios miembros de una familia y de distintas generaciones. Se ha discutido si esta coincidencia es por «genética» (la herencia) o por entorno social y familiar. En cierto sentido, lo mismo da. El hecho es que en el alcoholismo, los antecedentes familiares cuentan. Tampoco importa el dinero. Hace algunos días un amigo, alcohólico en rehabilitación, me lo decía con crudeza: «Yo no terminé tirado en una calle, como un teporocho, porque tenía chofer. Él me cuidaba y recogía. Entre el teporocho y yo sólo hay circunstancias diferentes. La enfermedad es la misma».
Nunca he estudiado psicología o medicina y no estoy calificado técnicamente para diagnosticar la adicción al alcohol de un joven. Pero comienzo a preocuparme cuando aparecen algunos síntomas. El más claro es la incapacidad de divertirse sin un trago de por medio. Para pasar un buen rato, un rato de diversión larga, necesitan el alcohol. Esta necesidad surge porque el alcohol se presenta como un aliado para entrar al bar, socializar o dirigirse a una niña.
Los primeros tragos desinhiben y los adolescentes, a pesar de sus desplantes y fanfarronerías, son inseguros y, muchas veces, tímidos. El alcohol les facilita desempeñar el rol sexual que el medio les exige. Los vuelve dicharacheros y simpáticos. Esto ya es una dependencia, de ordinario progresiva, pues con el paso del tiempo se requieren más cubas para conseguir el mismo efecto. La dosis tiene que aumentar. Los alcohólicos primerizos son «aguantadores». Es el comienzo del infierno. Más tarde, cuando el alcoholismo esté muy avanzado, se emborracharán con cualquier trago. El hígado se ha estropeado.
No es raro que los alcohólicos terminen bebiendo un trago más, después de la reunión formal. El afterhours responde a la necesidad de continuar la fiesta (acostarse al amanecer es parte de los 16), pero también a la necesidad patológica de ingerir más alcohol.
Otro síntoma: beber cuando no planeaban hacerlo. A veces se trataba de tomarse un café, jugar futbol o asolearse en la playa. Al alcohólico le cuesta decir «no», «hoy no», «tengo cosas qué hacer». Esta incapacidad para beber sólo cuando está planeado, va de la mano de la irresponsabilidad.
«El fin es sagrado»
Un tercer síntoma es, en efecto, la interferencia con la vida. El alcohólico termina siendo disfuncional. Se trastorna la vida familiar, escolar y profesional. De ordinario, el muchacho no dejará los estudios por «borracho», pero la fiesta del jueves (el jue-bebes) ya es un tipo de interferencia. ¿Quién puede rendir en una clase de siete de la mañana si horas antes bailaba con un vaso en la mano?
El bajo rendimiento de algunos adolescentes se explica por el poco tiempo que dedican a la escuela el fin de semana: «el fin es sagrado», lo que significa: «el fin es para embriagarse». La disfuncionalidad se refleja también en los comportamientos sexuales: algunas jóvenes no pretendían dormir con un desconocido la noche del viernes, pero los tragos les cambiaron la perspectiva.
Un cuarto síntoma: como hay que beber grandes dosis se requieren «ayudas» para aguantar. Las bebidas inteligentes, llenas de cafeínas, vitaminas y otros estimulantes, sirven para reanimar cuando el cuerpo ya no aguanta. El alcohol deprime el sistema nervioso y, por eso hacen falta los estimulantes: desde el café hasta las «tachas».
Es frecuente que el alcohólico intente controlar su manera de beber cambiando de una bebida a otra, digamos de tequila a cerveza o de cubas a vinos. En espacios donde la bebida es controlada, el alcohólico intenta conseguir tragos extras.
Falsa madurez
Otro síntoma grave son las llamadas «lagunas mentales», durante las cuales continuamos en actividad sin recordar después lo que hicimos. Son indicio de daño severo en la persona. Hay que añadir el síndrome de abstinencia: el organismo requiere físicamente del alcohol y si se corta la dosis, se presenta un auténtico malestar físico.
De ordinario, al alcoholismo se llega por una pendiente tenue, imperceptible para el iniciado y para quienes le rodean. El adolescente que se pone su primera borrachera no es un alcohólico, pero está claro que las primeras relaciones con el alcohol son determinantes. El alcohol nos hace sentir bien. A veces, incluso, un poco inteligentes. Nos libera de presiones, algo que le sobra al adolescente.
Además, en sociedades como la norteamericana y la mexicana, el alcohol es un paso a la mayoría de edad; mientras que en España y en Italia no es un parte aguas, ni un rito de iniciación sino parte de la vida diaria (se vende cerveza en las universidades); en Alemania la edad legal para beber públicamente es a los 16 años. En México hace falta presentar la cartilla, y en Estados Unidos se necesitan los ridículos 21 años para beber. Estas prohibiciones alientan su consumo y lo vuelven un falso símbolo de madurez.
Como tantas otras cosas, la educación en el alcohol debe comenzar en la familia, siempre será mejor que hacerlo a escondidas o en la oscuridad de un antro.
Istmo 279