Hace cincuenta años, antes de la expansión de las megápolis, la globalización y los matrimonios de dos sueldos, había un rito cotidiano llamado comida familiar, que reunía a padres e hijos alrededor de la mesa. Y no solo para comer, sino también para contarse cómo había ido el día, escuchar a los demás y estrechar los lazos familiares.
¿Un mito? Quizás. A decir verdad, también hace cincuenta años había empleados con turno de noche, padres que viajaban mucho y madres que trabajaban fuera de casa. Había profesionales que salían tarde del trabajo y papás que pasaban por la taberna antes de ir a casa, también tarde. La conversación en la mesa tal vez consistía, muchas veces, en peleas entre los chicos y exhortaciones de los padres: "esos modales...", "acostúmbrate a comerte lo que te pongan"... ¡Para quién no sería un alivio, a veces, poder librarse de la compañía de sus personas más cercanas y más queridas para dedicarse a sus aficiones!
De todas formas, el mito de la comida familiar encierra una verdad esencial sobre la vida doméstica y el bienestar personal que en nuestro mundo individualista y tecnificado solemos olvidar. Esto es lo que descubrió la periodista norteamericana Miriam Weinstein en el curso de un estudio sobre alimentación, y lo que le movió a escribir "El asombroso poder de las comidas familiares: Cómo nos hacemos más inteligentes, fuertes, sanos y felices comiendo juntos" (1). El mismo título hace afirmaciones atrevidas, basadas sin embargo no en tradiciones y mitos, sino en estudios científicos, en gran parte sobre adolescentes.
Para prevenir problemas
Veamos, por ejemplo, el estudio que motivó el trabajo de Weinstein. El objetivo del Centro Nacional sobre Adicciones y Drogas (CASA), de la Universidad de Columbia, es que los jóvenes no caigan en conductas destructivas (consumo de drogas, alcohol y tabaco, así como embarazos de adolescentes). En 1996 hizo un estudio para ver si había algo característico de los chicos que no presentan tales problemas. Para sorpresa de los investigadores, resultó que comer en familia era más importante que la asistencia a la iglesia o las notas.
Desde entonces, el CASA viene repitiendo esta encuesta todos los años. La de 2003 muestra significativas diferencias entre dos grupos de adolescentes, según la frecuencia con que comen en familia: dos o al menos cinco veces por semana. En el segundo grupo son más los que dicen no haber probado nunca el tabaco (85%, contra el 65% en el primer grupo), el alcohol (68% contra 47%) o la marihuana (88% contra 71%). Esos mismos chicos presentan también menos problemas de ansiedad y tedio, y sacan mejores notas.
A resultados similares han llegado Marla E. Eisenberg y sus colegas (Universidad de Minnesota), que en 1998-99 reunieron datos de 4.767 adolescentes de distintas zonas. Según este estudio, comer en familia habitualmente contribuye a prevenir depresiones y suicidios, especialmente entre las chicas. La influencia negativa de no comer en familia se mantiene aun entre los chicos que dicen tener "buenas relaciones" con sus padres, así como una vez descontada la influencia de la situación matrimonial, el grado de instrucción, la raza y el nivel socio-económico de los padres. Los autores del estudio aventuran que "quizás las comidas en familia proporcionan a los padres una ocasión, formal o informal, de atender al bienestar emocional de sus hijos adolescentes, las chicas en especial".
De los jóvenes estudiados por los investigadores de Minnesota, solo una cuarta parte hacía siete o más comidas en familia por semana, y un tercio, una o dos, o ninguna. Pero hay indicios de mejora: las encuestas CASA muestran un aumento de la proporción de adolescentes que comen en familia no menos de cinco veces a la semana: del 47% en 1998 al 61% en 2003.
Una ocasión para hablar
Si las comidas familiares no hicieran más que prevenir el consumo de drogas en adolescentes, solo por eso valdría la pena tenerlas. Pero, naturalmente, hacen mucho más que eso. Previenen males porque antes han cumplido una tarea más fundamental. Como dice Weinstein, "estas comidas permiten a los hijos comunicarse regularmente con los padres, y a los padres comunicarse con los hijos. Nos conectan con nuestras tradiciones culturales y familiares".
Regularidad es lo que ante todo Weinstein tiene en mente cuando llama "ritual" a la comida familiar. No es algo que hayamos de reinventar todos los días, algo que nos exija empeño para que sea un tiempo de convivencia familiar con "calidad"; es algo que prácticamente cualquiera puede hacer. La comida familiar "saca partido de necesidades biológicas y sociales básicas. Nos permite realizar aquello en que consiste ser una familia: cuidamos unos de otros, compartimos cosas, recorremos juntos el camino de la vida". Esta intimidad natural es la base sobre la que luego se levanta la "calidad". "Los investigadores descubren que nuestros más significativos recuerdos de la infancia no son grandes acontecimientos, como espectáculos o eventos deportivos, sino más bien el cariño mutuo, el compartir, el pasar tiempo juntos", dice Weinstein.
Aprendizaje de virtudes
Stenson hace este comentario a propósito de las buenas maneras en la mesa, asunto que vuelve a ponerse de moda ahora que los padres criados en los tiempos del "todo vale", en los años sesenta y setenta, se descubren desprovistos de recursos para preparar a sus hijos para la vida social.
Una comida que reúne a la familia entera –y que no es saboteada por la televisión (el 53% de los adolescentes encuestados para un estudio piloto en Minnesota decían que solían ver la tele durante las comidas), el teléfono, mensajes de móvil, Internet, videojuegos o alguien que se levanta de la mesa antes de tiempo para acudir a una cita– es sin duda el entorno ideal para aprender a comportarse en la mesa. Desde pequeños, los niños aprenderán del ejemplo de sus padres e irán adquiriendo el hábito de las buenas maneras (¡o de las malas!).
Aprenderán, como señala Weinstein, cosas tan elementales como qué cantidad es razonable ponerse o en qué consiste una comida equilibrada; a privarse de tomar algo fuera de hora para que todos tengan apetito al momento de sentarse a la mesa; a hacer pausas para conversar, y así evitar comer demasiado (nuestro organismo necesita veinte minutos para tener sensación de saciedad) y también los melindres. De este modo los niños estarán protegidos contra la obesidad, y las niñas, en especial, contra la anorexia y otros trastornos alimentarios.
Comer en familia también enseña a los niños a mantener una conversación –a escuchar y a contar– y, al parecer, les suministra la mayor parte de su vocabulario.
Además –y esto es más importante–, las comidas son ocasiones naturales para asimilar la historia y los valores de la familia, y a aplicar esos valores en la vida cotidiana y a los problemas y oportunidades que encontrarán en la sociedad. Muchos de esos valores pueden hacerse virtudes alrededor de la mesa misma: estar atento a las necesidades de los demás, levantar el ánimo con una anécdota divertida, generosidad para dejar a otro la mejor porción de postre...; o inmediatamente antes y después: cuando los niños ayudan a preparar la comida y a quitar la mesa y fregar los platos, aprenden a servir a los demás y también a cuidar de sí mismos.
Una forma fácil de cuidar la familia
Con todo esto y mucho más a su favor, ¿por qué ha decaído la comida familiar? Actúan, por una parte, fuerzas exteriores, como la competencia de la comida rápida y las distracciones electrónicas que tanto se han multiplicado. Por otra parte, hay también factores como el trabajo de las madres fuera del hogar (el estudio de Minnesota muestra una correlación entre comidas familiares y madres que solo trabajan como amas de casa), horarios de trabajo excesivos (sobre todo entre los padres), niños con demasiadas actividades (entrenamientos, natación, clases de música...) y madres separadas o solas.
Pero, con excepción de la madre sola (un padre que vive en alguna parte pero nunca está a la mesa es un obstáculo permanente, psicológico y también práctico, para la cena familiar), ¿no son, en el fondo, excusas todas o casi todas las demás razones para no comer en familia?
En un reciente artículo del "Wall Street Journal" (29-07-2005), el editor neoyorquino Cameron Stracher indicaba una razón, que por lo general no se reconoce, del declive de las comidas en familia: los padres no quieren comer con sus hijos. Decía Stracher: "Muchos hombres dicen que, si hubieran de escoger entre tiempo y dinero, optarían por el tiempo; en realidad, escogen el dinero. Al fin y al cabo, ¿quién quiere habérselas con una niña de seis años presa de una rabieta porque le han puesto la pasta con salsa verde? Es mucho más cómodo quedarse en la oficina, encargar la cena, tomar una cerveza y volver a casa cuando los niños ya están durmiendo. Hay familias en que padre y madre están en casa pero esperan para cenar hasta que los niños se hayan ido a la cama. Como me dijo una madre: 'No es divertido comer con ellos'".
Stracher, por su parte, ha decidido cooperar: ha instaurado las "cenas con papá", comprometiéndose a cenar con su mujer y sus dos hijos al menos cinco noches por semana durante un año entero.
Nadie debería restar importancia a las fuerzas que hoy amenazan la cohesión de la familia y convierten a sus miembros en compañeros de piso que comen solos y tienen su comunidad en otra parte. Comer juntos no es todo, cuando se trata de intimidad familiar y del bienestar de los pequeños; pero sin duda es una parte y, como Weinstein sugiere, la parte más factible. Añadamos fuerza de voluntad y la comida familiar recobrará su puesto en el hogar.
- Miriam Weinstein, "The Surprising Power of Family Meals: How Eating Together Makes Us Smarter, Stronger, Healthier and Happier", Steerforth, Hanover (EE.UU.)
Fuente: Aceprensa 12-10-2005