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Paraísos artificiales: los encantos de la drogadicción
Héctor Zagal Arreguín

Contra lo que suele pensarse, la drogadicción no sólo ataca a los desprotegidos. La evasión que ofrecen los estupefacientes es buscada por quien necesita huir de un mundo en el que no se encuentra a gusto. Madurez, progreso y realismo pueden ser la solución a este mal que reside potencialmente en la condición humana.

Si no le tuviera tanto miedo, en lugar de pan me atiborraría de hachís.
Flaubert

Hace algunos años sufrí una intervención quirúrgica de cierta importancia. Poco antes de entrar a la sala de operaciones, me encontraba francamente nervioso. Ya en camilla y con el catéter en las venas, la enfermera añadió un mágico ingrediente al suero. En pocos minutos pasé de la inquietud y el desazón a la serenidad más absoluta.

No perdí la conciencia, sabía perfectamente que en cuestión de minutos un grupo de galenos estaría abriendo mi vientre con bisturí. A mi lado, un par de camillas ocupadas por pacientes que no parecían estar en su mejor día.

Mentiría si dijera que la substancia aquella no me hizo sentir bien. Tuve la claridad de mente para fijarme en los detalles de la antesala de operaciones: los aparatos, el afanoso y rutinario trajín del personal, las bromas de los médicos; y todo ello mientras hacía cola para entrar al quirófano. Entendí el sentido de la frase «felicidad en gotitas». Poco después me aplicaron la anestesia y perdí la conciencia.

Nunca averigüé el nombre de la medicina ni he vuelto a recibir una dosis. Para estar lúcido por las mañanas utilizo una taza de café y para fomentar el optimismo me conformo con una copa de vino. Sin embargo, cuando platiqué mi experiencia tóxico-quirúrgica a un colega (cuyo nombre omito por razones obvias), se entusiasmó con la posibilidad de obtener alegría encapsulada (en vano precisé que se trataba de una solución). Espero que fiel a su condición de petit bourgois, mi amigo no habrá pasado de fanfarronear.

Un mundo imperfecto

Desafortunadamente son muchos quienes no fanfarronean y consiguen proveedores de «felicidad». Los titulares de periódicos y los telenoticieros hablan continuamente de la lucha contra el narcotráfico. No me parece mal. Sin embargo, el combate a la producción es insuficiente. Toda demanda genera una oferta: una ley elemental del libre mercado. La causa primera del narcotráfico es la drogadicción, aunque en un segundo momento la oferta apuntala la demanda (otra ley del mercado).

La búsqueda de «paraísos artificiales» ―la elocuente expresión se atribuye al ensayista Thomas de Quincey― no es exclusiva del siglo XX. La humanidad es proclive a los estimulantes, tranquilizantes y «agentes de placer». El vino es el primero; incluso la Biblia elogia la alegría provocada por su moderada ingestión. El café fue recibido en el siglo XVIII como una bebida salvadora del alcoholismo y, sobre todo, como un estimulante para trabajar constante e intensamente. El café durante el desayuno y después de la comida es símbolo del orden burgués: horario madrugador y sin posibilidad de siesta.

Paradójicamente, la popularización del aguardiente hacia finales del mismo siglo estuvo asociada a la revolución industrial. Los obreros ingleses escapaban en los Gin Palaces a la rutina de la fábrica, magistralmente retratada por Chaplin en Tiempos modernos.

El opio también se difundió en la Europa del siglo XIX. Las clases bajas lo consumían, como se lee en los relatos de sir Conan Doyle. Lo llamativo fue la buena fama del opio entre algunos intelectuales y artistas: De Quincey, Coleridge, Edgar Allan Poe, Baudelaire, Nerval, Gautier. El personaje de Doyle, Sherlock Holmes, es morfinómano. El brillante detective recurre a la morfina cuando se aburre por falta de casos.
Las drogas eran fuente de placer, de inspiración; visita a una irrealidad interesante y fantástica. Una rebelión contra el orden establecido.

En ocasiones el combate a la drogadicción es un poco ingenuo. La búsqueda de paraísos artificiales está asociada al ansia natural de felicidad y a la imposibilidad de encontrarla plenamente en un mundo imperfecto. Por ello, la droga atenaza lo mismo a los países desarrollados que a los pobres, lo mismo a la plutocracia que a los desposeídos. No es una cuestión de ingresos económicos, como tampoco lo es el alcoholismo. Algunos se embriagan con whisky escocés, otros con aguardiente de caña. Algunos recurren a la heroína; otros a los solventes.

Cada quien tiene sus motivos

Me atrevo a señalar tres factores que contribuyen a buscar la evasión a través de las drogas.

La crisis de un marco de valores culturales. Un caso ejemplar es la difusión del alcoholismo en Mesoamérica al terminar la conquista. La ingestión del pulque estaba severamente regulada en el mundo mexica. Los conquistadores trastocaron los valores culturales y colocaron a los indígenas frente a una situación nueva y sin marcos de referencia. La difusión de la droga en amplios sectores de la burguesía mexicana y en los países desarrollados se asocia a la carencia de valores y a la impotencia de otros mecanismos de control («civismo», «derecho», «buenas maneras»).

La ausencia de expectativas a largo plazo. Aristóteles advirtió que el incontinente ―quien no puede controlar sus pasiones― actúa contra la razón porque considera exclusivamente el placer presente y no el bien futuro. Cuando un diabético devora golosamente una caja de chocolates considera el placer inmediato y soslaya los dolores. El coma y la hospitalización no están presentes. Mutatis mutandi, a las clases menos favorecidas les dice muy poco el futuro. Vivir sin drogas hoy no equivale a tener empleo digno en tres años, aunque vivir con drogas hoy sí disminuya la remota posibilidad de mejorar el nivel de vida mañana. El futuro es siempre intangible y para los pobres es prácticamente irreal. Resulta poco persuasiva una campaña basada en una mejora futura, cuando lo inmediato es un presente agobiante. Sin posibilidades reales de ascenso social el combate es quijotesco.

Un entorno urbano estéticamente hostil. Basta caminar por las calles de Chalco o Nezahualcóyotl para entender a lo que me refiero. Muchos millones de mexicanos pasan una cuarta parte de su vida en transportes públicos infrahumanos y habitan en barrios sin árboles, donde las casas son de tabicón gris y el cielo ocre. ¿Qué experiencia de la belleza se puede tener creciendo en un lugar así? Tres son las escapatorias usuales: la televisión, el alcohol y las drogas. Las «ciudades perdidas» ―chabolas, favelas― son literalmente poblaciones perdidas: la sensibilidad más rústica es agredida por una atmósfera opaca y sin rastros de belleza. La TV es la única ventana barata hacia la belleza con que cuentan sus habitantes.

No niego los esfuerzos que se han hecho en este terreno, son encomiables. El punto neurálgico es que el recurso a la droga es un camino de evasión. Y nos evadimos de un lugar cuando no estamos a gusto en él. Para no recurrir la evasión es menester aceptar lo que no podemos cambiar (madurez), cambiar lo que debemos cambiar (progreso), y conocer la diferencia entre lo uno y lo otro (realismo). Cambios estructurales y valores universales. La filantropía palia, pero no resuelve el problema. Madurez personal y expectativas sociales son la solución, el Estado y la familia son los dos grandes responsables.

Istmo N° 271: 2004